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jueves, 21 de octubre de 2010

Peligros y asechanzas del demonio contra San Vicente Ferrer


No les pareció conforme a razón a los valencianos que recibiendo tanta luz de él los extranjeros, se quedasen sus naturales hermanos en tinieblas. Así que recibido el grado de maestro y pasado algún tiempo, llamándole los frailes de Valencia se volvió a su tierra, y en su entrada fué recibido por los caballeros. Pocos días después le rogaron el obispo (don Vidal Blanes, catalán, octavo obispo de esta tierra) y el gobernador y otras personas de cuenta, que quisiese leer en público teología; aceptó el oficio de lector. En el año de 1345, siendo el obispo don Ramón Gastó, hizo un decreto el cual se determinó que perpetuamente algún religioso, de las Ordenes aprobadas, tuviese cargo de leer teología a los canónigos de la Seu, y los otros rectores, y curas de almas. Añádese luego en el decreto: y por cuanto algunos predecesores nuestros obispos, recibiendo el hábito de la Orden de Predicadores, vivieron en él loablemente, y con él acabaron su vida, razón es que nosotros favorezcamos a esta Orden y hábito. Por tanto, Nos y el cabildo estatuimos que el lector de esta iglesia sea perpetuamente de los Predicadores; y así damos con nuestro acuerdo el oficio del lectorado a la dicha Orden. Por este decreto, y vacando la lectura quisieron proveerla en cabeza de San Vicente. Esta le duró de por espacio de seis años, le acreditó mucho delante de la gente principal y el pueblo, porque de cuando en cuando hacía algunos sermones de tanta erudición y espíritu que los dejaba admirados y convertidos. Cuando había de predicar acudían a Valencia todos los lugares comarcanos, y volvíanse a sus pueblos atónitos y asombrados de unas palabras tan vivas y eficaces como él tenía.
En el año 1378 vino a Valencia el cardenal don Pedro de Luna por legado del papa Clemente VII. Este cardenal había sido canónigo de la iglesia mayor de Valencia, y conoció la vida y doctrina de fray Vicente; lo llevó consigo por todas las tierras de su legacía. Ya que hubo cumplido con su oficio, quiso detenerle con él; pero fueron tantos los extremos que San Vicente hizo por volver a su convento, que le dió licencia. Vuelto a Valencia, por mucho que se ocupaba en el estudio de las letras, no dejaba a sus horas de darse a la contemplación y oración y otras obras de grande merecimiento. Junto con esto oía las confesiones de algunos, que deseaban convertirse.
Recibía el demonio increíble pena de estas cosas, porque veía que con ellas y con el buen ejemplo se acreditaba notablemente, y en consecuencia de esto sospechaba que si se diese del todo a la predicación le quitaría de las uñas grande presa. Por tanto, determinó acudir a sus antiguas mañas y hacerle caer en algún pecado, con el cual escandalizase la ciudad, y después toda su predicación fuese de ningún fruto. Acabados los maitines una noche, apartóse, como es costumbre de los religiosos, fray Vicente a hacer oración delante un altar de nuestra Señora, con quien él tenía gran devoción. Estando allí aparecióle el demonio tan honestamente vestido, con su barba hasta la cinta, con tal composición, que no parecía sino un San Antonio. No te maravilles, dijo, de mi venida, porque el amor que te tengo y la compasión y lástima que me hacen tus cosas me traen del cielo a enseñarte el verdadero camino que debes seguir. Sepas que soy uno de aquellos tan celebrados monjes que moraron antiguamente en los desiertos de Egipto. Antes que me fuese a vivir al yermo, con los demás santos, fui un mozo muy disoluto, dábame a los deleites que otros mozos perdidos suelen, y jamás negué a mi sensualidad cosa que apeteciese. Después, volviendo los ojos por mi mala vida, y mirando el continuo peligro de la muerte arrebatada, en que todos los hombres viven, dije a mí mismo: Hermano, de otra manera has de vivir. Razón es que dejes ya esta vida, no te acontezca algún desastre y perezcas para siempre, mientras Dios fuere Dios. De allí me fui al desierto, y como iba muy harto y enfadado de los placeres mundanos, pude (ayudándome la misericordia de Dios que nunca falta) pasar con las esperezas del desierto, y alcancé de Dios todo lo que supe desear. Por tanto, hijo mío fray Vicente, toma mi consejo y no seas pertinaz en tu parecer: si quieres llegar a la perfección y hacer una vida muy ejemplar a la vejez, es menester que no te aflijas tanto ahora que eres de buena edad. Ten por cierto que ningún hombre puede dejar una vez que otra, tarde o temprano, de hacer algunas liviandades, y más vale que esto te acontezca en la edad florida que no a la vejez. Consejo era éste tal, cual el que lo daba: porque muy gran maldad es servir al mundo con la carne, y guardar para Dios los huesos, y también es grande yerro darse a los deleites en la juventud, cuando el hombre está con fuerzas, y dejar la carga de la penitencia para la vejez, cuando ya no se puede llevar a sí mismo. Por tanto, haciéndose primero la señal de la cruz, e invocando el nombre de Dios y de nuestra Señora, le dijo con grande ánimo San Vicente: Vete adonde mereces, maldito, que ya te conozco. ¿No sabes que está Dios con sus siervos, y los tiene de su mano, para que no estropiecen? A Él, pues, consagro yo, no solamente mi vejez, pero también mi juventud. Oído esto, luego desapareció de allí el demonio con grandes aullidos.
Otra noche que oraba el Santo delante de un crucifijo, le apareció no ya como ermitaño, sino como un negro feísimo, y con grande y extraña ferocidad le dijo: ¡Loco, desatinado, daste a entender que eres santo, y que has de ir al cielo! Yo te prometo que te armaré donde tú menos piensas tantos lazos que en ninguna manera puedas escapar del infierno. No te temo, respondió el Santo, mientras está conmigo mi Señor Jesucristo. Replicó el demonio: No estará siempre contigo, que no hay cosa más difícil que perseverar en gracia hasta la muerte; pues cuando Cristo te dejare, entonces yo te haré conocer mis fuerzas. Respondió el Santo: Mi Señor Dios, que me ha dado la gracia para comenzar, me dará para perseverar en su servicio.
