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sábado, 24 de marzo de 2012

DECRETOS DEL CONCILIO LATINOAMERICANO 1898 (IV)

TITULO I
DE LA FE Y DE LA IGLESIA CATÓLICA
Capítulo VII.
De la Iglesia.

47. Cristo Nuestro Señor, para perpetuar la obra salutífera de la Redención, decretó edificar la Santa Iglesia, en la cual, como en la casa del Dios vivo se albergaran todos los fieles unidos con los vínculos de la misma fe y de la caridad (Conc. Vat. Const. Pastor aeternus. V. Appen. n XXXV). Predijo también Jesucristo, que la misma aversión y envidia de parte de los hombres que a El habia perseguido, pasarla a la institución por Él fundada; de suerte que a muchos se impediria de hecho el alcanzar la salvación, obtenida por su bondad. Por lo cual quiso no sólo formar discípulos pertecientes a su escuela, sino unirlos y vincularlos sólidamente en una sociedad, y en un cuerpo que es la Iglesia (Col. 1, 24) cuya cabeza sería El mismo.
48. Es, pues, la Iglesia, una sociedad exterior y visible, establecida por Dios por medio de su Hijo Unigénito, y provista de notas manifiestas de su institución, que la den a conocer a todos como depositaría y maestra de la palabra revelada. A la sola Iglesia Católica pertenecen todas aquellas cosas que en tanta abundancia y de una manera tan admirable ha ordenado la divina Providencia para la credibilidad evidente de la fe cristiana. No sólo, sino que, como arriba se ha dicho, ella misma es un grande irrefragable y permanente motivo de credibilidad y un testimonio irrefragable de su divina misión (Conc. Vatic. Const. Dei Filius)
49. Por lo cual, quienquiera que juzgue con prudencia y sinceridad puede ver sin dificultad cuál es la verdadera religión. Mil y mil argumentos, todos de grave peso, como son la verdad de las profecías, la multitud de los milagros, la rapidísima propagación de la fe en medio de tantos enemigos y de tantos obstáculos, el testimonio de los mártires y otros muchos demuestran claramente que la única verdadera es aquella que Jesucristo instituyó en persona, y cuya guarda y propagación encomendó a su Iglesia (Leon XIII, Inmortale Dei, 1 nov. 1885)
50. La Iglesia, cuyo fin es la santificación de las almas y la posesión de la vida eterna, es una, por la unidad de su fe, de su autoridad y su comunión; santa en su Fundador, en su doctrina, en sus sacramentos, en los siervos de Dios preclaros por sus heróicas virtudes y los dones celestiales con que fueron agraciados; católica, por su duración, porque vivirá eternamente, por su extensión, porque ha sido conocida ó se conocerá en todo el mundo, por sus adeptos, porque a nadie excluye, por razón de su fe, porque la conserva Integra y pura; es, en fin apostólica por su origen, doctrina y sucesión. Estas notas que adornan a la verdadera Iglesia de Jesucristo se encuentran de cierto en la Iglesia Romana, la cual, fundada por los Principes de los Apóstoles y regada con su sangre, es reconocida como madre y maestra de todas las Iglesias, y a ella, por su singular preeminencia, ha sido siempre necesario que se acojan todas las Iglesias, es decir los fieles de todas las partes del mundo (San Ireneo Adversus haereses 1. 3. c. 3).
