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viernes, 11 de abril de 2014

SAN IGNACIO DE LOYOLA (9)

Capitulo Octavo
EL PRISIONERO DE SALAMANCA (1127)

     La Universidad de Salamanca (1) estaba entonces en toda su gloria. Fundada en 1230 por Alfonso Nono de Castilla, no había dejado de crecer. A fines del siglo XV, el gran fervor de los Reyes Católicos la había dotado de un palacio que se admira aun en nuestros días, dominando la pequeña plaza donde se levanta la estatua de Fray Luis de León. Este célebre agustino, que será siempre el orgullo de su Orden, de Salamanca, y de España, nació en el mismo año en que Iñigo de Loyola llegó a Salamanca. (2)
     En torno del palacio de la Universidad pululaban los colegios. El más antiguo estaba dedicado a Nuestra Señora de la Vega. La mayor parte de ellos databa del siglo XVI; así los de San Zebedeo (1500), de Donceles (1508), de Santa María (1508), de Santo Tomás de Cantorbery (1510), de la Orden Militar de Calatrava (1512), de San Salvador (1517), de San Millán (1518), de San Pedro y San Pablo (1525), de la Santa Cruz (1527). El colegio fundado por Alfonso de Fonseca, Arzobispo de Toledo, llevaba el nombre de los apóstoles y había sido abierto en 1521.
     En medio de todos los religiosos que proveían a la Universidad de alumnos y de maestros, la Orden de Santo Domingo tenía una especie de preeminencia. El esplendor que distingue aun ahora al Convento de San Esteban y de que Salamanca se enorgullece, es como un símbolo del reinado intelectual de los Dominicos de 1527. Allí vivieron profesores ilustres; allí Cristóbal Colón, en la sala llamada del De Profundis vino a reavivar su valor, cerca del Padre Diego de Deza (3). Allí Iñigo de Loyola, en el otoño de 1527, será sometido a un control providencial.
*
*     *
     Salido de Alcalá el 20 ó el 21 de junio de 1527, Iñigo debió llegar a Valladolid, antes del fin del mes. ¿Cuándo pudo entrevistar a Fonseca para arreglar con él su nueva línea de conducta? Suponiendo que el Arzobispo de Toledo estaba en la Corte en junio ¿qué hizo Iñigo desde julio hasta octubre? Valladolid debió ofrecerle veinte ocasiones de reanudar sus antiguas relaciones. ¿Examinó allí el medio de continuar en la ciudad sus estudios, o volvió sin retardo a Alcalá, a fin de exponer a su confesor Miona, y aun al mismo Figueroa su entrevista con Fonseca? Una vez tomada la decisión de estudiar en Salamanca ¿envió allá inmediatamente a sus compañeros a la Universidad, mientras que él tomaba algún tiempo para despedirse de sus amigos de Alcalá? Imposible responder a ninguna de estas cuestiones.
     Sabemos solamente por el mismo Iñigo (4), que Saá, Arteaga, Cáceres y Reynald llegaron a Salamanca los primeros y mucho antes que su jefe. Alojáronse en algún modesto albergue, y no tardaron en hacerse notar por su piedad no menos que por su vestido. Así el mismo día en que Iñigo, a principios de octubre, apareció en Salamanca, una buena devota, viéndole entrar en una iglesia, concluyó que éste también era de la cofradía de los cuatro estudiantes fuereños llegados recientemente. Sin vacilar, ella misma propuso a Iñigo llevarle a la hospedería en donde se encontraban sus amigos. Una vez reunidos, ¿qué podían hacer aquellos hombres, sino recomenzar juntamente la vida mortificada, piadosa y apostólica que les había hecho sospechosos a la Inquisición de Alcalá? Allí no tuvieron más que una corta tranquilidad. Iñigo había escogido por confesor a un dominico del Convento de San Esteban. Diez o doce días apenas habían transcurrido, es decir probablemente en su segunda confesión, el penitente tuvo la sorpresa de oír al dominico que le decía: "Los padres de la casa quisieran hablar con usted."
