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martes, 19 de abril de 2011

AGONIAS


El pavimento de la gruta era de piedra desigual. Jesucristo, presa de una especie de abandono por parte de sus fuerzas humanas, torció sus rodillas, las puso en el suelo duro, y dejó caer sus manos hacia la tierra, y su cabeza sobre el conturbado pecho.
Una congoja mortal le asaltó. El infierno desencadenado se arrojaba sobre su espíritu divino (por soberana permisión), con la saña con que más tarde debía arrojarse sobre su cuerpo inmaculado.
Satanás presentía que aquel Hombre desconocido por él a fondo debía arrebatarle el imperio de la tierra, y el espíritu rebelde, acompañado de sus hermanos, se arrojaba sobre Jesucristo con un furor, con una saña, con una violencia y crueldad indescriptibles e imponderables.
Jesucristo empezaba entonces el camino del último y supremo sacrificio, y por voluntad soberana venían sobre él los tormentos, las angustias, los dolores que toda la humanidad debía sufrir en castigo de sus pecados.
El Salvador, aunque temblando por el insoportable peso de los dolores, que de improviso la asaltaban el alma, llamaba así estos dolores, y cuando, su pavorosa multitud se hubo replegado amenazadora sobre su divina cabeza; cuando sintió posar sobre sus hombros la mole sin fin de penas que le atormentaban; cuando su espíritu atribulado se halló como náufrago, solo y sin tabla de salvación, en el mar de la amargura y de la congoja; cuando extendió en torno suyo sus ojos piadosos, y no vio en el cielo ni en la tierra otra cosa que la inmensidad de sus penas, y no halló en ninguna parte una mano compasiva que le fuera a socorrer... cuando solo, abandonado en mitad de aquella tormenta enorme, se halló luchando con los dolores y con los pecados de todo un mundo, una indecible congoja, un espanto infinito vino a apoderarse de su alma, y sintiendo amedrentada su naturaleza humana, ante la perspectiva aterradora de sus próximos tormentos, un copioso sudor de congoja se apoderó de su cuerpo divino, y exhalando un profundo suspiro, tuvo miedo.
Miró al cielo. Aquella mirada dolorida era suplicante, pero era resignada inmensamente. Los ángeles no tuvieron valor para contemplarla, y el Padre Eterno la tenía fija en el secreto más recóndito de su espíritu inmortal. Compadecía a su Hijo, mas no iba a socorrerle, no le enviaba consuelo alguno, le dejaba luchar con el furor de las olas que le combatían sin tregua, y por todo consuelo mandaba a Jesucristo una mirada de justicia inflexible.
Veía en él todos los pecados del mundo, y aquellos pecados necesitaban una reparación tan grande como su malicia: contemplaba los dolores, las agonías de su Hijo, y permanecía impasible, porque aquellas agonías eran el principio necesario del sacrificio.
La aridez más grande consumía las entrañas del Señor, bien así como la sed devoradora es un nuevo tormento, que abrasa las entrañas del enfermo combatido por los dolores y por la fiebre. En ninguna parte hallaba el auxilio que con sus miradas estaba suplicando, y ni una señal de compasión veía en el cielo, ni un recurso para mitigar su pena por un momento siquiera, hallaba en sí mismo, y los hombres más allá, en el seno del mundo, dormían descansados después de haber ofendido a Dios, sin que hubiese uno a quien la enormidad de sus culpas espantara el sueño.
¡Oh! En esta circunstancia, en este tremendo abandono, en esta lucha de un Hombre, con la multitud innumerable de congojas que oprimían despiadadas su alma combatiéndola sin piedad, Jesucristo sintió que su naturaleza, humana se espantaba, y aterrorizado ante la presencia de tanta congoja, al mirarse abandonado a sus penas por el Eterno, exhalando un grito indescriptible, grito que hizo estremecer los ángeles en el cielo, dijo:
—¡Padre mío! Si es posible que deje de apurar el cáliz de tanta amargura, compadécete de tu Hijo, y apártalo de mis labios; mas si la redención humana no puede obrarse si yo no bebo esta copa de tribulación infinita, yo me someto gustoso a tus decretos; yo la apuraré hasta la última gota, sin que de mis labios salga otra frase que la de mí resignación absoluta; sin que mi alma pronuncie otras palabras que aquellas con las cuales te ruegue que se haga tu voluntad y no la mía.
Y después de haber exhalado esta exclamación, volvió á dejar caer su noble y abatida cabeza sobre el agitado pecho, que respiraba con fatiga.
No aguardaba el consuelo, no esperaba alivio alguno porque bien sabia el Redentor que eran imposibles; bien sabia su espíritu atribulado que no había otro medio para la humana salvación; pero aquel grito, en el cual iban mezclados a la par el dolor y la conformidad, era para su pecho conturbado lo que es un ¡ay! para el que padece; era un inocente desahogo de la pena que le devoraba; era una indicación muda que hacía a los hombres no ser malo sentir las penas, pero sí que es malo sentirlas sin resignarse a la voluntad divina quo nos las envía.
