Las actas del martirio de los santos Santiago y Mariano delatan—dice Ruinart—su sinceridad en la simple lectura. Un anónimo cristiano, amigo de los mártires y testigo de los hechos, relata los incidentes varios del martirio. La escena se desenvuelve primero en Cirta, ciudad de Numidia, y luego en Lambesis, capital de la provincia y residencia del legado imperial. Éste, que las actas no nombran, era C. Macrinius Dacianus, que combatió la rebelión de las kabilas africanas y estaba en su cargo en 260. Ésta debe ser la fecha de los martirios.
I. Cuantas veces los mártires beatísimos de Dios omnipotente y de su Cristo encargan modestamente algo a sus íntimos amigos en el momento en que se apresuran a las promesas del Reino, es que se acuerdan de la humildad, que en las cosas de la fe es ordinario fundamento de mayor grandeza. Y así, cuanto más modestamente pidieron, con tanta más eficacia obtuvieron. A mí me dejaron el regalo de proclamar su gloria dos nobilísimos testigos de Dios: Mariano, uno de nuestros más queridos hermanos, y Santiago, ambos, como sabéis, unidos íntimamente conmigo, no sólo por la común religión de nuestro bautismo, juramento de nuestra espiritual milicia y compañía de vida, sino por domésticos afectos. Los que tan sublime combate habían de acabar contra las furiosas persecuciones del siglo y las acometidas gentiles, nos dieron orden de que fuéramos nosotros quienes hiciéramos llegar a noticia de nuestra fraternidad la batalla en que, por impulso del Espíritu celeste, entraron. Y que no es que tuvieran ellos personal deseo de que la gloria de su corona se pregonara jactanciosamente por la tierra, sino que la muchedumbre del pueblo de Dios se animara, con las pasadas experiencias, al seguimiento de los ejemplos de fidelidad. Y no sin motivo me encargó lo mismo la familiar confianza a mi, que habia de relatar su martirio. Familiar confianza, digo, porque ¿quién puede dudar que nos uniera comunidad de vida durante la paz, cuando el tiempo de la persecución nos sorprendió viviendo juntos con indivisible amor?
II. El hecho fue que nos dirigimos a la Numidia juntos, como siempre antes, emprendiendo el camino en buena e inseparable compañía. Este viaje me llevó a mí a prestar un servicio de fidelidad y piedad, que siempre deseara; a ellos los condujo ya al cielo. Y fue así, que llegaron a un lugar, llamado Muguas, próximo a la colonia de Cirta, ciudad en que, entonces señaladamente, por el ciego furor de los gentiles y a mano armada, por obra de los soldados del officium o audiencia territorial, se levantaban hinchadas e impetuosas, como en un mar del siglo, las olas de la persecución, y con hambrientas fauces la rabia del diablo enemigo ansiaba poner a prueba la fe de los justos. Mariano y Santiago, mártires beatísimos, tuvieron por señal certísima, y tan ardientemente deseada, de la divina dignación para con ellos el hecho de haber llegado en tan oportuno momento a una tierra en que, con más furia que en ninguna otra, se había desencadenado la tormenta de la persecución, y entendieron que fue Cristo mismo quien había dirigido sus pasos al lugar de la corona. Y, en efecto, el furor del sanguinario y obcecado presidente hacía buscar a todos los amados de Cristo por medio de escuadrones de soldados. Y su insana crueldad no se cebaba sólo en los que, firmes en las anteriores persecuciones, vivían libremente para Dios, sino que la mano insaciable del diablo se extendía también a los que, desterrados hacía tiempo, mártires ya, si no por la sangre sí por la voluntad, les había coronado la feroz locura del presidente.