     —"Sea en nombre de Dios", exclamó Iñigo.
     —"Será bueno que venga usted a comer con nosotros el domingo, pero le prevengo que los padres quieren saber muchas cosas de usted."
     En dicho día, Iñigo acompañado de Calixto se dirigió al Convento de San Esteban. El Prior, Diego de San Pedro (5) estaba ausente, pero el Subprior, Nicolás de Santo Tomas, el confesor de Iñigo, y otro padre se dirigieron en seguida con sus invitados a la Capilla. "Allí el Subprior, muy amable, comenzó a decirles que tenían acerca de ellos excelentes noticias; sabían que predicaban a la apostólica, pero que deseaban conocer bien, y con los mayores detalles, su genero de vida."
     - "¿Que es lo que habéis estudiado?, preguntó el Subprior.
     - "De todos nosotros, el que ha estudiado más soy yo," respondió Iñigo, y dio cuenta de sus pocos estudios.
     - "¿Y qué es lo que predicáis?"
   - "No predicamos, sino que conversamos familiarmente de las cosas de Dios; así hacemos nosotros, después de comer con algunas personas que vienen a visitarnos".
     —"¿Pero de qué cosas de Dios hablan ustedes? Eso es lo que deseamos saber".
     —"Pues hablamos ya de una virtud, ya de otra, para alabarlas; ya de un vicio, ya de otro, pero para reprobarlos".
     —"No sois letrados y habláis de virtud y de vicio. Nadie puede hablar de esto, sino en nombre de la ciencia o por inspiración del Espíritu Santo. Ustedes no hablan en nombre de la ciencia que no tienen; es pues por inspiración del Espíritu Santo."
     Aquí Iñigo reflexionó un instante; aquella manera de argumentación no le parecía justa. Después de un momento de silencio dijo:
     —"No es necesario hablar más largamente de esto".
     —"¿Cómo?, en la hora presente, hay tantos errores de Erasmo y de muchos otros que están engañando al mundo; y ustedes no quieren explicar qué es lo que enseñan".
     —"Padre, no diré más de lo que he dicho; a menos que no sea en presencia de los superiores que pueden obligarme a hablar."
     En seguida el Subprior pidió explicaciones acerca del vestido de Calixto. ¿Por qué iba así, con túnica corta, botas que le llegaban a media pierna, un gran sombrero y un bordón en la mano? Iñigo contó entonces toda la historia del proceso de Alcalá. Pero ninguna instancia pudo arrancarle más confidencias. Así que el Subprior concluyó: "Pues bien, quedáos aquí, ya haremos de manera que nos digáis todo." Y todos los frailes salieron apresuradamente.
     —"¿Dónde queréis que me quede?," preguntó Iñigo.
     —"En la capilla", respondió el Subprior (6).
     Luego se cerraron todas las puertas de la Capilla, mientras que se tenía deliberación, para saber como jueces eclesiásticos, cómo había que proceder en aquel caso. Durante tres días Iñigo y Calixto permanecieron en el Convento de San Esteban, sin que se les dijese una palabra acerca de su causa. Comían en el refectorio con los religiosos y recibían en su celda a estos religiosos que venían a verles en gran número; y sus conversaciones eran acerca de las cosas de Dios como tenían de costumbre. Tanto que en el Convento se formaron dos opiniones contrarias acerca de los dos predicantes; y la mayoría de los frailes le era favorable, dice Iñigo (7). Pero los superiores vacilaban y estaban inquietos. Fueron a buscar al bachiller Frías, Provisor del Obispado, para rogarle que se ocupara de aquel caso. Frías llevó a la prisión a Iñigo y a Calixto, aunque se tuvo cuidado de separarlos de los criminales. Los encerraron en un cuarto alto vacío y muy sucio. Se les ató a cada uno por el pie al extremo de una cadena fija en el muro y de largo de diez a trece palmos; de suerte que si uno de los dos prisioneros se movía, el otro estaba obligado a hacer el mismo movimiento; la primera noche la pasaron sin dormir. (8)
