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viernes, 11 de abril de 2014

LOS DOLORES DE MARÍA

INTRODUCCIÓN
     Génesis y significado de esta festividad
     Por un Decreto del 22 de abril de 1727, BENEDICTO XIII extendió a toda la Iglesia una fiesta que, con diversos nombres y en distintas fechas, se celebran en gran parte de la Cristiandad. La primera iniciativa emanó del Concilio de Colonia, que en 1423, queriendo reparar las impiedades iconoclastas de los Husitas, había instituido una fiesta bajo el título de Festum Commemorationis praefatae angustiae et doloris B. M. V. (Fiesta conmemorativa de la angustia y dolor de la B. V. M. Véase Harduino, Conc., t. VIII, col. 1013).
     La piedad de los fieles concentrada enteramente, al principio, en el acerbo dolor del alma de María en el día supremo de la pasión del Salvador, se imaginaba las horrendas torturas padecidas por esta Madre al encontrar a su divino Hijo cargado con la cruz, y luego en el Calvario al pie de la misma cruz, durante una agonía de tres horas, y, finalmente, en su entierro y sepultura. Poco a poco, otros dolores fueron incluidos en esta festividad. La devoción a los siete dolores se debe a la piedad de un sacerdote de Brujas, secretario más tarde de Carlos V, llamado Juan de Coudenüerghe (Era Deán de San Gil de Abbenbroek (Holanda meridional), cura de la iglesia de los Santos Pedro y Pablo de Heimerswaal (ciudad destruida de la Zelandia) y también de San Salvador de Brujas. Véase en Analecta bouandiana de 1893, el interesante artículo del P. Delehaye, intitulado La Virgen de las siete espadas, p. 333 s. En él se demuestra también que los siete gozos fueron honrados antes que los siete dolores. Según Benedicto XIV, De festis, 2, 4, 9. Saxio atribuía a los siete fundadores de la Orden de los Servitas la paternidad de la devoción a los VII Dolores). Desolado por los males de la guerra civil que siguió a la muerte de la duquesa María de Borgoña, esposa de Maximiliano de Austria, recurrió y procuró se recurriese a la Madre de Dios. Para reanimar la devoción de los fieles, colocó en cada una de las tres iglesias que de él dependían, una imagen de la Virgen con una inscripción en verso, que recordaba las ocasiones en que María había especialmente sufrido: al oír la profecía de Simeón; en la huida a Egipto; en la pérdida del Niño Jesús en el templo; al ver a Jesús cargado con la cruz; cuando en ella fue crucificado; cuando recibió en sus brazos el cuerpo de su divino Hijo, y finalmente en el santo entierro (No todos enumeran los siete Dolores del modo que hoy ha prevalecido. Así, en algunos autores, la profecía de Simeón es reemplazada por la circuncisión). El 25 de octubre de 1495, Alejandro VI aprobó una cofradía de Nuestra Señora de los siete Dolores establecida en Bélgica, hacia el año 1490; los anales de esta cofradía atestiguan la popularidad de esta devoción en ambos Flandes (Los frutos de esta devoción fueron tales, que se instituyeron dos fiestas, una en Delft de Holanda, la otra en Brujas, Bélgica, para conmemorar las gracias obtenidas. Llamábanse: Festum miraculorum Confraternitatis VII dolorum sacratissimae V. M. y Festum miraculorum B. V. M. de VII doloribus. Art. cit. de Analecta, p. 340). La fiesta de los Dolores se celebraba allí con este mismo nombre de los siete Dolores, pero no en la fecha actual, sino el viernes antes de la semana de Pasión.
     La devoción a los Dolores de la Virgen es, por otra parte, mucho más antigua que su misma solemnidad. ¿No asistía por ventura la ciudad de Florencia, en 1233, a la fundación de la orden de los Servitas, especialmente dedicada a María y al culto de su martirio? ¿Y no poseía ya la Iglesia el Stabat Mater? (Según J. Julián, A dictionary of hymnology, el Stabat fue compuesto entre 1150 y 1360 y tuvo tal vez por autor al Papa Inocencio III (+ 1216). Otros atribuyen este himno al Franciscano Jacopone de Todi. + 1306).

Plan de la meditación. 
     En esta primera meditación, lucha en un tiempo en que nuestra piedad no debe apartarse de los sufrimientos del Salvador, consideraremos los dolores de Maria durante la pasión de su Hijo, procurando meditarlos unidos a los sufrimientos de Jesús. El orden histórico nos convida a meditar sucesivamente tres puntos: María junto a Cristo moribundo; María con Cristo bajado de la cruz; María ante el sepulcro de Jesús.

MEDITACIÓN
     «Filia Jerusalem... magna... est velut mare contritio tua" (Thren. II, 13).
     Hija de Jerusalen, tu contrición es inmensa como el mar.
     l° Preludio. Mientras Nuestro Salvador sufría en la cruz, durante tres largas horas, el más cruel martirio de su cuerpo, de su corazón y de su alma, María, su Madre, de pie junto a esta cruz, asistía a su agonía. Viole luego bajado de la cruz y colocado respetuosamente en un sepulcro nuevo, que pertenecía a José de Arimatea.
     2.° Preludio. Representémonos el Calvario, los tres patíbulos allí levantados, el cuerpo de Nuestro Señor, el cercano huerto, lugar de su sepultura.
     3° Preludio. Pidamos con fervor la gracia de sentir vivamente las penas de Jesús y de María, y de sacar de sus dolores el más grande horror al pecado junto con un deseo ardiente de la perfección.

I. MARIA JUNTO A CRISTO MORIBUNDO
     I. Esforcémonos en comprender los sufrimientos de María al pie de la cruz, como si la escena augusta y terrible se desenvolviese ahora ante nuestros ojos.
     1. Veo al pie de esta cruz a la Madre de un Hijo único: una madre jamás separa su causa de la de su hijo.
     2. Él es, el Hijo único; Él, Dios y Salvador. María tiene más que ninguna, alma de madre, y puede dar sin reservas a su Hijo, que es Dios, toda la ternura de su corazón.
     3. ¡Cómo penetra cada uno de los sufrimientos de su Hijo! El sufrimiento del cuerpo y la sed, sin poder procurarle el menor alivio.  El sufrimiento en la honra. Si los santos eran tan sensibles a las blasfemias, cuánto más María que conocía tan bien todo, cuanto era debido a Jesucristo. ¡Y qué injurias no oía! ¡Y de quiénes! El sufrimiento del corazón, causado por una ingratitud, que llega hasta insultar al bienhechor en sus más espléndidos dones y además causado también por una cobardía, que en el linimento supremo y después de las promesas más solemnes, abandona al más generoso de los Padres. ¡Y en lo alto de la cruz un Dios que permite el sufrimiento y el insulto! , ¡Oh insondable misterio de justicia y de amor!
     ¡Oh! ¿y cuál sería la pena de María?

     II. Aprendamos de María a compadecernos de la pasión de Jesucristo. ¿No debemos, acaso, lamentar la indiferencia con que miramos unos males sufridos por causa nuestra y para nuestra utilidad? Supliquemos a María que ablande nuestros corazones y los conmueva a favor de su amado Hijo Jesucristo.

II. MARIA CON EL CUERPO DE CRISTO BAJADO DE LA CRUZ
     I. La suprema recomendación hecha por Jesús a su Madre «He aquí a tu hijo», y luego a San Juan «He aquí a tu Madre», fue una despedida (¡oh, y cuán desgarradora!), que se convirtió pronto en una terrible realidad. Jesús exhaló un grito; este clamor de Jesús moribundo desgarró el alma de su Madre. Después, la cabeza reclinada sobre el pecho demostró que todo estaba consumado. Quedaba aún el piadoso deber del entierro. Dos discípulos, como fortalecidos por la pasión del Salvador, acuden valerosa y noblemente para tomar sobre sí esta tarea. El cuerpo es poco a poco separado y descendido de la cruz. ¿Dónde colocarlo?, ¿Qué brazos mejor dispuestos para recibirlo que los brazos de María? Extiéndense estos brazos como por instinto, y estrechan los divinos despojos.
     II. De rodillas delante de esta Madre, recorramos en espíritu todas las llagas, cuyo sangriento estigma persevera impreso en el cuerpo ya frío. Digamos lentamente: «Ave, verum corpus, natum de Maria Virgine; veré possum, immolatum in cruce pro homine. Salve, oh cuerpo verdadero, nacido de María Virgen; que has verdaderamente padecido, que has sido verdaderamente inmolado en la cruz por el hombre».
     Después de los dolores de Jesús, fijemos nuestra atención en los dolores de su Madre. Treinta años hace que tenía en su regazo al Niño Dios, el más hermoso entre los hijos de los hombres. ¿En qué ha venido a parar? ¿Qué hemos hecho de Él? ¡Ah! El contraste es debido a nuestros pecados: Madre, no podemos comprender vuestro dolor, pero comprendemos nuestro deber de compadecerlo. Debemos sufrir con Vos; debemos ahora más que nunca detestar el pecado, única fuente de vuestra aflicción; debemos sacar de vuestras penas, junto con una plena confianza en la misericordia divina, un celo ardiente por la salvación de las almas. ¡Oh, Madre, ante la cual golpeo mi pecho, obtenedme estos frutos de sólida devoción; que viva por Vos y por vuestro Hijo Jesús !