51. Esta Iglesia verdadera, casa y alcázar de Dios, redil de las ovejas de Cristo, cuya puerta y pastor es Él mismo, Esposa de Jesucristo y cuerpo místico suyo (Catech. Rom. de IX. Symb. art. n. 4), es también puerto de salvamento y nave segura, fuera de la cual es imposible alcanzar la salvación y el perdón de los pecados. «Por lo cual no es igual la situación de aquellos que por favor del cielo se han adherido a la verdad católica, y la de aquellos otros que, guiados por opiniones humanas, profesan una falsa religión; porque los que han abrazado la fe bajo el magisterio de la Iglesia jamás pueden tener una causa justa para cambiar, ó dudar de esa fe»
52. Esta sociedad santa de la Iglesia, aunque conste de hombres ni más ni menos que la sociedad civil, no obstante, por el fin que se le ha prefijado y por los instrumentos de que se sirve para llegar al fin, es sobrenatural y espiritual: y por tanto, es distinta y diferente de la sociedad civil, y lo que es más, es una sociedad perfecta en su género y por su propio derecho... Y como el fin a que tiende la Iglesia es muchísimo más noble, así también su potestad es la más excelente de todas, y ni puede considerarse inferior al gobierno civil, ni estarle en modo alguno sujeta (Leon XIII Inmortale Dei, 1 nov. 1885)
53. Por tanto, la Iglesia y no el Estado, es quien debe guiar a los hombres al reino celestial. Jamás ha dejado la Iglesia de vindicar para si esta autoridad, absoluta en si misma y que por derecho le corresponde, por más que cierta filosofia aduladora de los soberanos temporales la haya impugnado. Jamás ha cesado de ejercerla públicamente, siendo los Apóstoles los primeros en defenderla. Estos al querer los Principes de la Sinagoga prohibirles la predicación del Evangelio, respondían enérgicamente: conviene obedecer a Dios más que a los hombres. Los Santos Padres de la Iglesia la sostuvieron con sólidos argumentos según las circunstancias; y los Romanos Pontífices nunca dejaron de vindicarla con invicta constancia (Leon XIII Inmortale Dei, 1 nov. 1885).
54. De todo esto se deduce claramente que el divino magisterio que fue encomendado a la Iglesia por Jesucristo Nuestro Señor, pone sus decisiones acerca de la fe y las costumbres fuera del alcance de la censura y potestad de los que rigen el Estado. De otra suerte los dogmas de fe y los preceptos morales, que son inmutablemente verdaderos y justos, se volverían mudables según el capricho de los gobernantes y la diversidad de tiempos y lugares (Leon XIII Epist. Sicut acceptum studium, 29 abril, 1889).
55. Por tanto, siendo altísimo deber de la Iglesia mandar y sostener sin cesar, aun á despecho de los hombres, cuanto Jesucristo le ordenó que mande y sostenga, se sigue que si en las leyes ó constituciones civiles hay algo que se aparte de los preceptos de la fe ó la moral cristiana, el clero no puede aprobarlo ni aun disimularlo con su silencio. ¿Cuál habría sido la suerte de la sociedad cristiana si la Iglesia hubiera siempre acatado cualesquiera constituciones civiles ú órdenes de los gobernantes sin mirar si eran justas ó injustas? El paganismo antiguo habría continuado bajo la protección de las leyes, y la luz del Evangelio jamás habría iluminado á las naciones (Leon XIII, Alloc. Mirandum sane, 1 jun. 1888).
56. Esta perfecta sociedad de la Iglesia, poseyenlo en si misma y por sí propria, por voluntad y beneficio de su divino Fundador, cuanto es necesario al sostenimiento de su incolumidad y acción, tiene por lo mismo plena y suprema potestad legislativa, judicial y coactiva. Nuestro Señor Jesucristo dió a sus Apóstoles jurisdicción independiente sobre todas las cosas sagradas, añadiendo tanto la facultad de promulgar verdaderas leyes, como la doble potestad que de aquí se sigue, de juzgar y de castigar: Toda potestad me ha sido dada en el cielo y en la tierra; id pues, y enseñad á todas las naciones, enseñándoles á guardar todas las cosas que os he mandado (Mat. XXVIII. 18, 19, 20). Si no los escuchare, dilo a la Iglesia (Mat. XVIII. 17); Teniendo en la mano el poder para vengar toda desobediencia (2 Cor. X. 6); Procederé con rigor, usando de la potestad que Dios me ha dado, para edificación y no para ruina (2 Cor. XIII, 10) (Leon XIII Enciclica Inmortale Dei, 1 nov. 1885).