Y así estuvo abatido Jesucristo por el peso de aquella primera meditación, hasta que sintiendo la necesidad de ser compadecido se levantó y fue a encontrar a los tres discípulos amados, que llevara consigo, para que fuesen testigos del inmenso amor que a los hombres profesaba, siendo testigos de las agonías que por los hombres le devoraban.
Pero estaba escrito que no debía el Salvador hallar consuelo en ninguna parte; estaba escrito que debia verse entregado a la plenitud del dolor, porque al ir a encontrar a sus amados compañeros, para que con una palabra al menos mitigasen su infinito dolor, halló a estos compañeros dormidos.
El sueño había podido más en los Apóstoles que la recomendación de Jesucristo, y al contemplarles en aquel estado, al considerar que los que iban a ser redimidos dormían mientras qua el Redentor sufría; al meditar que sus amigos estaban bien lejos de compadecerle, exhaló un suspiro, y con voz débil y tristísima, acercándose a Pedro para despertarle, y le dijo:
-Simón Pedro, ¿duermes?

Pedro se despertó sobresaltado, y lo mismo hicieron sus dos compañeros. Las palabras del Señor eran un justísimo reproche, una queja amorosa, y los discípulos se avergonzaron de su debilidad.
Pedro miró con ojos suplicantes al Señor y no supo proferir una palabra. Sus miradas confesaban la culpa, y pedían indulgencia a Jesús.
El divino Nazareno dijo:
—¡Ah! ¿Sois vosotros los que pocos momentos antes me prometíais morir conmigo y por mi causa? ¿Sois vosotros los que no podéis vencer el sueño y me dejáis abandonado en medio de la congoja que conturba mi alma? ¿No habéis podido velar conmigo una hora siquiera, cuando sabéis la tristeza que me devora, cuando conocéis que estos son los últimos momentos en que os será permitido respirar junto a mí?
Los discípulos al oír tan justo reproche, ocultaron sus rostros afligidos entre sus manos y no supieron contestar al divino Salvador. Jesucristo compadecido de ellos añadió con tono suplicante:
—Velad y orad, amigos míos, a fin de no caer en la tentación, porque el espíritu está siempre pronto y la carne es flaca.
Y depués de haberles dirigido esta saludable amonestación, se separó otra vez de ellos, sin que nadie hubiese intentado siquiera consolarle.
¡Pobre Redentor! Las penas, las angustias, los dolores debían devorarle, sin que hallara en la intensidad de su tormento, una palabra blanda que mitigase la congoja infinita que estaba oprimiendo su corazón.
Y otra vez volvió a penetrar en la gruta; y otra vez se dejó caer de rodillas sobre el duro y desigual pavimento; y otra vez lanzó su divina consideración á la escena de dolores que empezaban para él.
¡Oh! ¡Que terribles fueron las consideraciones que en este momento se precipitaron sobre el divino Salvador, para aumentar sus angustias, para hacer mayores sus agonías!
Jesucristo era Hijo y no podía dejar de pensar en su santísima Madre. La escena de la despedida estaba grabada en su divino corazón, que vertía lágrimas; el dolor que conturbaba el pecho de la Virgen, le tenía presente Cristo y le atormentaba también; y el abandono en que María debía dentro poco hallarse, ¡oh! qué lástima, qué pena, qué fatiga le causaba!
Pobre Madre,—decia—¡pobre Madre! ¡Tú, la más inocente de todas las criaturas, tú serás la criatura que más habrá sufrido! ¡Pobre Madre mía tan buena y tan desgraciada!...
Esta consideración partía en dos el alma enamorada del Salvador, y no hay en el cielo ni en la tierra criatura que la pueda describir con sus verdaderos colores.
Y las angustias iban aumentando en su alma, sin que ninguna cesara de atormentarla con horrible intensidad. Y pensaba, en sus discípulos, en aquellos Apóstoles tan queridos, a quienes dejaba con una fe muy robusta, y el conocimiento de la debilidad que dentro de poco debía sobrevenirles, crecía su tristeza, aumentaba su pena, redoblaba su congojoso afán:
—¡Oh! ¡Yo he trabajado para cimentarles en la fe y ellos correrán a ocultar esta fe en las cavidades de las peñas! ¡Hijo de Dios! ¡Esta será la recompensa que han de dar, durante algunos días, a tus afanes aquellos seres débiles a quienes amas tanto!....
Y de esta consideración pasaba el Señor a la de la felonía de Judas y cuanto más grande era el amor que profesaba al desdichado Iscariote, tanta mayor era la pena que su horrible traición causaba al Hijo de Dios.