     El legajo de este proceso de Salamanca podría tal vez suministrarnos alguna explicación de este cuidado en tomar tales precauciones; pero desgraciadamente, los archivos del Arzobispado y los del Convento de San Esteban no han conservado ningún documento de este asunto. Quizás las cartas venidas de Alcalá contribuyeron a alarmar a los jueces. Quizás también los jueces recordaron las recientes aventuras del bachiller Antonio de Medrano antiguo estudiante de Salamanca, y sus compromisos con Francisca Hernández. Los culpables habían comparecido no hacía mucho en los tribunales eclesiásticos de Valladolid (1519), de Salamanca (1520), y de Logroño (1521-1526). Se acababa de dar la sentencia de Logroño y en ella se veía que Francisca Hernández tenía las teorías de los iluminados. (9) Quizás en fin, los doctores del Convento de San Esteban tenían presentes los recuerdos muy recientes de aquella junta teológica Valladolid, en la que por sus doctrinas de Erasmo, algunos profesores de Alcalá se habían hecho sospechosos. Francisco Vitoria en esta disputa había sido de los más precisos contra el humanista de Roterdam, y otros profesores de Salamanca, como Fray Diego de Estudillo, Fray Alonso de Córdoba, Pedro Margalla y Vázquez de Oropeza, habían compartido todas sus desconfianzas. Naturalmente, un estudiante sospechoso en Alcalá, debía serlo con mayor razón aún en Salamanca.
     Sea lo que sea de estas conjeturas, el ruido del arresto de Iñigo y de sus compañeros se difundió por la ciudad, y algunas personas compasivas enviaron a los prisioneros camas y alimentos. El acceso a la prisión era libre para los visitantes, y éstos venían en gran número e Iñigo les hablaba de Dios, conforme a su costumbre. (11).
     El Provisor Frías los interrogaba cada uno aparte. Iñigo le entregó sus papeles, que eran los ejercicios, a fin de que los examinara. Dieron también los nombres y la dirección de los compañeros que habían venido con ellos a Salamanca. Por orden del Provisor se les fue a buscar, con excepción de Juan Reynald, al que se le dejó; y se llevó a Cáceres y a Arteaga a la prisión común con los malhechores. En estas circunstancias, Iñigo tomó por regla, como lo había hecho en Alcalá, poner su causa en manos de la Providencia y no quiso tomar ningún procurador ni abogado. (12)
     Al cabo de algunos días el tribunal eclesiástico abrió su audiencia. Iñigo compareció ante cuatro jueces, el doctor Santisidro, el doctor Paravinhas, el doctor Frías y el bachiller Frías. Todos habían leído ya el manuscrito de los ejercicios. Preguntaron a Iñigo, no acerca de su libro, sino sobre Teología, especialmente acerca de la Trinidad y de la Eucaristía, para saber cómo entendía esos artículos de fe. Iñigo comenzó por decir, que no había estudiado. Luego por orden de los jueces se explicó acerca de la Trinidad y de la Eucaristía, "de tal manera que no tuvieron nada que reprender". (13)
     El bachiller Frías fue más adelante que los otros en el interrogatorio, y propuso a Iñigo un caso de derecho canónico. Iñigo observó que no había seguido el curso de derecho canónico, pero obligado a hablar respondió bien a la cuestión. (14)
     Los jueces le pidieron entonces que expusiera el primer mandamiento de la ley de Dios, de la manera que tenía por costumbre hacerlo. Emprendió en seguida el asunto y su discurso se prolongó de tal manera, y dijo tantas cosas sobre aquel primer mandamiento que los jueces no quisieron preguntarle más.
