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lunes, 26 de marzo de 2012

De las gracias gratuitamente dadas

I. Este estudio sobre las gracias, que se ha convenido en llamar gracias gratuitamente dadas, será el complemento natural de las cuestiones antecedentes. Pero antes de inquirir si la Virgen Santísima poseyó tales gracias y en qué medida, importa puntualizar el objeto de la cuestión.
La Teología católica distingue dos especies de gracias. Unas se encaminan directamente a la santificación personal del que las recibe. Llámanse o gracia habitual y santificante, o gracias actuales, según que unen el alma formalmente con Dios o que se presentan como auxilios transitorios, tales como las iluminaciones de la inteligencia y las nociones de la voluntad, con que Dios nos dispone y nos incita a hacer actos meritorios. Las otras tienen por fin directo no tanto la utilidad propia de aquellos a quienes Dios las concede, como el aprovechamiento espiritual del prójimo, a quien tienden a acercar a Dios. Las primeras son generalmente destinadas a todos, porque todos deben ser hijos de Dios, amigos suyos y templos suyos; las segundas se reservan especialmente a los que, según los designios de Dios, están llamados a cooperar a la santificación de sus hermanos (San Thom., 1-2, q. 3, a. 1, cum Prolog.). En su primera Epístola a los Corintios, hizo el Apóstol una circunstanciada enumeración de estas últimas, seguida generalmente por los teólogos en sus estudios sobre esta materia. ¿Es completa esta enumeración, sin que puedan hallarse en San Pablo otras gracias del mismo orden, no comprendidas en la clasificación comúnmente recibida? No hace mucho al caso inquirirlo. Sea como quiera, he aquí la serie de gracias gratuitamente dadas o, para servirnos de una palabra griega latinizada, de charismata (carismas), propuesta por el Apóstol en el clásico texto de su Epístola: "A cada uno es dada la manifestación del Espíritu para provecho. Porque a uno, por el Espíritu, es dada la palabra de sabiduría; a otro, la palabra de ciencia, según el mismo Espíritu; a otro, la fe por el mismo Espíritu; a otro, la gracia de sanar por el mismo Espíritu; a otro, la virtud de obrar milagros; a otro, la profecía; a otro, el discernimiento de espíritus; a otro, el don de lenguas diversas; a otro, la interpretación de discursos. Mas de todos estos dones obra sólo uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno como quiere" (I Cor., XII. 7-12.). Sería necesaria una larga disertación para explicar minuciosamente la naturaleza de estos dones, todos los cuales vienen del Espíritu Santo, que es su común principio, y van encaminados a manifestar su presencia. Contentémonos con algunas advertencias más precisas.
La primera advertencia es que los carismas pueden distribuirse en tres clases.

Al primer grupo pertenecen la palabra de sabiduría y la palabra de ciencia, es decir, los dones que disponen a la enseñanza de las verdades de la fe: la palabra de sabiduría, para concebir y exponer los altos misterios del cristianismo; la palabra de ciencia, para enseñar las verdades menos elevadas, las que el Apóstol llama leche de los pequeñuelos, por oposición al alimento sólido de los perfectos, es decir, las verdades elementales que todos deben conocer (I Cor., III, 2; Hebr., V, 12).
El segundo grupo comprende la fe, la gracia de curaciones y la virtud de los milagros: tres cosas encaminadas a confirmar la verdad de la doctrina evangélica. La fe, no sólo la fe que cree por la autoridad de Dios, sino aquella fe de la cual dijo Nuestro Señor: "En verdad os digo que, si tuviereis fe como un grano de mostaza, diríais a este monte: Cambia de lugar, y cambiaría, y nada os será imposible" (Matth., XVII, 19); en otros términos, la fe de los milagros, esa madre de los prodigios, como la llama San Juan Crisóstomo, compuesta de fe teológica y de una confianza inquebrantable en la asistencia presente de Dios. La gracia de curaciones y la operación de los otros milagros, que no son devolver la salud a los enfermos, se comprenden fácilmente. Menos fácil es explicar en quién estas dos gracias se distinguen de la fe. ¿Será como un género bajo el cual se comprenden las otras dos gracias, o bien será algún modo especial de obtener o producir efectos milagrosos? Dejemos que decidan tal cuestión los comentadores del Apóstol.
