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miércoles, 5 de junio de 2013

María, mediadora

     Lo que es su mediación con respecto a la de Jesucristo; lo que es con respecto a la mediación de los demás Santos. Es superior en eficacia a las oraciones de toda criatura; universal en cuanto a las gracias, en cuanto a las personas, en cuanto al espacio y en cuanto a la duración.—De cómo, finalmente, siendo Jesucristo el único mediador entre Dios y los hombres, su Madre es, en cierto sentido, la única mediadora después de Él.

     I. Uno de los principales oficios de la madre es el interponerse como mediadora entre el padre y los hijos. Sí, pues, la bienaventurada Virgen es verdaderamente Madre de los hombres, es necesario que ejercite esta función en el orden de la gracia y que se la pueda llamar con entera verdad la Medianera. No es, por tanto, cosa que sorprenda el ver a la antigüedad cristiana saludarla con este tíulo y reconocer en Ella todo lo que puede realizar plenamente su significado.
     Hemos dicho que la antigüedad cristiana la ha saludado por doquiera con el tíulo de Medianera. Si deseáis la prueba, importa el dárosla, puesto que el protestantismo nos ha imputado como un crimen el haber así nombrado a la Madre de Dios, so pretexto de que no hay ni puede haber más que un solo Mediador, Cristo, Hijo del Padre, y sola una mediación, aquella que cumplió sobre la cruz.
     Nos bastará recordar los testimonios más antiguos: "Os saludo, dice a la Virgen Basilio de Seleucia, salve, llena de gracia, ¡oh, Vos, que habéis sido constituida Medianera entre Dios y los hombres, a fin de derribar el muro de la enemistad y de restablecer entre el cielo y la tierra la más estrecha unión!" (
Basil. Seleuc., Or. 39. n. 5, P. G., LXXXV. 444).
     "Salve —añade Antipater, obispo de Bostra en Arabia—, Vos, que lleváis sin fatiga a Aquel que lleva al mundo. Salve, Vos, que intercedéis libremente como Medianera del género humano todo entero" (
hom. in S. Joann. Ilapt., P. G., LXXXV, 1172). "No hay baluarte más inexpugnable que vuestra asistencia. Así, pues, ¡oh, Inmaculada Medianera del mundo!, aceptad las súplicas de un corazón penitente; concededme un pronto socorro en mis necesidades, socorro el más saludable después del de Dios" (Precat. 2° ad Deiparam, Opp. S. Ephraem. (graec. lat.), t. III, p. 525. sq.). Es esta una oración cuyo honor corresponde a San Efrén. Escuchad esta otra, aún más explícita: "Señora mía santísima, Madre de Dios, llena de gracia, Vos, gloria común de nuestra naturaleza, canal de todos los bienes, Reina de todas las cosas, después de la Trinidad ..., Medianera del mundo después del Mediador; Vos, puente misterioso que enlaza la tierra con el cielo, llave que nos abre las puertas del Paraíso, abogada nuestra, Medianera nuestra, ved mi fe, ved mis piadosos deseos y acordaos de vuestra misericordia y de vuestro poder. Madre de Aquel que sólo es misericordioso y bueno, acoged a mi alma en su miseria, y por vuestra mediación hacedla estar un día a la diestra de vuestro único Hijo" (Ibíd., Preeat. V ad Deip.. p. 528). "Salud a Vos, bendita de Dios, el Señor está con Vos; Él, que ha destruido la muerte y que, sirviéndose de Vos, ¡oh, Madre, Virgen y Reina!, como de Medianera, ha libertado al hombre de la maldición" (S. Sophon. Hier., in Triod, apud Mal, Spicil Rom., t. IV, p. 181). Nos detenemos, porque, si se quisiera decir todo, sería preciso, aquí como en las otras partes de esta obra, invocar a la multitud de los Santos Padres y Doctores, y, además, a todas las liturgias y monumentos públicos de la Iglesia, sea cualquiera el siglo a que hayan pertenecido y la nación en la que estén (Puédese leer sobre este asunto Passaglia, De Immae. Deip. V. Conceptu, l. VI, páginas 1464-1476).      Ahora bien; no es sólo el título de Medianera el que estos innumerables textos conceden a María. Cosa admirable: las fórmulas empleadas, con más frecuencia para caracterizar la mediación de Jesucristo, son las que emplean también al hablar de la Virgen, su Madre. Acabamos de verla en algunos ejemplos. Se encontrarían otros muchos en la gran obra de Passaglia sobre la Concepción inmaculada de María (Ibid., p. 1444 y sígs). No porque la mediación de María sea para estos Padres, ciertamente, del mismo orden que la mediación de Jesucristo, sino porque la nueva Eva, siendo compañera inseparable del nuevo Adán, participa de todos sus misterios.
     Tratemos de formarnos una idea aún más clara de una prerrogativa, tan gloriosa para nuestra Madre, y para nosotros tan fecunda en beneficios. A fin de proceder con más orden, la compararemos primero a la mediación de Jesucristo Salvador, y después a la de los otros Santos.

