Aquí tienes una virtud difícil de entender para las muchachas.
Creen que la economía es algo perteneciente a las Matemáticas, sin relación alguna con la moral.
Pues no es así; la economía es una de las virtudes caseras más necesarias a la mujer. Consiste en gastar tan sólo lo que se debe.
La educación moderna, aficionada a la condescendencia y al halago, ha hecho a las chicas gastadoras sin medida. Gastan sin preocuparse de si pueden o no hacerlo; de si esos gastos son prudentes o no lo son.
No se dan cuenta del valor del dinero y de lo que a sus padres les cuesta ganarlo. Si reflexionasen sobre esto, mirarían un poco más cómo gastan, cercenarían prodigalidades y no malbaratarían el sudor paterno. Porque, a fin de cuentas, el dinero que gastáis las muchachas no es otra cosa que eso: la cristalización de los sudores paternos.
A las chicas que tan alegremente gastan, yo las clasifico en cuatro categorías: derrochadoras, sablistas, sisadoras y golosas.
Derrochadoras son las que gastan cuanto les viene a las manos sin pensar en ahorrar.
El dinero se ha hecho redondo para que ruede. ¿Para qué guardarlo? Que ahorre papá.
Es verdad que mañana tendré que comprarme unos zapatos y si hoy me gasto en un capricho todo cuanto poseo, no tendré para comprármelos. Pues que los compre mamá, ella es la que me provee de todo. Mañana me comprará los zapatos, el mes que viene un abrigo, y así sucesivamente.
—¿Qué te ha dado el abuelito?
— Quinientas pesetas. Ya tengo para divertirme estas fiestas. Las voy a pasar estupendamente.
—¿Pagarás con ellas el vestido que acabas de hacerte?
—No; eso corre de cuenta de mamá. Esto es para divertirme.
De cuenta de tu mamá corre tu vestido y los de tus hermanos, y el calzado y los accesorios de toda la familia, más la comida y otros mil gastos inevitables. Suma. ¿Cuántos miles de pesetas?
¡Pobre papá! Trabaja, suda, consume tu salud, envejece para ganar dinero. Es poco lo que ganas; trabaja más, suda más. Que tu hija pueda divertirse a costa tuya. Que no tenga que privarse de un capricho o de un placer.
¿Tú piensas ahorrar para formarle un capital con que pueda dar cara a los azares del porvenir? Pues ella no quiere sacrificar ni una peseta de quinientas que le han regalado y piensa en despilfarrar en tonterías.
A mí me indigna la conducta de esas chicas empleadas que se colocan nada más que para poder disponer todos los meses de unos cientos de pesetas en sus gastos personales.
¿Y su hogar? ¿Es que no tienen un hogar a que atender? ¿Que lo sostienen sus padres? Es cierto; pero, desde el momento en que ellas ganan, tienen el deber de contribuir a su sostenimiento. Y si sus padres, excesivamente bondadosos, les relevan de este deber, les queda la obligación de ahorrar para el día de mañana en que ellas constituirán una nueva familia a la que han de atender.
Si ahora no ahorran, se ponen en peligro de no poder, por culpa propia, dar frente a la situación; y además se habrán creado una serie de necesidades —no necesarias—, de las que no sabrán prescindir y que las complicarán la vida.
Sablistas son las que en casa constantemente están manejando el sable, sobre todo con su padre, para sacarle dinero.
No les llega la paga semanal, no se conforman con las cosas que se les compran como a todos los hermanos y con las que la mamá, demasiado espléndida, a insinuaciones suyas, consiente. A todas horas están acosando a su padre; unas veces con mimos, otras con quejas y lamentaciones, otras explotando su debilidad o su vanidad.
—Papá, ¿has visto el abrigo de pieles de Maruja? Pues su padre es de menos categoría que tú.
—Vengo avergonzada. Os empeñasteis en no comprarme el bolso que os dije y hoy el más birria era el mío. No salgo más con él. Tendré que encerrarme en casa. Y todo por vuestra tacañería.
—Papaíto, ¿por qué no me regalas una pulsera como la de Charo? Me harías feliz. ¿No dices que me quieres tanto? Pues demuéstramelo. A Charo le decían todos: ¡Cómo te quiere tu papá! Anda, ya verás cómo me lo dicen también a mí.
¡Pobre padre! Agótate a trabajar, que tu hija necesita más dinero.
Sisadoras. Las llamo así, porque es el nombre que mejor les cuadra.
Sisadora, según mi diccionario, es la que sisa. Antes se decía de las criadas que, en la compra, sisaban a sus señoras.
Eso era antes; pero ahora hay que decirlo también de las señoritas que sisan a sus madres cuando les envían a recados.
¡Y cómo se ha extendido este vicio que pone a las señoritas al nivel de las criadas! Lo peor es que les pone también al nivel de Judas, que sisaba de la bolsa de Jesús.
Las chicas se han creado tal cúmulo de gastos que no les basta con lo que les dan buenamente, ni con lo que sacan a tornillo, y necesitan robar.
Es demasiado corriente que la muchacha, al volver de tiendas, dé la cuenta a su madre quedándose con un par de pesetas o un duro. Algunas se quedan con más.