III. MARÍA ANTE EL SEPULCRO DE JESÚS
     I. Ha llegado para María la hora de dejarse arrebatar el cuerpo de su Hijo. La ley del sábado, que ella desea observar hasta el fin, la invita a apresurarse. Se organiza un fúnebre cortejo. Los ángeles forman parte de él. En la tierra se ven los discípulos que llevan el cuerpo; luego la Virgen, apoyada en San Juan; las santas mujeres. Juntémonos a ellos. La marcha prosigue y concluye silenciosa; embarga los corazones el dolor.
     II. Mientras es sepultado el sagrado cuerpo de Jesús, pensemos en el amor delicado del Señor, que, resuelto a mostrarse semejante a nosotros en todas las cosas, excepto en el pecado, quiere pasar par la suprema humillación de nuestra condición presente, la tumba. Aceptemos desde ahora, conformándonos con su voluntad, esta destrucción de nosotros mismos; pero allí en donde parece que todo se acaba, muéstrenos nuestra fe y nuestra esperanza una mejor resurrección.
     Imaginemos después la soledad de la Virgen Santísima al concluirse esta lúgubre ceremonia. Vedla humanamente sin ningún consuelo. Porque, ¿qué puede hacer San Juan para reemplazar a su Hijo? Sin embargo, si su dolor es inmenso, ella es, al mismo tiempo, animosa y santísima.
     Admiremos a nuestra Madre, para imitarla en nuestras penas, mucho menores que las suyas.

COLOQUIO
     Esforcémonos en entablar con nuestra Madre un afectuosísimo coloquio, en el que la compadeceremos por haber sufrido tanto por causa nuestra, y le daremos las gracias por el gran amor que nos profesa y que sus sufrimientos no han hecho más que acrecentar. En retorno a tanta bondad, propongamos cumplir junto a ella el delicado oficio, aceptado por San Juan a invitación de Jesucristo. Pidámosle se digne aceptar este homenaje y obtenernos gracia para cumplir santamente nuestra resolución. Recemos, al concluir, el Stabat Mater, a lo menos en parte.
A. Vermeersch
MEDITACIONES SOBRE LA SANTÍSIMA VIRGEN

SAN IGNACIO DE LOYOLA (9)

Capitulo Octavo
EL PRISIONERO DE SALAMANCA (1127)