     II. Comencemos por el primer término de comparación. ¿Qué es lo que significa el término de Mediador, cuando la Sagrada Escritura y la tradición católica lo aplican a Jesucristo? O, lo que es lo mismo, ¿en qué sentido y por qué causa Nuestro Señor es el Medianero de Dios y de los hombres? San Cirilo de Alejandría lo ha definido con suerte en uno de sus Diálogos: "Es Mediador, porque nos ha mostrado asociadas en la unidad de su persona dos cosas, naturalmente separadas por un intervalo inmenso, infinito: la naturaleza divina y la naturaleza humana, y porque nos une por sí mismo a nuestro Dios y a nuestro Padre" (S. Cyrill. Alex., Dialog. de Trinit., I, P. G., LXXV, 693. El santo Doctor opone esta noción de mediador a la de los Arríanos, según los cuales el Hijo de Dios sería medianero entre el mundo y Dios, ya porque tiene en su ser de Verbo, una especie de medio entre la naturaleza increada y nuestra naturaleza creada, superior a ésta, inferior a aquélla; ya porque ha sido el instrumento animado de que Dios se ha servido para sacar de la nada la Creación). Donde se ve que la noción de Mediador, cuando se trata de Jesucristo, encierra dos elementos: la unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la unidad física de una sola y misma persona; las operaciones por las cuales Jesucristo, uno con Dios en su divinidad, uno con nosotros en su humanidad, ha aproximado una a otra estas dos naturalezas, tan largo tiempo apartadas, para hacer reinar entre ambas la paz y la concordia (Colos., I, 20, sqq.).     De manera que la mediación de Nuestro Señor Jesucristo se compone, en cierto modo, de una doble mediación, una de las cuales es la razón y como el fundamento de la otra. Hay la mediación ontológica, que depende del mismo ser del Mediador. Tiene su punto de partida en la Encarnación del Verbo, en la que "Aquel que existía en la forma de Dios... se anonadó a sí mismo hasta tomar la forma de esclavo" (Eph., II, 6 y 7), y nos ha mostrado en su persona al hombre y a Dios, un Hombre-Dios. Era, verdaderamente, un intermediario entre los dos extremos, que son el Criador y la criatura, la naturaleza humana y la divinidad. Así, el hombre es el mediador natural entre el mundo de la materia y el mundo del espíritu, porque los enlaza el uno con el otro en la unidad del mismo ser. Mas para que la unión fuera perfecta, era necesaria otra mediación que saliera de la primera para coronarla completándola: es la mediación que llamaremos provisionalmente mediación moral, a falta de otro término que exprese mejor nuestro pensamiento. Tuvo efecto durante toda la vida del Salvador y desde su punto culminante, que alcanzó en el Calvario; se continúa a través de la doble extensión del espacio y del tiempo, en las múltiples aplicaciones de las satisfacciones y méritos infinitos, de los que la Pasión del Salvador fué manantial inagotable.
     He aquí cómo es mediador Jesucristo. Unas veces es el primero de los dos elementos el que es expuesto y realzado con más nitidez, como en este texto de Lactancio: "Cristo fué Dios y hombre, constituido en intermediario entre Dios y el hombre, y por eso los griegos le han llamado Medianero" (
Instit., 1. IV. c. 25 P. L. VI 24); otras se da mayor relieve al segundo: "Pablo —dice Ecumenio— da a Cristo el nombre de Medianero, porque se ha interpuesto entre su Padre y los hombres para unirlos con amistad recíproca, y porque a nosotros, que éramos enemigos de Dios, nos ha reconciliado con Él" (in Galat„ III. 20. P. G., CXVIII, 1127). Pero, lo diremos una vez más, estos dos elementos y estas dos mediaciones, mediación cuanto al ser y mediación cuanto a la operación, en el oficio de Mediador, no forman más que una mediación total, porque la primera tiene por fin próximo la segunda, y ésta toma su virtud de aquélla.
     San Ireneo expresa admirablemente la noción completa de nuestro único Mediador. Del capítulo en que la desarrolla con una energía raramente igualada en expresión, destaquemos esta corta sentencia: "Era necesario que el Mediador uniese en sí al hombre y a Dios, con el fin de que siendo a la vez de la familia humana y de raza divina, restableciera la concordia y la amistad entre los hombres y Dios" (C. Haeres., 1 III, c. 18 ,n. 7, P. G., VII, 937).
     Suponed, en efecto, que Jesucristo no sea Dios; ni la gloria que ofrece por Sí mismo a su Padre es equivalente, ni mucho menos superior, a la injuria infinita hecha a Dios por nuestras ofensas, ni sus homenajes son de un mérito igual a los bienes de gracia y de gloria que esperamos del Mediador. Suponed, por otra parte, que Jesucristo no tenga nuestra naturaleza humana. Si es pura y simplemente Dios, la infinita grandeza de su ser no le permitiría ni abatirse ante la majestad suprema, ni satisfacer por nuestros crímenes; y si tomando una naturaleza creada no es la nuestra la elegida, desde este punto, ni la reparación ni el mérito pertenecerán de derecho a la raza culpable y caída (
Primera parte, 1. I, c. 4, t. I, pp. 63 y sigs.). En estos casos, por consiguiente, no podría ser mediador, o si lo fuera, no sería el Mediador perfecto. Mas desde el momento que encierra en la unidad de su persona la naturaleza divina y la naturaleza humana, aparece como el medianero ideal, fuera del cual será imposible hallar otro tan apto para cumplir los actos de la mediación, requeridos para la libertad de los hombres y para su restablecimiento en la amistad de Dios.
     Además de estos dos elementos constitutivos de la mediación de Cristo, los Padres han señalado otros eminentemente contenidos en los primeros. Los indicaremos, porque nos ayudarán a apreciar mejor la medianera que tenemos en la Madre de Cristo, que él nos ha dado por Madre. Un mediador —han dicho ellos— debe ser del agrado de las dos partes. "Por lo cual —dice San Pablo— nos hacía falta un Pontífice Santo, inocente, sin mancha, separado do los pecadores, más elevado que los cielos" (Hebr., VII. 26). He aquí lo que le hace del agrado del Padre. Mas, por otra parte. Cristo posee cuanto puede hacérnosle amable: no sólo la comunidad de naturaleza, sino también la comunidad de necesidades, de sufrimientos y de pruebas, como lo demostrábamos en los primeros capítulos de esta obra.
     San Agustín, en sus Confesiones, ofrece también la mediación de Cristo, bajo otro punto de vista: "Los hombres eran mortales y pecadores: Vos, Señor, con el cual aspiraba a reconciliarse, sois inmortal y sin pecado. Ahora bien: ni mediador entre Dios y los hombres le convenía tener algo semejante a Dios y algo semejante al hombre. Semejante al hombre ccmo mortal y como pecador, hubiera estado lejos de Dios: semejante a Dios como inocente y como inmortal, hubiera estado lejos de los hombres; y ni en una ni en otra hipótesis hubiera sido mediador.. . Por lo cual el Medianero entre Dios y los hombres. Cristo Jesús Hombre (I Tim.. II, 5), ha aparecido entre los pecadores mortales y el Justo inmortal, mortal como los hombres y justo como Dios: de suerte, que siendo el precio de la justicia, la pal y la vida, por la justicia que tenía de común con Dios, arruinó en los pecadores, justificados por él, a la muerte que quiso tener de común con ellos" (S. Aug., Confess., I. X, c. 43, P. L., XXXII, 808).