—¡Ser vendido,—decía—ser vendido a mis enemigos por el precio de un esclavo y serlo por uno de los seres a quienes he colmado de distinciones, a quienes he llenado de favores, a quienes he llamado mis hermanos y para quienes he abierto los tesoros de la sabiduría eterna!.... Ser vendido por uno de aquellos dulces amigos, que yo escogiera para anunciar mi doctrina salvadora al mundo, y ver que ese desdichado no se aprovechará del tesoro de mi sangre y considerar que ha de vivir entre fuego y tormentos él, un amigo del Salvador, un Apóstol del Hijo de Dios! ¡Judas, Judas! ¿Por qué te has de resistir a convertirte, si mí sangre será también vertida por tí; si hay en mi corazón suficiente amor para abrazarte si te vuelves a mí y para olvidar tu pecado? ¡Judas, Judas, amigo mio! ¿Por qué te complaces en atormentarme tanto?
¡Ay! ¡Cuántas eran las angustias del corazón adorable del Salvador, al dirigir a Judas este tierno razonamiento... Pero el ojo divino de Jesús veía la dureza del Iscariote, y si la divinidad no hubiera dado fuerzas a la naturaleza humana de Cristo, allí mismo la pena y la congoja le hubiesen hecho espirar.
Luego se presentó también a la consideración del Mesías la saña y el odio que le tenían los enemigos de Dios, y al considerar el enorme pecado que aquellos infelices iban a cometer y al meditar sobre la ingratitud de su pueblo amado, las fuerzas de Cristo desfallecían y su pena aumentaba, cuando veía en el porvenir el espantoso castigo que caería sobre aquel pueblo ingrato, sobre aquel pueblo al cual, a pesar de su ingratitud, amaba tanto, porque era su patria.
—¡Israel,—exclamaba—Israel! ¿Qué es lo que he hecho para que me trates así?
Y mezclando a un mismo tiempo los recuerdos con el porvenir que le esperaba y con los detalles sangrientos de la Pasión que le estremecían, continuaba quejándose de esta manera:
—Dime, pueblo mío; ¿qué mal te hice? ¿en qué te he contristado nunca? ¡Respóndeme!... ¡Ingrato! Tú preparas una cruz a tu Salvador, porque bondadoso te saqué de la tierra de Egipto!... Porque te conduje cuarenta años á través del desierto, porque te alimenté durante ese tiempo con el maná y te llevé a una tierra deliciosa, dime, ¿es por esto tal vez porque me preparas un afrentoso suplicio!
"Dime ¡ingrato! dime: ¿Qué más debí hacer por tí, que no lo haya hecho ya? Yo te planté como viña mía hermosísima y tú en cambio te has hecho tan amargo para mí, que apagarás mi sed con vinagre y con una lanza cruel abrirás el costado de tu Salvador!. ... Yo descargué mi azote por tí sobre lo egipcios, y no perdoné a sus primogénitos y tú en cambio me azotarás a mi sin compasión y me entregarás después a una muerte cruel!
"Pueblo mío; ¿qué te he hecho yo? ¿En qué te he entristecido! Respóndeme.
"Yo te saqué de Egipto, sumergiendo al Faraón en el mar Rojo y tú me dejarás en poder de los príncipes de los sacerdotes! Yo te abrí paso libre por entre las olas del mar, para demostrarte mi protección decidida y tú en cambio abrirás con una lanza mi costado!
"Yo te guié por el desierto en forma de una columna de fuego, y tú en el acceso del furor, me conducirás ignominiosamente al pretorio de Pilatos! Yo te alimenté con el maná en el desierto, y tú me llenarás de bofetadas y de azotes! Apagué tu sed con el agua saludable que hice brotar de la roca y tu apagarás la mia dándome a beber en cambio hiel y vinagre!
"¡Por tí herí implacable a los reyes de los Cananeos y tú herirás mi cabeza golpeándola con una caña! Díte misericordioso un cetro real y tú a tu vez pondrás en mis sienes una corona punzante de espinas! Yo te he exaltado con mi poder sin límites, y tú me elevarás al patíbulo vergonzoso de la cruz!
"¡Oh, dime, por compasión, pueblo amado, ¿qué mal te hice? ¿En qué te he contristado, para que te ensañes de tal manera con tu Bienhechor? He derramado sobre tí los bienes y las bendiciones, ¡y tú torturas tu alma, para pagarme con ingratitudes y tormentos el bien que te he dispensado!....
"¡Cuan triste es la situación del Hijo del Hombre!... ¡Mi corazón desmaya, y la cruz de mis tormentos pesa infinitamente ya sobre mis espaldas! ¡Ah! ¿no hay un ángel en el cielo que me ayude a soportar su peso? ¿No hay un corazón en la tierra que quiera compartir conmigo el horrendo peso que oprime el alma? El que quiere morir de amor, ¿no hallará en la creación una existencia, que con su compasión haga menos angustiosa la hora de esta tremenda agonía?
Jesucristo inclinó su cuerpo casi hasta tocar el duro suelo con la frente sudorienta y lívida. Parecía que un peso insoportable gravitaba sobre sus delicadas espaldas, obligándola a postrarse en tierra, para bañarla con sus lágrimas y con el divino sudor de su frente.