Leía acaso otra noche el libro de San Jerónimo, que trata de la perpetua virginidad de nuestra Señora, y considerando que nadie puede ser casto sino aquel a quien Dios lo concede, según está escrito a los ocho capítulos de la Sabiduría, comenzó a rogar a la Reina soberana que le fuese buena medianera con su Hijo Jesucristo, para que él muriese virgen, como hasta aquel punto lo estaba en el cuerpo y alma. A deshora oyó una voz que le dijo: No da a todos Dios esa gracia de virginidad, ni tampoco la alcanzarás tú, antes la perderás muy presto. ¿Quién puede decir el desconsuelo y tristeza que sentiría el Santo con tan malas nuevas? No supo otra cosa que hacer sino rogar a la Reina del cielo (a quien en todas sus necesidades debe acudir el cristiano) que le revelase quién había sido el mensajero de ellas. Aparecióle súbitamente nuestra Señora con gran resplandor, dentro de su celda, y consolándole le dió aviso que aquellas eran las asechanzas del demonio; las cuales a él no le debían quitar la confianza, pues Ella, que podía más que todas las furias infernales, jamás le desampararía.

Perdidas las esperanzas de ganar tierra con fray Vicente por estas vías, determinó el demonio de volverse a sus acostumbradas armas, con las cuales, en diversos tiempos y maneras, había vencido a varones muy renombrados, como fueron Sansón, David y Salamón. Apoderóse de una mujer llamada Inés Hernández, tan hermosa en el cuerpo como fea en el alma, la cual se enamoró tanto de este Santo, que no pudiendo o no queriendo disimular su pasión, imaginó un medio para salir con su mal intento: fingió estar muy mala, y cierto ella estaba bien enferma, mas no de la enfermedad corporal que decía, sino de otra espiritual mayor y más desesperada. Los de su casa llamaron médicos, y todas sus medicinas no aprovechaban nada, como quiera que la raíz de la enfermedad estaba en el alma, y ellos acudían al cuerpo. Viendo, pues, los suyos que no bastaban remedios humanos para sanarla, y no entendiendo la causa de su dolencia, aconsejáronle (para que nuestro Señor usase con ella de misericordia) procurase de reconciliarse con Dios y hacer penitencia de sus pecados. No deseaba otro la mala mujer (que para que le dijesen esto fingía la enfermedad), y así dijo que era muy contenta y que le llamasen a fray Vicente el predicador. Vino el Santo con su simplicidad y metióse sin pensarlo en un peligro, cual creo que pocos santos han experimentado. Pensando, pues, ser su dolencia como las de otros, púsose muy de propósito a consolarla y a persuadirle que hiciese lo que debía en aquel paso a la ley de buena cristiana. Pero como ella tenía los pensamientos muy ajenos de convertirse a Dios, aunque disimuló al principio su malicia, a la postre con lágrimas y halagos le vino a descubrir su deshonesto deseo. Y para atraerle más a lo que pretendía, con la mayor desvergüenza del mundo se descubrió toda. Enojóse tanto el glorioso padre de ver la desvergüenza y atrevimiento de la mala hembra, que con muy graves y resolutas palabras le reprendió el hecho, y luego, como otro José, huyó del aposento, porque sabía muy bien que en este genero de tentación el más cierto remedio, después de la gracia de Dios, es ponerse en huida y saltar presto del fuego. Por el contrario, viéndose la mujer menospreciada y que todas sus diligencias no habían bastado para trastornarle, quiso gritar y hacer grande sentimiento, a fin que los de su casa creyesen que el Santo había intentado alguna cosa no debida, y así quedase él afrentado y ella bien vengada: que eso tiene sin duda la mujer, que en un momento salta de un amor desatinado a un aborrecimiento increíble. Mas Dios, que todo lo puede, y que tiene puestos siempre los ojos sobre los buenos, para ampararlos en sus necesidades, así la enmudeció que no pudo hablar palabra. Antes no fué bien ido el Santo, cuando el mismo demonio, que estaba ya apoderado de su triste alma (permitiéndolo Dios así), se enseñoreó de su cuerpo. Presto fueron llamados algunos exorcistas para que conjurasen al demonio y le echasen de aquel cuerpo; mas todos sus conjuros, aunque santos y buenos, no aprovechaban. Decía el demonio que no saldría de allí si no venía el que estando en el fuego no se había quemado. La gente de casa se congojaba grandemente porque no entendían la respuesta del demonio; así como ignoraban la historia en que ella se fundaba, fueron a San Vicente rogándole quisiese venir a visitarla y darle su bendición.
Bien quisiera excusar esta visita el Santo, mas por no escandalizar a los que se lo rogaban, ni dar muestra de lo que pasaba, fuese allá con buena compañía. Al entrar por la puerta de la cámara, dijo el demonio: Este es, éste, el que estando en el fuego no se quemó, y pues él es venido, no puedo yo estar más aquí. Así la mujer quedó libre del demonio, y enmendó su mala vida, y el Santo fué muy estimado.
