Génesis y significación de esta festividad
Por un decreto de 22 de abril de 1727, Benedicto XIII extendió a toda la Iglesia una fiesta que, con diversos nombres y en distintas fechas, se celebraba en en gran parte de la cristiandad. La primera iniciativa emanó del Concilio de Colonia, que en 1423, queriendo reparar las impiedades iconoclastas de los Husitas, había instituido una fiesta bajo el título de Festum. Commemorationis praefatae angustiae et doloris B. M. V. (Fiesta conmemorativa de la angustia y dolor de la B. V. M Véase Harduino, Conc., t. VIII, col. 1013).
La piedad de los fieles concentrada enteramente, al principio, en el acerbo dolor del alma de María en el día supremo de la pasión del Salvador, se imaginaba las horrendas torturas padecidas por esta Madre al encontrar a su divino Hijo cargado con la cruz, y luego en el Calvario al pie de la misma cruz, durante una agonía de tres horas, y, finalmente, en su entierro y sepultura. Poco a poco, otros dolores fueron incluidos en esta festividad. La devoción a los siete dolores se debe a la piedad de un sacerdote de Brujas, secretario más tarde de Carlos V, llamado Juan de Coudenberghe (Era Deán de San Gil de Abbenbroek (Holanda meridional), cura
de la iglesia de los Santos Pedro y Pablo de Heimerswaal ciudad
destruida de la Zelandia) y también de San Salvador de Brujas. Véase en
Analecta bollandiana de 1893, el interesante artículo del P.
Delehaye, intitulado La Virgen de las siete espadas, p. 881. En él se
demuestra también que los siete gozos fueron honrados antes que los
siete dolores. Según Benedicto XIV, De festis, 2, 4, 9. Saxio atribuía a
los siete fundadores de la Orden de los Servitas la paternidad de la
devoción a los VII Dolores).
Desolado por los males de la guerra civil que siguió a la muerte de la duquesa María de Borgoña, esposa de Maximiliano de Austria, recurrió y procuró se recurriese a la Madre de Dios. Para reanimar la devoción de los fieles, colocó en cada una de las tres iglesias que de él dependían, una imagen de la Virgen con una inscripción en verso, que recordaba las ocasiones en que María había especialmente sufrido: al oír la profecía de Simeón; en la huida a Egipto; en la pérdida del Niño Jesús en el templo; al ver a Jesús cargado con la cruz; cuando en ella fué cruficado; cuando recibió en sus brazos el cuerpo de su divino Hijo, y finalmente en el santo entierro (No todos enumeran los siete Dolores del modo que hoy ha prevalecido.
Así, en algunos autores, la profecía de Simeón es remplazada por la
circuncisión).
El 25 de octubre de 1495, Alejandro VI aprobó una cofradía de Nuestra Señora de los siete Dolores establecida en Bélgica, hacia el año 1490; los anales de esta cofradía atestiguan la popularidad de esta devoción en ambos Flandes (Los frutos de esta devoción fueron tales, que se instituyeron tos
fiestas, una en Delft de Holanda, la otra en Brujas, Bélgica, para conmemorar las gracias obtenidas. Llamábanse: Festtim miraculorum
Confraternitatis VII dolorum sacratissimae V. M. M. y Festum miraculorum B. V. M. de VII doloribus. Art. cit. de Analecta, p. 340).
La fiesta de los Dolores se celebraba allí con este mismo nombre de los siete Dolores, pero no en la fecha actual, sino el viernes antes de la semana de Pasión.
La devoción a los Dolores de la Virgen es, por otra parte, mucho más antigua que su misma solemnidad. ¿No asistía por ventura la ciudad de Florencia, en 1233, a la fundación de la orden de los Servitas, especialmente dedicada a María y al culto de su martirio? ¿Y no poseía ya la Iglesia el Stabat Mater? (Según J. Julián, A dictionary of hymnology, el Stabat fué compuesto entre
1150 y 1360 y tuvo tal vez por autor al Papa Inocencio III (1216). Otros atribuyen este himno al Franciscano Jacopone Todi (+ 1306)).
Plan de la meditación
En esta primera meditación, hecha en un tiempo en que nuestra piedad no debe apartarse de los sufrimientos del Salvador, consideraremos los dolores de María durante la pasión de su Hijo, procurando meditarlos unidos a los sufrimientos de Jesús. El orden histórico nos convida a meditar sucesivamente tres puntos: María junto a Cristo moribundo; María con Cristo bajado de la cruz; María ante el sepulcro de Jesús.
MEDITACIÓN
«Filia Jerusalem... magna... est velut mare contritio tua» (Thren. II, 13).
Hija de Jerusalén, tu contrición es inmensa como el mar.
Primer Preludio. Mientras Nuestro Salvador sufría en la cruz, durante tres largas horas, el más cruel martirio de su cuerpo, de su corazón y de su alma, María, su Madre, de pie junto a esta cruz, asistía a su agonía. Viole luego bajado de la cruz y colocado respetuosamente en un sepulcro nuevo, que pertenecía a José de Arimatea.