     Fueron entonces los Ejercicios los que se pusieron en causa. Los jueces insistían muchísimo acerca de un punto que se encuentra al principio del librito, a saber, la distinción entre pecado mortal y pecado venial. Su cargo consistía en esto: "¿Por qué un hombre sin letras se aventuraba a determinar este punto?" Iñigo respondió: "determinad vosotros mismos si lo que digo es verdad o no; si no es verdad condenadlo." Finalmente, los doctores no condenaron nada, el Tribunal levantó la sesión, y los reos fueron llevados de nuevo a la cárcel. (15)
     Allí permanecieron veintidós días. Los visitantes no les faltaban. Don Francisco de Mendoza, futuro arzobispo de Burgos y Cardenal, vino un día con el bachiller Frías y dijo a Iñigo: "¿Cómo se encuentra usted en la prisión; no os es penoso ser prisionero?" Yo le responderé a usted, le replicó Iñigo, lo que ya respondí a una señora, que me daba muestras de compasión por verme así encerrado: "Muestra usted bien, le dije, que no quisiera ser prisionera por amor de Dios, puesto que la prisión le parece un mal tan grande. Y yo os protesto a vos, Señor, que no hay tantos grillos y cadenas en Salamanca que no deseara llevar y más aún, por el amor de Dios". (16) Francisco de Mendoza hubiera podido exclamar, como Jorge de Naveros en Alcalá; Vidi Panlum in vinculis. En la exaltación de su alma, toda de Dios, el prisionero de Salamanca, seguro de sufrir por la verdad y la justicia, entraba en el mismo santo transporte de los primeros apóstoles, glorioso como ellos, de ser juzgado digno de estar cubierto de afrentas por Jesucristo.
     Desearíamos saber qué actitud hubieran tomado frente a tales prisioneros, los más célebres profesores de la Universidad: Francisco de Vitoria, Vázquez de Oropeza, Alonso de Córdoba, Pedro de Astudillo, o Hernán Núñez de Guzmán; pero ningún eco de su pensamiento ha llegado hasta nosotros. Retengamos solamente los nombres de Melchor Cano y de Juan Martínez de Silíceo; el primero era estudiante en el Convento de San Esteban, el segundo será Arzobispo de Toledo; los dos serán violentos enemigos de la Compañía; es probable que su aversión contra Ignacio date de Salamanca (17).
     Mientras que Iñigo y sus compañeros estaban encerrados sucedió que todos los criminales de la prisión común lograron una noche escaparse. Cáceres y Arteaga hubieran podido huir con los demás; pero no lo hicieron. Por la mañana los guardianes los encontraron solos en la sala, con todas las puertas abiertas. Semejante fidelidad causó la admiración de todos, y se habló mucho de ella en la ciudad. Y para recompensar una virtud tan rara, los jueces decidieron señalarles por cárcel un palacio vecino. (18)
     Al cabo de veintidós días, como hemos dicho, la causa estaba suficientemente clara a los ojos del Tribunal, para que pudiera dar la sentencia. Se llamó a los prisioneros para oírla. Hela aquí resumida por Iñigo: "que no se encontraba error ninguno, ni en la vida ni en la doctrina; y que así los prisioneros podrían continuar según su costumbre enseñando el catecismo y hablando de cosas de Dios, con excepción de no determinar, esto es pecado venial, esto es pecado mortal, antes de haber estudiado durante cuatro años todavía." Notificada la sentencia, los jueces mostraron mucho afecto a Iñigo, como para mejor obligarle a que la aceptara. Iñigo protestó su obediencia, pero al mismo tiempo declaró que no podía sujetarse a semejante juicio, "porque sin condenarle en punto alguno se le cerraba la boca, y se le impedía ayudar al prójimo conforme a sus fuerzas." El bachiller Frías insistió mucho, manifestando por lo demás gran simpatía al sentenciado; pero Iñigo se sostuvo en sus palabras añadiendo sin embargo que "mientras que estuviera en la jurisdicción de Salamanca haría lo que se le mandaba." Con estas declaraciones él y sus compañeros fueron puestos en libertad. (20)
     ¿Cómo usar en Salamanca de esta libertad después de las prohibiciones impuestas y de la promesa de cumplirlas? ¿Y si se salían de Salamanca, qué partido habrían de tomar? Iñigo reflexionó y oró. En su alma apostólica el Verbum Dei non est alligatum de San Pablo resonaba como una divisa sagrada. Le era imposible ver a algunas almas necesitadas y no evangelizarlas con todos sus medios; la doble experiencia de Salamanca y de Alcalá lo iluminaba. Decidió pues ir a estudiar fuera de España, a París. (21)