Nadie me arguya que este milagro es de otro Santo más antiguo, llamado fray Juan de Salerno, en cuya vida le trae Leandro Bononiense en el libro V de los Varones Ilustres de la Orden de Predicadores; porque muy ordinaria cosa es hallarse una misma virtud y una obra heroica en dos santos, como quiera que a todos los mueve un mismo espíritu de Dios. Cuentan este milagro de San Vicente el obispo Ranzano, el obispo Roberto de Licio, el maestro fray Juan López, de Salamanca, y Flaminio, y acá en nuestra tierra es muy sabido, y por eso le puso el gentil poeta valenciano Jaime Roig en el libro que compuso contra las mujeres. Cumplióse entonces a la letra en esta mujer el dicho de nuestro Redentor: Nihil occultum, quod non reveletura. No hay cosa tan secreta que no se descubra. Por tanto, es menester que nos guardemos de pecar, aunque sea muy escondido; porque bien podemos cerrar nuestros pecados tras siete llaves, que a la postre (si no hacemos de ellos penitencia), cuando menos nos pensáremos, Dios los descubrirá, o en esta vida o más tarde en la otra el día del juicio para mayor confusión nuestra.
Otra cosa semejante a la pasada le aconteció a San Vicente, en la cual no se mostró menos honesto y temeroso de su Criador. Como él era tan señalado predicador, y en su vida y letras hacía ventajas a todos los doctores y predicadores de Valencia, no le faltaban envidias y odios, parte escondidos y parte manifiestos. Pareció ésta buena coyuntura al demonio para derribarle en algún pecado asqueroso y feo; y así atizó de tal manera el fuego de la envidia en las voluntades de sus enemigos, que un día, estando él fuera, tuvieron sus modos como meterle en la celda una mujer errada, pero bien hermosa y compuesta. Volviendo él a la celda, halló dentro a la ramera, y sospechándose que era algún demonio en hábitos de mujer, sin más pensar en ello, le dijo: ¿A qué has venido aquí, demonio maldito? ¿Piensas que no entiendo tus engaños? La mujer, con muy halagüeñas palabras y señales, respondió que no temiese nada y que se asegurase porque ella era realmente mujer, y que había andado mucho tiempo perdida por sus amores, y que, en fin, había tenido dicha de hallar modo cómo poderse entrar en su celda, sin ser sentida de persona viviente; por tanto, que no la menospreciase. Aquí también se encendió en cólera santa nuestro padre, y encomendándose primero a Dios en su corazón, para que le guardase del peligro, con ánimo más que de hombre frágil de su cosecha, comenzó a reprenderla y traerle a la memoria los juicios grandes de nuestro Dios y las penas eternas e incomportables que están aparejadas en el infierno, para los que por un momentáneo y hediondo deleite quebrantan las leyes de la castidad. Rogóle otrosí que se doliese de la perdición de su alma y se convirtiese. En fin, tanto le supo decir, y tanto peso y virtud puso Dios en sus palabras, que la mujer quedó atónita y confundida, y tan movida a contrición, que con grandes lágrimas y sollozos le pidió perdón, confesando su atrevimiento y desvergüenza y descubriendo los autores y consejeros de su diabólico designo. Prometióle también de dejar la mala y deshonesta vida que hasta entonces había traído. Rogóle a la salida San Vicente que no descubriese a persona ninguna su hecho, ni quién le había puesto en la cabeza tan grande maldad. Pero valieron poco sus ruegos, porque la mujer, para edificar de allí en adelante con su buen ejemplo a los que tenía antes escandalizados, contó a muchas personas la hazaña del Santo y la malicia de sus émulos, que habían urdido aquella tela.
Pero porque alguno, viendo el encerramiento que ahora hay en este monasterio, no tenga por imposible que mujer alguna pudiese hallar lugar cómo entrar secretamente en la celda del Santo, se ha de advertir que cerca de los años de 1349 hubo una tan grande pestilencia que quedaron muy pocas personas vivas; y los monasterios fueron despoblados de los frailes antiguos, que con gran solicitud y rigor guardaban las Constituciones de sus religiones; por donde los frailes que escaparon de la pestilencia fueron forzados a recibir niños; a los cuales, por no tener aún edad para llevar el peso de la religión, criaron con alguna relajación y regalo. Después, siendo grandecillos y profesos, rogábanles los ancianos que quisiesen ya entrar en regla. Pero ellos no quisieron dar oído a las santas amonestaciones, sino andarse como solían. Estos criaron a los que después vinieron más disolutamente, y así fué creciendo la vida suelta, que vulgarmente decimos claustral, y menguando la vida religiosa, que decimos observante. Vino el negocio a tanto extremo, que San Vicente se atrevió entonces a decir que si volviesen Santo Domingo y San Francisco a este mundo, no conocerían cuáles eran sus religiones como ellos las dejaron. Verdad es que siempre hubo quien se preciase de aventajarse en virtud y en religión y santa observancia; pero eran muy pocos y no eran bastantes para resistir a los disolutos, que eran muchos. Mas cerca de los años de 1390 comenzó Dios a levantar en las religiones algunas personas de gran perfección y santidad que, haciendo una vida apostólica, movieron los corazones de otros religiosos a la verdadera observancia: y así comenzaron a fundar nuevas casas y monasterios de observancia, y luego, dentro de pocos años, aparecieron en el mundo hombres de grande espíritu, como entre los Menores San Bernardino y Juan de Capistrano y otros, y entre los Predicadores, en Italia el santo varón Juan Dominico y Lorenzo de Ripafracta, y el discípulo de entrambos San Antonino; y en Alemania, fray Conrado; y en muchas otras provincias de la Orden hubo personas muy santas y doctas, que se mostraron en favor de la santa observancia. Pero no en todos los monasterios fué ella recibida luego, sino en algunos, y por aquellos se han venido poco a poco a reformar los otros. A lo menos este nuestro estuvo sin reformarse hasta el año de 1530, cuando por mandado del papa Clemente VII y del invictísimo emperador Carlos V le reformó el santo varón fray Domingo de Monte Mayor, en compañía del maestro fray Amador Espí, natural de Lucente. Pues como aquel tiempo fuese de la claustra, no había la estrechura que ahora hay en esta casa, y así no estaba tan cerrada como ahora. Añádase a esto que en el claustro mayor, en la capilla última, que está junto a la puerta del claustrillo, se tenía la invocación de nuestra Señora de la Misericordia, y allí cerca la de nuestra Señora de la Leche, y por razón de alguna de estas invocaciones había entonces mucha frecuencia de día y de noche en el claustro, y se hacían allí ordinariamente votos y ofrendas, y por consiguiente el claustro mayor siempre estaba abierto. Y como de allí a la celda del Santo haya poco trecho, fué cosa fácil a los maliciosos hallar lugar para cumplir sus malos intentos, estando los religiosos en el coro u ocupados.