III. Entre ellos, fueron llamados del destierro, para ser traídos ante el presidente, los obispos Agapio y Secundino, ambos dignos de encomio por su espiritual amor, el segundo también por la santidad de su pureza carnal. Fueron traídos, digo, no como les parecía a los gentiles, de un castigo a otro castigo, sino de una gloria a otra gloria, de un combate a otro combate, a fin de que quienes predicando el nombre de Cristo habían, sometiéndolos a Él, arrancado los cautivos de las pompas del siglo, pisotearan también, con el valor de consumada fidelidad, los aguijones de la muerte. Ni era posible que tardaran en alcanzar la victoria en la lucha terrena aquellos a quienes Dios tenía ya prisa por llevarlos consigo. Y sucedió, hermanos, con Agapio y Secundino, que pasaron de un ilustre episcopado a la gloria del martirio, durante el viaje que hicieron camino del lugar de la bienaventurada batalla de su pasión—viaje debido, al parecer, al temporal poder del presidente, pero en realidad a la elección de Cristo—; sucedió, decimos, que los
I. Cuantas veces los mártires beatísimos de Dios omnipotente y de su Cristo encargan modestamente algo a sus íntimos amigos en el momento en que se apresuran a las promesas del Reino, es que se acuerdan de la humildad, que en las cosas de la fe es ordinario fundamento de mayor grandeza. Y así, cuanto más modestamente pidieron, con tanta más eficacia obtuvieron. A mí me dejaron el regalo de proclamar su gloria dos nobilísimos testigos de Dios: Mariano, uno de nuestros más queridos hermanos, y Santiago, ambos, como sabéis, unidos íntimamente conmigo, no sólo por la común religión de nuestro bautismo, juramento de nuestra espiritual milicia y compañía de vida, sino por domésticos afectos. Los que tan sublime combate habían de acabar contra las furiosas persecuciones del siglo y las acometidas gentiles, nos dieron orden de que fuéramos nosotros quienes hiciéramos llegar a noticia de nuestra fraternidad la batalla en que, por impulso del Espíritu celeste, entraron. Y que no es que tuvieran ellos personal deseo de que la gloria de su corona se pregonara jactanciosamente por la tierra, sino que la muchedumbre del pueblo de Dios se animara, con las pasadas experiencias, al seguimiento de los ejemplos de fidelidad. Y no sin motivo me encargó lo mismo la familiar confianza a mi, que habia de relatar su martirio. Familiar confianza, digo, porque ¿quién puede dudar que nos uniera comunidad de vida durante la paz, cuando el tiempo de la persecución nos sorprendió viviendo juntos con indivisible amor?
II. El hecho fue que nos dirigimos a la Numidia juntos, como siempre antes, emprendiendo el camino en buena e inseparable compañía. Este viaje me llevó a mí a prestar un servicio de fidelidad y piedad, que siempre deseara; a ellos los condujo ya al cielo. Y fue así, que llegaron a un lugar, llamado Muguas, próximo a la colonia de Cirta, ciudad en que, entonces señaladamente, por el ciego furor de los gentiles y a mano armada, por obra de los soldados del officium o audiencia territorial, se levantaban hinchadas e impetuosas, como en un mar del siglo, las olas de la persecución, y con hambrientas fauces la rabia del diablo enemigo ansiaba poner a prueba la fe de los justos. Mariano y Santiago, mártires beatísimos, tuvieron por señal certísima, y tan ardientemente deseada, de la divina dignación para con ellos el hecho de haber llegado en tan oportuno momento a una tierra en que, con más furia que en ninguna otra, se había desencadenado la tormenta de la persecución, y entendieron que fue Cristo mismo quien había dirigido sus pasos al lugar de la corona. Y, en efecto, el furor del sanguinario y obcecado presidente hacía buscar a todos los amados de Cristo por medio de escuadrones de soldados. Y su insana crueldad no se cebaba sólo en los que, firmes en las anteriores persecuciones, vivían libremente para Dios, sino que la mano insaciable del diablo se extendía también a los que, desterrados hacía tiempo, mártires ya, si no por la sangre sí por la voluntad, les había coronado la feroz locura del presidente.