     La Universidad de Salamanca (1) estaba entonces en toda su gloria. Fundada en 1230 por Alfonso Nono de Castilla, no había dejado de crecer. A fines del siglo XV, el gran fervor de los Reyes Católicos la había dotado de un palacio que se admira aun en nuestros días, dominando la pequeña plaza donde se levanta la estatua de Fray Luis de León. Este célebre agustino, que será siempre el orgullo de su Orden, de Salamanca, y de España, nació en el mismo año en que Iñigo de Loyola llegó a Salamanca. (2)
     En torno del palacio de la Universidad pululaban los colegios. El más antiguo estaba dedicado a Nuestra Señora de la Vega. La mayor parte de ellos databa del siglo XVI; así los de San Zebedeo (1500), de Donceles (1508), de Santa María (1508), de Santo Tomás de Cantorbery (1510), de la Orden Militar de Calatrava (1512), de San Salvador (1517), de San Millán (1518), de San Pedro y San Pablo (1525), de la Santa Cruz (1527). El colegio fundado por Alfonso de Fonseca, Arzobispo de Toledo, llevaba el nombre de los apóstoles y había sido abierto en 1521.
     En medio de todos los religiosos que proveían a la Universidad de alumnos y de maestros, la Orden de Santo Domingo tenía una especie de preeminencia. El esplendor que distingue aun ahora al Convento de San Esteban y de que Salamanca se enorgullece, es como un símbolo del reinado intelectual de los Dominicos de 1527. Allí vivieron profesores ilustres; allí Cristóbal Colón, en la sala llamada del De Profundis vino a reavivar su valor, cerca del Padre Diego de Deza (3). Allí Iñigo de Loyola, en el otoño de 1527, será sometido a un control providencial.
*
*     *
     Salido de Alcalá el 20 ó el 21 de junio de 1527, Iñigo debió llegar a Valladolid, antes del fin del mes. ¿Cuándo pudo entrevistar a Fonseca para arreglar con él su nueva línea de conducta? Suponiendo que el Arzobispo de Toledo estaba en la Corte en junio ¿qué hizo Iñigo desde julio hasta octubre? Valladolid debió ofrecerle veinte ocasiones de reanudar sus antiguas relaciones. ¿Examinó allí el medio de continuar en la ciudad sus estudios, o volvió sin retardo a Alcalá, a fin de exponer a su confesor Miona, y aun al mismo Figueroa su entrevista con Fonseca? Una vez tomada la decisión de estudiar en Salamanca ¿envió allá inmediatamente a sus compañeros a la Universidad, mientras que él tomaba algún tiempo para despedirse de sus amigos de Alcalá? Imposible responder a ninguna de estas cuestiones.
     Sabemos solamente por el mismo Iñigo (4), que Saá, Arteaga, Cáceres y Reynald llegaron a Salamanca los primeros y mucho antes que su jefe. Alojáronse en algún modesto albergue, y no tardaron en hacerse notar por su piedad no menos que por su vestido. Así el mismo día en que Iñigo, a principios de octubre, apareció en Salamanca, una buena devota, viéndole entrar en una iglesia, concluyó que éste también era de la cofradía de los cuatro estudiantes fuereños llegados recientemente. Sin vacilar, ella misma propuso a Iñigo llevarle a la hospedería en donde se encontraban sus amigos. Una vez reunidos, ¿qué podían hacer aquellos hombres, sino recomenzar juntamente la vida mortificada, piadosa y apostólica que les había hecho sospechosos a la Inquisición de Alcalá? Allí no tuvieron más que una corta tranquilidad. Iñigo había escogido por confesor a un dominico del Convento de San Esteban. Diez o doce días apenas habían transcurrido, es decir probablemente en su segunda confesión, el penitente tuvo la sorpresa de oír al dominico que le decía: "Los padres de la casa quisieran hablar con usted."
     —"Sea en nombre de Dios", exclamó Iñigo.
     —"Será bueno que venga usted a comer con nosotros el domingo, pero le prevengo que los padres quieren saber muchas cosas de usted."
     En dicho día, Iñigo acompañado de Calixto se dirigió al Convento de San Esteban. El Prior, Diego de San Pedro (5) estaba ausente, pero el Subprior, Nicolás de Santo Tomas, el confesor de Iñigo, y otro padre se dirigieron en seguida con sus invitados a la Capilla. "Allí el Subprior, muy amable, comenzó a decirles que tenían acerca de ellos excelentes noticias; sabían que predicaban a la apostólica, pero que deseaban conocer bien, y con los mayores detalles, su genero de vida."
     - "¿Que es lo que habéis estudiado?, preguntó el Subprior.
     - "De todos nosotros, el que ha estudiado más soy yo," respondió Iñigo, y dio cuenta de sus pocos estudios.
     - "¿Y qué es lo que predicáis?"
   - "No predicamos, sino que conversamos familiarmente de las cosas de Dios; así hacemos nosotros, después de comer con algunas personas que vienen a visitarnos".
     —"¿Pero de qué cosas de Dios hablan ustedes? Eso es lo que deseamos saber".
     —"Pues hablamos ya de una virtud, ya de otra, para alabarlas; ya de un vicio, ya de otro, pero para reprobarlos".
     —"No sois letrados y habláis de virtud y de vicio. Nadie puede hablar de esto, sino en nombre de la ciencia o por inspiración del Espíritu Santo. Ustedes no hablan en nombre de la ciencia que no tienen; es pues por inspiración del Espíritu Santo."
     Aquí Iñigo reflexionó un instante; aquella manera de argumentación no le parecía justa. Después de un momento de silencio dijo:
     —"No es necesario hablar más largamente de esto".
     —"¿Cómo?, en la hora presente, hay tantos errores de Erasmo y de muchos otros que están engañando al mundo; y ustedes no quieren explicar qué es lo que enseñan".
     —"Padre, no diré más de lo que he dicho; a menos que no sea en presencia de los superiores que pueden obligarme a hablar."
     En seguida el Subprior pidió explicaciones acerca del vestido de Calixto. ¿Por qué iba así, con túnica corta, botas que le llegaban a media pierna, un gran sombrero y un bordón en la mano? Iñigo contó entonces toda la historia del proceso de Alcalá. Pero ninguna instancia pudo arrancarle más confidencias. Así que el Subprior concluyó: "Pues bien, quedáos aquí, ya haremos de manera que nos digáis todo." Y todos los frailes salieron apresuradamente.
     —"¿Dónde queréis que me quede?," preguntó Iñigo.
     —"En la capilla", respondió el Subprior (6).
     Luego se cerraron todas las puertas de la Capilla, mientras que se tenía deliberación, para saber como jueces eclesiásticos, cómo había que proceder en aquel caso. Durante tres días Iñigo y Calixto permanecieron en el Convento de San Esteban, sin que se les dijese una palabra acerca de su causa. Comían en el refectorio con los religiosos y recibían en su celda a estos religiosos que venían a verles en gran número; y sus conversaciones eran acerca de las cosas de Dios como tenían de costumbre. Tanto que en el Convento se formaron dos opiniones contrarias acerca de los dos predicantes; y la mayoría de los frailes le era favorable, dice Iñigo (7). Pero los superiores vacilaban y estaban inquietos. Fueron a buscar al bachiller Frías, Provisor del Obispado, para rogarle que se ocupara de aquel caso. Frías llevó a la prisión a Iñigo y a Calixto, aunque se tuvo cuidado de separarlos de los criminales. Los encerraron en un cuarto alto vacío y muy sucio. Se les ató a cada uno por el pie al extremo de una cadena fija en el muro y de largo de diez a trece palmos; de suerte que si uno de los dos prisioneros se movía, el otro estaba obligado a hacer el mismo movimiento; la primera noche la pasaron sin dormir. (8)
     El legajo de este proceso de Salamanca podría tal vez suministrarnos alguna explicación de este cuidado en tomar tales precauciones; pero desgraciadamente, los archivos del Arzobispado y los del Convento de San Esteban no han conservado ningún documento de este asunto. Quizás las cartas venidas de Alcalá contribuyeron a alarmar a los jueces. Quizás también los jueces recordaron las recientes aventuras del bachiller Antonio de Medrano antiguo estudiante de Salamanca, y sus compromisos con Francisca Hernández. Los culpables habían comparecido no hacía mucho en los tribunales eclesiásticos de Valladolid (1519), de Salamanca (1520), y de Logroño (1521-1526). Se acababa de dar la sentencia de Logroño y en ella se veía que Francisca Hernández tenía las teorías de los iluminados. (9) Quizás en fin, los doctores del Convento de San Esteban tenían presentes los recuerdos muy recientes de aquella junta teológica Valladolid, en la que por sus doctrinas de Erasmo, algunos profesores de Alcalá se habían hecho sospechosos. Francisco Vitoria en esta disputa había sido de los más precisos contra el humanista de Roterdam, y otros profesores de Salamanca, como Fray Diego de Estudillo, Fray Alonso de Córdoba, Pedro Margalla y Vázquez de Oropeza, habían compartido todas sus desconfianzas. Naturalmente, un estudiante sospechoso en Alcalá, debía serlo con mayor razón aún en Salamanca.
     Sea lo que sea de estas conjeturas, el ruido del arresto de Iñigo y de sus compañeros se difundió por la ciudad, y algunas personas compasivas enviaron a los prisioneros camas y alimentos. El acceso a la prisión era libre para los visitantes, y éstos venían en gran número e Iñigo les hablaba de Dios, conforme a su costumbre. (11).
     El Provisor Frías los interrogaba cada uno aparte. Iñigo le entregó sus papeles, que eran los ejercicios, a fin de que los examinara. Dieron también los nombres y la dirección de los compañeros que habían venido con ellos a Salamanca. Por orden del Provisor se les fue a buscar, con excepción de Juan Reynald, al que se le dejó; y se llevó a Cáceres y a Arteaga a la prisión común con los malhechores. En estas circunstancias, Iñigo tomó por regla, como lo había hecho en Alcalá, poner su causa en manos de la Providencia y no quiso tomar ningún procurador ni abogado. (12)
     Al cabo de algunos días el tribunal eclesiástico abrió su audiencia. Iñigo compareció ante cuatro jueces, el doctor Santisidro, el doctor Paravinhas, el doctor Frías y el bachiller Frías. Todos habían leído ya el manuscrito de los ejercicios. Preguntaron a Iñigo, no acerca de su libro, sino sobre Teología, especialmente acerca de la Trinidad y de la Eucaristía, para saber cómo entendía esos artículos de fe. Iñigo comenzó por decir, que no había estudiado. Luego por orden de los jueces se explicó acerca de la Trinidad y de la Eucaristía, "de tal manera que no tuvieron nada que reprender". (13)
     El bachiller Frías fue más adelante que los otros en el interrogatorio, y propuso a Iñigo un caso de derecho canónico. Iñigo observó que no había seguido el curso de derecho canónico, pero obligado a hablar respondió bien a la cuestión. (14)
     Los jueces le pidieron entonces que expusiera el primer mandamiento de la ley de Dios, de la manera que tenía por costumbre hacerlo. Emprendió en seguida el asunto y su discurso se prolongó de tal manera, y dijo tantas cosas sobre aquel primer mandamiento que los jueces no quisieron preguntarle más.
     Fueron entonces los Ejercicios los que se pusieron en causa. Los jueces insistían muchísimo acerca de un punto que se encuentra al principio del librito, a saber, la distinción entre pecado mortal y pecado venial. Su cargo consistía en esto: "¿Por qué un hombre sin letras se aventuraba a determinar este punto?" Iñigo respondió: "determinad vosotros mismos si lo que digo es verdad o no; si no es verdad condenadlo." Finalmente, los doctores no condenaron nada, el Tribunal levantó la sesión, y los reos fueron llevados de nuevo a la cárcel. (15)
     Allí permanecieron veintidós días. Los visitantes no les faltaban. Don Francisco de Mendoza, futuro arzobispo de Burgos y Cardenal, vino un día con el bachiller Frías y dijo a Iñigo: "¿Cómo se encuentra usted en la prisión; no os es penoso ser prisionero?" Yo le responderé a usted, le replicó Iñigo, lo que ya respondí a una señora, que me daba muestras de compasión por verme así encerrado: "Muestra usted bien, le dije, que no quisiera ser prisionera por amor de Dios, puesto que la prisión le parece un mal tan grande. Y yo os protesto a vos, Señor, que no hay tantos grillos y cadenas en Salamanca que no deseara llevar y más aún, por el amor de Dios". (16) Francisco de Mendoza hubiera podido exclamar, como Jorge de Naveros en Alcalá; Vidi Panlum in vinculis. En la exaltación de su alma, toda de Dios, el prisionero de Salamanca, seguro de sufrir por la verdad y la justicia, entraba en el mismo santo transporte de los primeros apóstoles, glorioso como ellos, de ser juzgado digno de estar cubierto de afrentas por Jesucristo.
     Desearíamos saber qué actitud hubieran tomado frente a tales prisioneros, los más célebres profesores de la Universidad: Francisco de Vitoria, Vázquez de Oropeza, Alonso de Córdoba, Pedro de Astudillo, o Hernán Núñez de Guzmán; pero ningún eco de su pensamiento ha llegado hasta nosotros. Retengamos solamente los nombres de Melchor Cano y de Juan Martínez de Silíceo; el primero era estudiante en el Convento de San Esteban, el segundo será Arzobispo de Toledo; los dos serán violentos enemigos de la Compañía; es probable que su aversión contra Ignacio date de Salamanca (17).
     Mientras que Iñigo y sus compañeros estaban encerrados sucedió que todos los criminales de la prisión común lograron una noche escaparse. Cáceres y Arteaga hubieran podido huir con los demás; pero no lo hicieron. Por la mañana los guardianes los encontraron solos en la sala, con todas las puertas abiertas. Semejante fidelidad causó la admiración de todos, y se habló mucho de ella en la ciudad. Y para recompensar una virtud tan rara, los jueces decidieron señalarles por cárcel un palacio vecino. (18)
     Al cabo de veintidós días, como hemos dicho, la causa estaba suficientemente clara a los ojos del Tribunal, para que pudiera dar la sentencia. Se llamó a los prisioneros para oírla. Hela aquí resumida por Iñigo: "que no se encontraba error ninguno, ni en la vida ni en la doctrina; y que así los prisioneros podrían continuar según su costumbre enseñando el catecismo y hablando de cosas de Dios, con excepción de no determinar, esto es pecado venial, esto es pecado mortal, antes de haber estudiado durante cuatro años todavía." Notificada la sentencia, los jueces mostraron mucho afecto a Iñigo, como para mejor obligarle a que la aceptara. Iñigo protestó su obediencia, pero al mismo tiempo declaró que no podía sujetarse a semejante juicio, "porque sin condenarle en punto alguno se le cerraba la boca, y se le impedía ayudar al prójimo conforme a sus fuerzas." El bachiller Frías insistió mucho, manifestando por lo demás gran simpatía al sentenciado; pero Iñigo se sostuvo en sus palabras añadiendo sin embargo que "mientras que estuviera en la jurisdicción de Salamanca haría lo que se le mandaba." Con estas declaraciones él y sus compañeros fueron puestos en libertad. (20)
     ¿Cómo usar en Salamanca de esta libertad después de las prohibiciones impuestas y de la promesa de cumplirlas? ¿Y si se salían de Salamanca, qué partido habrían de tomar? Iñigo reflexionó y oró. En su alma apostólica el Verbum Dei non est alligatum de San Pablo resonaba como una divisa sagrada. Le era imposible ver a algunas almas necesitadas y no evangelizarlas con todos sus medios; la doble experiencia de Salamanca y de Alcalá lo iluminaba. Decidió pues ir a estudiar fuera de España, a París. (21)
     La decisión de Iñigo fue pronto la de sus compañeros. Juan Reynald se había separado de ellos y si no lo hizo durante el proceso, no tardó mucho tiempo en entrar en una Orden religiosa. (22) Los otros tres: Arteaga, Cáceres y Saá, compartían los designios de Iñigo; todos querían servir al prójimo y como el estudio de las ciencias sagradas era un preámbulo necesario, se dedicarían a él con todo empeño en París, conservando la voluntad de permanecer agrupados y reclutar nuevos compañeros animados del mismo fervor apostólico. Pero los contratiempos experimentados en Alcalá y en Salamanca les invitaban a tomar ciertas precauciones. Iñigo iría primero como explorador, los otros lo esperarían en su país; si en París Iñigo encontraba la posibilidad de organizar su vida de estudiantes, les avisaría y se reunirían de nuevo con él. (23)
     La vida edificante de estos hombres evangélicos, los mismos episodios del corto drama de su proceso les habían conquistado simpatías en Salamanca. Naturalmente sus amigos fueron puestos al tanto de sus futuros proyectos. Se alarmaron, les presentaron objeciones, insistieron con Iñigo para que no se fuera. Sin temeridad podemos creer que el mismo Francisco de Mendoza y el bachiller Frías eran del número de esas personas principales que trataron de modificar las resoluciones del libertado prisionero; pero todos sus esfuerzos fueron inútiles. (24)
     Por medio del Arzobispo Alonso de Fonseca, cuyos consejos le habían abierto el camino de Salamanca, la Providencia había sometido a su siervo a una prueba de la que su virtud salió victoriosa y la doctrina de los Ejercicios sin mancha. Si hubiera aprendido el griego con Hernán Núñez de Guzmán, las artes liberales con Martínez de San Millán, la Filosofía natural con Silíceo, la Teología con Francisco de Vitoria y la Sagrada Escritura con Vázquez de Oropeza o Pedro Ortiz, Iñigo de Loyola estaría inscrito en el libro de oro de los estudiantes de la Universidad de Salamanca. El interrogatorio hecho por el provisor Frías y los veintidós días de prisión que sufrió importaban mucho más que el haber seguido las lecciones de los más famosos maestros, porque era una prueba de que en el corazón de aquel gentilhombre iletrado habitaba el espíritu de Dios. Y aunque no fuera más que para constatar esto, el mes pasado en Salamanca fue fructuoso.
     "Quince o veinte días después de haber salido de la prisión, Iñigo partió solo, llevando algunos libros sobre un asnillo." (25) Por Segovia, Sigüenza, Calatayud, Zaragoza y Lérida tomó el camino de Barcelona. Montserrat estaba en ese camino. De que el futuro estudiante de París haya subido hasta el santuario y haya pasado al pie de los Picos Dentados, tras de los cuales se oculta el Monasterio de los Hijos de San Benito, y de que haya puesto su viaje bajo la protección de Aquella que había guiado tan maternalmente en el camino de la salvación al peregrino de 1522, no cabe ninguna duda.
     En Barcelona, Iñigo volvió a ver a sus amigos favorecedores, cuyo recuerdo estaba y debía permanecer siempre profundamente grabado en su corazón. Allí algunas almas generosas lo habían ayudado con una munificencia que no había encontrado después en ninguna otra parte. En vísperas de partir para un país lejano y desconocido en el que sus necesidades iban a crecer a medida de sus estudios y también de su celo, pensó que debía al mismo tiempo contar con la Providencia y asegurarse algunos socorros para el futuro. No le faltaron en Barcelona tantas o más objeciones que en Salamanca. ¿Qué iba a hacer a París? La guerra dividía entonces a Francia y a España. En aquel evento un español estaba muy expuesto. Se sabía lo que había sucedido con otro por haber querido franquear las fronteras y se conocían detalles espantosos. Pero Iñigo no tenía miedo de nada; escuchaba, sonreía dulcemente y concluía que iba a estudiar a París. (26)
     Como es de creer, Maestre Ardevoll recibió sus confidencias, e Iñigo no faltó seguramente en exponerle sus razones para abandonar las más famosas Universidades de España, e ir él, un subdito de Carlos V, al reino de Francisco I.
     Entonces, como en el primer día de su llegada a Barcelona en 1523, Iñigo se apoyó ante todo sobre Inés Pascual. Ciertamente visitó damas de más alto rango, pero su corazón era lo bastante delicado en su agradecimiento, para no olvidar los servicios de las Roser, de las Zapila y otras nobles de Barcelona. Pero a Inés Pascual la consideraba siempre como a su propia madre. La elección de esta protectora abnegada y de condición modesta, contentaba a la vez a su prudencia y a su humildad. Sabemos por Juan Pascual que el día de su partida aquellos humildes tejedores, madre e hijo, tuvieron el privilegio de acompañarle hasta una distancia de tres millas de la ciudad. Fue cerca de la iglesia de San Andrés, extramuros, donde se despidieron con lágrimas. Inés sentía ver alejarse al santo que había sido la bendición de su casa. Juan no se atrevía a ver sin inquietud un porvenir en que estaría privado de aquel a quien miraba como un guía necesario. Iñigo dio las gracias a sus huéspedes, les deseó paciencia en las ocasiones difíciles que se les presentaran y después solo y a pie partió para París. (27)