Tiempo es ya que tratemos de los servicios que hizo este Santo a la Iglesia, siendo maestro del Sacro Palacio, predicando y enseñando por todo el mundo, cuanto digamos primero una cosa que hizo en Valencia antes de ir a Avignon.
Cerca del año de 1386 se movieron grandes disensiones entre los clérigos de las cuatro Ordenes Mendicantes aquí en Valencia; y como no se pudiesen concertar ni se acabasen de satisfacer, con la sentencia de don Jaime de Aragón, obispo y cardenal, dejaron el negocio en manos de San Vicente. Y en el año 1388, y el siguiente, dió sentencia, en la cual puso ciertas leyes y capitulaciones, para que ninguna de las partes fuese agraviada. No me quiero detener en relatarlas, por no alargarme demasiado, aunque en ellas se muestra claramente el buen celo y mucha prudencia del Santo. Quien tuviere deseo de verlas, hallarlas ha en el archivo de la iglesia mayor. Sólo diré de paso una cosa: que no obstante el grado de maestro que de edad de 28 años tomó en Lérida, en esta sentencia, y en otros autos que se ponen antes de ella, nunca le llaman maestro, ni le dan lugar sino entre los sacerdotes simples del convento de Predicadores, con el título de la iglesia mayor, y debió de ser porque la Orden aún no le había aceptado el magisterio, como cada día lo experimentamos en hartos religiosos que les dan licencia sus prelados para graduarse en alguna Universidad; pero dentro de sus monasterios ni tienen lugar ni nombre, ni autoridad de maestros.

Del cargo que le dio Benedicto XIII
Entretanto que estas y otras semejantes cosas pasaban en Valencia, aconteció en Aviñón, en el año de 1394, por el mes de septiembre, la muerte del que se llamaba Clemente papa VII, y en su lugar fué electo por los cardenales de Francia y España el cardenal de Santa María en Cosmedín, don Pedro de Luna, aragonés, el cual se quiso llamar Benedicto XIII; y por autorizar su persona, repartió los oficios vacantes de su corte entre personas muy afamadas, y una de ellas fué San Vicente, a quien hizo maestro del Sacro Palacio, dentro de muy poco tiempo, aunque el Santo no ejecutó el oficio. Las razones de esta provisión fueron dos principalmente. La una, porque la dignidad del magisterio del Sacro Palacio fué instituida en tiempo de Honorio papa III, a instancia de Santo Domingo, y encargada a él mismo. Dióse tan buena maña el santo patriarca, que después siempre, o casi siempre, han querido los papas que la rigiesen frailes de su Orden. Pues en vacando el cargo sobredicho, como hubiese de elegir Benedicto algún maestro de la misma Orden, mandó venir a su corte y palacio al padre fray Vicente, cuya doctrina y santidad tenía bien conocida. La otra razón fué para que fuese su confesor y capellán. De donde saco en conclusión que Benedicto pensó que su elección se había hecho conforme al derecho canónico; porque si pensara otra cosa, y de mal cristiano quisiera tener usurpado el lugar apostólico, no buscara un confesor tan santo, sino algún hombre roto de conciencia, como suelen los que obstinadamente quieren perseverar en sus pecados. Puesto ya como candela encendida encima del candelero del sobredicho oficio, dió gran luz a toda la corte, y era el común refugio y guarida en todos los trabajos y escrúpulos del pontífice, y de todos los curiales que moraban en Áviñón. Porque no solamente era confesor del Papa, mas también penitenciario de su corte. De más de esto, siempre dió grande ejemplo, ni mudó un punto de la regla y costumbres que en la religión había aprendido, por lo cual fué de todos muy amado y reverenciado.
Era entonces el año de 1396, según se colige de una memoria escrita de la mano de Bonifacio Ferrer, que se halla en el monasterio de Porta Coeli, en un libro de las Sentencias de Santo Tomás, muy antiguo. En ella dice que cuando ella escribió era el año sobredicho, y que entonces era maestro del Sacro Palacio, en la obediencia de Benedicto, su hermano el maestro fray Vicente. Comúnmente se dice que el tiempo que el Santo siguió la corte de Benedicto siendo maestro de su palacio y confesor suyo, fué por espacio de dos años, en los cuales trabajó todo lo posible en remediar el cisma, aunque no pudo acabar nada de lo que pretendía; y así, en el año de 1398, viendo ya que el negocio se iba empeorando, se determinó de dejar el palacio y retirarse al convento de su Orden; porque los cardenales franceses de Benedicto le habían quitado la obediencia, y Benedicto estaba ya poco menos que encarcelado, y aun después lo estuvo del todo y huyó astutamente, como lo cuenta por extenso Jerónimo Zurita en el deceno libro de sus Anales, en el cap. 67, siguiendo en ello a Martín Alpertil, que se halló presente a los trabajos de Benedicto. Estuvo San Vicente en el convento seis meses predicando y viviendo en amargura, porque veía el daño de la Iglesia. De donde se le siguió tan grande tristeza y congoja que le causó una muy recia enfermedad, la cual en espacio de tres días le puso tal, que ya no se hablaba sino de su muerte. Mas él, puesto que estaba desahuciado, olvidándose de sus propios duelos, lloraba los ajenos, si ajenos se podían llamar los que tanto importaban a la Iglesia. Rogaba muy de veras a nuestro Señor la tercera noche de su dolencia que se acordase ya de su Iglesia y remediase aquel cisma. Entró súbitamente por el aposento el Redentor del mundo Jesucristo, y recreóle con su presencia grandemente. Díjole que luego sería libre de la enfermedad, y que de allí a algunos años (poco menos de veinte) se comenzaría a poner en orden el negocio del cisma. Mandóle también que se levantase y fuese como apóstol por el mundo a predicar contra los vicios que entonces más se usaban. Avísales, dijo, del peligro en que viven, y que se enmienden, porque el juicio final está muy cercano. Ten constancia y no temas a nadie, porque aunque no te faltarán contrarios y muchos que te envidien, yo seré siempre tu ayuda, para que puedas romper por todos los estorbos, e ir por gran parte de la Europa predicando mi Evangelio; y a la postre mueras santamente allá en los cabos y fines de la tierra. Dicho esto, en señal de muy estrecha familiaridad, tocóle con su mano en el carrillo, diciéndole: Levántate, mi Vicente. Y fué este toque de tan grande eficacia, que después predicando del juicio, se le parecía en la cara la señal de los dedos de la mano de Jesucristo, que era como un sello, o firma, en que autenticaba Dios su predicación. Paréceme esto a lo que todo el mundo sabe de la gloriosa Magdalena, que hasta hoy queda en su calavera la señal de los dedos de Jesucristo, cuando la tocó en la cabeza, diciendo: Noli me tangere. Nadie piense que vino Dios a esta visita desacompañado; porque allende de los ángeles, que trajo consigo, se hallaron allí presentes los dos seráficos padres Santo Domingo y San Francisco. Ido el Redentor, se levantó con perfecta salud, y con más fuerzas que nunca había tenido para ejecutar su apostolado y legacía.