III. Entre ellos, fueron llamados del destierro, para ser traídos ante el presidente, los obispos Agapio y Secundino, ambos dignos de encomio por su espiritual amor, el segundo también por la santidad de su pureza carnal. Fueron traídos, digo, no como les parecía a los gentiles, de un castigo a otro castigo, sino de una gloria a otra gloria, de un combate a otro combate, a fin de que quienes predicando el nombre de Cristo habían, sometiéndolos a Él, arrancado los cautivos de las pompas del siglo, pisotearan también, con el valor de consumada fidelidad, los aguijones de la muerte. Ni era posible que tardaran en alcanzar la victoria en la lucha terrena aquellos a quienes Dios tenía ya prisa por llevarlos consigo. Y sucedió, hermanos, con Agapio y Secundino, que pasaron de un ilustre episcopado a la gloria del martirio, durante el viaje que hicieron camino del lugar de la bienaventurada batalla de su pasión—viaje debido, al parecer, al temporal poder del presidente, pero en realidad a la elección de Cristo—; sucedió, decimos, que los
mártires aceptaron de paso nuestra hospitalidad. Y era tal el espíritu de vivificación y gracia que los animaba,.que a tan santos y preclaros testigos de Dios les resultaba poco destinar ellos su preciosa sangre al martirio si no hacían también a otros mártires por la inspiración de su fidelidad. Era tan grande la caridad y amor a los hermanos que, aunque callados pudieran edificar nuestra fe con los ejemplos de un valor tan abnegado y constante, sin embargo, mirando a afianzar más ampliamente nuestra constancia, nos hicieron gracia de su saludable instrucción, que cayó sobre nosotros como un rocío. Y, en efecto, no era posible callaran los que ya contemplaban al Verbo de Dios. Ni es de maravillar que en aquellos pocos días tan largamente animara las almas de todos nosotros su saludable instrucción, pues en ellos, con el esplendor de su gracia, fulgía ya Cristo por la proximidad de su martirio.
IV. En fin, al marchar Agapio y Secundino, de tal modo dispuestos por su ejemplo y enseñanza dejaron a Mariano y Santiago, que bien pronto los habían de seguir por el camino en que tan recientes huellas quedaban señaladas. Y, en efecto, apenas habían pasado dos días, y ya la palma del martirio venía a buscar a nuestros queridísimos Mariano y Santiago. Y no vino a prenderlos, como en otras partes se acostumbra, uno o dos soldados de la guarnición permanente, sino no menos que un centurión. Y fue así que se presentó todo un escuadrón armado y una desaforada muchedumbre ante la casa de campo en que nos alojábamos, bien así como si trataran de cercar una famosa fortaleza de la fe. ¡Oh invasión para nosotros deseable! ¡Oh miedo feliz y digno de júbilo! Efectivamente, el solo motivo de invadirnos fue que la justa sangre de Mariano y Santiago había de cumplir la dignación de Dios. Venidos a este punto, hermanos amadísimos, apenas nos es posible frenar el gozo acumulado. No hacía más de dos días que abrazábamos a los que marchaban a terminar su vida por el martirio, y aun teníamos con nosotros a otros que habían también de ser mártires. La hora de la divina dignación, ya muy cercana, los venía a buscar con soberana fuerza, y aun a nosotros nos cupo alguna parte de la gloria de nuestros hermanos, pues también fuimos conducidos de Muguas a la colonia de Cirta. Ibamos nosotros delante y nos seguían nuestros amigos carísimos, elegidos para la palma del martirio, guiándolos el amor que nos tenían y la ya madura dignación de Cristo. Y así, por maravilloso modo y cambiado el orden de marcha, iban detrás los que habían de precedernos en el viaje. En fin, no hubo lugar a larga dilación, pues al exhortarnos a nosotros con exaltación de júbilo, ellos mismos se delataron como cristianos. Luego, como al ser interrogados perseverasen en la valentísima confesión del nombre de Cristo, fueron metidos en la cárcel.