     Por perfecta que sea la mediación de la bienaventurada Virgen, queda inmensamente por debajo de la mediación de su Hijo. Efectivamente, si se mira a la mediación ontológica, María no es más que una criatura. Jamás, es cierto, tendremos una idea exacta de sus grandezas; pero tampoco nunca serán estas grandezas, en cuanto al ser, comparables a la excelencia del Hombre-Dios. Por consiguiente, las funciones de Mediadora no serán en Ella, ni del mismo orden, ni de la misma virtud que lo son en Nuestro Señor. Jesucristo es el Mediador supremo. Con su sangre, y no con la de María, hemos sido salvados y rescatados. Es el Medianero universal, y su misma Madre no posee privilegio alguno, ni para sí, ni para sus hijos, que no lo haya recibido de Jesucristo y por Jesucristo ("
Salvare in perpetuum potest accedentes per semetipsum ad Deum". Hebr., VII, 25). Es el Mediador suficiente; Aquel cuya mediación no necesita de otra alguna y no se apoya más que sobre sí misma. Es, finalmente, el principal medianero; quitadlo, y cualquiera otra mediación, la mediación de María como la de los Santos, pierden su fuerza y su virtud. En una palabra: Jesucristo, para acercarse al Padre y hacer descender sobre nosotros con el perdón todos los tesoros de la divina gracia, no tiene necesidad estricta sino de sus propias satisfacciones y de sus propios méritos, en tanto que los méritos y oraciones de María, para ser aceptos, deben tomar su existencia y su eficacia de la sangre y de la mediación de Dios hecho hombre.
     ¿Será necesario añadir, que si se tienen en cuenta los demás caracteres señalados por los Santos como implícitamente comprendidos en los principios constitutivos de Cristo mediador, la mediación de su Madre está también hajo este aspecto incomparablemente por debajo de la de aquél? Efectivamente, por cualquier lado que se la mire, ni por su elevación, ni por su inocencia, María puede compararse al Hombre-Dios. En ella se da, no solamente la pura humanidad, sino que habría, o la ausencia de gracia, o también el pecado, sin el libre favor de Dios: la ausencia de la gracia, no mirando más que a los derechos de su naturaleza: la privación de la gracia o el pecado, por el hecho de su origen: mientras que en el Hombre-Dios la naturaleza humana, aun con independencia de la concepción virginal. Tiene que ser pura y santa por excelencia, sólo por haber sido incorporada a la persona del Hijo de Dios.
     Mas si la mediación de la Santísima Virgen es bajo todos los aspectos prodigiosamente inferior a la de su Hijo, ¡cuánto mayor es que la mediación de los Santos! Hablemos del primer término de la mediación; nadie como ella se aproxima tanto a los dos términos entre los que puede y debe ejercitarse la mediación; queremos decir a Jesucristo y a los hombres. ¿Quién como Ella está unida a Jesucristo? Es su madre, viniendo de su Espíritu, compartiendo su gloria, triunfalmente sentada a su diestra, Reina cerca del Rey, hablándole de corazón a corazón, cuando quiere y como quiere. ¿Y quién, por otra parte, está ligado a nosotros con lazos más estrechos? No sólo es nuestra hermana por la comunidad de origen y de naturaleza, nuestra Señora por el privilegio de sus méritos y de su dignidad, sino que, en el orden de la gracia, es también Madre universal de los hombres, una Madre que Dios mismo nos ha dado y hecho para nosotros, Madre siempre pura, siempre santa, separada de los pecadores y de todo pecado, desde el primer instante de su vida hasta su entrada en la gloria.
     Incomparable desde este primer punto de vista de la mediación, no lo es menos desde el segundo, es decir, si se mira a las funciones de Mediadora. Es efectivamente, privilegio suyo singular el haber cooperado a la redención del mundo, dando el Redentor a la tierra, alimentándole para el sacrificio, ofreciendo, de acuerdo con Él, la víctima de salvación formada en sus virginales entrañas.
     El ministerio de intercesión que hace descender las aguas de la gracia sobre cada uno de los hombres, no es, en verdad, herencia suya exclusiva. Otros lo comparten con Ella. Mas lo que hemos meditado en los capítulos que preceden bastaría para probar que, también en este orden, María conserva una incontestable preeminencia sobre todos los demás mediadores secundarios, que son los ángeles y los Santos. Sí; la intercesión de la Santísima Virgen es, por sí sola, más poderosa sobre el corazón de su Hijo que cualquiera otra súplica. Es doctrina del doctísimo y piadosísimo Francisco Suárez: "Imaginaos —escribe—, de un lado, a la bienaventurada Virgen, pidiendo una gracia, y del otro a toda la corte celestial, que se opone a la demanda de su Reina; en este conflicto, del que la Escritura nos ofrece entre los ángeles un ejemplo análogo (
Daniel, X. 13. No necesitamos advertir que no se trata aquí sino de una hipótesis, irrealizable, útil, sin embargo, para poner en plena luz la eminencia sublime de la intercesión de María. Que haya habido entre el Arcángel Gabriel y el celestial espíritu denominado en la visión "príncipe del reino de loe persas" el misterioso conflicto de que habla Daniel, es cosa que se explica. Estos dos protectores de pueblos eran del mismo orden, y no habiéndoles Dios revelado en todos sus detalles las miras de su Providencia acerca de la vuelta de los judíos a Palestina, podían diferir en su modo de ver y de cumplir la misión que habían de ejercer con los pueblos que les estaban confiados. Mas, ¿quién entre los Santos del cielo podría creerse de igual categoría que María, Reina de todos ellos? ¿Quién podría oponer sus luces a las suyas y pedir, como más agradable a Dios o más útil a los hombres, lo opuesto a aquello que ella pidiera: en una palabra, contradecir sus oraciones una vez que le fueran conocidas?), la oración de María sería más poderosa, más eficaz y de mayor valor cerca de Dios que la de todos los demás Santos. Y esto mismo es cosa perfectamente conexa con la dignidad de Madre de Dios, cosa debida en cierto modo (quodammodo debitum) a la perfección de su gracia y de su caridad. Y por eso la Iglesia invoca a esta bendita Virgen más a menudo y de manera más elevada que a todos los demás Santos" (Fr. Suár., De Myster. vitae Christus, D. 23, s. 2).