El tercer grupo comprende cuatro gracias, cuyo fin principal es edificar a los fieles y convencer o confundir a los infieles (I Cor., XIV, 3, 5, 12, 26). Y estas cuatro gracias forman, en cierto modo, dos pares, en que los dones van juntos y se completan el uno al otro. Primero, la profecía y el discernimiento de espíritus. De aquélla dice San Pablo: "Desead los dones celestiales y, sobre todo, el de profecía... El que profetiza habla a los hombres para edificación y exhortación y consolación" (I Cor., XIV, 1 y 8). Por aquí se ve que la gracia de profecía mencionada por San Pablo no era tanto el privilegio de predecir las cosas futuras cuanto el de exhortar y edificar a los fieles con palabras y discursos inspirados por el Espíritu Santo. Sin embargo, esta gracia, en algunas circunstancias, se hacía profética en el sentido más estricto de la palabra, como el mismo Apóstol lo dice expresamente en el capítulo XIV de la misma Epístola (I Cor., XIV, 24 y 26).
El libro de los Hechos apostólicos y las Cartas de San Pablo, nos enseñan cuán frecuente era esta gracia entre los fieles de los primeros tiempos de la Iglesia (Act., XI, 27; XIII, 1; XV, 32; XXI, 10). En efecto, todas o casi todas las comunidades cristianas primitivas tuvieron sus profetas, como fueron, y sólo nombramos a los más conocidos, Agabo (Act., XI, 28; XXI, 10), Bernabé; Simón, por sobrenombre el Negro; Lucio de Cirene, Manahen (Act., XIII, 1), y las cuatro vírgenes hijas de Felipe (Act., XXI. 9). Era cosa frecuente en las reuniones de los fieles ver a tal o tal profeta levantarse y hablar según que el Espíritu le inspiraba (I Cor., XIV, 26-40). Prodigios que ya el Apóstol San Pedro había visto anunciados en el oráculo de Joel: "Y sucederá que en los últimos días derramaré de mi Espíritu sobre .toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas... Y aun sobre mis siervos y mis siervas, en aquellos días (los del Mesías) derramaré mi Espíritu y profetizarán..." (Act., II. 17, 18; coll. Isa., XLIV, 3; Joel, II, 28). Pero, porque es fácil la ilusión en este orden de fenómenos, a la profecía se junta el discernimiento de espíritus, que distingue lo que viene del Espíritu de Dios de lo que podría tener por principio, o el espíritu del mal, o una imaginación desordenada (El hombre espiritual juzga de todas las cosas, dice San Pablo, aludiendo manifiestamente a esta última gracia. (I Cor., II, 14).
Vienen, por último, la gracia de hablar diversas lenguas y la de interpretar discursos. La primera gracia, la glosolalía, como algunos la llaman ahora, no es, según el texto de San Pablo, aquel don que tuvieron los Apóstoles de predicar el Evangelio en diversas lenguas, aun cuando nunca las hubiesen aprendido; pues San Pablo dice expresamente de los que habían recibido tal gracia, que no eran comprendidos de los otros, como no fuera que al mismo tiempo recibiesen la gracia de interpretar lo que decían, o que, a falta de ellos, lo interpretasen otros (I Cor., XIV, B, 13. 23, 26). ¿Qué era, pues, la glosolalia de que habla San Pablo? Él mismo nos da la respuesta en el capítulo XIV de la misma Epístola: "El que habla una lengua (desconocida) no habla a los hombres, sino a Dios, porque nadie lo entiende; pero por el Espíritu dice cosas misteriosas" (I Cor., XIV, 2). Hoy, la Iglesia de Dios canta y ora en todos los climas y en todos los idiomas del mundo, porque tiene hijos por toda la superficie de la tierra, y que hablan todas las lenguas. Dios quiso darnos en la misma Iglesia naciente como una prenda profética de lo que sería algún día... Sucedía, pues, con frecuencia, entre los fieles que se reunían para orar, que varios de ellos, inspirados de improviso por el Espíritu de Dios, comenzaban a cantar sus alabanzas en una lengua que nadie entendía, entre los que estaban allí, y que ellos mismos ignoraban; fenómeno sobrehumano, cuyas manifestaciones procura el Apóstol regular, temiendo que escandalicen a los infieles, en vez de ser para ellos una prueba de la acción divina. Se comprende por qué la interpretación de los discursos es el complemento obligado de la glosolalía; y ella es también una gracia del Espíritu Santo, puesto que es un don que Dios concede a la oración. "Que aquel que hable una lengua —dice San Pablo— pida el don de interpretarla" (I Cor., XIV, 13).