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1.- A. Vidal y Díaz Memoria histórica de la Universidad de Salamanca, Salamanca, Oliva, 1869, 293-368, 389; Esperabe Arteaga Historia pragmática e íntima de la Universidad de Salamanca, Salamanca, Izquierdo, 1917.
2.- Alonso Getino, O. P. Vida y procese de Fray Luis de León; Salamanca, Calatrava, 1907.
3.- Justo Cuervo, O. P. Historia del Convento de San Esteban, Salamanca, Imp. cat. 1914.
4.- González de Cámara, n. 64.
5.- Según la crónica del P. José Barrio, el prior era el muy docto y muy observante Fray Diego de San Pedro, y el subprior Fray Nicolás de Santo Tomás, hombre muy espiritual. Ver Justo Cuervo, II, 565. Estos datos deben ser preferidos a los que da Pedro Fabro, Mon. Fabro I, 64, y a los del P. Astráin, I. 55.
6.- González de Cámara, n. 64, 65 y 66.
7.- Id. n. 66.
8.- ld. n. 67.
9.- Ver Serrano y Sanz, Bol. de la Acad. de la Historia, julio-septiembre, 1902, XII, 165-133.
10.- Id. Revista de Archivos, enero 1902, 60-73.
11.- González de Cámara, n. 67.
12.- Id. n. 67.
13.- Id. n. 68.
14.- Id. n. 68.
15.- Id. n. 69.
16.- id. n. 69.
17.- Melchor Cano hizo su profesión en el Convento de San Esteban el 19 de agosto de 1524, y estudiaba todavía en 1527 (Justo Cuervo, I, 248), Juan Martínez de Siliceo era profesor de filosofía natural en 1527 (Esperabe Arteaga, op. cit. II, 203).
18.- González de Cámara, n. 69.
19.- Id. n. 70.
20.- Id. n. 71. La crónica del P. José Barrio acerca del incidente de la prisión de San Ignacio, fue redactada siguiendo la Vida de Rivadeneyra, y no es sino una defensa tratando de minimizar un hecho engorroso. En nuestros días, el P. Mortier, en su Historia de los Maestros Generales de los Hermanos Predicadores, V, 313, hace de Ignacio un alumno del Convento de San Esteban, y renueva su distracción en su Historia abreviada de la Orden de Santo Domingo en Francia, pág. 199, que apareció en 1920.
21. González de Cámara, n. 71.
22.- Id. n. 67.
23.- Id. n. 71.
24.- Id. n. 72.
25.- Id. n. 72. 
26.- ld. n. 72.
27.- Scrip. S. Ign. II, 93.
P. Pablo Dudon, S.J.
SAN IGNACIO DE LOYOLA