57. De lo dicho fácilmente se deduce, que no toca a la potestad civil definir cuáles son los derechos de la Iglesia, ni los límites en que debe ejercerlos (Pius IX Alloc. Singulari quadam, 9 Dec. 1854) a la sola potestad eclesiástica corresponde por derecho propio y natural la dirección de la enseñanza teológica (Pius IX, Epist. Tuas libenter, 21 Dec. 1863); y la obligación a que están sujetos los maestros y escritores católicos, no se limita a aquellas cosas que el juicio infalible de la Iglesia propone a todos como dogmas de fe, sino también se extiende tanto a las decisiones que, como pertenecientes a la doctrina, emanan de las Congregaciones Pontificias, cuanto a todos aquellos puntos de la enseñanza, que el consentimiento constante de los católicos considera verdades teológicas, y conclusiones: ciertas hasta tal punto, que las opiniones contrarias, aunque no hayan de tacharse de herejías, si merecen alguna otra censura teológica.
58. Además de los ya enumerados, la Iglesia tiene otros derechos, que no le han sido concedidos por la potestad civil, y que el gobierno civil no puede por consiguiente revocar. Tiene, a saber, el derecho natural y legitimo de adquirir y poseer (Pius IX, alloc. Nunquam fore, 15 dec. 1856; Encycl. Incredibili, 17 Sept. 1863). Además, tanto la misma Iglesia como las personas eclesiásticas, por derecho propio, gozan del privilegio de inmunidad, que no tuvo su origen por cierto en el derecho civil (Pius IX, Litt. Multiplices inter, 10 Iun. 1851). Por consiguiente, sin una violación manifesta del derecho natural y de toda equidad, no puede abolirse la inmunidad personal en virtud de la cual los clérigos están exceptuados del servicio militar (Pius IX, Epist. Singularis Nobisque, 29 Sept. 1854).

Capítulo VIII.
Del Romano Pontífice.
59. Por cuanto, por disposición divina, se halla establecida en la Iglesia Católica la Jerarquía, que consta de Obispos, presbíteros y ministros, es claro que yerran los que afirman que los Sacerdotes del Nuevo Testamento ejercen una potestad puramente temporal, y que quien una vez ha sido legítimamente ordenado puede otra vez ser lego, si ya no ejerce el ministerio de la palabra de Dios (Con. Trid. sess. 23, can. 6 et can. 4 de sacr. Ord.). Que los presbíteros son inferiores a los Obispos, consta, tanto por la naturaleza de la sagrada ordenación, como por la definición del Concilio de Trento. Con el fin de que el episcopado fuese uno é indiviso, y que por medio de sacerdotes firmemente unidos entre sí se conservara toda la multitud de los creyentes en la unidad de fe y de comunión, Jesucristo al colocar a San Pedro sobre los demás Apostóles lo constituyó principio perpetuo y visible fundamento de una y otra unidad, sobre cuya robustez habla de construirse eterno Templo, y habla de elevarse sostenida por su firmeza la sublimidad de la Iglesia para llegar por fin hasta el cielo (Const. Pastor aeternus).
60. Por cuanto únicamente á Simón Pedro confirió Jesús después de su resurrección la jurisdicción de supremo Pastor y rector sobre todo su rebaño, diciendo: Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas (Joan, XXI, 15-17) yerran los que afirman que el Apóstol San Pedro no fué constituido por Cristo Nuestro Señor Principe de todos los Apóstoles y Cabeza visible de toda la Iglesia militante, y que fué únicamente primado de honor, y no de propia y verdadera jurisdicción el que recibió directa é inmediatamente del mismo Jesucristo Nuestro Señor (Const. Pastor aeternus).
