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domingo, 13 de junio de 2010

Teología de la Historia














Los auténticos católicos, seguimos el concepto agustiniano de la historia. Para nosotros, no son lo sucesos, fatalidad determinista, ni tampoco el vulgar dominio de un pueblo sobre otro. Para nosotros, teológicamente, no existen los pueblos, como conglomerados geográficos, ni como potencias con mayores o menores recursos y fuerzas. Si llamamos o distinguimos a un pueblo sobre otro, sólo es accidentalmente para señalarlo.
Lo que nosotros hemos aprendido en el Evangelio de Cristo es, que los pueblos todos, no sólo aquellos que pertenecen a nuestro mismo credo, forman una gran familia, bajo el dominio de Dios. Los historiadores normales hablan de poderíos y de grandezas pretéritas. Nos dan la sucesión de los imperios, nos hablan de las traiciones de sus gobernantes, de las formas políticas embrolladas para llegar a la ocupación de una provincia o de un reino. Podrán contarnos el poderío de Jerjes con sus diez millones de hombres pasando de Asia a Europa por el Helesponto, o el paso de Napoleón por las pirámides. ¿Pero es eso sólo historia? Cicerón podía definir la historia como maestra de la vida. Si la historia nos enseña sus lecciones es a cuenta de mucha sangre y de muchas lágrimas. ¿Pero merece la pena, aprender sólo de las lágrimas y de los infortunios? ¿Detrás de esas lágrimas y esos desastres, aunque sean gloriosos, no está la verdadera causa y el motivo auténtico de toda esta penumbra de sufrimientos? Los poetas del medioevo y del Renacimiento, habían dado unidad a su concepción del mundo. "Un imperio, un espada y una dama", decían. Y esto estaba bajo su condición de teólogos, que aunque no lo fueran por grados académicos, lo eran por la fe. Porque por ella, comprendían la unidad de todos los hombres bajo un mismo Señor.
Es curioso observar como los hombres cuanto más católicos, han sido más unidos, y la tierra ha tenido épocas de un vislumbre genial de familia, cuando más fe han tenido sus hijos. Israel antes de la venida de Cristo, se unió bajo la esperanza de la venida del Mesías. Por sólo su llegada, aquel pueblo sufrió todas las invasiones y todos los caprichos políticos de sus gobernantes. Jamás se vio pueblo tan unido en la desgracia.
El imperio Carolingio con la fisonomía de las marcas y de la consagración de Carlo Magno, como emperador del Sacro Imperio nos da otro atisbo genial de unión de los pueblos bajo la fe.
¿Qué han sido las Cruzadas? Otro atisbo genial del espíritu de Dios en el hombre, más caballerescas y más genuinas, cuanto más sus hombres, fueron puros y sencillos. En los momentos en que los hijos de la Cruz se llenaron de ambiciones y de odios posesivos, empezaron los desastres. Sin embargo cuando el pueblo se unió contra la Media Luna en Lepanto y se formó la Santa Alianza y se limpiaron las conciencias, antes de disparar los cañones, esa gran familia cristiana obtuvo la unidad y la victoria cuando más se dignificaron en Cristo.
¿Qué nos dice San Francisco de Asís en el episodio del lobo de Gubbio? El amansó la fiera y nos dio otro atisbo genial de lo que hace el amor auténtico a Cristo. La caridad en su grado máximo, nos suaviza a todos y nos hace hermanos de paz con las estrellas, los gusanos y las fieras. Cuando el hombre estaba en alianza con Dios en el Paraíso, el hombre era hermano superior de todas las furias y de todos los áspides y fieras. He ahí, por qué hemos perdido el Paraíso y por qué la tierra es el Armagedón, la llanura de combate de unos contra otros.
No es un caso único. Los leones de algunos mártires en vez de matarlos, los defendían y los lamían, como un fiel perro faldero. A San Juan Bosco, le defendía siempre, de modo misterioso, un perrazo negro. A San Juan Evangelista, no le dejaba un cuervo. Y hablando de cuervos que sacan los ojos, a San Pablo y a San Antonio ermitaños, les traían pan, como recaderos celestes. ¿Pero es que no son a veces los animales más racionales que los hombres? ¿No cumplen ellos con nosotros cuando nosotros cumplimos con Dios?