Lo que empezó en desorden en los casos anteriores, ha llegado aquí a verdadero delito.
Dirán que siempre es menos falta robar de la bolsa familiar que de la ajena. Es cierto, mas siempre es una falta que, en lenguaje castellano, tiene un nombre vulgar: robo.
Es un pecado feo, degradante, que supone deformación de conciencia y atrofia de sentimientos. ¡Una señorita robando como un raterillo de esos que lleva la Guardia Civil!
Al fin y al cabo, el raterillo ha tenido una educación deficiente y vive entre privaciones; pero que robe una señorita que ha sido esmeradamente educada y vive en una mayor o menor abundancia, tan sólo por no saber abstenerse de un determinado perfume, de un adorno, de una diversión, no tiene atenuante alguno.
Además, en esta falta, se sabe dónde se comienza, pero no dónde se acaba. Perdida la vergüenza, acostumbrada la conciencia a ser amordazada, se va avanzando, poco a poco, por la pendiente vedada.
El primer día mintió a su madre una peseta al darle la cuenta. La mentira tembló en sus labios, la conciencia se encabritó en su interior; pasó mal rato. La segunda vez el apuro fué menor. Hoy, con la mayor tranquilidad, se ha quedado con un duro. ¿Mañana? ¿Qué sucederá mañana?
Otro paso más en el camino del delito y nos encontramos con las que he llamado golosas.
Golosear es pecado de niños que, cuando ven sobre un aparador o en un armario abierto, cosas de comer, no se saben dominar y cogen una galleta, un terrón de azúcar, un pastel, una naranja o simplemente una dedada de mermelada.
¡Quién iba a decir que este pecado infantil se iba a convertir, corregido y aumentado, en pecado de mayores!
Pues así ha sucedido. Hay chicas con tal apetencia de dinero para sus vanidades y diversiones, que cuando sobre un mueble ven unos billetes, no se saben dominar, y, como sus hermanitos golosos, se lanzan sobre él y se llevan unas pesetas.
Es necesario encerrarles el dinero como se puede hacer con una persona de poco fiar. ¿No es bien triste que una chica pueda llegar hasta tal extremo?
Muchacha, escribo este capítulo con pena y convencido de que, si tú has faltado algo contra la economía, no has llegado hasta estos últimos extremos menos abundantes que las anteriores faltas, pero demasiado frecuentes en la sociedad moderna devorada por una sed insaciable de riquezas y placeres.
Acostúmbrate a no gastar, modera tus apetencias y no multipliques eso que llamáis necesidades y no son más que caprichos.
¿No te fijas que si en casa todos gastáis cuanto os viene bien, desequilibráis el presupuesto, sobrecargáis las espaldas de vuestro padre con un peso excesivo, y dificultáis la vida hogareña?
Tú debes ser ante tus hermanos modelo de economía, evitando por tu parte gastos superfluos e induciéndoles a ellos a lo mismo.
Cuando proyectas excursiones o haces planes con la muchachada, cuando contemplas escaparates o revuelves figurines, cuando piensas en divertirte, antes de encapricharte con algo, a cuya satisfacción luego te cueste renunciar, reflexiona, haz cálculos, y consulta con tus padres o atente a las orientaciones de ellos recibidas.
Reduce cuanto puedas tus gastos; no seas tacaña; pero no despilfarres.
¡Si te dieses cuenta de los equilibrios que se ven obligadas a hacer muchas chicas de tu edad para salvar el presupuesto hogareño!...
Las hay en esta ciencia verdaderas maestras. El sueldo paterno es pequeño, la madre tiene que hacer casi milagros para estirarlo; la carestía de la vida en perpetua alza; los hermanos necesitan vestir, calzar, estudios; todo contribuye a aumentar la columna de gastos; hay que subir la de ingresos; y ellas arriman el hombro a la carga, trabajan en una oficina y, cuando cobran, entregan todo su sueldo al fondo común sin reservarse, como algunas de manga ancha, lo de las dietas o lo de las horas extraordinarias. Ayudan en casa para disminuir gastos de servicio; aprenden corte para poder hacer los vestidos propios y los de sus hermanos...
¿Dices que vivirán agobiadas y amargadas?
Nada de eso; viven satisfechas. ¿Sabes tú la satisfacción que proporciona a una chica buena ver que con su esfuerzo lleva bienestar a su hogar y que los seres queridos son felices por ella?
Esas desgraciadas que gastan sin ton ni son, encuentran muy poco goce en dejar escapar el dinero entre las manos. Es muy corriente verlas aburridas.
Estas otras disfrutan con todo. Un día es el vestido hecho por ella que estrena su hermana; otro es la corbata que ha regalado a su hermano; otro el mueble que ha comprado con sus aportaciones, o la comida extraordinaria que ella costeó el día del santo de su papá, o el abrigo de su mamá que quiso que se pagase con la paga extraordinaria recibida por Navidad.
Gracias a Dios, todavía abundan las muchachas que conservan el sentido cristiano de la economía. ¡Cuántos hogares han salvado! ¡En cuántas casas la llamita del bienestar ha podido mantenerse encendida por sus esfuerzos!
Emilio Enciso Viana
Canonigo de Vitoria
LA MUCHACHA EN EL HOGAR
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