Segunda advertencia.— Eran éstas gracias que no debían perpetuarse en la Iglesia, al menos con la misma abundancia y en la misma forma. Tenían entonces una utilidad que no tuvieron ya en los siglos posteriores. Estas manifestaciones extraordinarias del Espíritu Santo en la Iglesia servían, ante todo, para probar ostensiblemente que eran, en verdad, obra de Dios. No se podía dejar de confesar ante dones tan claramente divinos: "El dedo de Dios está aquí", digitus Dei est hic. A esta primera ventaja se unía otra no menos importante. En aquellos primeros tiempos, la jerarquía eclesiástica no tenía todo el desarrollo que adquirió después. Había, pues, que suplir su insuficiencia, y esto hizo el Espíritu Santo cuando repartió tan largamente estas gracias, gratuitamente dadas, en la Iglesia naciente. Así, se las ve decrecer a medida que la jerarquía regular va creciendo y normalizándose.
Tercera advertencia.— Porque tales gracias no se hayan conservado en la Iglesia con la misma abundancia, guardémonos de creer que hayan desaparecido totalmente. Basta recorrer las Vidas de los Santos para convencerse de que existen todavía, menos frecuentes, sin duda alguna, pero a veces no menos notables que en la primitiva Iglesia. ¿Acaso no se hallan a cada paso en la historia eclesiástica el don de milagros, el más alto de profecía, y el de penetrar los misterios de la fe cristiana y hacerlos aceptar, a pesar de toda la resistencia del orgullo y de las pasiones humanas?
Cuarta y última advertencia.— Las gracias gratuitamente dadas no son santificantes por sí mismas. No las confundamos, pues, con lo que se llama en Teología dones del Espíritu Santo; por ejemplo, con el don de sabiduría, o el don de ciencia. Porque los dones propiamente dichos son inseparables de la morada del Espíritu Santo en las almas, y de la gracia santificante; mientras que las gracias gratuitamente dadas no suponen, en quien las recibe, ni una cosa ni otra. Esto da a entender el Apóstol expresamente cuando dice, no sólo en la misma Epístola, sino en el lugar mismo donde trata de estas gracias: "Aunque hablase las lenguas de los hombres y de los ángeles...; aunque tuviese el don de profecía; aunque conociese todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviese fe bastante para transportar montañas, si no tengo caridad, nada soy" (I Cor., XIII, 1-3. Véase, a propósito de estas gracias, el comentario del P. Cornley sobre los caps. 13 y 14 de la I Epístola a los Corintios, y el Diccionario de la Biblia publicado bajo la dirección de M. Vigouroux, art. "Dones del Espíritu Santo").

II. Hechas estas advertencias, quédanos por resolver la cuestión que las ha motivado. ¿Poseyó la Virgen Madre de Dios, durante su vida mortal, las gracias y todas las gracias gratuitamente dadas? Podría hacernos dudar que, según San Pablo o, mejor dicho, según el Espíritu Santo, que hablaba por su boca, no todas se concedían a todos. "A uno —dice—, la palabra de la sabiduría; al otro, la palabra de la ciencia... ¿Son todos profetas? ¿Son todos doctores? ¿Obran todos milagros? ¿Tienen todos gracia de curar? ¿Hablan todos diversas lenguas o interpretan todas?" (Ibíd., 14, 29, 30). Todos los teólogos escolásticos responden a una, con Alberto Magno: "Es manifiesto que la Santísima Virgen poseyó todas las gracias y en el grado más eminente" (Albert. Magn., super Missus est, q. 112, sqq. Opp. XX, 81, etc.).