Segundo Preludio. Representémonos el Calvario, los tres patíbulos allí levantados, el cuerpo de Nuestro Señor, el cercano huerto, lugar de su sepultura.
Tercer Preludio. Pidamos con fervor la gracia de sentir vivamente las penas de Jesús y de María, y de sacar de sus dolores el más grande horror al pecado junto con un deseo ardiente de la perfección.
¡Oh! ¿y cuál sería la pena de María?
II. Aprendamos de María a compadecernos de la pasión de Jesucristo. ¿No debemos, acaso, lamentar la indiferencia con que miramos unos males sufridos por causa nuestra y para nuestra utilidad ? Supliquemos a María que ablande nuestros corazones y los conmueva a favor de su amado Hijo Jesucristo.
II. MARIA CON EL CUERPO DE CRISTO BAJADO DE LA CRUZ
I. La suprema recomendación hecha por Jesús a su Madre «He aquí a tu hijo», y luego a San Juan «He aquí a tu Madre», fué una despedida (¡oh, y cuán desgarradora!), que se convirtió pronto en una terrible realidad. Jesús exhaló un grito; este clamor de Jesús moribundo desgarró el alma de su Madre. Después, la cabeza reclinada sobre el pecho demostró que todo estaba consumado. Quedaba aún el piadoso deber del entierro. Dos discípulos, como fortalecidos por la pasión del Salvador, acuden valerosa y noblemente para tomar sobre sí esta tarea. El cuerpo es poco a poco separado y descendido de la cruz. ¿Dónde colocarlo? ¿Qué brazos mejor dispuestos para recibirlo que los brazos de María? Extiéndense estos brazos como por instinto, y estrechan los divinos despojos.
II. De rodillas delante de esta Madre, recorramos en espíritu todas las llagas, cuyo sangriento estigma persevera impreso en el cuerpo ya frío. Digamos lentamente: «Ave, verum corpus, natum de Maria Virgine; veré possum, immolatum in cruce pro homine. Salve, oh cuerpo verdadero, nacido de María Virgen; que has verdaderamente padecido, que has sido verdaderamente inmolado en la cruz por el hombre».
Después de los dolores de Jesús, fijemos nuestra atención en los dolores de su Madre. Treinta años hace que tenía en su regazo al Niño Dios, el más hermoso entre los hijos de los hombres. ¿En qué ha venido a parar? ¿Qué hemos hecho de Él? ¡Ah! El contraste es debido a nuestros pecados: Madre, no podemos comprender vuestro dolor, pero comprendemos nuestro deber de compadecerlo. Debemos sufrir con Vos; debemos ahora más que nunca detestar el pecado, única fuente de vuestra aflicción; debemos sacar de vuestras penas, junto con una plena confianza en la misericordia divina, un celo ardiente por la salvación de las almas. ¡Oh, Madre, ante la cual golpeo mi pecho, obtenedme estos frutos de sólida devoción; que viva por Vos y por vuestro Hijo Jesús!
III. MARIA ANTE EL SEPULCRO DE JESUS
I. Ha llegado para María la hora de dejarse arrebatar el cuerpo de su Hijo. La ley del sábado, que ella desea observar hasta el fin, la invita a apresurarse. Se organiza un fúnebre cortejo. Los ángeles forman parte de él. En la tierra se ven los discípulos que llevan el cuerpo; luego la Virgen, apoyada en San Juan; las santas mujeres. Juntémonos a ellos. La marcha prosigue y concluye silenciosa; embarga los corazones el dolor.
II. Mientras es sepultado el sagrado cuerpo de Jesús, pensemos en el amor delicado del Señor, que, resuelto a mostrarse semejante a nosotros en todas las cosas, excepto en el pecado, quiere pasar par la suprema humillación de nuestra condición presente, la tumba. Aceptemos desde ahora, conformándonos con su voluntad, esta destrucción de nosotros mismos; pero allí en donde parece que todo se acaba, muestrenos nuestra fe y nuestra esperanza una mejor resurrección.
Imaginemos después la soledad de la Virgen Santísima concluirse esta lúgubre ceremonia. Vedla humanamente sin ningún consuelo. Porque, ¿qué puede hacer San Juan para reemplazar a su Hijo? Sin embargo, si su dolor es inmenso, ella es, al mismo tiempo, animosa y santísima.
Admiremos a nuestra Madre, para imitarla en nuestras penas, mucho menores que las suyas.
COLOQUIO
Esforcémonos en entablar con nuestra Madre un afectuosísimo coloquio, en el que la compadeceremos por haber sufrido tanto por causa nuestra, y le daremos las gracias por el gran amor que nos profesa y que sus sufrimientos no han hecho más que acrecentar. En retorno a tanta bondad, propongamos cumplir junto a ella el delicado oficio, aceptado por San Juan a invitación de Jesucristo. Pidámosle se digne aceptar este homenaje y obtenernos gracia para cumplir santamente nuestra resolución. Recemos, al concluir, el Stabat Mater, a lo menos en parte.
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