     Diciendo esto, el gran teólogo no hacía más que seguir la doctrina expresada por el Angel de las Escuelas en su comentario sobre la Salutación Angélica, cuando escribió: "María fué llena de gracia, no sólo en Sí misma, sino con plenitud adecuada para derramarse sobre la universalidad de los hombres. Es mucho que un Santo tenga gracia bastante para salvar un gran número de almas, mas el gran privilegio sería que tuviera abundancia de ella bastante para salvar a todos los hombres del mundo, y esto es lo que se ve en Cristo y en la Virgen bienaventurada (
San Thom., Expositio super salutat. ángel, inter Opuscula). ¿No es esto, en otros términos, decir lo mismo que acabamos de oír de la boca de Suárez?
     Ahora bien; ni uno ni otro enseñaban nada nuevo, cuando exponían esta doctrina. Un gran teólogo, que fué a la vez un gran místico, Ricardo de San Víctor, había dicho antes que ellos: "Las almas santas y los ángeles, en su solicitud por los pecadores, los asisten con sus méritos y con sus oraciones. Mas es precio creer que la bienaventurada Virgen no tiene en eso menos poder que estos dos órdenes de criaturas; más aún, los supera a todos, tanto más, cuanto que el uno y el otro le deben su reparación, porque por Ella fueron levantadas las ruinas de la naturaleza angélica y la naturaleza humana obtuvo por Ella su reconciliación. ¿Es, pues, cosa asombrosa que la Virgen bendita lleve a Dios a los pecadores y derrame a torrentes la gracia en los justos, Ella que ha concebido la gracia en sí misma, o, más bien, el manantial de toda gracia?" (
In Cant. Cantic., c. 23. P. L„ CXCVI, 476, sq. Cf. Ibíd.. C. 39, 518).
     La misma doctrina exponía San Anselmo en esta oración, que conviene recordar: "El mundo tiene sus apóstoles, sus patriarcas, sus profetas, sus mártires, sus confesores y sus vírgenes; buenos, excelentes auxiliares que quiero invocar suplicándoles. Mas Vos, Señora nuestra, sois mejor y más elevada que todos ellos ... Lo que ellos pueden con Vos, Vos lo podéis sola y sin ellos. ¿Por qué este poder? Porque Vos sois la Madre de nuestro Salvador, la Esposa de Dios, la Reina del cielo y de la tierra y de todos los elementos. A Vos, pues, es a quien imploro, junto a Vos me refugio, a Vos es a quien dirijo mis súplicas, a fin de que seáis mi ayuda en todo, per omnia. Si Vos calláis, nadie orará, nadie me ayudará. Hablad, y todos orarán, todos vendrán en mi ayuda".
     Hemos visto a los otros Santos orar a María, no sólo los Santos de la tierra, sino también aquellos que están ya glorificados en el cielo. Jamás hemos visto ni oído decir que la Madre de Dios haya descendido de su solio para reclamar de ellos el apoyo de sus oraciones. Pedirle que intercediera por nosotros cerca de ellos, sería, a juicio de todo cristiano, una especie de blasfemia contra Ella y contra su Hijo. "Gloriosa Virgen María, Vos, que sois la verdadera Medianera entre vuestro dulcísimo Hijo y los pecadores arrepentidos, rogad por mí. Y vosotros todos, Santos de los cuales hace hoy memoria la Iglesia, venid en mi ayuda. Unios a la Reina de los Angeles para alcanzar de Dios que me conceda, en este día, todo lo que la Iglesia pide para mí" (
León Gautier, Oraciones a la Virgen, según los Mss. de la Edad Media. Oración para recitarla en la Colecta. Bibliot. Nation. Lat., 13829 (siglo XV). Hay en las Revelaciones de Santa Brígida un pasaje que tiene una relación sorprendente con este orden de ideas. La Santa, en una de sus visiones, oyó a la Virgen María exhortar a un soldado, muy culpable, a que hiciera penitencia de sus culpas, y trazarle el plan de una vida santa. "El hombre —decía María— se ha alejado de Dios por el orgullo y la pereza; por lo cual es preciso volver a él por medio del trabajo y de la humildad. Así, pues, hijo mío, puesto que has carecido de estas dos cosas, pidamos a los mártires y a los confesores que te ayuden ellos, que poseían una y otra con tal abundancia." Así hablaba María. "Y entonces —continúa la vidente—, todos los Santos se me aparecieron y dijeron: "¡Oh bendita Soberana, vos habéis llegado en vuestro seno al Señor de los Señores: sois la Dueña universal!; ¿qué cosa puede haber que no esté en vuestra mano? Lo que queréis, hecho está; vuestra voluntad es nuestra, y lo será siempre" (Revelat. S. Brigittae, 1. IV, c. 64, t. I, p. 430. Romae, 1628). Así, conviene a María orar con los Santos. Y esto es lo que los Actos de los Apóstoles nos han hecho ver en el Cenáculo. Ella en el centro y todos los demás mediadores secundarios, rodeándola y uniéndose con Ella en una oración común.
     Ahora bien; en estos diferentes testimonios no hay que considerar solamente la autoridad de aquellos que los dan, sino también y principalmente el valor de las razones en las que los han apoyado. ¿Cómo no admitir la sobreeminencia de poder suplicante que ellos afirman, cuando se mira en María su dignidad de Madre. Hija y Esposa de Dios; de Reina del cielo, de cooperadora única al gran misterio de la Redención? Y aun cuando se olvidasen un instante estos títulos para no ver en María más que su maravillosa plenitud de gracia y de amor, la eficacia de su oración aparecería todavía superior a todas las interseciones de los ángeles y de los Santos, porque el poder de una oración tiene principalmente su medida en la unión de la criatura con Dios, es decir, en el grado de gracia y de amor en que se apoya. Por tanto, si la plenitud de gracia y de amor que hemos reconocido en la Santísima Virgen supera con mucho todo lo que hay de gracia y de amor a Dios en la universalidad de las criaturas, es preciso también que María, aun por este solo título, sea más poderosa que todas ellas sobre el corazón de Dios. ¿Queréis una prueba más de la superioridad que conviene a la intercesión de la Madre de Dios? ¿Por qué hace Dios a los Santos ministros de sus favores, en vez de reservar sus efusiones exclusivamente para Sí? Con el fin de tertimoniarles su amor y de honrarlos ante los hombres. Por consiguiente, puesto que ama a su Madre por encima de la multitud casi infinita de las otras criaturas; puesto que quiere para Ella una gloria ante la cual palidezca toda otra gloria, a excepción de la del Hombre-Dios, justo es también que todo otro poder de intercesión ceda ante el suyo.