V. Entonces fueron sometidos a numerosas y crueles torturas por mano de uno de los soldados de guarnición, que tenía oficio de verdugo de los cristianos, empleando además, para ayuda de su crueldad, a los magistrados de los centuriones y de Cirta, es decir, a los sacerdotes del diablo: como si con el desgarramiento de los miembros se pudiera quebrantar también la fe de quienes nada se les importa de su cuerpo. Por cierto que Santiago, que se había distinguido siempre por el valor de su fe, como quien ya una vez había salido vencedor en la persecución de Decio, no sólo tuvo a gloria declararse cristiano, sino diácono; a Mariano, en cambio, el haberse declarado sólo lector, como efectivamente lo era, fue causa de que se le sometiera a tormento. ¡Y qué tormentos aquellos, qué nuevos! ¡Qué suplicios tan exquisitamente inventados por el envenenado talento del diablo, ducho en las artes de derribar de la fe! Colgaron a Mariano para azotarle, y fue tal la gracia que asistió al mártir mientras le desgarraban que, atormentado, el mismo sufrimiento le exaltaba. Ahora bien, la cuerda que le sujetaba colgado no se la ataron a la muñeca, sino a la punta de los pulgares, con la deliberada intención de que sufrieran más al tener que sostenerse todos los otros miembros en la delgadez de los dedos. Además, le añadieron a los pies enormes pesos, para que distendido de una y otra parte y deshechas por la convulsión sus entrañas, el cuerpo entero estuviera colgado de unos nervios suyos. Pero nada lograste contra el templo de Dios, contra el coheredero de Cristo, gentílica crueldad. Pudiste colgar sus miembros, machacarle sus costados, arrancarle sus entrañas; mas nuestro Mariano, puesta en Dios su confianza, cuanto era más atormentado en su cuerpo, tanto más se crecía en su alma. Vencida, en fin, la fiereza de los atormentadores, alegre sobremanera por su triunfo, de nuevo se le mete en la cárcel, y allí, juntamente con Santiago y los otros hermanos, celebró con frecuente oración el gozo de la victoria por el Señor alcanzada.
VI. ¿Qué décís ahora, gentiles? ¿Créeis que los cristianos sienten las penalidades de la cárcel y se espantan de las tinieblas en que el mundo los encierra, ellos, a quienes aguarda el gozo de eterna luz? El espíritu que, con fiel esperanza de la gracia que le acorre, se abraza íntimamente con los cielos, no está presente a sus propios sufrimientos. Podéis buscar una morada oculta y recóndita para vuestros suplicios, durísimos horrores de un antro caliginoso, una casa de tinieblas; para los que en Dios confían no hay lugar tenebroso, no hay tiempo que sea triste. A los consagrados a Dios Padre, noche y día los socorre la fraternidad de Cristo.
El hecho es que, después de toda aquella tortura de su cuerpo, Mariano quedó dormido en profundo sueño, y él mismo, al despertar, nos contó lo que la divina dignación quiso mostrarle para afianzar su confianza de salvación.
"Me fué mostrado, hermanos—nos dijo—, la cúspide sobremanera elevada de un tribunal excelso y blanco, donde había sentado un hombre que hacia oficio de juez. Había allí un estrado, no a modo de tribuna baja, a la que se subiera por un solo escalón, sino ordenada por una serie de escalones y de subida muy alta. Allí pasaban, una a una, las varias clases de confesores, y el juez los sentenciaba a ser pasados a filo de espada. En aquel momento oigo una voz clara y retumbante, que decía: "Que pase Mariano." Yo iba subiendo a aquel estrado, cuando he aqui que de repente se me apareció Cipriano, sentado a la derecha del juez, y me tendió la mano y me levantó al estrado, y sonriendo me dijo: "Ven, siéntate a mi lado." Y sucedió que fueron oídos otros confesores, estando yo también de asesor. Por fin, se levantó el juez, y nosotros le acompañamos al pretorio, residencia suya. De camino, tuvimos que atravesar unos amenos prados y verdes bosques vestidos de alegre fronda; allí los cipreses, que sombreaban el paraje, se levantaban a lo alto y los pinos parecían tocar con su copa el cielo. Todo el lugar diríase coronado de un verde cerco de bosques. Y todo un lago, alimentado por una fuente cristalina en medio de él, que manaba a borbotones, vertía fuera sus aguas redundantes. Y he aquí que de pronto el juez desapareció de nuestra vista. Entonces Cipriano tomó la copa que estaba en el margen de la fuente, y habiéndola llenado de los chorros de la fuente, la agotó. Llenóla nuevamente y me la alargó a mí, y bebí de muy buena gana. Y como diera a gritos gracias a Dios, mi voz misma—nos dijo—me despertó, y me levanté."