     La decisión de Iñigo fue pronto la de sus compañeros. Juan Reynald se había separado de ellos y si no lo hizo durante el proceso, no tardó mucho tiempo en entrar en una Orden religiosa. (22) Los otros tres: Arteaga, Cáceres y Saá, compartían los designios de Iñigo; todos querían servir al prójimo y como el estudio de las ciencias sagradas era un preámbulo necesario, se dedicarían a él con todo empeño en París, conservando la voluntad de permanecer agrupados y reclutar nuevos compañeros animados del mismo fervor apostólico. Pero los contratiempos experimentados en Alcalá y en Salamanca les invitaban a tomar ciertas precauciones. Iñigo iría primero como explorador, los otros lo esperarían en su país; si en París Iñigo encontraba la posibilidad de organizar su vida de estudiantes, les avisaría y se reunirían de nuevo con él. (23)
     La vida edificante de estos hombres evangélicos, los mismos episodios del corto drama de su proceso les habían conquistado simpatías en Salamanca. Naturalmente sus amigos fueron puestos al tanto de sus futuros proyectos. Se alarmaron, les presentaron objeciones, insistieron con Iñigo para que no se fuera. Sin temeridad podemos creer que el mismo Francisco de Mendoza y el bachiller Frías eran del número de esas personas principales que trataron de modificar las resoluciones del libertado prisionero; pero todos sus esfuerzos fueron inútiles. (24)
     Por medio del Arzobispo Alonso de Fonseca, cuyos consejos le habían abierto el camino de Salamanca, la Providencia había sometido a su siervo a una prueba de la que su virtud salió victoriosa y la doctrina de los Ejercicios sin mancha. Si hubiera aprendido el griego con Hernán Núñez de Guzmán, las artes liberales con Martínez de San Millán, la Filosofía natural con Silíceo, la Teología con Francisco de Vitoria y la Sagrada Escritura con Vázquez de Oropeza o Pedro Ortiz, Iñigo de Loyola estaría inscrito en el libro de oro de los estudiantes de la Universidad de Salamanca. El interrogatorio hecho por el provisor Frías y los veintidós días de prisión que sufrió importaban mucho más que el haber seguido las lecciones de los más famosos maestros, porque era una prueba de que en el corazón de aquel gentilhombre iletrado habitaba el espíritu de Dios. Y aunque no fuera más que para constatar esto, el mes pasado en Salamanca fue fructuoso.
     "Quince o veinte días después de haber salido de la prisión, Iñigo partió solo, llevando algunos libros sobre un asnillo." (25) Por Segovia, Sigüenza, Calatayud, Zaragoza y Lérida tomó el camino de Barcelona. Montserrat estaba en ese camino. De que el futuro estudiante de París haya subido hasta el santuario y haya pasado al pie de los Picos Dentados, tras de los cuales se oculta el Monasterio de los Hijos de San Benito, y de que haya puesto su viaje bajo la protección de Aquella que había guiado tan maternalmente en el camino de la salvación al peregrino de 1522, no cabe ninguna duda.
     En Barcelona, Iñigo volvió a ver a sus amigos favorecedores, cuyo recuerdo estaba y debía permanecer siempre profundamente grabado en su corazón. Allí algunas almas generosas lo habían ayudado con una munificencia que no había encontrado después en ninguna otra parte. En vísperas de partir para un país lejano y desconocido en el que sus necesidades iban a crecer a medida de sus estudios y también de su celo, pensó que debía al mismo tiempo contar con la Providencia y asegurarse algunos socorros para el futuro. No le faltaron en Barcelona tantas o más objeciones que en Salamanca. ¿Qué iba a hacer a París? La guerra dividía entonces a Francia y a España. En aquel evento un español estaba muy expuesto. Se sabía lo que había sucedido con otro por haber querido franquear las fronteras y se conocían detalles espantosos. Pero Iñigo no tenía miedo de nada; escuchaba, sonreía dulcemente y concluía que iba a estudiar a París. (26)
     Como es de creer, Maestre Ardevoll recibió sus confidencias, e Iñigo no faltó seguramente en exponerle sus razones para abandonar las más famosas Universidades de España, e ir él, un subdito de Carlos V, al reino de Francisco I.