miércoles, 9 de abril de 2014

Gnosimacos

GNOSIMACOS
     Ciertos herejes que vituperaban  los conocimientos meditados de los místicos, la contemplación, los ejercicios de la vida espiritual; se llamaron enemigos de los conocimientos. Querían que nos contentásemos con hacer buenas obras, que se desterrase el estudio, la meditación y toda investigación profunda en la doctrina y misterios del cristianismo; con el pretexto de evitar los excesos de los falsos místicos, caían en otros. Nunca deja de suceder esto a todos los censores que vituperan por inclinación y sin reflexión.
     En el día los incrédulos acusan a los cristianos en general de ser gnosimacos, enemigos de las letras, de las ciencias y de la filosofía; según ellos, el cristianismo ha retardado los progresos de los conocimientos humanos; no tiende mas que a destruirlos y a sumirnos en las tinieblas de la barbarie.
     Sin embargo, entre todas las naciones del universo no hay ninguna que haya hecho tantos progresos en las ciencias como las naciones cristianas; las que abandonaron el cristianismo después de haberlo conocido, han vuelto a caer en la ignorancia; sin el cristianismo, los bárbaros del Norte que inundaron la Europa en el siglo V hubieran destruido hasta el ultimo germen de los conocimientos humanos; y sin los esfuerzos que han hecho los príncipes cristianos para contener las conquistas de los mahometanos, estaríamos actualmente sumidos en la barbarie que reina entre ellos, he aquí cuatro hechos principales que desafiamos a los incrédulos a que se atrevan a poner en duda; ahora oigámoslos.
     En el Evangelio, Jesucristo da gracias a su Padre por haber ocultado la verdad a los sabios para revelarla a los niños y a los ignorantes; llama dichosos a los que creen sin ver. (Mat. XII, 25 Juan XX, 29). San Pablo no cesa de declamar contra la filosofía, contra la ciencia y la sabiduría de los griegos; se exige de un cristiano que crea ciegamente en la doctrina que se le predica, sin saber si es verdadera o falsa. Desde el origen del cristianismo, sus sectarios no se han ocupado mas que en frívolas disputas sobre materias ininteligibles; han descuidado el estudio de la naturaleza, de la moral, de la legislación, de la política, las únicas capaces de contribuir al bien de la humanidad. Los PP. de la Iglesia han apagado la antorcha de la crítica, han hecho todos sus esfuerzos para suprimir las obras de los paganos, han vituperado el estudio de las ciencias profanas, no ha consistido en ellos el que no estemos reducidos a la única lectura de la Biblia, como los mahometanos a la del Alcorán, he aquí grandes argumentos, debemos examinarlos detenidamente y a sangre fría: ninguno destruye los cuatro hechos que hemos establecido.
      Preguntamos si los ignorantes que creyeron en Jesucristo a la vista de sus milagros y de sus virtudes, no han sido mas sabios y razonables que los doctores judíos que rehusaron creer en él, a pesar de la evidencia de sus pruebas, y si los incrédulos pretenden justificar el terco fanatismo de los judíos. A menos que no tomen este partido, se verán precisados a confesar que no hizo Jesucristo mal en bendecir a su Padre por haber inspirado mas docilidad, sensatez y sabiduría a los primeros que a los segundos. También sostenemos que un ignorante, que cree en Dios y en Jesucristo, razona mejor que un filósofo que abusa de sus conocimientos abrazando y predicando el ateísmo, y no se sigue nada contra la utilidad de la verdadera filosofía.
     El Salvador dijo a un apóstol que no había querido creer en el testimonio unánime de sus colegas, que mejor hubiera sido para él creer sin haber visto: ¿era laudable la indocilidad de este apóstol? lo mismo que la de los incrédulos del día.
      Sabemos a qué se habían dirigido la ciencia, y la pretendida sabiduría de los filósofos griegos: a desconocer a Dios en sus obras, a no darle ningún culto, a conservar la idolatría y todas sus supersticiones, a ser tan viciosos como el pueblo, que debían haber ilustrado y reformado: he aquí de lo que los acusa San Pablo. (Rom. I, 18 y sig.). Tenia razón, y mientras que los partidarios de la filosofía continúen haciendo de ella el mismo abuso, nosotros sostendremos como el Apóstol que su pretendida sabiduría no es mas que una locura, capaz de pervertir a las naciones y consumar su ruina como lo ha hecho con los griegos y romanos. No es pues el cristianismo, sino la falsa filosofía, la que desacredita y hace odiosa la verdadera sabiduría; los incrédulos quieren acriminarnos de lo que solo ellos son culpables.
     San Pablo por otro lado preveía el desorden que iba a tener lugar bien pronto, y que empezaba ya en su tiempo; sabia que filósofos pertinaces y mal convertidos introducirían en el cristianismo su genio orgulloso, disputador, quisquilloso, temerario,y harían nacer las primeras herejías, previene a los fieles contra este escándalo. (Colos. II, 8). Su predicción se ha verificado completamente. En el dia nuestros filósofos nos acaban de echar en cara las disputas del cristianismo, de que han sido los primeros autores sus predecesores, ellos mismos las renuevan todavía rejuveneciendo los rancios sofismas de los antiguos.
      No es cierto que se exija del cristiano una fe ciega, que se le obligue a creer una doctrina, sin saber si es falsa o verdadera. Un cristiano está convencido de que su doctrina es verdadera, porque está revelada por Dios, y está seguro de la revelación por hechos de los que depone el universo entero, por motivos invencibles de credibilidad. Es absurdo exigir otras pruebas, pruebas intrínsecas, razonamientos filosóficos sobre el fondo mismo de los dogmas; de otro modo un ignorante estaría autorizado a no creer ni aun en un Dios.
     ¿No son mas bien los incrédulos los que exigen una fe ciega en sus sistemas? Muchos han confesado que la mayor parte de sus discípulos creen bajo su palabra, abrazan el ateísmo, el materialismo, o el deísmo, sin hallarse en estado de comprender su fondo ni consecuencias, de comparar las pretendidas pruebas con las dificultades; que son incrédulos por libertinaje, y no por convicción. Por otro lado vemos en sus obras que los que hablan mas alto son los que saben menos.
      Antes del nacimiento del cristianismo, los griegos, nación ingeniosa, si hubo alguna, habían estudiado la naturaleza, la moral, la legislación, la política durante mas de quinientos años, ¿y habían hecho grandes progresos? No hace todavía seiscientos años que hemos despertado de un profundo sueño, y ya se pretende que estamos mucho mas adelantados que ellos. La naturaleza, el clima, las causas físicas, ¿nos han valido mas? Nada de esto creemos. Es necesario pues que una causa moral haya contribuido a ello; ¿y puede ser otra que la religión? Sin los monumentos que nos ha conservado, sin los conocimientos que nos ha dado, todavía no habríamos adelantado un paso.
     Desde que nuestros filósofos han sacudido el yugo de toda religión, su entendimiento sublime no es ya contenido por las trabas del cristianismo: si exceptuamos algunos descubrimientos de pura curiosidad, ¿qué nos han enseñado en materia de moral y legislación? Errores groseros o cosas que se sabían antes de ellos. Se creen criadores, porque ignoran lo que se escribió en los siglos anteriores.
      Por un efecto de esta ignorancia acusan a los PP. de la Iglesia de haber apagado la antorcha de la crítica. ¿Quién la había encendido antes de los PP. para que estos pudiesen apagarla? Orígenes y San Jerónimo fueron los primeros que siguieron sus reglas para procurar a la Iglesia copias correctas y versiones exactas de los libros santos. En estos últimos siglos no se ha hecho masque reducir a arte y método la marcha que habían seguido en sus trabajos.
     Tenemos mucha razón para echar en cara a los incrédulos que ellos son los que apagan la antorcha de la crítica. Por autentico que sea un documento antiguo, basta que los incomode para que lo juzguen sospechoso; cuando un pasaje les es contrario, acusan a los cristianos de haberlo alterado o interpolado; ningún autor les parece digno de fe, si no ha sido pagano o incrédulo; deprimen a los escritores mas respetables para elevar hasta las nubes a los impostores más desacreditados; exigen para vencer su pirronismo histórico un grado de evidencia y de notoriedad que nunca ha pedido un crítico.
      Se calumnia a los PP. sin ninguna prueba, cuando se les acusa de haber suprimido o hecho perecer las obras de los paganos o de los enemigos del cristianismo. Han perecido casi tantas obras de autores eclesiásticos los mas apreciados como de autores profanos. No son los PP. los que han quemado las bibliotecas de Alejandría, de Cesarea, de Constantinopla, de Hipona y de Roma; ellos son al contrario los que nos han conservado los escritos de Celso y de Juliano contra el cristianismo. Ha sido necesario hacer las investigaciones mas exactas y difíciles para tener conocimiento de los libros de los rabinos, y los teólogos son los que los han publicado; no hubieran sido conocidas muchas producciones de los incrédulos, sin la refutación que han hecho de ellas nuestros apologistas. San Gregorio, papa, es el que ha sido mas acusado entre los PP. de haber hecho quemar los libros, lo vindicaremos en otro artículo.
     Pero nos atrevemos a asegurar confiadamente que si hubieran sido árbitros nuestros adversarios, no hubiesen dejado subsistir un solo libro favorable al cristianismo.

EL PADRE, EL HIJO, EL ESPIRITU SANTO

     Para un cristiano, la única realidad importante es Dios. Por una dolorosa desviación original tenemos la tendencia instintiva de hacer girar el mundo en torno de nosotros mismos, o como hoy se dice, del propio yo. Mas para obrar como es debido hay que resolverse a implantar a Dios en el centro de todo, del pensar y del obrar.
     Ya Dios está en nosotros, dentro de nosotros, en el santuario del alma, en el centro del castillo interior. Pero hay que darse cuenta de esa divina presencia y permitirle a Dios que actúe libremente.
     Si no los empañáramos con el vaho del pecado, los muros del castillo brillarían translúcidos y resplandecientes...
     El hombre, inhabitación de Dios...
     El hombre, templo de la Trinidad Augusta...
     Voy a meditar de qué manera, en este plan inspirado por el amor divino, el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, cumplen su oficio en función de lo que las Tres Divinas Personas son, misteriosamente, en la Trinidad.
     El Padre. Es el todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. El Principio sin principio, el Origen absoluto, la Fuente manantial de todo. De El procede todo, hacia El ha de volver todo. En la creación, en su misma revelación, es el inescrutable, el misterioso.
     El nos llamó a la existencia y a la vida fuera de El, y también a la vida en El, como hijos y particioneros de la divina naturaleza.
     Toda la vida del cristiano no es más que un viaje de regreso hacia el Padre.
     Ante su soberano acatamiento, la actitud del cristiano será:
     De admiración respetuosa por su gloria inefable.
     De temor reverencial, por su omnipotencia y omnividencia.
     De amor confiado, por su bondad providente.
     De ansia ardiente de pertenecerle en el seno infinito de su amor.
     El Hijo. Es la sabiduría y la palabra del Padre. El que sabe. Para mí, para todos nosotros, el que dice lo que sabe. Mediador y Revelador. La Sabiduría en quien se concentran los designios de Dios sobre toda criatura y particularmente sobre el hombre.
     Es el reconciliador, el mensajero del Evangelio o de la buena nueva, de la noticia salvadora.
     El es Emmanuel, Dios con nosotros. Ante Cristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, la actitud del cristiano será:
     De obediencia confiada al guía que vino del cielo a darnos la mano. 
     De entrega absoluta al Caudillo que marcha con nosotros a la conquista del reino.
     De amor sin limites a nuestro Hermano Mayor, que supo, como nosotros, lo que era sufrir y morir...
     El Espíritu Santo. En el seno de la Trinidad Beatísima, el Espíritu Santo es la unidad espiritual y viviente en quien se anudan el Padre y el Hijo Para nosotros es el Inspirador, el que nos familiariza con el mundo divino, el que nos aclimata en el mundo superior de la gracia, el que nos va llevando, como soplo manso o huracanado, hacia las cumbres de la transformación.
     Ante el Divino Espíritu, la actitud del cristiano será:
     De plegaria: Ven, oh Santo Espíritu, llena mi corazón y enciéndelo en tu amor.
     De atención, porque El, dijo Cristo, nos enseñará todo y nos explicará todo lo que Cristo manifestó.
     De sumisión, porque él es el escultor de los santos.
     Un clásico castellano dijo que el hombre vive adargado de Dios, revestido de El como de una total armadura. En Dios vivimos, nos movemos y somos. Y él está en lo íntimo de los corazones. Aunque a veces no lo sintamos así, en el tráfago de las mundanas variedades, en el olvido de las realidades celestes...
     "A veces escribe el P. Faber—, en la callada noche, elevado sin palabras el corazón a Dios y suspendida el alma como en región desierta, parécenos que vamos a morir olvidados de nuestro Padre Celestial y sin que siquiera se digne advertir que hemos dejado de ser... ¡Oh!, entonces, cuando asalta nuestro flaco espíritu esta terrible duda, ¡qué dulce es pensar en la infalible verdad de que Dios nos rodea y nos abraza y nos tiene sin cesar en su eterna presencia, en el seno de su infinita sabiduría y de su poder ilimitado! ¡Sancta Trinitas, Unus Deus, miserere nobis!".

DEL SACRAMENTO DEL ORDEN (I)

CAPITULO V
DEL SACRAMENTO DEL ORDEN
Artículo primero 
El médico y el celibato eclesiástico.

95. Razón de este articulo.—96. Posibilidad de la continencia.—97. Libertad del matrimonio.—98 La continencia y la salud.—99. Conclusiones sobre la conducta del médico.

