Hoy se repite con insistencia —y es verdad hiriente— que los hombres han perdido el sentido de Dios.
Ni se sienten hijos de Dios, ni ven su intervención amorosa, ni les importa su voluntad soberana, ni lo buscan en el castillo interior...
Tener sentido de algo —de la elegancia o de la música, por ejemplo— es mucho más que tener de ello idea o noción. Sentido no equivale a criterio o simple gusto; es más bien una vivencia permanente.
El sentido de Dios, en nosotros, supone el disfrute de una íntima sapiencia espiritual, no transeúnte, de la realidad, de la presencia, del poder y del amor de Dios. Es atestiguar en sí mismo que en pos del encuentro inefable con Dios y su amor ha sobrevenido en nuestra existencia personal un enfoque nuevo, una postura nueva ante todas las cosas.
No hay, no puede darse vida religiosa en general, y menos aún vida cristiana cabal, sin ese sentido de lo divino. Diríamos que quien tiene el sentido de Dios tiene aquella connaturalidad con las cosas divinas que Santo Tomás atribuye al don de sabiduría. “El hombre espiritual —dice San Pablo— juzga de todas las cosas” (I Cor. II, 15).
Debo reflexionar, para mi enseñanza y cautela, sobre la crisis del sentido de Dios entre los mismos cristianos de mi época.
l.° Respecto a Dios, muchos cristianos son víctimas del verbalismo. Triste condición humana ésta de manosear torpemente lo más bello y lo más sagrado. Dios es ya un nombre común del vocabulario más corriente. O la afirmación de una trascendencia tan lejana, que ya no roza nuestro corazón. O el cliché de un personaje augusto, pero remoto, que pasa fugazmente por la fantasía. Entre una legión de poetas de nuestros días es un recurso para sus diálogos y aún para sus imprecaciones. Lo mencionan con la misma facilidad y frecuencia que las palabras de moda entre ellos: el hombre, la sangre, la angustia...
¿Hasta dónde hay en todo ello sinceridad y sentido de Dios?
2.° Hay otros, aún cristianos, que según dice Jacques Leclercq en su “Diálogo del hombre con Dios”, hacen del verdadero Dios un no-Dios, ya sea por torpeza, ya por antropomorfismo. Lo transforman en un ser más poderoso que el hombre, pero que se les asemeja y está sujeto a sus mismas pasiones. Es para ellos el dios de la ira y de la venganza, del capricho o del favoritismo. ¡Cuántas deformaciones de la idea de Dios en el mismo pueblo cristiano!
3.° Con respecto a Dios se ha perdido entre muchos cristianos el santo temor que nos inculca la Escritura. Paréceles que la emoción sagrada o la niebla del misterio en que Dios se envuelve ha de quedarse allá para mentalidades infantiles o primitivas. Tratan a Dios con torpe camaradería.
4.° Para muchos, Dios es el personaje poderoso del otro lado a quien se recurre cuando acucia el interés mezquino. Se cuenta con Dios como un hipotético remedio para los apremios y necesidades, como una invisible garantía para el orden y la convivencia...
¡Menguado y desdichado el hombre si no recobra el auténtico sentido de Dios!
Para ello no basta con admitir y formular la simple expresión de lo divino y lo sagrado. No basta que me sobrecoja el más allá; que me inquiete el misterio o que, criatura pensante y filosofante, alcance a la Primera Causa con una especie de religión filosófica.
Cristianos hay que con un vagaroso y esfumado teísmo espiritualista parece que se dignan favorecer a Dios con ésta o parecida profesión de fe: ¡Yo creo en el Absoluto!
El mero Absoluto de los filósofos no logrará despertar entre los cristianos el sentido de Dios. Ni yo puedo imaginarme a Santa Teresita o a Bernardita rezándole un padrenuestro a El Absoluto.