61. La institución que Nuestro Señor Jesucristo principe de los pastores y pastor primero de sus ovejas fundó en el Apóstol San Pedro para la salvación eterna y bien perenne de la Iglesia, permanecerá firme por su divina voluntad, hasta el fin de los siglos, en su santa Iglesia que está edificada sobre roca. Pedro, entretanto, vive, preside y ejerce la suprema judicatura hasta nuestros dias, y siempre, en sus sucesores los Obispos de la Santa Iglesia Romana por él fundada y consagrada con su sangre. De aquí es que con justicia han sido anatematizados los que afirman que no se debe á institución de Cristo Nuestro Señor el que San Pedro tenga en el primado perpetuos sucesores (Const. Pastor aeternus); ó que el Romano Pontífice no es sucesor de San Pedro en el mismo primado, ó que el Romano Pontífice tiene únicamente el cargo de inspección y dirección, pero no plena y suprema potestad de jurisdicción sobre toda la Iglesia, no sólo en las materias pertenecientes a la fe y a las costumbres, sino también en las que á la disciplina y gobierno de la Iglesia esparcida por todo el mundo; ó que sólo desempeña el principal papel, pero no tiene la plenitud de esta suprema potestad, ó que ésta no es ordinaria é inmediata, ó sea sobre todas y cada una de las Iglesias, sobre todos y cada uno de los pastores y fieles (Const. Pastor aeternus).
62. Creemos asimismo y enseñamos, con el Concilio Vaticano: que el Romano Pontífice cuando habla ex cathedra, es decir, cuando desempeñando el cargo de Pastor y Doctor de todos los Cristianos, en virtud de su autoridad suprema y apostólica, define una doctrina acerca de la fe ó la moral, para que haya de profesarse por la Iglesia entera, en virtud de la asistencia divina que le ha sido prometida en la persona de San Pedro, goza de aquella infalibilidad que el divino Redentor quiso que poseyera su Iglesia al definir la doctrina sobre la fe y la moral; y, por tanto, esta clase de definiciones del Romano Pontífice son irreformables por si, y no en virtud del consentimiento de la iglesia (Const. Pastor aeternus).
63. Por tanto, todos los fieles deben obediencia al Romano Pontífice, y con la palabra y con las obras, en su vida pública y en la privada han de proclamar con Nicolao I: Todo el que despreciare los dogmas, mandatos, prohibiciones, sanciones y decretos utilmente promulgados por el Prelado de la Sede Apostólica en pro de la disciplina de la fe católica, para la corrección de los fieles, la enmienda de los malvados, ó la prevención de males inminentes ó futuros, sea anatematizado (Cap. 18, caus. 25, q. 2).
64. El Romano Pontífice, quien según la plenitud de su potestad es superior al Derecho Canónico (Bened. XIV, Const. Magnae Nobis, 29 jun. 1748), puede dispensar sobre este Derecho (Innoc. III, Cap. Proposuit, 4, de Concess praebend): erraron, por tanto, cuantos han afirmado que el uso de la potestad Apostólica se ha de regir por los cánones.
65. Firmemente ha da creerse que el Romano Pontífice es juez supremo de los fieles y que en todas las causas de competencia eclesiástica puede recurrirse al juicio del mismo. La sentencia de la Sede Apostólica, que no reconoce autoridad superior, por nadie puede revocarse, y a ninguno es lícito juzgar de su fallo (Const. Pastor aeternus).
66. Por tanto, bajo pena de excomunión se prohibe a todos, cualquiera que sea su rango ó condición, apelar de las órdenes ó mandatos del Romano Pontífice al futuro Concilio, é impedir directa ó indirectamente el ejercicio de la jurisdicción eclesiástica ya sea en el fuero interno ya sea en el externo (Pius IX, Const. Apostolicae Sedis, 12 Oct. 1869). Además, con el Concilio Vaticano condenamos y reprobamos las sentencias de aquellos que afirman que puede lícitamente impedirse la comunicación del Jefe supremo con los pastores ó los fieles, ó que la declaran subordinada a la potestad civil, de suerte que pretenden que cuanto se determina para el gobierno de la Iglesia, por la Sede Apostólica ó en virtud de su autoridad, carece de fuerza y valor, si no lo sanciona la potestad civil (Conc. Vat. Const. Pastor aeternus).