95. Razón de este artículo.
     Es un hecho que nadie puede ignorar que Jesucristo, ya con su ejemplo y palabras, ya por el conjunto de verdades que vino a revelar, invitó a sus discípulos a practicar el celibato. Era conocida de antiguo y justamente estimada la continencia, aun entre los paganos. Pero no se había llegado a hacer de ella un estado permanente de vida. Este honor corresponde al Cristianismo. En la ocasión que los fariseos dieron a Jesucristo de hablar sobre el matrimonio, terminó la conversación con estas palabras: «Sus discípulos le dijeron: «Si así es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse.» El les dijo: «No todos son capaces de esto, sino aquellos a quienes es dado...» Y hay eunucos que a sí mismos se castraron por amor del reino de los cielos. El que puede ser capaz, séalo» (San Mateo, cap. XIX, v. 10 y sigs.). Y el Apóstol San Pablo, siguiendo a su Maestro, dedica todo el capítulo VII de su epístola a los de Corinto, al matrimonio y a la virginidad, en términos que pueden condensarse de esta manera: «el matrimonio es bueno, la virginidad es mejor». No es extraño, por tanto, que a la medida que se iba anunciando el Evangelio, hiciera magníficos progresos esta angélica virtud entre los fieles de ambos sexos, granjeándose respeto y honores en todas partes.
     Y así sucedió también que ese estado fuera elegido por la Iglesia para la porción escogida para ser depositaría de los poderes espirituales en la tierra. A la potestad espiritual, divina, convenían vasos puros, de inmaculada pureza. Por otra parte, la renuncia a los placeres sexuales y a los cuidados del matrimonio, dejaba al ministro del altar libre para consagrarse al cuidado de las almas y dilatación del reino de Dios. Mas esto, que parece cosa clara a un alma iluminada por la fe, ha merecido una guerra descarada por parte de los heresiarcas, como Joviniano y Vigilancio, en el siglo IV, combatidos por San Jerónimo y San Agustín (C. Hergenrother: Historia de la Iglesia, t. II, págs. 98 y sigs. Traducción española. Madrid, 1884) y los protestantes del siglo XVI, condenados por el Concilio Tridentino (Sesión XXIV, cans. 9 y 10). Y toda vez que de la Medicina se han sacado argumentos para ganar a la Iglesia esta controversia, no puede mostrarse ajena a esta cuestión la Deontología médica. No son de hoy los razonamientos deducidos de la Medicina. Leyendo a Zacchías parece que está uno leyendo las objeciones de última moda y las respuestas que merecen (Quaestiones medico-legales, lib. VI, tít. I, q. 5, núms. 20 y sigs.). De unas y otras vamos a ocuparnos brevemente por la importancia que tiene —y de ello es buena prueba el proceder de los adversarios— el que la clase médica no se desoriente en asunto de tanto interés y en el que una palabra del médico puede ser decisiva en la vida de un alma que quiere consagrarse a Dios en estado célibe, y del que un reparo de índole fisiológica o terapéutica puede apartarle.
     En tres clases pueden agruparse las objeciones contra el celibato: a) su imposibilidad; b) su oposición al bien social; c) el perjuicio causado a la salud de los célibes. Las proposiciones contrarias son cabalmente las verdaderas.

96. Posibilidad de la continencia.
     Si hemos de creer a ciertos médicos, la función sexual es una necesidad fisiológica, como la de la nutrición, y un instinto irresistible de la naturaleza (Scotti-Massana: Cuestionario médico teológico, pág. 191. Traducción española. Barcelona. 1920.—G. Payen: Deontologie médicale, cap. XV, 53. IV.—Doctor San Román: ¿Continencia? ¡Sensualismo?, cap. III. San Sebastián, 1938). ¿Será esto verdad? ¿Y cómo puede armonizarse con la predilección que Dios ha demostrado por la virginidad y con la invitación que hace para abrazarla? Discurriendo a priori, ya se ve que no puede estimarse imposible, sin ofensa gravísima a Dios, un estado al que Dios mismo llama con caracteres que distinguen la vocación. Lo que puede ser imposible para la naturaleza entregada a sus tendencias, resulta posible y hasta fácil para un alma que confía en el divino llamamiento y a quien Dios promete sus auxilios Pero, juzgando esa objeción a posteriori, ¿no ve cualquiera que no esté ciego por una pasión sectaria que debe ser posible lo que es en realidad un hecho? ¿Quién no ve y admira una legión de sacerdotes y religiosos de ambos sexos que observan como es debido la continencia? Esto es una verdad. Con una falta de lógica que espanta, de faltas aisladas de castidad, se construye una afirmación general, y con temeridad inicua se lanza la nota de hipocresía sobre todos. A éstos, más o menos influidos del espíritu de Voltaire, no nos dirigimos. Las personas rectas, desprovistas de prejuicios o suficientemente capacitadas para sobreponerse a ellos, por propia observación conocerán aún fuera de los estados celibatarios, a hombres y mujeres, adultos y jóvenes, perfectamente organizados, que guardan la castidad. Luego es posible. Y si temporalmente, por tiempo más o menos largo, es posible ser casto, ¿por qué no puede serlo de por vida quien libremente, por motivos espirituales gratos a Dios, se consagra al servicio divino en un plan de vida ordenado al cielo?
     Estudiando la cuestión desde el punto de vista biológico, vemos que en las tendencias sexuales y en los actos propios de ollas intervienen centros nerviosos y glándulas de secreción interna. ¿Es posible influir en unos y otras? En cuanto a los primeros, dice J. Medina (Herencia y eugenesia, págs. 174 y sigs. Burgos. 1932):
     «Todo el mundo conoce el Influjo que ejercen en las tendencias sexuales las sensaciones visuales, auditivas, táctiles... para excitarlas. La observación aquí está al alcance de toda persona normal.» «... Pero esos mismos centros nerviosos tienen influjo sobre las tendencias sexuales para inhibiros y frenarlas, aun en el momento de mayor excitación y vehemencia. Es un hecho conocido de antiguo por todos los médicos y sacerdotes...»
     No menos posible es el ser casto por parte de las hormonas que se fabrican en las glándulas sexuales, y que, entregadas a la sangre, van a obrar sobre los centros nerviosos y sobre otras glándulas. La raíz de la dificultad está en que se acumulen los factores que influyen en la secreción de las hormonas: internos (el estado de ánimo, las preocupaciones, la fatiga del trabajo intenso, una impresión desagradable, la imaginación y, sobre todo, la costumbre) y externos (la temperatura, la alimentación, el conjunto, en fin, de circunstancias que forman el medio ambiente). Preguntar, pues, si es posible ser casto, equivale a preguntar si es posible sustraerse a los factores externos y dominar los internos con una voluntad decidida. Y, desde luego, es cierto que, si se quiere, se puede obtener esa victoria con el auxilio de la gracia de Dios, que no lo niega a quien se lo pida. Para ello es preciso disciplinar la voluntad de tal modo que no se insubordine contra la razón y a su vez sujete los sentidos, sin hacer concesiones a los estímulos de la carne, y encauzando las energías hacia un ideal noble (G. Payen, ob. cit., núm. 4. Véase nota del doctor Bermejillo en el apéndice).
     Es posible, pues, afortunadamente, la castidad. Pero si no lo fuera, había que autorizar el adulterio a los casados que sufren una larga separación o por otros motivos no pueden realizar la unión conyugal, y asimismo la fornicación a los que, a pesar de su buena voluntad, no hallan con quién casarse, o se ven impedidos de hacerlo según sus conveniencias. ¿Que esto es absurdo? Pues absurda tiene que ser una teoría que lleva a esas consecuencias, tan contrarias a la razón como opuestas al bien general de la Humanidad.