     III. Los panegiristas de la Virgen Santísima, y hablamos de aquellos que con mayor solidez han tratado de sus privilegios, gustan de desarrollar una prerrogativa exclusivamente propia de la mediación de María, a saber: que es universalmente poderosa para conseguir todo género de gracias, a todo género de personas y en cualquier parte del espacio y del tiempo.
     Hemos dicho en primer lugar- todo género de gracias. Puédese creer, en cierto sentido, que hay especialidades para los demás Santos. No nos dirigimos indiferentemente a todos para pedir por su intercesión los beneficios particulares que responden a nuestras necesidades. Y Dios mismo demuestra suficientemente que aprueba nuestra conducta, concediendo, por medio de éste, gracias que no ha querido conceder por mediación de aquél. Así, en la celestial Jerusalén, todas las funciones no están confiadas a todos los órdenes angélicos, y la Iglesia de la tierra no confía uniformemente los mismos ministerios a todos sus hijos. ¿Cuál es en este punto la regla de la Divina Providencia? No nos toca el determinarlo.

     Se puede leer sobre este punto al P. Honorato Nicquet, Le serviteur de la Vierge, o Tratado de la devoción a la gloriosísima Virgen Muría, Madre de Dios, 1. I, c. 4, pp. 29-31 (Rouen, 1577): La Triple Couronne, del P. Poiré, tr. II, c. 11, § 3, n. 2 y 3; los Entretiens, de Nicole, 1. c. ; Le Pédagogue Chrétien, del P. Outreman, t. II, pp. II, ch. 17. sect. 6. bajo este título, "Santos particulares que conviene invocar para la curación de determinadas enfermedades", pp. 614-518 (Rouen, DCCLI), da una larga y curiosa nomenclatura de las enfermedades y de los santos a los cuales hay que encomendarse para ser librados de ellas. Por lo que hemos podido juzgar, las razones de su elección descansan generalmente sobre los motivos indicados más arriba en el texto.
     Lo más corriente es que el privilegio que posee tal bienaventurado para conseguirnos con más seguridad una gracia especial, mejor que cualquier otro santo, depende de ciertas particulares circunstancias. Por ejemplo, es porque ha practicado la virtud que se desea en grado más eminente; porque ha sufrido del mal del que desea uno verse libre, o quizá que, habiendo Dios concedido por intercesión suya, y durante su vida mortal, determinadas gracias, se recurre a Él con más confianza para obtener beneficios del mismo género.
     Como quiera que sea, el poder de intercesión de la Madre de Dios no conoce estos límites. Por mediación de Ella se pueden pedir de igual modo todas las gracias. Acaso lo que podría decirse es que varía su asistencia según los santuarios en los que se la invoca. Así, la Santa Iglesia, cuya conducta, siempre sabia, siempre conforme al Espíritu de su Divino Esposo, debe ser regla infalible de la nuestra, recurre a María indistintamente en todas sus necesidades, y para todos los favores que espera de la bondad divina. "Romped las ligaduras de los culpables, dad luz a los ciegos, libradnos de nuestras miserias, pedid para nosotros todos los bienes, dadnos una vida pura, afirmad nuestros pasos, a fin de que nos regocijemos eternamente con Vos en la contemplación de Jesús: Solve vincla reis, etc." Leed las invocaciones que le dirigen los Padres en casi todos sus discursos y en las homilías pronunciadas con ocasión de sus festividades y para glorificar sus privilegios. Os desafiamos a que nos nombréis una sola gracia que no hayan solicitado de Ella. Es que María ha recibido la plenitud de la gracia.
     He aquí por qué Santo Tomás, después de haber escrito, en su Opúsculo sobre la Salutación Angélica, esta proposición que recordábamos hace poco: "El colmo de la grandeza sería el tener bastante gracia, cuanta se necesita para la salvación de todos los hombres, y esto es lo que vemos en Cristo y en su bienaventurada Madre." Añade inmediatamente: "Porque de todo peligro podéis ser librados por medio de esta gloriosa Virgen; por lo cual el libro de los Cánticos, hablando de ella, bajo la figura de la torre de David, coronada de almenas: "Mil escudos —dice— están suspendidos en Ella, y toda la armadura de los fuertes" (
Cant., IV. 4).
     De igual modo podéis esperar de Ella asistencia y fuerza para cualquier acto de virtud, y por eso el Eclesiástico le hace decir: "En mi toda esperanza de vida y de socorro" (
Eccl., XXIV, 25).
     ¿Quién no sabe con qué acento de ardiente convicción exhorta San Bernardo a los fieles a buscar en todo y por todas partes asistencia cerca de María?: "!Oh!, vosotros todos, quienquiera que seáis, vosotros para quienes esta miserable tierra es menos una orilla sobre la cual marchéis con paso firme, que un mar borrascoso, donde sois combatidos por los vientos, ¿queréis evitar el naufragio? Tened constantemente fijos los ojos en el astro resplandeciente, que es María. Si el soplo furioso de las tentaciones se levanta, si corréis sobre los escollos de la tribulación, mirad a la estrella, llamad a María. Si sois sacudidos por las olas del orgullo, de la ambición, de la maledicencia, de la envidia, mirad también a la estrella, invocad a María. La cólera, la avaricia, las seducciones de la carne, ¿sacuden la frágil embarcación de vuestra alma? Pues volveos siempre hacia María. Sí, turbados por la enormidad de vuestros crímenes, humillados por la vergüenza de vuestra conciencia, espantados de las severidades del juicio, comenzáis a sentiros violentamente arrastrados hacia el abismo de la tristeza y de la desesperación, ¡ah!, pensad en María. En vuestros peligros, en vuestras angustias, en vuestras incertidumbres, pensad en María, invocad a María. Que su nombre no se alejé jamás de vuestros labios, ni de vuestro corazón, y para conseguir el apoyo de su oración, no descuidéis los ejemplos de su vida. Siguiendo a María, no os extraviáis; rogándola, no tenéis que desesperar; acordándoos de Ella, no erráis; sostenidos por Ella, no podéis caer; protegidos por Ella, nada tenéis que temer; conducidos por Ella, marcharéis sin fatiga; protegidos por Ella, llegaréis al término y probaréis en vosotros mismos la verdad de aquellas palabras: El nombre de la Virgen, María" (
Serm. 2 super Missus est, n. 19. P. L., CLXXXIII, 70 y sigs.).