VII. Entonces se acordó Santiago que también a él le significó esta corona del martirio una visión que le concedió la dignación divina. Y fue así que días antes, cuando Mariano y Santiago, y yo con ellos, viajábamos en el mismo vehículo, que era una carroza, por entre aquellas fragosidades del camino, le tomó un maravilloso y profundo sueño, casi en pleno medio día. Despertado a nuestras voces y vuelto completamente en sí:
—He sufrido—nos dijo—, hermanos, una perturbación, pero no sin gozo mío, y aun vosotros debéis alegraros conmigo. Acabo de ver—prosiguió—a un joven de inexplicable y sobrehumana grandeza. Iba vestido de una túnica, que irradiaba tan blanca luz que no era posible lijar en ella los ojos. Sus pies no pisaban la tierra y su rostro se perdía entre las nubes. Al pasar, este joven dejó caer en nuestro seno dos fajas de púrpura, una para ti, Mariano, y otra para mí, y dijo: "Seguidme pronto."
¡Oh sueño, más poderoso que todas las vigilias! ¡Oh sueño, en que felizmente duerme el que está por la fe despierto! Sueño que sólo adormece los miembros terrenos, pues solamente el espíritu es capaz de ver a Dios. ¡Qué júbilo, qué sublime exaltación es de creer dominó el alma de unos mártires que, habiendo de sufrir por la confesión del Nombre Santo, tuvieron la suerte de oír antes a Cristo y ver cómo en cualquier tiempo se presenta Él a los suyos! No fue obstáculo alguno el traqueteo del vehículo -en plena marcha, ni la hora del medio día en toda la fuerza del calor del sol. No hubo que esperar el secreto de la noche. Para nuevo género de gracia concedida a su mártir, eligió el Señor nuevo tiempo de visión.
VIII. Y no se limitó a uno que otro esta dignación de Dios. Emiliano, que entre los gentiles pertenecía al orden ecuestre, era uno de nuestros hermanos presos, que había llegado casi a los cincuenta años de su edad en estado de continente. En la cárcel multiplicaba sus ayunos y se daba a la continua oración, único alimento, junto con la divina Eucaristía, con que pasaba de un día a otro. Éste, pues, reclinándose para dormir, a medio día, tuvo una visión, cuyos secretos nos reveló apenas despertó:
"Habiéndome sacado—nos dijo—de la cárcel, se me presentó un gentil, que me pareció era mi propio hermano carnal. Éste, curioso por saber de nuestras cosas, me preguntó en tono de burla qué tal nos iba entre las tinieblas y hambre de la cárcel. Yo le respondí:
—Los soldados de Cristo, aun entre tinieblas, gozan de clarísima luz, y en el ayuno gustan un manjar que los sacia, que es la palabra de Dios.
Oyendo esto, me dijo:
—Sabed que todos los que estáis en la cárcel, si os obstináis en confesaros cristianos, sufriréis la pena capital.
Yo, que me temía no se hubiera él, por su cuenta, inventado una mentira y quisiera jugar con nosotros, quise asegurar una noticia objeto de todos mis votos.
—¿De verdad—le dije—vamos todos a sufrir el martirio?
Y él, reafirmándose en lo dicho:
—La espada—dijo—y la sangre están para vosotros inuy cerca. Mas quisiera saber si a todos vosotros, que así despreciáis la muerte, se os darán premios distintos o iguales en el reparto celeste.
