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lunes, 3 de junio de 2013

Doce nos orare

 Enséñanos a orar

     «Toda apostasía en la religión tiene su origen en el abandono de la oración.» Así escribía San Juan Berchmans.
     Y, consecuencia de lo que escribía, hacía su propósito :
     «Si hago bien mi oración, perseveraré en mi vocación.»
     Si hago bien mi oración...: aquí está el secreto de mi perseverancia.
     Pero para hacer bien mi oración es preciso saber orar.
     Los Apóstoles habían sentido íntimamente la necesidad de hacer oración. ¡El Maestro se la había inculcado tantas veces! Y les daba constantemente ejemplo de ello.
     Oraba antes de hacer sus milagros. Y oraba después de ellos.
     Oraba en medio de las preocupaciones del día. Y se retiraba por la noche a orar en el silencio y en la soledad.
     Oraba siempre. Y oraba en todas partes.
     Y no se cansaba de repetir: Orad, orad siempre; es necesario orar y no desfallecer en la oración. Orad con constancia. Orad con confianza.
     Los Apóstoles se habían convencido de que era necesario orar.
     Y querían saber orar.
     Piden humildemente al Maestro que les enseñe.
     Yo tengo también, y mucho más que ellos, necesidad de orar.
     Yo también estoy íntimamente convencido de la necesidad de orar.
     Y yo también vengo a pedirte humildemente, Señor, que me enseñes a orar.
     Porque tengo todos los días señalado un tiempo para la oración.
     Hace ya muchos años que ese tiempo lo consagro fielmente, a pesar de las dificultades, a la oración. Pero tengo que confesar, Señor, que en tantos años no he aprendido todavía a orar.
     No sé orar. No sé aprovecharme, como es debido, de ese tiempo precioso que se me concede para la oración.
     Estoy aquí, en mi reclinatorio, arrodillado, y mi aspecto puede, quizá, parecer recogido y devoto. Mas yo bien sé, Señor, y Tú lo sabes también, que, en realidad, muchas veces no estoy allí más que con el cuerpo, mientras mi imaginación hace viajes fantásticos o, planea proyectos imposibles, o se entretiene en el recuerdo de cosas que hace ya tiempo pasaron...
     ¿Quién podrá decir, Señor, todo lo que esa «loca de la casa» hace y deshace mientras los minutos destinados a mi oración van pasando en el reloj?... Como el autor de la Imitación, tengo que decir: «Yo confieso, Señor, que acostumbro estar muchas veces distraído.»
     Esas distracciones me afligen, me atormentan, me desalientan.
     ¡Señor, enséñame a orar!
     En otras ocasiones, mientras creía dedicar a mi oración el tiempo señalado, me he encontrado con que no hacía otra cosa que estudiar un asunto que me parecía oscuro, o preparar un trabajo que traía entre manos... ¿Y el fruto de mi oración?
     Algunas veces tengo que luchar contra la pesadez de este cuerpo, soñoliento y perezoso; otras veces, el ruido de las calles llenas de movimiento en que me veo obligado a vivir; otras, las preocupaciones de mi trabajo..., y así, Señor, unas veces por una causa y otras por otra, mi oración, o, mejor dicho, el tiempo destinado a mi oración, se evapora como el humo..., y me parece que no ha dejado en mi alma ningún fruto.
     ¡Señor, enséñame a orar!
     Porque la oración me es necesaria.
     Sin ella no puedo perseverar.
     Ayuda mi debilidad. Ilumina mi entendimiento. Fortalece mi voluntad.
     Aparta de mí esas inquietudes que me perturban.
     Haz que en la soledad y en el silencio me consagre a hablar contigo, a contarte mis miserias, a hacerte participante de mis alegrías y de mis tristezas, a renovar delante de Ti mis propósitos, a pedirte por mí y por todos...
     ¡Enséñame a orar!
     Enséñame a meditar en los misterios de tu vida, en el ejemplo de tus virtudes, en tu amor para conmigo, en tus triunfos y en tus glorias... Enséñame a meditar en tu Madre Santísima María, en tus santos, en las verdades que Tú mismo nos predicaste.
     ¡Señor, enséñame a orar!

Alberto Moreno S. I.
ENTRE EL Y YO

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