     Nada más elocuente para confirmar esta primera universalidad del poder de María, que los títulos bajo los cuales es invocada por los pueblos crisitanos. Aquí es Nuestra Señora de la Consolación o Nuestra Señora de las Virtudes; en otra parte, Nuestra Señora de la Esperanza. En este santuario, se la honra como a Nuestra Señora de Gracia; en aquel otro, como a Nuestra cada por los pueblos cristianos. Aquí es Nuestra Señora de la Paz. Hay Nuestra Señora de la Luz, Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, Nuestra Señora de la Merced y otros mil nombres, todos igualmente significativos, todos igualmente propios para probarnos que no hay gracia, ni beneficio de alma y cuerpo que no nos venga de Dios por su intercesión.
     Medianera universal, bajo el punto de vista de las gracias, lo es también bajo el punto de vista de los clientes, para quienes están preparadas estas gracias, y ésta es una nueva diferencia entre la mediación de la bienaventurada Virgen y la de los otros Santos. No hay persona alguna que no pueda esperarlo todo de su poder y de su bondad. Los ángeles y los Santos del cielo pueden tener protegidos con los cuales ejerciten, no exclusivamente, pero sí más especialmente, su patrocinio. Todos los hombres no están igualmente confiados a todos 
     Santo Tomás hace notar, con razón, que la invocación de un bienaventurado inferior en santidad, puede ser, a veces, más eficaz que si se orara a un santo más elevado en Gloria. 2-2. q. 83, a. 11, ad 4.
     ¿No sabemos todos, por las Sagradas Escrituras, que el Angel de los persas no era ni Gabriel, protector de los Hebreos, ni Miguel, que socorrió a éste contra el primero, y que el Angel de los griegos difería también de los demás? (
Daniel, X, 13, 20).
     Es también una doctrina comúnmente admitida que los ángeles de órdenes inferiores, diputados para nuestra guarda, no ejercitan indistintamente su ministerio en favor de todos nosotros. Dios les ha repartido las almas de aquellos que Él llama a la herencia de la salvación.
     La Iglesia, modelando la suya sobre la providencia de su Esposo, asigna a cada uno de sus hijos en el día del bautismo un protector particular. Lo que hace con los individuos lo renueva con las partes más o menos considerables de territorio que posee. Cada provincia, cada diócesis, cada parroquia tiene sus protectores especiales. Ved también las Ordenes religiosas: todas no tienen igualmente puestas sus esperanzas en los mismos amigos de Dios. San Francisco no será el protector y biehechor espiritual de los Hermanos Predicadores, como lo es Santo Domingo, y, recíprocamente, este último no velará sobre los Hermanos Menores con la misma intensidad de solicitud que el Pobrecito de Asís. La juventud escolar está bajo el patronato especial de San Luis Gonzaga; los apóstoles de naciones infieles se encomiendan a San Francisco Javier; los del continente negro, a San Pedro Claver, San Vicente de Paul y San Juan de Dios están particularmente propuestos por la Iglesia para ejemplo de aquellos de sus hijos que se entregan a obras de misericordia corporales. Así ocurre con las demás funciones que se relacionan con las necesidades espirituales y témporales de los cristianos. Lo que demuestra con bastante claridad que, según el pensamiento de la Iglesia, la tutela de los Santos es más eficaz cuando se ejercita en provecho de ciertas personas o de determinadas categorías de personas (
Conocedores de esta doctrina los fieles, ora se dediquen a las artes mecánicas, ora a las liberales, no han elegido los mismos patronos para sus piadosas cofradías. Esta observación ha sido hecha, entre otros muchos, por el P. Paciuchelli, de la Orden de Predicadora). La universalidad de los hombres formaría un dominio demasiado grande para la parte que a cada cual corresponde en esta grande obra de salud.
     Mas nada parecido ocurre cuando se trata de la Madre de Dios. Ella es Madre para todos; es Reina universal del reino de la misericordia; ha dado a luz y entregado a su Hijo por la salvación de todos. Por eso, la Iglesia tiene la costumbre de confiar a todos los fieles, sin excepción, a la misericordiosa solicitud de esta Madre divina: "Santa María —exclama—, socorred a los miserables, ayudad a los pusilánimes, consolad a los afligidos, orad por el pueblo, intervenid por los clérigos, interceded por el devoto sexo femenino" (es decir, por las vírgenes consagradas a Dios). Y no vayáis a creer que se contenta con encomendar a la Virgen los hijos que encierra ya en su seno. A todos los hombres, de cualquier nacionalidad que sean, aquellos mismos que la han desgarrado con el cisma y la herejía, los que duermen aún en el seno de la infidelidad, los pone bajo el patrocinio de María, para que los lleve a Jesús y por Cristo a la bienaventuranza.
     "En la corte del Rey del cielo —dice a este propósito un autor a menudo citado en esta obra—, los Santos extienden una protección más eficaz sobre aquellos hombres singularmente puestos bajo su patrocinio que sobre los otros, en favor de los cuales no tienen semejante misión. En cuanto a la bienaventurada Virgen, como es Reina universal de todos, es también Abogada y Patrona de todos; nadie queda excluido de su tierna solicitud. ¿Estáis todavía lejos de ella? Los rayos de su misericordia irán a iluminaros. ¿Estáis próximos a Ella por una devoción especial? Gustaréis de la suavidad de su consolación. ¿Vivís con ella en la patria? Ella os hará participar de la excelencia de su gloria. Así es que ninguna criatura racional puede eximirse de su calor; quiero decir de los ardores de su amor maternal" (
Raym. Jordán., Piae Contemplat. de B. V., in Proemio).