Nuestra teología, pues, estriba en aquel grito de San Juan a Pedro, sobre la barca en el Tiberiades: "ES EL SEÑOR".
En lo episódico de los años y en lo anecdótico de todos los días, el justo que tiene el ojo de la intención limpio, grita para su corazón: Es el Señor. No son, pues, los acontecimientos, ni los pueblos, ni los hombres, ni la pobreza, ni la riqueza, es El. Por eso León Bloy lleno de lágrimas y de rodillas, decía al llegar la noche: "Todo lo que nos sucede, es adorable".
¿Pero si es El, porque existe el perverso, el impúdico, el miserable? El mal existe es cierto. Y aquí está, una cierta explicación del asunto. Los acontecimientos no nos hacen perversos, ellos no son más que la ocasión, que nos muestra lo que somos. Así de perversos, así de miserables. Y Dios lo permite porque, El espera sacar de los males, bienes. Y da pena pensar, y al mismo tiempo, se asombra uno, que Dios haya permitido el mal en el mundo para sacar por el mal el bien. Permitió el pecado original en el hombre, para que supiéramos su Redención. Permite hasta el pecado personal, para que tengamos el dulzor de saborear su perdón, permite la muerte para saborear después de la gloria. Nos humilla para engrandecernos, nos llena de barro para saborear después la belleza de la blanca vestidura, nos castiga para purificarnos.
"Jamás perdón la lija ha pedido
a la copa que ha bruñido
para que reluzca más".
Así pues, más allá del músculo y de las divisiones acorazadas, más allá de las unidades atómicas, la historia actual, no es de los rusos ni de los norteamericanos. Tras esos preparativos apocalípticos, Dios está disponiendo en una forma universal, los acontecimientos de un final totalmente maravilloso y triste. Tal vez, como nunca en la historia se ha visto, este es el momento en que todo el mundo se pondrá en pie de guerra. La historia ha sido el cicerone de los pueblos.
Ruinas, batallas, piedra gloriosas. Pero jamás nos ha enseñado el acontecimiento de una gran unidad para la pelea final. Ese final tan rotundamente imperativo que hace vislumbrar a Dios. Aquí hay un final preparado de antemano aunque los hombres no lo entiendan.
¿Cuál es ese final, esa perspectiva de Dios? Dios, el Padre de familia de nuestro mundo es muy celoso. En materia de amor y sumisión filial, hila muy fino. Yo siempre he visto en la historia íntima de la Iglesia y de los fieles a Él, una implacable severidad llena de amor para las infidelidades de los suyos.
Moisés el caudillo de Israel, por una duda del poder divino, que podía haber sido en él, un gesto de humildad, Dios le castiga con no ver la tierra prometida. A David su pecado de adulterio, le cuesta la vida de su hijo, la ruina de su casa, la nequicia de los suyos. A Salomón no le perdona el trato con los de otra religión y llega ese príncipe de la sabiduría, hasta jugarse tal vez la salvación. A Jonás le cuesta una tormenta el renunciar a predicar su misión. A San Pedro su presunción y su confianza en sí mismo, le cuesta las tres series de negaciones el día de su sacerdocio. A Judas su envidia y su codicia le cuesta su condenación.
¿Quienes son aquellos tipos misteriosos anunciados por Jesús que dirán: "Señor, Señor", y no entrarán en el reino de los cielos? ¿Y aquellos otros, que hicieron milagros, lanzaron a los demonios en su nombre y El no los recibirá, sino los mandará al infierno de las sombras? ¿No son acaso ésto, ciertas almas elegidas, muertas misteriosamente con aquel pecado de la obstinación y del empedernimiento? ¿Por qué se habrán hecho infieles? Algo terrible le han debido negar a Dios y eso terrible, para muchos, ha sido, el apropiarse su gloria, hacerse ciegos contra la luz, el tener ojos y no ver, el hacerse verdugos cuando debían ser víctimas, el haber escogido la gloria del Tabor por la cruz del Calvario...