Mas como la ley de Dios no vede, antes más de la buena crianza, determinó de ir a despedirse de Benedicto y pedirle licencia para salir de su corte; cuando el pontífice le vió sano y alegre, quedó por una parte muy gozoso, y por otra muy maravillado de una mudanza tan grande. Entonces San Vicente le dijo su intento de irse por el mundo a predicar y convertir los pecadores de su mal camino. Benedicto, que entendía bien el provecho que de su presencia se le seguía, estuvo al principio muy firme en no darle la licencia que pedía. Y como aquél, que se debió recelar que el maestro Vicente no estuviese resabiado de él, porque no le honraba con algún capelo como a otros, un día habido su acuerdo con los cardenales españoles que le quedaban, le llamó a consistorio y le quiso dar un capelo de cardenal. Pero el Santo, con toda la crianza del mundo, hechas primero las gracias debidas a él y a sus cardenales, dijo que no pretendía admitir aquella honra, y añadió con buen semblante: Padre mío santo, la causa y fin de mi ida no es apetito ninguno de honra, ni me voy de vuestra corte por algún desabrimiento que tenga de no verme levantado en más honra y lugar de lo que estoy; que para mí, si honras y nombres pretendo, bástame ser confesor vuestro y maestro del Palacio Apostólico, por cuyas manos pasan los más importantes negocios de toda vuestra obediencia. Pero habéis de saber que mi Maestro y Señor Jesucristo me manda ir por el mundo predicando su juicio. Oído esto por el pontífice, y no dudando nada en la verdad del mandamiento, no pudo resistir más a su petición, y en fin le dió licencia y muy anchos poderes de atar y desatar, haciéndole especial legado de la Silla Apostólica.
Sin esta dignidad había ya antes despedido algunos obispados, que Benedicto le había ofrecido, y particularmente el de Lérida y de Valencia, cuando vacó en el año de 1396, por muerte de don Jaime de Aragón, obispo de ella. Hizo esto el glorioso padre a imitación de algunos otros santos, y en especial de su padre Santo Domingo, del cual, entre otras cosas, dicen el obispo gardiense Zacarías Ferrer y otros autores que tres veces fué electo en obispo, sin que aceptase ninguna de ellas la dignidad.

De las costumbres de este Santo Predicador
Los autores son el papa Pío II, San Antonino y otros. Por lo cual nos será forzado en este capítulo y en el siguiente repetir algunas veces unas mismas cosas, no por henchir la plana, sino porque siendo ellas graves y tan poco usadas, es bien que se averigüen con los dichos de diversos autores. Con este presupuesto digo que salido San Vicente de Avignon, iba de reino en reino, de ciudad en ciudad, de villa en villa predicando; porque no hubiese lugar, por pequeño, por despoblado y por yermo que fuese, al cual no llegasen los rayos de este sol resplandeciente.
La forma que tenía en proseguir su apostólica vida escríbela el papa Pío II en la bula de su canonización de esta manera. Cada día este Santo cantaba misa, y cada día predicaba y cada día, si no fuese por grande necesidad, ayunaba; no llevaba recaudo para las necesidades de camino, ni trabajaba por tener que comer para el otro día, y contentábase con aquel vestido, con aquella morada y comida que nuestro Señor a su tiempo le aparejaba. Ningún presente recibía, y si se le ofrecían, o lo dejaba estar o les aconsejaba que lo diesen a los pobres. No comía carne, ni vestía camisa de lienzo, y era castísimo; convirtió muchos y muy doctos judíos, que negaban haber venido ya el Hijo de Dios al mundo, y ser nacido de la Virgen María. Así que de los enemigos de Cristo hizo grandes predicadores de su venida y pasión y muerte, tanto que estaban aparejados para morir por esta verdad; si acaso se levantaban contra él algunos murmuradores, recibíalos con gran mansedumbre. Era muy pronto a dar consejo cuando se lo pedían, y a veces lo daba sin que se lo pidiesen. Hasta aquí son palabras del santísimo papa Pío II.