Y ¿qué mucho es que así fuese, si taumaturgos, profetas, doctores y privilegiados de todas clases la tienen y la deben tener por su Reina? Nos convenceremos de que ni la Teología, ní los Santos que ella trae por testigos, se han equivocado, cuando hayamos considerado sucesivamente los tres grupos de gracias y los hayamos confrontado, por decirlo así, con la Madre de Dios.
Si no se tratara en el primer grupo sino de la sabiduría y de la ciencia, por donde se entran en los divinos misterios para comprender plenamente su significación, sus relaciones y consecuencias, sería ceguedad el no admitirlos en María, y en un grado que no conviene sino a la Madre de Dios. Lo que hemos visto de la perfección sobrenatural de su inteligencia, de su perpetua contemplación, de las comunicaciones divinas que recibió constantemente, nos dispensa de largas reflexiones. Pero no es sólo a la concepción de las cosas a la que se refieren esas dos primeras gracias; es, sobre todo y principalmente, a la proposición exterior de las verdades ordinarias o sublimes ya concebidas. La palabra de sabiduría, la palabra de ciencia, dice San Pablo.
Parece, y de aquí viene la dificultad, que una y otra gracia son privilegio singular de los Apóstoles y Doctores. He aquí, al menos, lo que parece significar el Apóstol de los Gentiles, cuando escribe en la misma Epístola a los Corintios: "Dios puso en su Iglesia, primeramente, a los Apóstoles; segundo, a los Profetas; tercero, a los Doctores; después, los milagros; luego, la gracia de la curación", y lo demás que puede verse en el texto (I Cor., XIII, 28; cf. Act., XIII, 1). No lo negamos; pero, entonces, habrán de tomarse aquí los nombres de Apóstol y de Doctor en una significación más amplia, y tal, que pueda adaptarse a los simples cristianos; porque en los tres capítulos que San Pablo consagra, casi por entero, a las gracias gratuitamente dadas, considera éstas no como don particular de los miembros de la jerarquía, sino como dones concedidos indistintamente por el Espíritu Santo a los fieles de Cristo. Por consiguiente nada, por este lado, impide el atribuirlos a María.
Lo que no quiere el Apóstol es que las mujeres tomen la palabra en las asambleas públicas de los cristianos para exhortar, instruir, profetizar, hablar lenguas desconocidas o interpretarlas. Estos oficios los reserva a los hombres: "Callen las mujeres en la Iglesia de Dios —escribe—, porque no les está permitido hablar en ella, sino que deben estar sometidas, como la Ley misma dice" (I Cor., XIV, 34; I Tim., II, 12). Ciertamente, la Santísima Virgen María era tan humilde, tan modesta y tan respetuosa para con las leyes y usos legítimamente establecidos, que no pediría o aceptaría excepciones a esta regla. Pero lo que no hacía, ni hubiera querido hacer en las reuniones públicas de los fieles, ¿quién le impedía hacerlo en particular?
Así lo reconoce expresamente Santo Tomás, cuya autoridad se invoca a veces en contra. Tratando de si las mujeres pueden poseer las gracias de la palabra de sabiduría y de ciencia: "Respondo —dice— que se puede usar de la palabra de dos maneras. Primero, conversando en particular y familiarmente con una sola persona o con varias, y en este caso nada impide a las mujeres participar de la gracia del hablar. En segundo lugar, cuando se habla públicamente a toda la Iglesia, y esto es lo que no está concedido a las mujeres por tres razones: La primera y la principal está sacada de la misma condición de la mujer, que, por la naturaleza de su sexo, está sometida al hombre (Gén., III, 16); porque enseñar y predicar públicamente en la asamblea de los fieles es propio, no de los subordinados, sino de los superiores... La segunda razón se funda en las conveniencias morales; porque, según testimonio del Eclesiástico (Eccli., IX, 11), la concupiscencia es un fuego que se enciende en el corazón de los hombres en sus coloquios con las mujeres. La tercera y última es que las mujeres no están, de ordinario, bastante consumadas en sabiduría para que convenga el confiarles la pública enseñanza de la doctrina evangélica" (San Thom., 2-2, q. 177, a. 2). No niega, por consiguiente, Santo Tomás que las mujeres puedan recibir los carismas de sabiduría y ciencia; "pero si los han recibido —dice—, usen de ellos para enseñar en particular, y nunca en público" (San Thom., 2-2, q. 177, a. 2 ad 3).