     Entonces, como en el primer día de su llegada a Barcelona en 1523, Iñigo se apoyó ante todo sobre Inés Pascual. Ciertamente visitó damas de más alto rango, pero su corazón era lo bastante delicado en su agradecimiento, para no olvidar los servicios de las Roser, de las Zapila y otras nobles de Barcelona. Pero a Inés Pascual la consideraba siempre como a su propia madre. La elección de esta protectora abnegada y de condición modesta, contentaba a la vez a su prudencia y a su humildad. Sabemos por Juan Pascual que el día de su partida aquellos humildes tejedores, madre e hijo, tuvieron el privilegio de acompañarle hasta una distancia de tres millas de la ciudad. Fue cerca de la iglesia de San Andrés, extramuros, donde se despidieron con lágrimas. Inés sentía ver alejarse al santo que había sido la bendición de su casa. Juan no se atrevía a ver sin inquietud un porvenir en que estaría privado de aquel a quien miraba como un guía necesario. Iñigo dio las gracias a sus huéspedes, les deseó paciencia en las ocasiones difíciles que se les presentaran y después solo y a pie partió para París. (27)

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1.- A. Vidal y Díaz Memoria histórica de la Universidad de Salamanca, Salamanca, Oliva, 1869, 293-368, 389; Esperabe Arteaga Historia pragmática e íntima de la Universidad de Salamanca, Salamanca, Izquierdo, 1917.
2.- Alonso Getino, O. P. Vida y procese de Fray Luis de León; Salamanca, Calatrava, 1907.
3.- Justo Cuervo, O. P. Historia del Convento de San Esteban, Salamanca, Imp. cat. 1914.
4.- González de Cámara, n. 64.
5.- Según la crónica del P. José Barrio, el prior era el muy docto y muy observante Fray Diego de San Pedro, y el subprior Fray Nicolás de Santo Tomás, hombre muy espiritual. Ver Justo Cuervo, II, 565. Estos datos deben ser preferidos a los que da Pedro Fabro, Mon. Fabro I, 64, y a los del P. Astráin, I. 55.
6.- González de Cámara, n. 64, 65 y 66.
7.- Id. n. 66.
8.- ld. n. 67.
9.- Ver Serrano y Sanz, Bol. de la Acad. de la Historia, julio-septiembre, 1902, XII, 165-133.
10.- Id. Revista de Archivos, enero 1902, 60-73.
11.- González de Cámara, n. 67.
12.- Id. n. 67.
13.- Id. n. 68.
14.- Id. n. 68.
15.- Id. n. 69.
16.- id. n. 69.
17.- Melchor Cano hizo su profesión en el Convento de San Esteban el 19 de agosto de 1524, y estudiaba todavía en 1527 (Justo Cuervo, I, 248), Juan Martínez de Siliceo era profesor de filosofía natural en 1527 (Esperabe Arteaga, op. cit. II, 203).
18.- González de Cámara, n. 69.
19.- Id. n. 70.
20.- Id. n. 71. La crónica del P. José Barrio acerca del incidente de la prisión de San Ignacio, fue redactada siguiendo la Vida de Rivadeneyra, y no es sino una defensa tratando de minimizar un hecho engorroso. En nuestros días, el P. Mortier, en su Historia de los Maestros Generales de los Hermanos Predicadores, V, 313, hace de Ignacio un alumno del Convento de San Esteban, y renueva su distracción en su Historia abreviada de la Orden de Santo Domingo en Francia, pág. 199, que apareció en 1920.
21. González de Cámara, n. 71.
22.- Id. n. 67.
23.- Id. n. 71.
24.- Id. n. 72.
25.- Id. n. 72. 
26.- ld. n. 72.
27.- Scrip. S. Ign. II, 93.
P. Pablo Dudon, S.J.
SAN IGNACIO DE LOYOLA

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