Al aplicar la filosofía cristiana de que los pueblos son familiares de Dios, partes integrantes de la familia común, nos da la historia reflejos temblorosos. Dios nunca sustrae de sus elegidos, su favor y su gracia. Pero el látigo de sus justicias restalla fulminante sobre los primogénitos. Porque mirando la historia y las misiones de ciertos pueblos, comprendemos que los pecados de los elegidos y de los primogénitos son terriblemente acusadores.
Israel era elegida y predilecta. El pecado de este pueblo teocrático,, fue negar a Dios, desde el Becerro de Oro hasta la apostasía final de la crucifixión del Mesías. Era un elegido entre los elegidos. Su castigo misterioso fue perder la FE y la luz, ser errante por los siglos y las naciones sin casa propia, y ser la piltrafa pisada por todos los gobiernos hasta que Él vuelva.
Dios dio a Grecia un cielo perspicaz para iluminar las inteligencias. Jamás la mente humana se adelgazó tanto para columbrar la Trinidad sin necesidad de la Revelación. La sofronie de los clásicos, los atisbos de sus poetas, que hacían a los hombres dioses y a los dioses hombres; las manos inspiradas que aquellos escultores tenían para modelar al bronce y labrar el mármol; aquellas almas griegas llenas de aticismos de ángeles que intuyeron sobre el Areópago, al Dios Desconocido, se hicieron inexcusables, porque lejos de reconocerle y de servirle se dedicaron a cultivar efebos amantes, que poblaban los lechos de sus grandes guerreros y filósofos. Tenían que caer porque despreciaron a la mujer y olvidaron a Dios. La venganza de este pueblo escogido la puso Dios en manos de Filipo y Alejandro el rayo de la guerra. Tan escogidos por la mano de Dios, como Nabucodonosor, a quien la Biblia le llama varón escogido para borrar a Tiro y someter a Egipto como premio por haber servido a Dios en la destrucción de sus ciudades.
Altisonante y soberbia, como el águila, era Roma. La fuerza de su brazo la puso Dios en sus Legiones. Pasaron las Galias y llegaron hasta el finisterre. Los césares pasaban los Rubicones y la suerte marchaba bajo sus cuadrigas. Era el hijo fuerte de Dios. El Sansón bíblico, trasplantado al occidente para destruir las mitologías nórdicas y druídicas. Roma, que enseñoreó el sacerdocio de Menfis, que sometió a los rudos cántabros, no enseñados, como dice Horacio, a doblegarse a su yugo, se engrió con las glorias de sus arcos triunfales y la petulancia retórica de sus foros.
Dios le dio a este pueblo el sentido sapiencial de la justicia. Los Juristas de Lazio traían en su inteligencia, el sentido carismático de los jueces de Israel. Proteger y defender; respetar el derecho ajeno; dar a cada uno, lo que es suyo; hablar de las cosas desde la equidad y desde la conveniencia; matar la fuerza cuando quiera aplastar, proteger al inválido, sostener la patria potestad y dar al caído la seguridad de un camino, la defensa contra una incursión o el amparo de una ley judicial.
Este pueblo traía la misión de la justicia sobre la tierra. Pero el coloso de Roma era demasiado señor y entonces, hizo clavos en demasía. Estaban elevados sobre la gloria y la gloria tiene mucho de cielo y entonces los Nerones y los Calígulas se creyeron dioses y se hicieron adorar.
Tenían mucho polvo de caminos imperiales, y se llenaron de termas y de baños lechosos y perfumados para cubrir la molicie de los cuerpos, que habían dormido bajo los petos y los yelmos. Habían visto demasiados hombres rotos y despadazados en los combates, y las masacres de hombres los hicieron buscar el olvido en las masacres maravillosas de prostitución de las matronas y de las cortesanas. Todo lo tocaron y todo lo corrompieron; se corrompieron los poderes bajo los puñales de Bruto y las bolsas de dracmas de Juliano y Suplicio. Los banquetes de la muerte con las fantasías asiáticas de paraísos exóticos y excitantes, hicieron una bandera blanca de perdición y de guante perfumado.