Nunca ha prohibido la Iglesia a la mujer la enseñanza privada. Dios mismo la ha favorecido en más de una ocasión con luces especiales. ¿Quién no sabe cuán sabia maestra fué Santa Cecilia de su esposo Valeriano, y Santa Mónica de su marido Patricio? Y, en tiempos más cercanos, ¿cómo olvidar lo que hicieron en favor de la instrucción espiritual de los cristianos Santa Catalina de Sena, Santa Teresa y muchas otras? (Coelestis ejus doctrinae pábulo nutriamur. Oración de la Iglesia para la fiesta de Santa Teresa). Lo que nos asombraría, después de tantos ejemplos, no sería el ver a la Virgen Santísima, Madre universal de los hijos de Dios, enseñarles familiarmente la doctrina y los misterios de su Hijo, sino el que los fieles de su tiempo descuidasen el interrogar a tal Maestra, y que María rehusase satisfacer su piadosa avidez. Por esto, ¡cuántas veces los Padres y los Doctores nos representarán a María como Maestra de los mismos Apóstoles, sobre todo en lo que concierne a los misterios del nacimiento del Salvador y de su primera infancia!

III. Pasemos al segundo grupo, que comprende la fe, la gracia de curaciones y la operación de milagros. Superfluo sería examinar sucesivamente cada parte de la división para decidir si la gracia expresada por esos diferentes términos fué privilegio de la Madre de Dios. Preguntémonos, más generalmente, si María poseyó el don de milagros, en el cual pueden incluirse los otros dos.
El Doctor Angélico, aunque cree que María lo recibió excelentemente en principio, como las demás gracias, en la hora de su primera santificación, parece admitir que no tuvo el uso de dicha gracia en el tiempo de su vida mortal. No la tenía —dice—, como Jesucristo, para usar libremente de ella en los límites determinados por el fin de la Encarnación, es decir, para la salud de los hombres, sino en cuanto convenía a su propia condición. Y como en el tiempo en que vivió la Madre de Dios, es decir, durante la vida del Salvador y la primera promulgación del Evangelio, los milagros tenían por fin el confirmar, de cerca o de lejos, la doctrina de Cristo, no debían, por consiguiente, obrarse sino por el mismo Cristo o por sus discípulos, que eran sus instrumentos y sus cooperadores en la predicación de la fe. Así, pues, como el ministerio de la predicación no correspondía a María, no le convenía tampoco obrar los prodigios enderezados por la Providencia para hacer dicha predicación futura y creíble (San Thom., 3 p., q. 27, a. 5, ad 3). Quizá no se haya de tomar del todo a la letra esta opinión de Santo Tomás, sino antes convendría restringirla a los milagros explícitamente hechos para atestiguar la verdad del Evangelio. Poco ha vimos cómo el Angélico Doctor admite una restricción semejante, a propósito de las gracias contenidas en el primer grupo.
Sea como quiera, otros teólogos de gran renombre y autoridad no vacilan en reconocer a María no sólo el poder, sino también la operación de milagros. Tales son, por ejemplo, Alberto Magno, San Antonio y Suárez (Suárez, dr Myster. vitae Christi, D. 20, S. 3). "En la explicación de esta gracia —advierte este último— es preciso distinguir los tiempos, los géneros de milagros y el modo de obrarlos" (Idem, ibíd). Primeramente hay diferencia entre los milagros en cuanto a su fin. Unos, según antes oímos a Santo Tomás, se ordenan directamente a confirmar la doctrina; son la atestación sublime de su verdad, que emanan del mismo Dios. Otros tienen por fin próximo, ya un beneficio temporal, ya la manifestación de la santidad de aquel por quien Dios los obra. Hay también para los hombres diferentes maneras de obrar un milagro. A veces los hacen con un simple mandato. Así, detuvo al sol Josué; así, curó San Pedro al cojo en la puerta del templo (Jos., X, 12; Act., III, 6). Otras veces, por la fuerza de la oración, con mandato o sin él, según sucedió en la resurección de Tabites, que leemos en los Hechos de los Apóstoles (Act-, IX, 40). Otras, en fin, por el simple contacto, aun mediato. De esta manera, la sombra de San Pedro y los lienzos de San Pablo curaban a los enfermos (Act., V, 15; XIX, 12.).