     Más de una vez han representado los pintores a la Madre de Dios cubriendo bajo los pliegues de su manto a esta o aquella familia religiosa, y veremos más adelante que si damos fe a sus Anales, la Santísima Virgen ha dado esta prenda de su amorosa solicitud a muchas de ellas. ¿Se ha mostrado también extendiendo su manto maternal sobre todo el género humano? No lo sabemos. Lo que sí sabemos muy bien es que los cuadros que la hubieran retratado así hubieran expresado una verdad incontestable, lo que no excluiría la seguridad de una protección especial en favor de los privilegiados a quienes hubiera otorgado especialmente semejante prueba de ternura.
     Añadamos que la mediación de María es superior por su universalidad de duración. No diremos aquí cómo Ella sola, entre los Santos, puede gloriarse de haber cooperado, de la manera que ya explicaremos, a la santificación aun de los justos mismos que la han precedido en el orden de los tiempos. No consideraremos ahora más que sus funciones de Mediadora en la distribución de las gracias adquiridas en el Calvario. La historia de la santidad nos enseña que los elegidos de Dios no manifiestan su poder de intercesión de una manera uniforme en todas las épocas del tiempo. Ciertamente, no por eso llegan a ser menos queridos de Dios ni menos gloriosos en la eternidad. Pero, en fin, por causas que pueden variar según las circunstancias y los ocultos designios de Dios, su intervención en las cosas humanas no aparece constantemente igual. Un Santo determinado que en otras épocas era instrumento de innumerables favores divinos, está ahora más o menos obscurecido en relación a lo que fué en otros tiempos. Otro, que, por el contrario, pasó largo tiempo casi inadvertido en el cielo de la gloria, ha llegado a ser objeto de un culto especial y órgano por el que Dios prodiga sus beneficios. Notemos también que aquellos mismos que son más honrados en una época determinada, no reciben constantemente los homenajes y las oraciones de los fieles. Si hay días consagrados a su culto, en otros muchos, y éste es el mayor número, dánse sólo escasos devotos que imploren su protección.
     No es ésta la condición en que se halla la Santísima Virgen María. Su reino abraza todos los extremos de la duración y se extiende a todas las regiones. Apenas si nos es dado señalar cambios en los términos bajo los cuales quiere nuestra divina Madre ser honrada de sus hijos y venir en su ayuda. Lejos de irse debilitando en el curso de los siglos el clamor de las oraciones que suben hasta Ella, no ha hecho sino crecer de edad en edad. Las fiestas se añaden a las fiestas; tanto que actualmente apenas se podrá señalar un día, en todo el año litúrgico, que no tenga una solemnidad particular en honor de la Madre de Dios. Esto es lo que
acaba de demostrar un docto eclesiástico americano en una obra que ha titulado Fasti Mariani (35).
     No ignoramos que gran número de estas fiestas son peculiares de ciertas comarcas o determinadas localidades; pero, fuera de que muchas de ellas se celebran universalmente, siempre es verdad que María no deja de ser invocada por unos y otros fieles en momento alguno.
     Y pruébalo aún mejor que el número siempre creciente de las fiestas, la continuidad absoluta de las súplicas y de las alabanzas que le dirige la Iglesia universal. Se ha probado por un sencillo cálculo, que la Misa es hoy, en todo el rigor de los términos, el sacrificio perpetuo, ingeus sacrificium, predicho por los profetas.
     Gracias a la diferencia de las longitudes terrestres y a la difusión de la Iglesia por todas las regiones, no se podrá señalar un momento en que actualmente no sea inmolada la víctima divina sobre el altar de la Nueva Alianza. Ahora bien; es indudable que son mas frecuentes aun los homenajes rendidos por la Santa Iglesia a María. La prueba es manifiesta. Efectivamente, no es sólo en los sagrados misterios en los que la Santísima Virgen es invocada bajo los títulos más propios para poner de relieve sus méritos; como Madre de Dios, bienaventurada, como gloriosa, como siempre Virgen, como aquella con quien, más que con nadie, después de su Hijo, debemos unirnos y a quien debemos encomerdarnos (
En el Confíteor, después del lavatorio de las manos, en el canon, sea antes, sea después de la Consagración... Hemos hecho notar el modo particular de invocación propio del sacrificio de la Misa. La oración no se va directamente a Maria, sino a Dios, intercedente B. Virgine Maria), es también en todo el conjunto de la oración pública, impuesta por la Iglesia a sus ministros. El Oficio todo entero y cada una de las horas canónicas de que está compuesto, comienzan con el Pater; pero este Pater no va nunca sin el Ave María, ni aun desde el Jueves Santo hasta la Pascua, cuando quedan suprimidas todas las invocaciones de los Santos. Este mismo Oficio se termina siempre por una alabanza y una oración a María, es decir, de nuevo con el Ave María, después del Pater, y con una Antífona de la Virgen. ¿Es esto solo? No; escuchad a San Buenaventura: "Nadie —dice el seráfico doctor— puede tener demasiada devoción a la Santísima Virgen... ¿Puede uno asombrarse de que el Espíritu Santo, que habita en el corazón de los cristianos, inflame en ellos una devoción mayor hacia Ella que hacia los demás Santos y Santas? Por eso, cada día, según regla de la Iglesia romana, rezamos un oficio especial de la gloriosa Virgen, aunque no celebremos más que tres veces el año el oficio del Príncipe de los Apóstoles, el bienaventurado Pedro". (S. Bonavent., in III Sent., D. 3, a. I, q. I, ad. 4).