A lo que yo respondí:
—No me siento capaz de dar sentencia sobre tamaña cuestión. Sin embargo—le dije—, levanta por un momento los ojos al cielo; ahí tienes una muchedumbre incontable de estrellas que brillan. ¿Acaso todas brillan con igual gloria de luz? Y, sin embargo, todas tienen luz.
Aún no quedó satisfecha su ansiedad, y siguió preguntando :
—Pues si, por lo visto, hay alguna diferencia, ¿quiénes de vosotros son los que mejor se ganan la benevolencia de Dios?
—Dos hay de ellos—le respondí—cuyos nombres no hay por qué dártelos a ti, pero que los sabe Dios muy bien.
Como aun siguiera insistiendo y molestándome con sus preguntas:
—Pues son—le dije—aquellos que cuanto es más difícil y más raro que venzan, tanto son más gloriosamente coronados. Por ellos está escrito: Con más facilidad entrará un camello por el ojo de una aguja, que un rico en el reino de los cielos (Mt. XIX, 24).
IX. Después de estas visiones, habiendo morado unos días en la cárcel, los sacaron en público con intención de remitirlos al legado imperial, por orden del magistrado de Cirta, que los honraba con el informe de la confesión de la fe y los enviaba ya medio condenados a muerte. En el momento de partir, uno de nuestros hermanos atrajo sobre sí las miradas de todos los gentiles, pues por la gracia de su próxima confesión de la fe, Cristo parecía irradiar ya en todo su rostro. Preguntáronle turbulentamente y con ánimos exaltados si profesaba la misma religión y nombre que los mártires, y él se apresuró, con prontísima confesión de su fe, a juntarse en tan dulce compañía. De este modo, los bienaventurados mártires, con sus meros expedientes, mientras ellos se preparan para el martirio, conquistan para Dios nuevos testigos. En fin, remitidos al presidente, tuvieron que hacer de prisa, si bien con placer de ellos, un trabajoso y dificil viaje. Llegados a la residencia del legado imperial, la cárcel de Lambesis, que ya por dos veces habían conocido, por dos veces usado, les dió nuevamente acogida. Porque ya sabemos que los gentiles no tienen otro hospedaje para los cristianos.
X. Entre tanto, y durante muchos días, numerosos hermanos nuestros eran enviados al Señor por la efusión de su sangre, y la rabia del furioso presidente, ocupada en tan enorme carnicería de laicos, parecía no poder llegar a sacrificar a Mariano y Santiago y a los otros clérigos. Porque es de saber que la artera crueldad había separado los grados de nuestra religión, pues pensaba que los laicos, separados de los clérigos, habían de ceder fácilmente a las tentaciones y terrores del siglo. Así, pues, nuestros carísimos y fidelísimos soldados de Cristo, Mariano y Santiago, y los otros miembros del clero empezaron a sentir un poquillo de tristeza, al ver que los laicos terminaban con tanta gloria sus combates y a ellos se reservaba tan lenta y tardía victoria.