De improviso se sintió un poco más aliviado... ¿Era tal vez que un ángel compadecido de sus angustias bajara del cielo, para sostener un poco la cruz de las agonías del Redentor?
Entonces Jesucristo extendiendo los brazos, y elevando los ojos y la frente al cielo, gritó por segunda vez:
—Padre mío, si es hacedero que deje de apurar el amargo cáliz de la Pasión, yo os ruego que lo apartéis de mis labios, pero no pretendo con esta súplica imponerme a vuestra providencia infinita; solo quiero que se haga en mí vuestra voluntad y no la mía!...
Y después de este segundo grito angustioso, desolador, que los cielos oyeron estremecidos y llorando, el Cristo encorvó más y más su divino cuerpo, y humillándose ante el acatamiento del Padre Eterno, descansó su frente sudorienta en la fría y dura roca del pavimento.
El Eterno siguió mirando inflexiblemente a su Hijo, que había tomado sobre sí los pecados de los hombres. La justicia divina debía ser inflexible si el corazón de Jesús debía darse por satisfecho. ¡Misterio del amor, cuya comprensión solo se halla a la altura de la divinidad!
Y así con la frente clavada en el suelo, y el alma llena de angustias mortales, siguió para el divino Cristo el abandono por parte de los cielos y de la tierra, y el alma puede decirse que se derretía en sudor, pensando tal vez que la compadecería la roca, en la que se apoyaba la venerada frente del Mesías.
Y abatido y sin fuerzas estuvo por largos momentos, sumido en las profundidades dolorosas de su meditación. Por fin, no hallando consuelo en parte alguna, ni dentro ni fuera de sí, hallóse atemorizado por la grandeza de su agonía, y levantándose a duras penas, fue en busca de sus discípulos, para excitar su compasión refiriéndoles sus torturas.
¡Ah! estaba escrito que esta vez también se encontrara solo en la plenitud del dolor, porque llegando al lugar donde dejara a Pedro, Juan y Santiago, hallólos otra vez dormidos. El sueño había vencido sus buenos propósitos de velar con su divino Maestro, y sus ojos obligados por la pesadez del sopor habíanse cerrado.
Jesucristo al venir a ellos, encontrándolos otra vez dormidos, no pudo reprimir un suspiro profundo, exhalado de lo íntimo de su corazón, y contemplándolos por breves momentos dijo:
—¡Duermen! ¡Ah! ¡quién como vosotros tuviese libre de angustias el corazón! ¡Dejémosles en paz, y veamos si entre los otros ocho hay alguno en vela, a quien pueda referir mis penas, y de quien reciba una palabra de consuelo.
Jesucristo vino a los otros discípulos, que algún tiempo antes dejara a la entrada del huerto y bajo la espesa sombra de los olivos. También dormían, y no halló despierto uno si quiera para decirle:
—¿Ves ese sudor que baña mi frente? Pues es producido por la congoja que devora mi alma. Compadéceme tu, amigo mio, porque no hallo un consuelo ni en la tierra ni en el cielo. ¡Espantoso abandono de un Dios, que para redimir a sus criaturas, ha venido a la tierra con el objeto de sacrificarse!
Otra vez suspiró el divino Salvador, y tornando al lugar donde dormían Pedro, Juan y Santiago, les dijo:
—¡Tened piedad de mí; despertaos, amigos mios, por que en la tribulación que conturba, no hallo nadie que me compadezca!
Los Apóstoles despertaron sobresaltados, y hallandose llenos de confusión en presencia de su atribulado Maestro, no supieron hacer otra cosa que avergonzarse de su debilidad.
—¡Oh! Si es que me amáis;—prosiguió Jesucristo,—no me dejéis solo; acompañadme en la oración, y rogad al Padre que tenga lástima del Hijo de María, porque los tormentos que destrozan sus entrañas están fuera de todo cálculo humano.
—¡Perdón!—balbuceó Juan llorando de sentimiento.
—¡Juan, amigo mio! Oh! si tú vieses el estado del corazón de tu pobre primo, en vez de dormir llorarias!..
Jesucristo después de haber dicho estas palabras, separóse por tercera vez de sus discípulos, y sintiendo su corazón y su alma oprimidos sin cesar por las mismas agonías y dolores, dirigióse de nuevo a la gruta de la oración, y postróse en tierra, hasta apoyar en ella la conturbada y sudorienta frente. Y en esta actitud entregóse otra vez a la oración, meditando sobre el pavoroso acontecimiento de su cercana muerte.
Y esta tercera vez las congojas del Salvador fueron mucho mas intensas, mucho mas vivas, mucho mas espantosas, y llegaron a tal grado, que solo pudo resistirlas la humanidad del Hijo del Altísimo, porque la omnipotente fuerza de Dios le sostenía, puesto que para una muerte afrentosa le reservaba.