Dios vio la defección de su escogido y entre las llanuras bálticas, formó un hombre bárbaro, le llenó de sangre vengadora y marchó sobre Roma, desolándola y batiendo a las águilas de las legiones decadentes. Atila postró a Roma, cuando el imperio era una cortesana beoda después de una noche de farra imperial.
Hubo otro pueblo elegido entre los elegidos. La Hesperia, el país de la tarde, estaba acostado sobre esa piel de toro de la península ibérica. España estaba llamada a ser una predilección y una reina.
Por dos siglos, como ningún otro pueblo, tuvo una edad de oro. Guerreros de romance, cortesanos de todas las cancillerías, reyes con todas las grandezas y todos los atuendos de advocaciones bíblicas. Llenos de teologías por dentro para no perder la cabeza y llenos de romances en el corazón, para disputar una dama y crear un imperio sobre una princesa mora o azteca. Batidos en todos los mares, liados con todos los reyes, asistidos y emparentados con santos de hornacina, manejaban la espada para el rey, , la pluma para el madrigal y los labios para Dios.
¡Dios qué garbo tenía España! Cada paso, una leyenda y una conquista, cada hijo, había nacido para rey de una quimera o de una isla con cortesanos encantos; cada dueña soñaba un monasterio y cada abadesa escribía un tratado de mística o un abecedario de ascéticas elevaciones. Ese pueblo que marcó con Colón, a la aventura de América, que trajo el barroco y el Avemaría, que llegó con el derecho de gentes de Victoria y la teología de Salamanca y los postulados de Trento en las conchas santiagueñas de los frailes menores de Asís; que trajo en las picas de los aventurados de Cortés y de Pizarro, la pulcritud del griego, el romance del moro, lo caballeresco del visigodo, la soberanía alentadora de Roma, la nobleza fiel del castellano y el ardor sultánico del andaluz; ese pueblo que enseño el Evangelio a las faldas de los volcanes grandiosos de Méjico y junto a las orillas del Amazonas y del Missisipí, perdió toda su grandeza y su imperio porque se desvió de su camino.
Un día se quejó Cristo con la Venerable Marina de Escobar en el año 1628 explicándole la infidelidad de España:
"Me llevó el Señor a unos mares y vi que venían unos navíos pequeños cargados de monedas de vellón. Cristo la dijo: Mira alma lo que pasa, esto es lo que se ha de remediar. ESTO TIENE PERDIDA A ESPAÑA. EL ANSIA DE ORO".
Y por el oro empieza en España las derrotas. Los políticos no lo saben pero Dios sí lo sabe. Y aquí empieza la verdadera historia según los juicios de Dios sobre los elegidos y los predestinados.
Y podía recordar, un poco, la fisonomía histórica de otro imperio siguiente. Francia, cortesana y delincuente, llena de gracia como un fauno griego, que a veces en la noche, en las escapadas de corte y en las orillas de Sena o El Loira degenera en sátiro. El imperio del Sol lleno de Luises y de arquitecturas simétricas, maestrazgo de políticos, cuna de filósofos empelucados a lo Voltaire; esta Francia catedralicia y conventual, hecha de piedra gótica y de canto gregoriano sobre los viñedos, esgrimiendo la teología guerrera de sus castillos y asaeteando el cielo con las espadas ojivales de sus abadías de Cluny. Francia cargada de flores de lis en los brazos de sus condes y de gorros frigios sobre sus cabezas revolucionarias.
¡Oh! qué muerta está el ansia de sus cruzados, llena de sombras macabras en San Juan de Acre, y qué viva está su alma abierta a las chusmas de las Tullerías, clamando: ¡Libertad, Igualdad y Fraternidad!
España, un tiempo tuvo la Inquisición, que velaba por la causa de Dios. París tuvo guillotina que velaba por la sangre azul de sus empelucados y de Maria Antonieta.