IV. En fin, al marchar Agapio y Secundino, de tal modo dispuestos por su ejemplo y enseñanza dejaron a Mariano y Santiago, que bien pronto los habían de seguir por el camino en que tan recientes huellas quedaban señaladas. Y, en efecto, apenas habían pasado dos días, y ya la palma del martirio venía a buscar a nuestros queridísimos Mariano y Santiago. Y no vino a prenderlos, como en otras partes se acostumbra, uno o dos soldados de la guarnición permanente, sino no menos que un centurión. Y fue así que se presentó todo un escuadrón armado y una desaforada muchedumbre ante la casa de campo en que nos alojábamos, bien así como si trataran de cercar una famosa fortaleza de la fe. ¡Oh invasión para nosotros deseable! ¡Oh miedo feliz y digno de júbilo! Efectivamente, el solo motivo de invadirnos fue que la justa sangre de Mariano y Santiago había de cumplir la dignación de Dios. Venidos a este punto, hermanos amadísimos, apenas nos es posible frenar el gozo acumulado. No hacía más de dos días que abrazábamos a los que marchaban a terminar su vida por el martirio, y aun teníamos con nosotros a otros que habían también de ser mártires. La hora de la divina dignación, ya muy cercana, los venía a buscar con soberana fuerza, y aun a nosotros nos cupo alguna parte de la gloria de nuestros hermanos, pues también fuimos conducidos de Muguas a la colonia de Cirta. Ibamos nosotros delante y nos seguían nuestros amigos carísimos, elegidos para la palma del martirio, guiándolos el amor que nos tenían y la ya madura dignación de Cristo. Y así, por maravilloso modo y cambiado el orden de marcha, iban detrás los que habían de precedernos en el viaje. En fin, no hubo lugar a larga dilación, pues al exhortarnos a nosotros con exaltación de júbilo, ellos mismos se delataron como cristianos. Luego, como al ser interrogados perseverasen en la valentísima confesión del nombre de Cristo, fueron metidos en la cárcel.
V. Entonces fueron sometidos a numerosas y crueles torturas por mano de uno de los soldados de guarnición, que tenía oficio de verdugo de los cristianos, empleando además, para ayuda de su crueldad, a los magistrados de los centuriones y de Cirta, es decir, a los sacerdotes del diablo: como si con el desgarramiento de los miembros se pudiera quebrantar también la fe de quienes nada se les importa de su cuerpo. Por cierto que Santiago, que se había distinguido siempre por el valor de su fe, como quien ya una vez había salido vencedor en la persecución de Decio, no sólo tuvo a gloria declararse cristiano, sino diácono; a Mariano, en cambio, el haberse declarado sólo lector, como efectivamente lo era, fue causa de que se le sometiera a tormento. ¡Y qué tormentos aquellos, qué nuevos! ¡Qué suplicios tan exquisitamente inventados por el envenenado talento del diablo, ducho en las artes de derribar de la fe! Colgaron a Mariano para azotarle, y fue tal la gracia que asistió al mártir mientras le desgarraban que, atormentado, el mismo sufrimiento le exaltaba. Ahora bien, la cuerda que le sujetaba colgado no se la ataron a la muñeca, sino a la punta de los pulgares, con la deliberada intención de que sufrieran más al tener que sostenerse todos los otros miembros en la delgadez de los dedos. Además, le añadieron a los pies enormes pesos, para que distendido de una y otra parte y deshechas por la convulsión sus entrañas, el cuerpo entero estuviera colgado de unos nervios suyos. Pero nada lograste contra el templo de Dios, contra el coheredero de Cristo, gentílica crueldad. Pudiste colgar sus miembros, machacarle sus costados, arrancarle sus entrañas; mas nuestro Mariano, puesta en Dios su confianza, cuanto era más atormentado en su cuerpo, tanto más se crecía en su alma. Vencida, en fin, la fiereza de los atormentadores, alegre sobremanera por su triunfo, de nuevo se le mete en la cárcel, y allí, juntamente con Santiago y los otros hermanos, celebró con frecuente oración el gozo de la victoria por el Señor alcanzada.
VI. ¿Qué décís ahora, gentiles? ¿Créeis que los cristianos sienten las penalidades de la cárcel y se espantan de las tinieblas en que el mundo los encierra, ellos, a quienes aguarda el gozo de eterna luz? El espíritu que, con fiel esperanza de la gracia que le acorre, se abraza íntimamente con los cielos, no está presente a sus propios sufrimientos. Podéis buscar una morada oculta y recóndita para vuestros suplicios, durísimos horrores de un antro caliginoso, una casa de tinieblas; para los que en Dios confían no hay lugar tenebroso, no hay tiempo que sea triste. A los consagrados a Dios Padre, noche y día los socorre la fraternidad de Cristo.