No se trata simplemente de reconocer que Dios existe. Lo que importa es admitir y conservar el sentido de la trascendencia divina, reconocer y adorar su soberano señorío, verse criatura suya que existe en El y por El. Lo que importa es creer que Dios es mi Padre, que se interesa por cada uno de sus hijos y va conduciendo, con miras altísimas, con mano sabia y amor eterno, este río fluyente de la historia, este pasar de viajeros de la tierra hacia la eternidad.
¡Qué reveladora y sintomática la nebulosa profesión de fe de Einstein, el sabio que ignoró tantas cosas necesarias. “Yo creo en el Dios de Espinoza, que se ha revelado en la ordenada armonía de la creación; no en un Dios que se ocupe del destino y de los actos de los hombres...” Eso decía. ¡Pero cuánto más confiado y más completo decir: “Padre nuestro que estás en los cielos... El pan nuestro de cada día, dánosle hoy!...”.
¿Cuál es el sentido de Dios que yo, cristiano, injertado en el mundo maravilloso de la gracia, debiera poseer y pedir con súplicas humildes, confiadas y porfiadas?
El sentido de su trascendencia.
El sentido de su santidad.
El sentido de su amor.
La realidad de Dios supera todas las concepciones de la mente, todas las nociones de nuestro espíritu.
Se ha escrito que toda la vida del pueblo judío, en el Antiguo Testamento, estuvo centrada en la conservación de la doctrina de la trascendencia divina.
Dios es el Principio y el Fin. El está por encima de su creación. De él arranca la trayectoria de cada hombre y en El vuelve a cerrarse la circunferencia de su vida humana. El es el que da sentido a mi ser, a mi vivir, a mi actuar, a mi peregrinar, a mis aspiraciones. Fuera de la trascendencia divina no se explica ni el nacer ni el morir, no se explica el fin del hombre sobre la haz de la tierra ni el fin y el uso de las criaturas. Fuera de esa trascendencia no se explica bien ni la malicia del pecado, ni la misericordia de la redención, ni la historia de la Pasión de Cristo, ni el contenido sublime de la revelación cristiana. Muy bien ha dicho Leclercq que en la medida en que se borra de las conciencias el sentido de la trascendencia divina, el cristianismo se envilece y pierde su influencia transformante.
Pero con ese sentido de la trascendencia divina hay que unir el de la santidad de Dios. Absoluto en su perfección, nada se le puede añadir. “Sed perfectos —dijo Cristo— como el Padre Celestial es perfecto”. Y El ha querido llamar al hombre a entrar en el mundo inefable de su santidad, a participar de su vida, a transformarse en El, a través de la noche de la fe, por los caminos de la purificación y de la iluminación interior, entre las ráfagas de una celeste esperanza y las experiencias sabrosas de un amor que ilumina, recrea y enamora...
Finalmente, no es posible olvidar que Dios es caridad. “Mi Padre os ama... Voy a mi Padre y a vuestro Padre...”
Porque Dios es caridad, según enseña San Juan. Por amor hizo el sol y las estrellas. Por amor me creó. Con vínculos de Adán me atrajo a Sí. Por amor envió su Hijo y lo entregó para que en El fuéramos salvos; y a través de toda la historia de la salud, su poder llega a nosotros como poder de amor y de ternura misericordiosa. Inefable es la trascendencia divina; pero inefable es también la revelación de su caridad infinita por medio de Cristo y la intensidad de ese amor, que se manifiesta en las obras de la gracia y en esas cúspides de amor que son la Encarnación, la Eucaristía, la Pasión y la visión beatífica en el cielo.
¿Podrá el escueto metafísico, el gélido afirmador de lo Absoluto hablarme de la misericordia de Dios como nos hablan las parábolas del Evangelio? Porque Dios viste al lirio, alimenta al pájaro y tiene contados los cabellos de tu cabeza...
¡Oh Padre, que sois amor y santidad, dadme el sentido de lo divino para que en medio de las mundanas variedades vea siempre la mano de la Providencia, conozca lo recto, escoja lo mejor y cumpla vuestra soberana voluntad!
R.P. Carlos E. Mesa, C.M.F.
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