67. Los Romanos Pontífices (Leon XIII, Encycl. Longiqua oceani spatia, 6 jan. 1895), fundados en la razón de que tienen el supremo dominio sobra la República cristiana, desde la más remota antigüedad han acostumbrado enviar sus Legados a las naciones y pueblos cristianos. Esto se practica no por un derecho conferido por extrañas potestades, sino por derecho natural, porque el Sumo Pontífice..... «no pudiendo personalmente recorrer cada pais, ni ejercer su pastoral ministerio, tiene a menudo necesidad, en virtud de la servidumbre que se le ha impuesto de mandar a las diversas partes del mundo, según las necesidades que surjan, enviados suyos que haciendo sus veces, corrijan errores, allanen dificultades y suministren á los pueblos que le han sido encomendados nuevos elementos de salvación».
68. Siendo la misión del Legado Apostólico, cualesquiera que sean sus poderes, ejecutar las órdenes é interpretar la voluntad del Pontífice que lo envía, lejos de que ésta cause detrimento a la potestad ordinaria de los Obispos, antes bien le añade fuerza y robustez. Su autoridad será de mucho peso para conservar la obediencia en la multitud; en el Clero la disciplina y la veneración debida al Obispo; en los Obispos la mutua caridad é íntima unión espiritual (Encycl. Lonqinqua oceani spatia,) y será además firme garantía de mutua concordia entre la potestad civil y la eclesiástica.
69. De esta sublime potestad del Romano Pontífice nada tienen que temer con razón los Jefes de las diversas naciones. La Sede Apostólica siempre ha sido guardadora y maestra de la verdadera paz y de la autoridad; y del mismo modo que no puede en lo más mínimo desviarse de sus deberes ó cejar en la defensa de sus derechos, así también suele inclinarse a la benignidad é indulgencia en todo lo que es compatible con la incolumidad de sus derechos y la santidad de sus deberes (Leon XIII, Encycl. Arcanum, 10 febr. 1880). Los fieles asimismo, sea cual fuere su rango ó posición, tengan plena confianza en la Santa Sede, y acepten con humilidad y obediencia todas sus prescripciones y mandatos.
70. No hay que escuchar a aquellos que, llevados de sus propias erróneas opiniones, desviándose bajo apariencias de virtud del recto sendero de la obediencia y la adhesión pintan la prudencia de la Santa Sede en los asuntos que miran a la concordia de ambas potestades, como una infausta y excesiva condescendencia con los poderosos de este mundo. Sepan que a las injustas pretensiones de los príncipes, los Romanos Pontífices, oponiendo invicta resistencia, ya con energía, ya con dulzura, han acostumbrado contestar: «Aunque nos anima el amor más sincero de la paz, no nos es lícito resolver cosa alguna contra las cosas que Dios ordena y sanciona; de tal suerte que por defenderlas, no vacilaríamos, si necesario fuere, en sufrir hasta el ultimo suplicio, conforme al ejemplo de nuestros Predecesores»
71. De igual suerte, es indicio de un ánimo poco sincero en la obediencia, el comparar a un Pontífice con otro. Los que parangonando dos procederes diversos, reprueban el presente para elogiar el antiguo, se muestran poco sumisos a quien tiene el deber y el derecho de gobernarlos; y tienen cierta semejanza con aquellos que, viendo su causa perdida, quisieran apelar al Concilio, o al Pontífice mejor informado. Persuádanse todos que en el gobierno de la Iglesia, salvos los supremos deberes a que obliga a todos los Pontífices el ministerio Apostólico, bien puede cada cual seguir aquella política que, atendidos los tiempos y las circunstancias, mejor le pareciere. Esto es cosa que pertenece al juicio del Pontífice únicamente; porque no solo está dotado de luces especiales para este fin, sino que abarca con su mirada las condiciones y tiempos de toda la República cristiana, a los cuales es necesario que corresponda convenientemente su providencia Apostólica (Leon XIII, Litt. Epistola tua, 17 jun. 1885).