Supuestas estas premisas, ya podemos juzgar más fácilmente del poder de María, según la diferencia de tiempos en que se presenta a nuestros ojos. No es verosímil que obrase milagros antes de haber concebido al Verbo hecho hombre, porque no eran entonces necesarios ni para atestiguar la verdad de la doctrina, ni para manifestar a los hombres los méritos y el crédito sobrenatural de esta Virgen oculta. No es probable tampoco que los obrase, al menos por sí misma y públicamente, en el tiempo que transcurrió desde la Concepción del Hijo de Dios hasta su Ascención a los cielos; las razones dadas por Santo Tomás lo prueban, a nuestro ver, suficientemente.
Hemos dicho: por sí misma, porque el Evangelio nos muestra claramente, cómo por su fe (la fe de milagros) y por su oración obtuvo el gran milagro de Caná, donde Cristo manifestó por primera vez su gloria (Joan., II, 11). Hemos dicho también: milagros públicos. Porque, si se trata de milagros secretos, "es incierto —dice Suárez— si obró alguno, ya en el tiempo de la infancia del Salvador, en Egipto, por ejemplo, ya en otras épocas, suponiendo que hubiera habido alguna necesidad de hacerlos" (Suárez, 1, c.). Confesamos que tales milagros nos parecen poco verosímiles; cuanto más que, no estando la Santísima Virgen a la cabeza de la Sagrada Familia, debía ceder la preeminencia a San José. Por tanto, si Nuestra Señora obró algunos milagros antes de subir al cielo en su gloriosa Asunción, hubo de ser después de la Ascensión de su divino Hijo.
Los Santos, describiendo la muerte de esta Bienaventurada Virgen, nos hablan de maravillas obradas por el contacto de su santísimo cuerpo, y hasta del sepulcro donde había estado. "¿Por qué —pregunta Suárez— no habría de hacer viva lo que hizo después de muerta? ¿Por qué quitarle el conceder milagrosamente a los hombres beneficios capaces de alimentar en ellos la fe y la fidelidad a su divino Hijo? ¿Por qué Jesucristo, que glorifica a sus siervos, haciéndolos instrumentos de su poder, había de temer el manifestar a los fieles la incomporable santidad de su Madre, y su poder de intercesión cerca de Él?
Concedamos, con el Doctor Angélico, que María no confirmó, como los Apóstoles, públicamente y a la faz del mundo, el Evangelio de su Hijo por la virtud de los prodigios, porque esto hubiera sido ejercer el ministerio de los maestros de la fe. Pero, ¿hubiera sido también usurpar este ministerio el implorar la omnipotencia del Salvador en favor de los infortunados y obtener esos efectos maravillosos sobre los hombres? En verdad, no podemos creerlo. Nos repugna el pensar que esta Madre, toda bondad, tan misericordiosa, tan compasiva con los desgraciados, o no quisiera pedir esas gracias insignes que después de su muerte tantas veces han levantado nuestra esperanza, o no las pidiese sino para recibir una negativa. Figurémonos una pobre madre que le presenta su niño, muerto antes de ser regenerado por el Bautismo, y que le suplica llorosa que le devuelva la vida, siquiera el tiempo de ser alistado en la familia de Dios; tenemos por cierto que esta madre no se iría sin ser escuchada. ¡Cuántos casos parecidos pudiéramos imaginar!
Así, pues, sin temor alguno abrazamos la opinión de Suárez, persuadidos de que ninguno de nuestros lectores sentirá repugnancia en seguirla con nosotros. Por lo demás, el texto del Apóstol, lejos de prohibirlo, nos invita a ello, por cuanto, al hablar de las gracias gratuitamente dadas y de la gracia de milagros, como de las demás, da a entender que no son privilegio particular de los pastores y doctores de la fe. El Espíritu Santo las reparte a los fieles de Cristo indistintamente, según le place y en la medida que lo juzga oportuno y conveniente. Y ¿es posible que en una repartición tan general se olvidase de la Madre de Cristo, la Reina y la educadora de la Iglesia naciente?
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...

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