97. Libertad del matrimonio.
     De nada serviría haber demostrado la posibilidad de la continencia, si es verdad, como desde hace muchos siglos se viene objetando, que el matrimonio es, por ley natural, obligatorio. Ni carece de todo fundamento la objeción. Dios parece haber impuesto esa obligación al pronunciar aquellas palabras: «Creced y multiplicaos» (Génesis, I. 22). La aptitud fisiológica y la tendencia a formar familia parecen exigir que todos los individuos contribuyan a la propagación de la especie. El celibato, en cambio, es la negación de esa finalidad, y tiende, de suyo, a la extinción del género humano.
     Ocupándose de esta dificultad, Santo Tomás (Summa Theolooica, 2-2, q. 152, art. 2.', y Summa contra gentes, lib. III, capítulo CXXXVII) dice:
     «El precepto dado sobre la generación se refiere a toda la generalidad de los hombres, a la multitud, a la que es necesario no sólo multiplicarse en cuanto a los cuerpos, sino también progresar en el orden espiritual. Por tanto, el bien de la multitud está asegurado si algunos realizan la obra generadora, mientras otros, absteniéndose de ella, se consagran a las cosas divinas, contribuyendo a la belleza y a la salud del género humano, como acontece en un ejército, Que unos custodian el campamento, otros llevan los estandartes, otros pelean con sus espadas.»
     Tal vez no es necesario ver precepto en las palabras del Génesis. Sin duda, el matrimonio es necesario a la conservación de la especie humana. Pero ¿no es suficiente la misma inclinación natural que impulsa a la mayor parte de los hombres a la vida sexual, sólo en el matrimonio permitida, para asegurar, sin necesidad de precepto —desde luego sin obligación moral impuesta a los individuos—, la propagación y perpetuidad del género humano? (G. PAYEN, ob. cit., cap. XV, § 3, núm. 5). No estará de más aquí observar filosóficamente que la Naturaleza, dando al hombre esa inclinación y la aptitud genésica, le dio una facultad, no le impuso un deber. Es deber condicionado: esto es: si no se quiere renunciar a los placeres sexuales, es obligatorio el casarse, y dentro del matrimonio la misma ley natural marca los deberes que regulan esa función; pero puede el hombre, como ya hemos dicho, hacer renuncia de esa facultad. ¿O es que todos debemos ser agricultores, ganaderos, comerciantes, militares, por cuanto tenemos el derecho de elegir nuestra propia profesión? Recordemos la doctrina del Ángel de las Escuelas: Lo que es necesario para la multitud, no es obligado que lo hagan todos en particular (Cfr. Antonelli: Medicina pastoralis, t. II, núm. 304 (edición de 1920).— Scotti-Massana, ob. cit., pács. 197 y sigs.).
     Suponemos en el precedente raciocinio, con Santo Tomás, que el celibato proporciona a la sociedad humana bienes de superior categoría. Es evidente. Sobre los bienes extrínsecos al hombre, verbigracia: las riquezas, están los bienes del cuerpo, o sea la salud y la integridad corporal, y sobre todos ellos, los del espíritu, que son, precisamente, a los que el célibe se consagra (Santo Tomás, ob. y lib. cit.). Bueno es el matrimonio fecundo y el fundar una familia que sea cantera de futuros ciudadanos. Se contribuye a que la Humanidad exista. Pero el celibato por virtud, como el eclesiástico, aun con defecciones circunstanciales, contribuye a que exista bien. Sin mencionar las infinitas obras de enseñanza y beneficencia que tienen su nacimiento en la abnegación y amor de las personas consagradas a Dios, el celibato en sí mismo considerado como acto libre de la voluntad que se sobrepone a los impulsos de la carne y coloca al hombre en el plano más noble de la naturaleza humana, que es el de la inteligencia, el del culto divino, el del disfrute de las delicias del espíritu, así como ha merecido siempre toda la consideración y el respeto que conquista el heroísmo a quienes estén desprovistos de prejuicios sectarios, así también merece la gratitud de todas las clases de la sociedad civil por los beneficios que del mismo reciben. No se trata, pues, solamente de la verdad que enseña, de la virtud que practica y del bien que difunde el sacerdote (y lo mismo se diga de los demás estados celibatarios), merced a ese mismo estado que le constituye en «luz del mundo y sal de la tierra» (San Mateo, V, 13 y 14). La misma ejemplaridad del sacerdote es una lección provechosa a los célibes forzosos, a los jóvenes solteros y a los casados. A quienes, por múltiples causas, de las que sólo Dios, en muchas de ellas, tiene el secreto, se ven forzados a mantenerse alejados del matrimonio, la lección de personas en pleno vigor de sus aptitudes que renuncian a los placeres de la carne, para emplearse en cuerpo y alma al servicio de Dios y del prójimo, les abre los ojos a una perspectiva de horizontes de alegría, cuando se creían condenados a la tristeza, de dignificación propia, cuando se miraban en un plano de inferioridad y de elevación de energías hacia una obra fecunda y de beneficios excelentes para la sociedad, cuando tal vez ya se juzgaban seres inútiles, a las puertas de la desesperación y del suicidio. Pues a los jóvenes, impulsados con harta frecuencia por muchos y los más diversos incentivos a la realización de actos pecaminosos de la vida sexual, el celibato perpetuo de otros jóvenes, que viven en este mismo mundo y son de carne y hueso como ellos, les da una lección de un valor trascendental para un futuro matrimonio: la de que la castidad es posible, en cuya virtud está la mejor preparación para la santidad de relaciones matrimoniales y la mejor defensa de la aptitud sin mácula para la propagación sana de la especie. ¿Tiene acaso el materialismo mejor y más barata eugenesia?
     El ejemplo de la virginidad no podía menos de influir además en los matrimonios. Ninguna novedad descubrimos con decir que donde el celibato eclesiástico florece, allí la bendición de Dios hace fecunda la unión conyugal (Paul Bureau: L'indiscipline des moeurs. págs. 326 y sigs. París. 1924. G. Payen, ob. cit., 7 del § 63. Scotti-Massana, ob. cit., pág. 201. M. Gaterer: Pensamientos cristianos sobre la pureza, pág. 129. Traducción española. Barcelona, 1935). La idea de la posibilidad de ser castos y de la bondad de la continencia, no sólo tienen su reflejo en la fidelidad mutua de los esposos, sino que produce como efecto natural un predominio de los motivos sobrenaturales en la conducta moral de aquéllos en el mismo uso de sus derechos conyugales. El sensualismo agota las fuentes de la vida con el predominio de la materia y de los goces de la carne. El espiritualismo cristiano, en cambio, del que es uno de sus mejores exponentes la pureza del celibato, las hace fecundas, por cuanto el espíritu se sobrepone a la parte animal del hombre con la fuerza que le da el santo temor de Dios. Esto lo saben mejor que nadie los enemigos de la Religión católica Por eso combaten el celibato y odian al sacerdote.
     No hemos de soslayar la dificultad que presentan los enemigos del celibato, deducida de los pecados que se cometen contra él. Pero no dependen éstos de la naturaleza del celibato, que exige pureza interior y exterior, sino de la debilidad humana, cuando no se previenen sus instintos con los medios arriba expuestos (número 96). La Iglesia no admite el estado de celibato sino a los que ofrecen garantías de guardarlo como conviene. Sucede, empero, que, aun a pesar de las pruebas a que se somete a los aspirantes, y supuesta la vocación, un sacerdote o un religioso llegan a ser infieles a sus compromisos, aunque, afortunadamente, no son los más ni los mejores, ni siquiera tantos como pregonan los adversarios. De todo puede abusar el hombre. ¿La fragilidad humana no se manifiesta en todos los estados? ¿Tal vez es malo el matrimonio porque haya casados que cometan adulterios? Sus defectos tiene el automóvil, y el vapor, y la aviación; ¿los desterraremos por las imprudencias que con esos adelantos se cometen, o porque, aun independientemente de la voluntad humana, ocasionan muchas muertes? Pero no son sinceros, además, los materialistas exagerando los pecados de los sacerdotes. Precisamente es el odio el que inspira sus campañas. Es que, al fin y al cabo, el sacerdote es la antítesis del concepto materialista de la vida. Más aún: la razón íntima está en el hecho de que la presencia de un sacerdote actúa de espejo en que ven la fealdad de su conciencia. Y, como la vieja del cuento, tratan de arrojar el espejo.

98. La continencia y la salud.
     Pero será posible en teoría la continencia. Será libre, además, el hombre para adoptarla por parte del bien colectivo social. Mas el cortejo de enfermedades que la acompañan es tal, dicen los enemigos del celibato, que prácticamente es imposible y de rechazo pernicioso a la sociedad. La castidad, según ellos, frustra al órgano reproductor del ejercicio que reclama, y es, por tanto, perjudicial a la salud, y conduce al individuo que la observa al desequilibrio, a la neurastenia y muchas veces a la locura. Así opinan Kraus, Freud, Dejerine, Brener y otros (Citados por A. Castro Calpe: Deontología médica en las tendencias sexuales de los célibes, págs. 30 y sigs. Madrid, 1927. Paul Bureau, ob cit., pág. 204). Ya Hipócrates la consideró perjudicial para las mujeres, según refiere Zacchías (Quaestiones médico-legales, lib. VI, tít. I, q. 5, núm. 22). Y perjudicial para ambos sexos la consideran otros médicos que refieren Scotti y Massana (Cuestionario médico teológico, pág. 192, V. Traducción española. Barcelona, 1020). Cien veces propuesta, otras tantas ha sido resuelta esta objeción. Los hechos, los testimonios autorizados de médicos y la razón nos van a decir qué fundamento científico la apoya.
     a) Los hechos. A la experiencia recurre el mencionado Zacchías, y dice que, según ella, consta que los religiosos viven sanos, «lo que no ofrece duda respecto de los hombres, y en las mujeres se verifica en gran mayoría». Los hechos dicen también que innumerables célibes han alcanzado una ancianidad muy avanzada. No abundan las estadísticas. Pero hay una elocuente hecho en Francia, el año 1823 a 1843, de la cual resulta que en ese período murieron 750 sacerdotes en la diócesis de París: 200 no llegaban a sesenta años; 354 tenían de sesenta a setenta; 148 pasaban de los setenta años, y 77, más de los ochenta. La longevidad media era de sesenta y cinco años y superaba a la de todos los grupos de ciudadanos de Francia dedicados a otras profesiones liberales (Cfr. Castro Calpe. ob. cit., pág. 36, y Payen, ob. cit., cap. XV, 53, VII). Otra estadística, respecto de los jesuítas muertos en el decenio de 1875-1884, nos dice que tuvieron una mortalidad de 15,5 por 1.000. Estando diseminados por la mayor parte del globo, en diversas condiciones de vida, algunas muy adversas a la salud, esa estadística es favorable para los que, según sus mismos émulos, guardan íntegramente la continencia (Castro Calpe, ob. cit., pág. 37).
     b) Los testimonios. Entre los que trae Paul Bureau (Ob. cit., págs. 29 G y sigs. Doctor San Román, ob. cit., cap. XII), tomados a su vez de M. Franck Escande (Le probléme de la chasteté masculine, París, 1919), sólo aduciremos algunos:
     Oesterlen, profesor de la Universidad de Tubinga: «El instinto sexual no es ciego ni tan poderoso que no pueda ser dominado y subyugado por la fuerza moral y la razón... No se repetirá bastante que la abstinencia y la pureza más absoluta son perfectamente compatibles con las leyes fisiológicas y morales.»
     León Beale, profesor del Colegio Real de Londres: «La abstinencia sexual no ha causado jamás perjuicio a hombre alguno, cuando ella ha sido efecto, no sólo de causas restrictivas externas, sino de una disciplina y de una regla de conducta voluntaria.»
     A. Forel, psiquiatra suizo: «Prevalece entre los jóvenes la sugestión de que la continencia es una aberración, una cosa imposible, y, no obstante, numerosos casos prueban que la castidad puede ser observada sin perjuicio para la salud.»
     Andrew Clarke: «La continencia no hace ningún daño, no impide el desarrollo, aumenta la energía y aviva la percepción».
     Una observación hay que hacer. La continencia no hace ningún daño con la condición puesta por el citado doctor Beale, que se reduce a esto: que la continencia no sólo sea externa, sino interna. El P. Castro Calpe (ob. cit., pág. 41) lo concede ni se trata de hombre perfecto, «que hubiere dominado siempre sus pasiones, no tuviese herencia alguna neuropática, hubiese recibido educación física y moral excelentes y no hubiese sufrido las múltiples excitaciones del medio social corrompido...» Pero «la regresión sexual pocas veces se realiza contra los primeros estímulos, sino contra los reflejos ya desarrollados de impulso poderoso, los cuales sólo se logran inhibir con fuerte dispendio de energía nerviosa y dejando en semicongestión algo prolongada los órganos genitourinarios. En estos casos, ocurrirá algunas veces que se lleguen a constituir lesiones, las cuales siempre serán en sí mismas relativamente breves, y serán despreciables si se comparan con los destrozos aterradores que de modo constante produce la incontinencia».
     Doctor Surbled: «Los males de la incontinencia son conocidos, incontables; los que provoque la continencia, son supuestos, imaginarios.»
     El doctor Fernández Sanz (La psiconeurosis (Madrid, 1921), citado por Castro Calpe (ob. cit., pág. 31), y cuya opinión dice coincidir con La Regís, Fernández Victorio y Bleuler) dice «que la privación de la cópula es perfectamente compatible con el estado de completo equilibrio del sistema nervioso; y lo mismo ocurre en los sujetos neuróticos, si saben derivar los impulsos sexuales mediante la sublimación de los mismos, o su conversión ni otras depuradas manifestaciones de la energía vital. La causa de la psiconeurosis hay que buscarla, no en la represión sexual, sino en la tara neuropática».