Sobre este fundamento quiero ya comenzar a edificar el castillo que pretendo, del modo que el Santo tenía en el predicar. Verdad es que algunas cosas las cuales por ventura le acontecieron antes de ser confesor del papa Benedicto; pero pónense aquí por no tratar muchas veces una misma materia. Vengamos ya a lo que hace al caso. El maestro fray Juan de Nider, dominico, hombre muy grave y de quien se hizo mucho caso en el Concilio Basiliense, antes que el mismo Concilio fuese suspendido, trata de esta materia largamente en el libro II del Formicario, en el capítulo 13. Entre otras cosas dice que siempre iba a pie, si no se lo estorbaba alguna indisposición, la cual remediaba con ir a caballo en un asnillo a imitación del Salvador. Huía grandemente la conversación de personas seglares si no era para edificarles con su doctrina. Era sobremanera dado a la contemplación, y de ella salía enseñado por Dios para predicar; no solamente cuanto a las sentidos de la Escritura, pero aun cuanto a las palabras y meneos con que movía extrañamente a los oyentes. Encarécelo esto tanto el sobredicho autor, que dice haber tenido más gracia de Dios para predicar el Santo que sus padres, es a saber, Santo Domingo, San Pedro Mártir y Santo Tomás, de los cuales es averiguado que tuvieron muy particular favor y auxilio para lo mismo. Dondequiera que iba le seguía tan gran número de gente, así de doctos como de indoctos, nobles, vulgares, seglares y religiosos, que se podían mantener con el mucho concurso artífices de todas artes y aun mercaderes. Para oír las confesiones de las gentes que cada día se le allegaban traía en su compañía muchos religiosos confesores de todas naciones; porque tuvo poder del papa Benedicto para dar a los sacerdotes que iban en su compañía autoridad de absolver a todos los que quisiesen. Y cuando fué depuesto Benedicto, le fué confirmado este privilegio por el Concilio Constanciense. Siendo, pues, tanta la gente que le seguía, apenas hubo iglesia, ni plaza tampoco, donde pudiese caber; y así muchas veces le ponían un púlpito en el campo para que no solamente fuese oído, sino también visto; pues, como dije antes, no movía menos con su buen meneo y simple ademán que con las palabras ardientes que de su boca salían. Por más autorizar la palabra de Dios, tenía por costumbre, acabado el sermón, a lanzar los demonios de los hombres endemoniados que le traían, para lo cual tuvo especial gracia. Usaba de este ardid para convertir los judíos y moros, que cuando llegaba a los pueblos donde los había trataba con los príncipes y señores que le mandasen venir a los sermones y sentarse apartados de los cristianos. Andando después en su sermón, a lo mejor de la plática, y cuando le parecía que la materia lo traía, volvíase hacia los judíos, y por expresos textos del viejo Testamento les probaba que ya el Mesías era venido, y que no había que esperarle más, si no era para el juicio final. Ni más ni menos, por muy concluyentes demostraciones probaba a los moros la suciedad y porquería de su negro Alcorán; y, por el contrario, les hacía entender muy claramente la limpieza y sinceridad del Evangelio.
Concluye el sobredicho doctor diciendo que según él lo halló suficientemente probado, cuando en tiempo del Concilio de Basilea inquirió la vida de este Santo, por espacio de dieciocho años no dejó fray Vicente de predicar sino quince días. Y es mucho de advertir que cuando este Santo escribía estas cosas, aún San Vicente no era canonizado; y así dice él que las escribía en aquel libro a fin que no se perdiese la memoria de un tan santo padre como fray Vicente.
San Antonino, en la tercera parte historial, en el título 22, en el párrafo 4 y 5 del capítulo 8, escribe el modo que tenía en predicar nuestro buen padre por estas palabras: Por la mañana, ayuntados los clérigos en alguna grande plaza, confesábase primero sacramentalmente, y después cantaba la misa, respondiéndole los clérigos, como se hace los días de fiesta. Cuando llegaba al canon que se dice rezado, salíale de los ojos arroyos de lágrimas. Cantada la misa, subíase al púlpito y predicaba con grandísimo hervor, no curando de curiosidades, ni sutilezas, sino declarando divinamente la sagrada Escritura, particularmente en sentido moral, en el cual era tan singular maestro que ponía admiración a todos cuantos le oían, y les movía a gran devoción. No llevaba otro libro sino la Biblia, de la cual sacaba sus sermones; porque la tenía muy bien leída y decorada, desde su mocedad. Predicó en su natural lenguaje catalán, y con ser ello así, era tal la gracia que Dios le había comunicado, que toda suerte de gente le entendía; aunque predicó en tierras que tienen otro hablar bien ajeno del catalán, como en Castilla, Normandia, Bretaña, Piamonte, Ribera de Génova, Delfinado y Saboya, Borbón y Francia. En sus sermones, por largos que fuesen, nadie se cansaba ni enfadaba, y no es de maravillar, dice San Antonino, porque sus palabras ardían como unas hachas encendidas, oíanle así los que estaban cerca del pulpito como los que estaban lejos. Tenía deputadas ciertas horas para dar audiencia a los que venían a pedir consejo, o favor, y lo demás del tiempo estábase en su celda o retraimiento recogido, encomendándose a Dios y contemplando las cosas de la vida celestial, y de la Sagrada Escritura. En su predicación guardó esta reverencia a los clérigos y religiosos, que muy pocas veces les reprendió en público, particularmente de pecados que pudiesen escandalizar al público, que antes no los sabía. Esto es lo que escribe San Antonino; el cual dice que San Vicente predicaba en catalán, porque antiguamente el lenguaje valenciano no se diferenciaba casi nada de aquel otro, como quiera que Valencia fué poblada de gente catalana.