¡Ah, no despertéis a Francia que duerme en las camas de Versalles llenas de espejos infinitos y de cortesanas secretas! La sombra de Napoleón es la vara de castigo de Dios. ¡Callaos que viene Napoleón! Y Dios que había dado a Francia, la fe de Clodoveo y la audacia de Juana de Arco, y el evangelio guerrero de San Luis, para hacerla una hija predilecta de la Iglesia, la castiga con un hombre escogido para la barbarie de la guerra.
Un día Dios se le revela a la Madona de Roma, Ana María Taigi, la criada mas estupenda de los siglos modernos y le dice:
-"¿Sabes tú, por qué he suscitado a Napoleón? Para que un impío acabe con otro impío. El es el ministro de mi cólera, para castigar a los pueblos, derribar las monarquías y humillar a los soberbios".
¡Qué historia hubiéramos vivido, si Hitler hubiera hecho caso a la gran estigmatizada de Konnesreuth, Teresa Neuman, cuando al entrevistarla, le dijo:: "Cimenta el III Reich sobre el imperio espiritual de Dios". Hitler cambió el destino de la historia aparentemente, pero de nuevo fue otro instrumento del cielo para someter y despertar a los escogidos: Las naciones de Europa.
Teresa Neuman le profetizó su destino, de espaldas a Dios: "No llegará tu mando a doce años. Verás millones de muertos en tu camino y morirás trágicamente".
Así se escribe la historia de los pueblos. Con fidelidades a dios, las naciones elegidas se engrandecen. Con infidelidades a su destino, los pueblos desaparecen en la derrota. La historia no nos contará la vocación de elegidos y de predestinados en la familia de Dios. Los santos con sus mensajes nos lo enseñan. La verdadera historia está en la fidelidad a Dios.
Y cuando contemplamos el valor de un místico en la familia de Dios, comprendemos su eficacia. Moisés suplicante sobre el monte ganaba las batallas y aplacaba a dios más que los ejércitos.
Ana María Taigi venció ante Dios, el poder de los ejércitos de Napoleón.
Aquella Sor María Cándida de San Agustín, la española conventual de San Diego de Alcalá, que se bilocaba y se iba, estando en el Convento, al Africa a asistir a los heridos y confortarlos en las derrotas ¡qué cacho de monja tan estupenda! tan estupenda que ella resumía la fuerza de todos los ejércitos españoles y ganaba victorias con Dios que no lograban los diplomáticos mas avezados.
Un día Dios le reveló que la guerra de Napoleón III contra Austria, la extendería a Europa y particularmente a España en expiación de sus pecados. Ella intercedió con el Eterno y cayó postrada en cama a las puertas de la muerte. La monja agustina había ganado. No hubo tall guerra. Hubo un victimaje glorioso. Se salvaron los ejércitos y los pueblos.
¿Y la Venerable Marina de Escobar, no daba lecciones de estrategia a los generales de su tiempo y cambiaba ante Dios los éxitos de algunas batallas?
Por las quejas de Dios a esta alma, adivinamos en la mente divina, como se puede escribir la historia que queramos.
Dios se le quejaba un día, cuando la venerable madre, le pedía que no consintiera una matanza de ejércitos terrible.
"No me tienen los fieles tan obligado, que haya da sacar por ellos, las cosas de su curso normal".
Luego obligando a Dios, se le saca su brazo de la ira y su látigo de la cólera.
Necesitamos en la familia de Dios, un ejército de místicos. Un alma de gran voltaje de santidad, es más amada y oída de Dios, que mil otras que hacen sus caprichos y se mueven a su antojo. Una sola sería capaz de ser oída de Dios, aunque mil le pidieran lo contrario.
"Cuando Dios eleva a un alma al último grado de contemplación, dice el P. Lalleman, S.J. ya no le niega nada de cuanto le pida. Pudiendo un alma así, con sus oraciones y crédito, ante Dios, sostener a toda una religión y a todo un reino".
Y en resumidas cuentas, los santos tienen la última palabra en la Historia. Ellos son nuestros hermanos mayores en nuestra familia, lo mejor de nosotros mismos, la corona de los siglos



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