     Los testimonios podrían multiplicarse sin límite. Dejamos los individuales y aducimos algunos colectivos.
     Los catedráticos de la Facultad de Medicina de Cristianía, el 28 de diciembre de 1887, declararon: «Que la afirmación de que la vida moral y continencia perfecta pueden ser nocivas a la salud, es absolutamente falsa y contra la experiencia Que unánimemente atestiguamos» (Citado por Paul Bureau). La Conferencia Internacional para la profilaxis de la sífilis y enfermedades venéreas (septiembre de 1902) aprobó por unanimidad esta conclusión: «Sobre todo, se debe enseñar a la juventud masculina que la castidad y la continencia no son nocivas, sino que son las virtudes más recomendables desde el punto de vista médico». La Academia de Medicina de Francia, en mayo de 1917, declaró: «Es necesario hacer saber a los jóvenes que la castidad es no sólo posible, sino recomendable e higiénica» (Castro Calpe).
     También la Academia Deontológica de la Hermandad Médico-Farmacéutica de San Cosme y San Damián, de Madrid, se ocupo de esta importantísima materia, dedicando a ella varias sesiones el mes de noviembre de 1933. Las conclusiones que estableció el ponente, doctor San Román, y que fueron unánimemente aprobadas, son coincidentes con los informes que acabamos de citar.
     c) La razón. Los hechos y las autoridades científicas ponen de manifiesto lo que a priori se deduce de la consideración ya hecha anteriormente (núm. 96) de que la continencia es una virtud obligatoria fuera del matrimonio, y, desde luego, recomendada por Jesucristo, como hemos visto, en estados célibes. ¿Puede decirse, sin ofensa a Dios, que ha impuesto o ha recomendado una virtud moralmente imposible de observar, impracticable por sus inconvenientes? A esto añádase esta otra consideración de índole fisiológica: los órganos genésicos tienen un fin de reproducción, no una función vital, esto es: para que el organismo viva. Y que esto sea así, confírmalo el hecho experimentado del dominio de la voluntad sobre los instintos sexuales. ¿Es posible tal dominio sobre la nutrición y la respiración? (Es observación muy atinada de Paul Bureau y del doctor Viry). No se trata, pues, de órganos como los otros, en frase de los impugnadores del celibato y la castidad. Si, en efecto, fueran como se dice, no hay duda que reclamarían siempre y por sí mismos su alimento. Y no es así, de ordinario, sino que lo reclaman bajo el impulso de un deseo excitado por la representación sensible del placer (Payen, ob. cit., cap. XV. § 3, VIII). ¿Y no es verdad también que esta excitación y la reclamación consiguiente se anticipan a la edad de la pubertad? ¿Diremos que ya entonces se trata de una necesidad fisiológica? No sólo es rechazable esa necesidad, sino que, sin salirnos de la fisiología, en las personas castas, el esperma, en parte, es reabsorbido, con ganancia para la economía, y, en parte, es evacuado por la misma naturaleza mediante poluciones involuntarias, generalmente nocturnas, que alivian al individuo de esa carga. Y si la castidad es verdaderamente observada, con espíritu de virtud, la secreción espermática se reduce, contribuyendo al aumento de las energías orgánicas (Antonelli, ob. cit., núm. 367.—Scotti-Massana, ob. cit., pág. 193, V.—Payen, obra y lib. cit.).
     Despréndese, pues, de lo dicho que las funestas consecuencias de orden nervioso que Freud y otros atribuyen a la continencia, deben tener otras causas. El P. Castro, en su citada tesis para graduarse de doctor en Medicina (p. 34), resume su parecer en las dos fórmulas siguientes:
     « Como prueban hasta la saciedad Hühner y Pérez del Yerro, la neurastenia sexual es originada muchas veces por lesiones de uretra, especialmente de verumontanum y de la próstata, y éstas, a su vez, son producidas principalmente por la blenorragia, la masturbación, el coito interrumpido y otros excesos sexuales... Admito la opinión de los neurólogos que, como Eilis, Moel y Dubois, atribuyen a la continencia ciertos casos de neurastenia y de histerismo, sobre todo en sujetos tarados por herencia neuropática.»

99. Conclusiones.
     Fácil será al médico, después de lo expuesto, deducir normas de conducta cuando un cliente se disponga a entrar en una orden sagrada. He aquí las conclusiones que nosotros sacamos:
     Primera. No se debe desaconsejar el celibato por razones de imposibilidad, de deber social o de conveniencia particular, a quien esté dispuesto y preparado para observarlo por virtud.
     Segunda. Es prudente desaconsejar el celibato perpetuo cuando el médico esté cierto de que el aspirante al sacerdocio no le observará como conviene o sin graves inconvenientes.
     Cfr. nuestro Código de Deontología Médica, art. 76, con la bibliografía de las notas. Encíclica Ad catholici sacerdotii, de 20 de diciembre de 1935, núms. 21, 33 y 34.
     Si el que aspira a las sagradas órdenes está habituado a algún pecado torpe, aunque sea oculto, la Iglesia le niega el paso mientras no salga de ese estado de mal hábito. Para conseguirlo, ambos médicos, el del alma y el del cuerpo, tienen una misión coincidente y saludable. Aquél, para levantar y robustecer la voluntad mediante remedios morales y espirituales durante un tiempo prudencialde tres meses a un año (P. Ferreres: Derecho Sacramental y Penal, núm. 363)— en el que el candidato se haya mantenido incólume de pecados deshonestos. En esa labor purificadora la mano sabia del médico puede conseguir saludables éxitos. Hemos visto cómo los excesos sexuales producen determinados vicios y enfermedades, y la influencia que un fondo neuropático y otras condiciones fisiológicas heredadas pueden tener en la formación de un temperamento erótico. En uno y en otro caso, no faltan al médico recursos higiénicos y terapéuticos que coadyuven a los de orden moral que incumben al director. Esos recursos se discriminan por la constitución y características de cada individuo. Para sujetos de constitución fuerte están indicados el uso de carne y vino con mucha moderación, el de vegetales en mayor abundancia, la actividad del cuerpo y la ocupación en trabajos del espíritu, así como los baños fríos aun diarios, cuando enfermedades del corazón o de los pulmones o una excesiva irritabilidad nerviosa no los contraindiquen. Pero si el erótico adolece de una debilitación general por defecto de nutrición o por enfermedades o vicios adquiridos (de los más frecuentes es la masturbación), conviene robustecer el cuerpo mediante un régimen nutritivo y el uso de quina, arsénico, hierro, compuestos fosforados y otros medicamentos similares. Los baños templados; verbigracia: 35 grados C., también son oportunos. Ni faltan para unos y otros medicamentos antiespasmódicos que actúan directamente sobre el sistema nervioso central e indirectamente sobre el periférico, disminuyendo la excitabilidad del sistema cerebro-espinal y excitando los centros de inhibición (bromuro, amonio, etc.) (Antonelli: Medicina pastoralis, vol. XI, núm. 319). Del mismo modo, aquellas ligeras dolencias que puedan sobrevenir a los que ya se han comprometido al celibato, el médico debe limitarse a curarlos sin permitirse hacer alusiones que, en momentos de un grado de virtud bajo, acaso determinen un desvío de la vocación.
     Estas consideraciones son fácilmente comprensibles por los creyentes. No asi, al menos no sin grandes reparos, por los que no lo son. Es sentencia del Apóstol: «Los hombres carnales no comprenden más que las cosas carnales; los espirituales perciben las cosas del espíritu».
     Epístola a los romanos, VIII, 5. El P. Pedro Abellán, S. J., en una conferencia publicada en Actualidad Médica (Granada, diciembre de 1942), da este consejo a los médicos: "Habrá momentos en vuestra vida profesional, sobre todo en el tratamiento de afecciones nerviosas y de psicopatías, en que un consejo sobre la posibilidad de la continencia o la orientación hacia un matrimonio cristiano podrá mantener las fuentes de la vida libres del fango".

Dr. Luis Alonso Muñoyerro
MORAL MEDICA DE LOS SACRAMENTOIS DE LA IGLESIA