El doctor Juan Luis Vivaldo de Montreal, hombre muy preparado, en el tratado de la Contrición escribe de esto mismo cumplidamente, diciendo: "El bienaventuradísimo Vicente confesor de Jesucristo y doctor evangélico de la Orden de Predicadores; el cual en el oficio de la predicación (quitados los apóstoles) no ha tenido par. De su naturaleza era muy manso, y de tierno corazón, y tan fácilmente lloraba, que muchas veces parece que totalmente se resolvía en lágrimas. Descurriendo por el mundo para predicar la palabra de Dios guardaba el modo siguiente de vivir: Después de haber dormido en la noche cinco horas, ocupa lo restante de ella en estudiar y orar, y venido el día, decía públicamente misa, y luego predicaba. Acabado el sermón sanaba los enfermos santiguándolos y diciendo estas palabras: Signa autem eos qui crediderint haec sequentur, super aegros manus ¡mponent, et bene habebunt. Iesus Mariae Filius, mundi salus, et Dominus, qui te traxit ad fidem catholicam, te in ea conservet, et beatum faciat, et ab hac infirmitate liberare dignetur. Que es lo mismo que decir, las señales que acontecerán a los que creyeren serán éstas: pondrán las manos sobre los enfermos, y recibirán sanidad. Jesucristo, Hijo de María, salud del mundo y Señor de él, así como te trajo a la fe católica, te conserve también en ella y haga bienaventurado y te quiera librar de esta enfermedad". Prosigue este autor diciendo: "Todo el tiempo que vivió en la Orden se guardó de comer carne, si la necesidad no le forzaba a hacer lo contrario, ni se desmandaba tampoco en comer los manjares de Cuaresma: porque con una sola ración se contentaba, y bebía el vino aguado. Ayunó poco menos de cuarenta años, quitados los domingos, y jamás quebró el ayuno, sino por razón de enfermedad. Quince años anduvo a pie predicando, aunque después por una enfermedad que le sobrevino en la pierna fué caballero en un asno. Comúnmente dormía sobre sarmientos en un jergón, y cuando mucho, sobre un pobre colchón. Ninguno jamás le vió desnudo. Desde su mocedad hasta que murió cada noche se disciplinaba si estaba con fuerzas, y si no rogaba a algún religioso compañero suyo que le disciplinase: verdad es que la disciplina no era de hierro sino de cuerdas. Traía consigo sacerdotes de diversas naciones para que confesasen a los que él convirtiese. También para hacer entender a la gente la majestad con que había de celebrar la Misa, usó de traer órganos pequeños en su compañía, y podemos decir en su ejército: porque muchas veces llegaban a 10.000 hombres los que le seguían, y tal vez, hubo que pasaron de 80.000 los que se hallaron en sus sermones. Pero para que predicando él y moviendo a los hombres a remitir, y perdonar las injurias, no se le perdiese ninguna buena conyuntura, llevaba en su compañía escribanos que tomasen por auto las paces que hacía entre enemigos capitales. Quitadas las cosas necesarias para la vida humana, ni recibía, ni permitía que ningún compañero suyo recibiese nada, particulamiente dineros. Reprendía con grande furor todos los peladores, pero los graves crímenes de los eclesiásticos, solamente en secreto". Después de esto repite este autor, lo que ya está dicho en nombre de San Antonino, que es de la gracia que tuvo en predicar, cuanto al ser entendido por los extraños, y los que estaban lejos, y así no era menester repetirlo. Sólo diremos una cosa que él añade, y es que predicando el Santo muchos vieron que le estaban sobre la cabeza ángeles en formas humanas, y esto dice también Ranzano que fué muchas veces.
Finalmente, Flaminio trata de esto con muy grande elocuencia: y caso que dice algunas cosas que tenemos arriba tratadas, referiré todo lo que él cuenta: porque sospecho que será leyenda gustosa. Habiendo, pues, este autor contado el grande fruto que se siguió de la predicación de San Vicente y queriendo mostrar la causa de un efecto tan admirable, dice de esta manera: "No se debe nadie maravillar de estas cosas que tengo contadas; porque tenía San Vicente muchas y muy particulares gracias de Nuestro Señor, que eran muy bastantes para hacer este fruto. Era muy santo, y limpio en su vida, era elocuente y bien agraciado; muy sentencioso y grave en sus pláticas, muy docto y de increíble memoria, y las cosas que decía, muchísimas veces las confirmaba con milagros maravillosísimos. Esto digo dejando aparte otras innumerables virtudes, que se hallaron en él; de las cuales si hubiese yo de tratar por menudo, sería menester hacer otro libro. Particularmente le agraciaba la voz, que la tenía muy sonora, la jugaba tan bien, que le daba siempre con grande facilidad el punto y tono que quería". Cúpole también por su buena suerte, la gracia tan celebrada de los apóstoles, que en cualquiera tierra que predicase, así era entendido por los naturales, como si hubiera nacido en ella. Testigos son de esto los franceses, ingleses, bretones, alemanes y los italianos. Porque no predicó solamente en Aragón, Castilla, Cataluña, Portugal, Galicia y Navarra; pero en Tolosa, Langüedoc y el Delfinado. Item, en Avignon, Sa-boya, Auvernia y Borgoña, y en las islas nombradas por los antiguos Baleares, y por nosotros Mallorca y Menorca. Así pasó en Italia, y visitó el Piamonte y Génova. Y visitara las demás provincias de Italia si no se lo estorbara un rey de España que por sus cartas le hizo volver a España. Pasó también a la Isla septentrional que llamamos Inglaterra.