La agonía de Jesús en este tercer período tomó un carácter mas desgarrador, porque las consideraciones que la produjeron eran también de un carácter mas alto, mas elevado y superior a las mira los hombres. Era Dios el que meditaba, y era hombre el que sufria las consecuencias de la meditación del Criador. Asi se comprende que esta tercera agonía estuviese a la altura de la consideración del Redentor, y que su cuerpo fatigado, olvidando las leyes naturales, llegara a sudar sangre, arrancada a sus divinas venas por la grandeza y amargura inmensas de la meditación.
El dolor en este momento estuvo a la altura del amor de Jesucristo, y como su amor era mas grande que el espacio de los cielos, su fatiga y su agonía debían traspasar también todos los límites de lo natural, debían vencer por completo las leyes regulares de la naturaleza, y necesitando algo con que desahogarse, no tuvo bástante del sudor ordinario, y profundizando hasta las venas, hizo brotar de ellas copiosas gotas de sangre; que regaron la tierra hasta el extremo de ablandar la roca.
Jesucristo que sintió el efecto producido en la piedra por su divina sangre; Jesucristo que halló la roca reblandecida, y que sintió que sus rodillas se hundían en ella, (Es cosa de nadie ignorada, que en Jerusalem se enseñan en la gruta de Gethsemaní las marcas que dejaron impresas en la roca desnuda las rodillas del Salvador agonizante) suspirando con fuerza dijo:
—¡Ob! ¡Mi muerte seria dulce para mí, si después de ella los hombres que voy a redimir no hubiesen de pecar mas, pero los ingratos serán mas duros que esta piedra, y para algunos de ellos, toda mi sangre no bastará a ablandarles el corazón, mientras que algunas gotas derramadas ahora ablandan con facilidad esta roca!... ¿Y qué es lo que para salvarles puede hacer mas el Hijo de Dios? ¿Qué es lo que puede hacer el que viene al mundo para derramar por los hombres toda su sangre? ¿Qué sacrificio pueden pedirme los pecadores, que yo no me haya anticipado a ofrecerlo en su obsequio? Voy a lavarles en la fuente divina, esta fuente manará para siempre de mi costado, y el corazón de Dios será el manantial mas ellos continuarán pecando, y mientras que yo me esfuerzo en padecer para salvarles, ellos se esforzarán en pecar para perderse!...
"¡Ay! ¡Perderse un hombre que me habrá costado tantas congojas, tantas agonías, tantos trabajos y sufrimientos; perderse un hombre por cuya salvación el mismo Dios habrá dejado el cielo para venir a la tierra, y subir a un patíbulo; perderse para siempre un hombre que yo he procurado con todas mis fuerzas atraer a mi, y para quien con mi último suspiro habré abierto de par en par las puertas del cielo!... ¡Perderse un hombre que cuesta a su Dios toda su sangre, toda su vida, todo su amor!... ¡Padre Eterno, sostenedme, porque en presencia de tan amarga conclusión mi espíritu desfallece!...
"¡Y después, ellos ofenderán a Dios!... ¡Ellos continuarán pecando, ellos proseguirán con sus insensateces provocando las iras del Eterno, y ofendiendo al sumo Bien, a la Bondad infinita, a la Clemencia inagotable, al Amor, en fin, que para salvarlos no ha titubeado en darles su Hijo, para que por medio de su muerte les abriera de par en par las puertas del cielo! ¡Y ofender a ese Dios, que les ha sacado del limo de la tierra; que todo lo ha producido de la nada para bien de los mortales, que en vez de aniquilar, después del pecado, la humana raza, la perdona, y les envia un Redentor: ¡oh! ofender a esta bondad inagotable después de mi sacrificio, cuando si yo muero, si yo voy a inmolarme es para que las criaturas cesen de provocarle!. . .
¡Humanidad, humanidad ingrata! ¿Que mas podia hacer Dios por tí? ¿Qué pruebas mas palpables de cariño podia darte? ¡Dime, dime, un dolor mas o menos, un sacrificio mas o menos cargado de tormentos no me importa; dime qué es lo que debo hacer; dime basta qué punto quieres que sufra; imagínalo todo y yo lo haré con gusto, con tal que tú no ofendas mas a Dios!... ¡Pero todo será inútil!... Pena horrenda que destrozas mis entrañas; bien puedes desgarrarlas hasta que de ellas quede un girón, mas no esperes que los hombres dejen de ofender a Dios pecando: tu sacrificio y tus agonías no lo impedirán, porque no es bueno quitar la libertad a los mortales!
"Pero, Padre mió; yo he cargado sobre mis hombres los pecados de todas las criaturas. Toma en Mi ahora reparación completa, y desagravíete enteramente mi infinito sacrificio. La ofrenda que te presento es mas grande que la malicia de los pecados todos, porque es parte de la misma infinita grandeza. Vengan sobre mí los delitos cometidos por todos los hombres, y todos los que se cometerán hasta el fin del mundo. Yo comparezco ante tu acatamiento, Justicia divina; el peso de los pecados me oprime, me aplasta, me confunde y apenas los puedo llevar. Yo voy a sacrificarme por todos estos pecados, y cuando recuerdes los delitos de todos los hombres, recordarás también que has recibido por ellos un desagravio perfecto, en la ofrenda que de su vida te hace tu Hijo atribulado!. .. ¡Oh! tu amor me inspira; el deseo de desagraviar a tu majestad me impulsa... camino fatigado al sacrificio; hombre alguno no sufrirá nunca lo que sufro yo... acepta tú mi ofrenda, y no tengas en cuenta para en adelante los pecados de los hombres! Mírame por su peso abatido; mírame en la inmensidad de mi amarguísima agonía, y toma de todo venganza en mí, pero salva la raza por la cual me inmolo; salva la raza que tantas agonías y congojas causa a tu Hijo. . .