72. «Por cuanto de la suprema autoridad del Romano Pontífice y del libre ejercicio de la misma, depende el bien de toda la Iglesia, é importaba muchísimo que su natural autonomía y libertad se conservasen incólumes, seguras, íntegras y sin menoscabo a través de los siglos, con aquellos apoyos y auxilios que la divina Providencia juzgara a propósito para tan altos fines» (Leon XIII, Litt. Quantunque Le siano ad Card. Rampolla, Secretarium Status, 15 jun. 1887), las sapientísimas disposiciones del Señor hicieron que pasadas las luchas de los primeros siglos, se confiriera a la Iglesia Romana el poder temporal, y que se conservase durante largos siglos, en medio de tantas vicisitudes y de las caídas de tantos imperios (Leon XIII, Oratio Ingenti ad ephemer. script., 22 feb. 1879). Repugna a la recta razón que esté sujeta a un poder humano la potestad espiritual que a todas sobrepuja; repugna que el supremo intérprete de la ley y autoridad divina sea súbdito de un rey de la tierra; repugna que el Pontífice a quien compete la misión más sublime que es la salvación de las almas se vea sometido y coartado por un soberano temporal, ú quien competen tan sólo los intereses terrenos y que tiene una alma que salvar. Si en los primeros siglos los Pontífices no gozaban de la libertad que da la soberanía, fue porque la Providencia así lo dispuso para probar la divinidad de la Religión; y aun entonces los Pontífices eran súbditos de hecho y no de derecho, y es ley de las cosas terrenas que éstas vayan poco a poco tomando incremento (Card. Pecci, hodie Leo XIII, in pastorali instr. ad populum dioec. Perusinae, 12 febr. 1869). Por lo demás, fácilmente se comprende que los pueblos, los reinos, y las naciones fieles nunca lleguen a prestar plena confianza ü obediencia al Romano Pontífice, si lo ven sujeto a la dominación de algún Principe ó Gobierno y sin la necesaria libertad. En tal caso las naciones cristianas abrigarían sin cesar sospechas y temores de que el Pontífice conformase sus actos a la voluntad del soberano en cuyos dominios morase y con este pretexto se opondrían a menudo a tales actos. Digan los mismos enemigos del poder temporal de la Sede Apostólica que ahora reinan en Roma «con qué confianza y obediencia recibirían las exhortaciones, admoniciones, mandatos y constituciones del Sumo Pontífice, si supieran que era subdito de otro Monarca ó Gobierno, sobre todo si éste se hallara en guerra prolongada con los dominadores de Roma» (Pius IX, Alloc. Quibus quantisque, 20 april, 1849).
73. Por estas razones Pío IX (In Alloc. Luctuosis, habita die 12 Martii 1877), renovando y confirmando las referidas protestas contra la usurpación del poder temporal de la Santa Sede, dijo: «Con tiempo declaramos abiertamente que aquella sacrilega invasión tendía no tanto a destruir nuestra soberanía civil cuanto a derribar más fácilmente, una vez echado por tierra nuestro dominio temporal, las instituciones todas de la Iglesia, a aniquilar la autoridad de la Santa Sede, y a enervar la potestad de Vicario de Cristo, que aunque sin merecerlo, ejercemos en la tierra». León XIII añadió: "No por ambición de reinar, como mil veces hemos declarado ni por deseos de dominación, los Romanos Pontífices, siempre que percibieron que su soberanía temporal se trastornaba ó violaba, juzgaron un deber de su ministerio Apostólico, conservar intactos los sagrados derechos de la Sede Romana, y defenderlos con todas sus fuerzas. Nós mismo, siguiendo el ejemplo de Nuestros Predecesores, no hemos cesado ni cesaremos nunca de defender y vindicar estos derechos» (Leo XIII, Oratio Ingentis ad ephemer. script. 22 feb. 1879). Por tanto, Nós, los Padres de este Concilio Plenario Latino-Americano, reconociendo solemnemente la necesidad, justicia é inviolabilidad de la soberanía temporal del Romano Pontífice, y teniendo a la vista las reiteradas protestas de Pío IX y León XIII contra la sacrilega ocupación de los Estados Pontificios, reprobamos y condenamos la temeridad de aquellos que dicen: "Los hijos de la Iglesia cristiana y católica disputan entre sí acerca de la compatibilidad de la soberanía temporal y la espiritual: la abolición del poder civil de que goza la Sede Apostólica, contribuiría grandemente a su libertad y bienestar».

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