En estas peregrinaciones que hizo por causa de la predicación, tenía el tiempo bien repartido, porque durmiendo de noche cinco horas, lo demás hasta que amanecía, ocupaba en la lección y oración. Dicha después la Misa, íbase a predicar donde estaba determinado; acabando de predicar, para complacer al pueblo, que extrañamente lo deseaba, dábales a besar la mano, y sanaba los enfermos con la oración, que ya está referida arriba; en la cual ocupación de sanar enfermos se empleaba media hora. Hecho esto, íbase a yantar y comía muy poco. Su comida no era carne, sino pescado, y recibía grande contento cuando se lo daban guisado con la pobreza, y mal aparejo, que se suele dar en la Orden de Predicadores. No comía sino de un plato y no bebía sino dos veces, y si la sed le aquejaba, tres: mas el vino era bien aguado. Este rigor en el beber le fué muy notado: porque en toda su vida le vieron salir un punto de él. Cuarenta años se le pasaron que no cenó, quitados los domingos, y como si esta abstinencia fuera de poco trabajo, la cargaba con dos días de pan y agua cada semana. Solamente aflojaba algo de este rigor si alguna enfermedad le obligaba a ello. Y es de notar, que aunque antes no dejaba de predicar, mas llegando a edad de treinta y ocho años, lo comenzó a continuar mucho más hasta que la muerte le libró de este trabajo. Veintidós años fué a pié predicando con su báculo en la mano. Pero como después enfermase de la una pierna, hubo de ir caballero en un asnillo. Todo el tiempo que predicó guardó esta penitencia en el dormir, que vestido con las mismas ropas que de día traía, se acostaba sobre algunos manojos de sarmientos, o algún jergón de paja, y lo que más en sus enfermedades pudieron alcanzar de los médicos y los frailes fué que se acostase sobre un saco hecho de una poca lana. Preguntándole algunas veces por qué no permitía ser algo bien acomodado de noche, respondía que con la vida regalada, aun los más valientes soldados, se enflaquecían y afeminaban; como si fuera un gran pecador, desde su mocedad hasta la muerte, cada noche se acostaba con una disciplina de cuerdas. Pero si no se hallaba con fuerzas para ello, por estar algo enfermo, rogaba a sus compañeros que sin ninguna lástima le disciplinasen, conjurándolos de parte de Jesucristo, Dios y Señor nuestro, que no le tuviesen lástima, ni le diesen por ello más quedo. Entre los compañeros que le hacían esta buena caridad, eran muy principales estos cinco: Pedro de Muya, Juan del Prado Hermoso (el cual era estudiante en Tolosa cuando San Vicente le convirtió y le hizo entrar en la Orden), Rafael Cardona, Jofre Blanes y Pedro Cerdán. De los cuales los dos postreros, no solamente fueron grandes predicadores; mas después de la muerte de su maestro resplandecieron con milagros.
Siendo, pues, él tal, le seguía grande muchedumbre de gente, y para aficionarlos más al culto divino imaginó una cosa muy nueva, y fué que de muchos eclesiásticos que venían en su compañía, a unos señaló para oír las confesiones de las gentes, que como enjambres de abejas se allegaban a la miel y suavidad de sus sermones; a otros señaló para anotar los Evangelios; a otros para las Epístolas, y a otros para que oficiasen en el coro. Traía también órganos para que la gente de mejor gana acudiese a la misa y oficios, y así le hallaban de ordinario en sus sermones, y compañía 10.000 personas. Entre los cotidianos y aventureros se hallaron un día 80.000 personas justas. Pero porque con tanta gente no hubiese falta de mantenimientos y padeciesen necesidad los pobres, señalaba ciertos hombres de buena voluntad y que se entendiesen de compras y ventas, para que fuesen como aposentadores de la gente, y aparejasen la posada para cada uno, conforme a su estado y condición pedia, adonde pudiesen entretenerse todo el tiempo que él se detuviese en cada pueblo. A este fin, por sus amonestaciones y ruegos, se hicieron en muchos lugares algunos monasterios y hospitales, en que los de su compañía se alojasen y hospedasen. Las limosnas que le daban repartía entre su gente, y si algo sobraba dábalo a los pobres. Sólo en no recibir dineros fué muy constante, en lo demás recibía de muy buena gana todo lo necesario. Esto es lo que dice Flaminio, aunque yo no he guardado la orden que él trae: porque como retórico y elocuente hace algunas digresiones que si yo las trasladara aquí, confundieran a los simples.
Bien podremos ahorrar del trabajo de escribir lo que Ranzano y Roberto escriben, acerca de esta materia. Porque Fiaminio se conformó tanto con ellos, que apenas difiere en cosa alguna. Sólo cuenta más particularmente Ranzano las peregrinaciones de este Santo, y demás de lo que Flaminio refiere, dice que predicó en Flandes, en Octavia, en todas las ciudades del Piamonte, y en muchas de Lombardia, y que de allí bajó a Génova y estuvo en ella un mes. Después fué por toda la ribera de ella y pretendiendo correr también la Toscana, le vino un mensajero del rey don Juan, con cartas del mismo rey, y ansí se hubo de volver a España, desde Porto Veneris, donde le alcanzó el embajador, y nunca más volvió a Italia. Sin esto dice que navegó en Inglaterra, y viéndose con el rey de ella le avisó de muchas cosas secretas; pasó después en Escocia, y navegó en Irlanda, que es otra ínsula en el mar océano septentrional, donde se estuvo muy poco, dando la vuelta para Francia o España. Pero dice una cosa, y es que San Vicente no estuvo en Galicia, mas yo sé por relación de testigos de vista que en Santiago de Galicia hay un púlpito tenido en grande veneración, porque San Vicente predicó en él y lo mismo he entendido de la Coruña. Y no es increíble que anduviese por toda España: pues Juan Maldonado en el libro que hizo de las vidas de los Santos para servicio del coro de las Iglesias del obispado de Burgos afirma que quiso San Vicente embarcarse para las Mauritanias, y para tierras de Alarbes, con intento de predicar la palabra de Dios, sino que un rey de España (al cual él no nombra) se lo estorbó.
Acerca de lo que está dicho en este capítulo, advierta el lector que aunque en alguna cosilla de poca importancia se halle alguna variedad en los autores citados, no por eso ha de pensar que se contradijeron: sino que el mismo Santo como hombre prudente, algunas veces en cosas pequeñas, mudó su modo de tratar. Porque andando entre gentes de tan extrañas condiciones, por fuerza se había de acomodar con su diversidad algunas veces, siquiera por imitar al grande pecador San Pablo, que decía: Omnibus omnia factus sum, ut omnes facerem salvos. Yo me he hecho todo para todos, por ganar las almas de todos.

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