     Lo que sigue del mismo texto es tan consolador y tan hermoso, que nos inculparíamos el omitirlo. "A cualquier hora, pues, y en cualquier día, que alguno de los fieles honren a la Virgen con todo su corazón y con todas sus entrañas, no se le debe censurar, por temor de incurrir en el descontento de la misma Virgen, porque Ella rodea con su asistencia y con su amor a todo fiel que hace profesión de alabarla, como mil veces lo ha experimentado aquel que obra de esta suerte con Ella" (
Idem, ibid. El santo, en este pasaje, alude a los fieles que en la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen entendían celebrar el día de su primera concepción, ante infutionem animae).     No hemos dicho todavía todo lo que hace la Iglesia por el culto cotidiano de María. Sería necesario recordar la antiquísima costumbre, observada en algunas catedrales y en buen número de Ordenes religiosas, de añadir al Oficio del día, aunque sea de rito doble, el Oficio parvo de la Santísima Virgen, como se practica aún entre los monjes cistercienses, cartujos y otros, costumbre que se extendió algún tiempo al clero secular. Igualmente, en algunas catedrales, colegiatas y monasterios se ofrecía y celebraba aún, todos los días, una Misa especial en honor de María (Holweck, Fasti Mariani, prologom., n. 5, sqq., p. XI, sq.). Esto es lo que la Iglesia latina hace todos los días por medio de sus ministros, y no sabemos si la Iglesia de Oriente queda rezagada en la continuidad de las súplicas y de los homenajes dirigidos a la Madre de Dios. Pero hay que consignar que ofrece, bajo este punto de vista, una particularidad muy notable en sus cantos sagrados, y es que cada uno de ellos, cualquiera que sea, por otra parte, el santo o la fiesta que se celebre, concluye con una estrofa de alabanza y de invocación a María.
     ¿Cuánto más podríamos decir si del culto público pasásemos a la devoción privada? ¿Hay, acaso, un solo instante del día y de la noche en que millones de corazones no estén vueltos hasta esta Reina del cielo, cantando sus glorias e implorando su asistencia?
     A la universalidad del tiempo hay que añadir la universalidad en el espacio. Se la pudiera deducir muy bien de todo lo que acabamos de considerar en las páginas que preceden. Sí, la Santísima Virgen posee la tierra mejor que ninguna otra criatura. La bendición que ha recibido no puede ser inferior a la que dió el Criador a los primeros antepasados del género humano, cuando les dijo que crecieran y llenaran la tierra. Otros Santos tienen iglesias consagradas a Dios bajo su advocación; mas, ¿que son en comparación de los innumerables santuarios consagrados a Maria? Aun en la iglesia del Apóstol y del Mártir, la Santísima Virgen está más en su propia casa que el Apóstol y el Mártir. Si lo dudáis, ved los altares, las imágenes y los cuadros de que adornadas; escuchad las oraciones de los fieles y decidme si por todas estas cosas María no está más ansalzada que el mismo titular de aquel lugar sagrado. Nadie sería capaz de enumerar los santuarios erigidos en honor de la Madre de Dios. Quizá no se engañaría quien dijera que forman la tercera parte de los que cubren la superficie del mundo cristiano. En todo caso, adondequiera llega el apostolado católico con sus conquistas, allí lleva consigo el culto de María, su Madre y su Protectora.
     Ahora bien; en esta universal expansión de la devoción a María, no vemos solamente la obra de la Iglesia y de sus pastores. Los simples fieles rivalizan con Ella. Ellos le dan posesión de sus domicilios particulares. Su imagen, después del crucifijo, está en el puesto de honor, cuando no tiene su pequeño santuario doméstico, donde la Madre se arrodilla con sus hijos para enseñarles a consagrar a María todo su amor y su confianza. ¿Es esto sólo? Recorred los países católicos, y a cada paso encontraréis testimonios palpables de su piedad para con la Virgen bendita. Mirad esas rústicas capillas desparramadas por doquier, o esas estatuitas de María suspendidas del tronco de los árboles, al abrigo de algunas humildes tablas, al borde de los caminos, para recibir el homenaje filial de los caminantes. No vacilamos en decirlo: si sumáis todas las alabanzas y todas las oraciones recibidas por todos los Santos del cielo, tomados en conjunto, no equivaldrán al número de las que recibe María.
     ¿Qué consecuencia podemos y debemos sacar de esta universalidad de homenajes, por la cual la bienaventurada Madre de los hombres se distingue tan maravillosamente de los demás Santos? Una cosa evidente, y es que su mediación excede incomparablemente a la mediación del cielo todo entero. Tal corriente de devoción no tiene un origen puramente humano; es preciso buscar su principio en la acción misma del Espíritu Santo. Si Dios nos impulsa de este modo hacia María, es que Ella es más amada que todos los Santos y, por consiguiente, más escuchada, más poderosa para alcanzarnos de él todos los bienes; en otros términos, que su mediación supera a toda mediación que no sea la del Medianero por excelencia, Jesucristo, Nuestro Señor, y su Hijo.

     IV. Por lo cual, no nos asombramos de encontrar, cuando se trata de su mediación, las fórmulas enfáticamente exclusivas que tanto nos llamaron la atención cuando tratábamos de sus demás prerrogativas. Nada más común, en efecto, que el leer en los monumentos más autorizados de la tradición expresiones como éstas: Vos sola, ¡oh María!, sois nuestra áncora de salvación; sola, nuestro seguro puerto; sola, el puente por donde ha bajado Dios a los hombres y los hombres suben a Dios; sola, el socorro de los hombres y su baluarte inexpugnable; sola, esperanza de los mortales y su salvación; sola también, Vos hacéis llover sobre nosotros los bienes del cielo; sola, nos alcanzáis de Dios gracia y perdón; sola, Vos protegéis a los fieles y a los afligidos. Sí; con razón os llaman asistenta universal y única de todos los mortales; su única salvación, su única esperanza; única protección de nuestras almas; porque habéis sido dada como proveedora de los bienes celestiales a aquellos que viven en el mundo, única Mediadora de la Alegría (Passaglia, De Inmaculat. B. V. Conceptu, pp. 1521-1530, nn. 1434-1438).     Fórmulas muy extraordinarias y, sin embargo, exactas, puesto que son el testimonio dado por la Iglesia universal en favor de su Reina. Jesucristo es el único, el solo Mediador de Dios y de los hombres, porqüe ya le miréis en su ser, ya le consideréis en sus funciones de Mediador, toda otra mediación está infinitamente por debajo de la suya y depende de ella. Igualmente, por debajo de El, en un plano inferior, la Santísima Virgen es, en cuanto a la dignidad de la persona y en cuanto al ejercicio de la mediación, la Mediadora única, porque su mediación no tiene igual entre las criaturas y todo otro mediador la necesita. Así, pues, ni la mediación del Hijo se cuenta con la de la Madre, ni la mediación de la Madre con la de los otros Santos. Cada una de ellas es única en su orden, única en su género.

J. B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y LA MADRE DE LOS HOMBRES

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