"¿Que es lo que merece el pecado que yo no lo vaya a sufrir, y que no lo este sufriendo ya? ¡El tormento! La inmensidad del que me oprime, ¿no es ya mas grande que la enorme malicia del pecado! Y esta inmensidad actual, ¿es acaso otra cosa que una sombra de la que va a precipitarse sobre mí dentro de poco? ¡La vergüenza! ¡Ah! ¡Y morir como un ladrón, como un asesino, como un ente de los mas degradados de la sociedad!... Y estar suspendido de una infame cruz y recibir las mofas con que han de insultar mi triste agonía, y no ver en torno mio mas que corazones desapiadados, que me mirarán con mas horror que a los ladrones mis compañeros!... ¡Oh! sufrir un Dios esta muerte vergonzosa y llena de deshonra, ¿no es acaso mas de lo que exige la vergüenza, que ha de acompañar al castigo del pecado? ¿Qué sacrificio mayor puede pedirse a Dios, cuando por satisfacer las culpas de sus criaturas, no vacila en morir la deshonrosa muerte en que acaban su vida mortal los seres mas criminales?
"Si, sí. ¡Yo sufriré este martirio deshonroso, a trueque de que Dios nada tenga que pedir a los hombres; yo sufriré la pena que merecen todos los pecados, para que los mortales obtengan la gloria, solo la gloria eterna, gracias a mi sacrificio! ¡Y sin embargo, ellos que sabrán la historia de mis tormentos, ellos que sabrán hasta donde ha llegado el amor que les profeso, ingratos a tantos favores, y no queriendo reconocer mi sacrificio, no solo llegarán a despreciarle, sino que se mofarán de mi abnegación, haciendo gala de un triste cinismo, cuando me echarán en cara lo que ellos digan tal vez inútil sacrificio! ¡Triste y desconsoladora idea! ¡Bien puedo morir impulsado por el amor; bien puedo darles las mayores pruebas de mi cariño; bien puedo entre atroces tormentos derramar toda mi sangre y exbalar el último suspiro de mi vida! ¡Ellos me abofetearán con ese suspiro, ellos pisotearán mi sangre, y al considerar lo que ahora estoy sufriendo por su amor, insultarán mi tremenda agonía con una carcajada sarcástica!... !Oh! ¡Sostenedme, ángeles de mi Padre, sostenedme en vuestros brazos, porque si no, la vida me abandona considerando la ingratitud humana, y el sacrificio quedará incompleto si muero de otra manera que no sea clavado en una cruz!
"¡Y si esto terminara aquí! ¡Si los mundanos se contentaran con desahogar su rabia en mí; si no persiguieran incesantemente a los que profesen un poco de amor al que por su amor habrá muerto!... ¡Pero las tempestados se levantarán contra la esposa amada de mi alma, y el huracán de las pasiones combatirá sin tregua;i la amada mia, que debe nacer en el momento do mi muerte, del medio de mi corazón! ¡Levantaránse contra los que amo los espíritus precitos y los hombres malvados, les combatirán con un empuje y una rudeza extraordinarios, y los pobres se verán atormentados, muriendo por amor a su Maestro en suplicios espantosos, como su Maestro murió por amor a ellos en un patíbulo espantoso!... ¡Oh! ¡Las amo tanto a esas dulces prendas de mi corazón, las amo tanto, que para completar el cuadro de mi espantosa agonía, vienen sus tormentos a replegarse sobre mí, y a aumentar la portentosa multitud y grandeza de los quo ya me oprimían!
"¿Es acaso, Padre mio, por qué yo debo ser llamado el Hombre de los dolores, la causa por la cual se acumulan sobre mí tantas agonías? ¡Ellos por separado bastarán a dejar sin vida a millones de seres entre los cuales fueran repartidas, y sin embargo, yo vivo para apurar a pequeños sorbos la ingrata copa, henchida de todos los dolores, de todas las amarguras que es posible imaginar!"
Jesucristo callo, y todas aquellas consideraciones pasaban en tropel y confusamente alborotando su alma atribulada, mientras que un copioso sudor de sangre bañaba todo su cuerpo divino, como para probar al mundo la infinita angustia que oprimía el alma de Jesús, combatida por todas las penas, por todas las tribulaciones, por todas las congojas que el mismo amor de Dios podia resistir.
Y hubo un momento en que la multitud del dolor desvaneció en la inmensidad de sus abismos el alma atribulada del Salvador, y esto temiendo tal vez morir, dando de nuevo un grito pavoroso, que resonó como un lamento inmenso en la soledad de la noche, y en el silencio del cielo, dijo:
—¡Padre mio! ¡Padre mio! ¡Si es posible que yo deje de beber este cáliz, apártalo de mí, empero hágase tu santa voluntad y no la mia!...
Y levantando los ojos espavoridos al cielo, tendió hacia el empíreo sus brazos en actitud suplicante, mientras que el sanguíneo sudor cruzaba su frente y surcaba por sus mejillas.
Tan grande era la congoja del corazón de Jesús, que el Eterno vio la necesidad de confortarle, porque a no ser asi, tal vez no llegaría con vida a la hora tremenda y suprema del sacrificio. Y el sacrificio sangriento era absolutamente necesario.
Señalando, pues, el Altísimo a dos ángeles de su corte la persona agonizante del Salvador mandóle que fuesen a confortarle, comunicándole la suprema y decidida voluntad de Dios.
Nada había ni en el cielo, ni menos en la tierra, que fuese capaz de vivificar, por decirlo así, aquel espíritu angustiado, sino la suprema voluntad de Dios, en el completo desarrollo de sus disposiciones. La supresión de la misma muerte que esperaba a Jesucristo hubiera sido la continuación indefinida de las mismas agonías de Cristo, si esta supresión se llevase a cabo contrariando en el punto mas pequeño, mas insignificante, la voluntad del Padre celestial, y es que como Jesús conocía perfectamente la suprema providencia de esta divina voluntad, precindir de ella, o contrariarla era violentar a la misma divinidad, era sujetarla a una mutación absurda, era poner en tormento, si se nos permite expresarnos asi, al mismo Dios.
Por eso pedia Jesucristo que se hiciera la voluntad del Padre y no la suya, y esta suplica era un ¡ay! sólo un ¡ay! que resonaba en el empíreo como un quejido inmenso, acompañado de una infinita resignación.
Apenas hubose el Cristo reclinado en brazos de aquella congoja mortal, cuando se entreabrío el seno de la inmensidad, y dos ángeles que habían dejado su brillo y su esplendor en las mansiones del cielo, dos ángeles con los rostros tristes y el vestido del color de los rayos de la luna, decendieron al lugar donde el Señor se hallaba.
Uno de estos dos ángeles reclinó sobre su pecho el cuerpo adorable del Redentor, y le sostuvo en esta posición semidesmayado mientras que el otro, después de adorarle profundamente, enseñó a Jesús las lágrimas que sus angélicos ojos derramaban al ver a su Criador en tanta agonía.
Jesucristo miró angustiado al mensajero que su Padre le enviaba y al ver la compasión que inspiraba el ángel, tal vez sintió que se le calmaba un poco la opresión que conturbaba su pecho.
El divino Nazareno puso los ojos afligidos ea el celestial mensajero, como para darle las gracias por la lástima que le inspiraba, y como para preguntar al paraninfo del Altísimo que era lo que este ordenaba.
Ni una palabra se cambió entre el Dios que sufría y el ángel que le confortaba. El dolor del uno y la turbación del otro no lo consintieron. La situación de Jesucristo era tan solemne, tan superior a las voces articuladas, que el mismo lenguaje de los cielos la apurara más si esto fuera posible.
Y el mensajero celestial presentó al Salvador un cáliz y una cruz. Aquel cáliz y aquella cruz eran la síntesis de sus penas y tormentos: eran el lenguaje expresivo con que el Eterno contestaba a la plegaria angustiosa del Redentor.
Jesucristo suspiró profundamente, y una lágrima fue a confundirse y a mezclarse con las gotas de sudor sanguíneo que de su frente divina brotaban sin cesar. Aquel suspiro y aquella lágrima eran la síntesis de su angustia, pero eran a la vez también la manifestación mas solemne de su voluntaria conformidad a las órdenes y providencias del Altísimo.
El cuerpo, la humanidad de Jesús, se estremecía, porque es de hombres sentir los dolores; pero su resignación era divina y tan grande como la empresa que habia tomado a tu cargo. Al hacerse hombre el Verbo Eterno, no había resuelto dejar el sentir como los hombres; solo había resuelto redimir a la humanidad. Los dolores que sufría, los tormentos y agonías que en breve debía padecer, eran el precio de aquella resolución divina. Por eso a la vez que se hallaba angustiado por el cúmulo inmenso de los dolores y de las torturas de su espíritu aceptaba libremente esas torturas, y si las temía, y si le extremecian al verlas tan cercanas, era solo para demostrar a los Angeles y a los mortales que era un hombre verdadero, y no una existencia impasible: que la obra de la redención iba a ser una desgarradora tragedia, y no una indigna y ridicula parodia; que la prueba de amor que iba a dar a sus criaturas era el oro de la divinidad, y no el oropel del farsante.
¡Dios se hace hombre para padecer inmensamente a fin de evita eternas penas a sus criaturas! El alma se anonada al considerarlo, y no halla frases para ponderar la grandeza de semejante rasgo; solo el silencio de la criatura puede hallarse a la elevación expresiva del hombre, para ponderar tanta grandeza.
El ángel seguía presentando a Jesús el cáliz y la cruz. El Redentor miraba aquellos trofeos con mirada angustiosa pero llena de dulcísima ternura.
Y cuando los hubo contemplada por bastante tiempo, alargó una de sus divinas manos, y tomando el cáliz de las del ángel, elevólo al cielo, hizo una breve oración de ofrecimiento, y después acercó aquella copa amarguísima a sus labios trémulos, apurándola de un trago.
Cuando hubo hecho esto el divino Redentor; acercando aquel cáliz a su pecho, inclinó hacia él la sudorienta frente, cual si quisiera ofrecer a Dios con aquella copa las primicias de la redención.
Y así permaneció un largo momento. Cuando el cáliz hubo pasado de las manos del Cristo otra vez a las del ángel, en el fondo de la copa había algunas gotas de sudor divino, mezcladas con otras tantas de divina sangre, de aquella sangre que la plenitud de la pena arrancaba sin cesar a las venas del Salvador.
El ángel estremecido miró aquel presente que hacia Jesucristo a la Justicia eterna, y vaporosas lágrimas se escaparon de sus angelicales ojos, como se escapan los perfumes de los pebetes en que arde el incienso eterno junto al trono del Señor.
Jesucristo alargó otra vez la mano, tomando de las del ángel la cruz que del cielo su Padre le enviaba. Esta vez no la levantó el Redentor hacia el Eterno, sino que se puso a abrazarla con toda la ternura de su divino corazón.
Los labios del Señor dejaron en ella multitud de besos enamorados; los ojos del Hijo de la Virgen bañáronla en tiernísimas lagrimas, y la sangre que de la divina frente brotaba, rególa con abundancia como si quisiera de esto modo identificar mas y mas con ella sus providenciales destinos.
Y la apretaba sobre su corazón divino; y el alma del Señor decíala ternuras inimitables; y el espíritu del Verbo derramábase sobre aquel trofeo sangriento, como se pudiera derramar la de un hombre apasionado sobre el objeto de sus ardientes pasiones.
Cuando asi hubo el Redentor declarado a su Padre el amor y el entusiasmo con que recibía la altísima voluntad del Eterno, expresada en aquellos símbolos de su futura pasión, tornó la cruz al ángel, y elevando ya mas confortado los ojos y las manos al cielo, dijo:
—¡Padre mío! Yo acepto voluntariamente el sacrificio que me ordenas; recíbelo tú en desagravio de los pecados de los hombres; y ábreles por esta mi ofrenda las puertas eternales de la gloria. Ahora, Padre amado, cúmplase en mí tu voluntad; el cordero está pronto: ¿dónde está el altar? ¿dónde los sacrificadores?
Al terminar estas palabras, los ángeles habian dejado ya al Señor, y se remontaban llorando al empíreo, para presentar al Eterno el cáliz, donde Jesús derramara algunas gotas de sangre y de sudor, y la cruz en la cual el divino Maestro había impreso sus redentores labios.
El Altísimo ocultó aquellos trofeos en el secreto mas brillante y tierno de su espíritu, como quien conoce perfectamente lo que valen, mientras que los cielos suspendían del todo sus hímnos y melodías; mientras que la luz que alumbra sin cesar los espacios del empíreo se tornaba opaca y vacilante...
Entonces descendieron los ángeles a la tierra, para ser testigos del sacrificio cruento que un Dios ofrecía por los hombres al Altísimo. La emoción que a los ángeles dominaba era de todo punto indecible hasta para ellos mismos.
Mientras tanto Jesús oraba, y un nuevo temor y congoja nueva apoderáronse de su corazón. Sus miembros todos temblaban, el sudor de sangre era mas abundante, y el espanto de su alma se hacia visible.
Las rocas de la gruta crugieron; la brisa exhaló sordos gemidos; la luna cubrió de improviso su faz con un cendal de nubes, y el cielo tiñóse de un color oscuro y aplomado... Allá fuera del huerto percibíase ruido sordo de armas y de gente que andaba con cautela.
Jesucristo suspiró, y dejando la posición con que hasta entonces oraba, levantóse y extremeciéndose elevó los ojos al cielo para decir:
—¡La hora ha llegado! Recibe propicio mi ofrenda voluntaria, Padre mio.
Y saliendo precipitadamente de la gruta, con la faz lívida, el rostro pálido y el cuerpo trémulo, dirigióse al lugar donde sus tres apóstoleb se hallaban.
Jesucristo tenia miedo a los tormentos y a la muerte, porque Jesucristo era verdadero Hombre, a la par que verdadero Dios. ¿ Y a quién en los nacidos no espantan los tormentos y la muerte?
J. Palles
LA PASIÓN DEL REDENTOR

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