El hecho es que, después de toda aquella tortura de su cuerpo, Mariano quedó dormido en profundo sueño, y él mismo, al despertar, nos contó lo que la divina dignación quiso mostrarle para afianzar su confianza de salvación.
"Me fué mostrado, hermanos—nos dijo—, la cúspide sobremanera elevada de un tribunal excelso y blanco, donde había sentado un hombre que hacia oficio de juez. Había allí un estrado, no a modo de tribuna baja, a la que se subiera por un solo escalón, sino ordenada por una serie de escalones y de subida muy alta. Allí pasaban, una a una, las varias clases de confesores, y el juez los sentenciaba a ser pasados a filo de espada. En aquel momento oigo una voz clara y retumbante, que decía: "Que pase Mariano." Yo iba subiendo a aquel estrado, cuando he aqui que de repente se me apareció Cipriano, sentado a la derecha del juez, y me tendió la mano y me levantó al estrado, y sonriendo me dijo: "Ven, siéntate a mi lado." Y sucedió que fueron oídos otros confesores, estando yo también de asesor. Por fin, se levantó el juez, y nosotros le acompañamos al pretorio, residencia suya. De camino, tuvimos que atravesar unos amenos prados y verdes bosques vestidos de alegre fronda; allí los cipreses, que sombreaban el paraje, se levantaban a lo alto y los pinos parecían tocar con su copa el cielo. Todo el lugar diríase coronado de un verde cerco de bosques. Y todo un lago, alimentado por una fuente cristalina en medio de él, que manaba a borbotones, vertía fuera sus aguas redundantes. Y he aquí que de pronto el juez desapareció de nuestra vista. Entonces Cipriano tomó la copa que estaba en el margen de la fuente, y habiéndola llenado de los chorros de la fuente, la agotó. Llenóla nuevamente y me la alargó a mí, y bebí de muy buena gana. Y como diera a gritos gracias a Dios, mi voz misma—nos dijo—me despertó, y me levanté."
VII. Entonces se acordó Santiago que también a él le significó esta corona del martirio una visión que le concedió la dignación divina. Y fue así que días antes, cuando Mariano y Santiago, y yo con ellos, viajábamos en el mismo vehículo, que era una carroza, por entre aquellas fragosidades del camino, le tomó un maravilloso y profundo sueño, casi en pleno medio día. Despertado a nuestras voces y vuelto completamente en sí:
—He sufrido—nos dijo—, hermanos, una perturbación, pero no sin gozo mío, y aun vosotros debéis alegraros conmigo. Acabo de ver—prosiguió—a un joven de inexplicable y sobrehumana grandeza. Iba vestido de una túnica, que irradiaba tan blanca luz que no era posible lijar en ella los ojos. Sus pies no pisaban la tierra y su rostro se perdía entre las nubes. Al pasar, este joven dejó caer en nuestro seno dos fajas de púrpura, una para ti, Mariano, y otra para mí, y dijo: "Seguidme pronto."
¡Oh sueño, más poderoso que todas las vigilias! ¡Oh sueño, en que felizmente duerme el que está por la fe despierto! Sueño que sólo adormece los miembros terrenos, pues solamente el espíritu es capaz de ver a Dios. ¡Qué júbilo, qué sublime exaltación es de creer dominó el alma de unos mártires que, habiendo de sufrir por la confesión del Nombre Santo, tuvieron la suerte de oír antes a Cristo y ver cómo en cualquier tiempo se presenta Él a los suyos! No fue obstáculo alguno el traqueteo del vehículo -en plena marcha, ni la hora del medio día en toda la fuerza del calor del sol. No hubo que esperar el secreto de la noche. Para nuevo género de gracia concedida a su mártir, eligió el Señor nuevo tiempo de visión.
VIII. Y no se limitó a uno que otro esta dignación de Dios. Emiliano, que entre los gentiles pertenecía al orden ecuestre, era uno de nuestros hermanos presos, que había llegado casi a los cincuenta años de su edad en estado de continente. En la cárcel multiplicaba sus ayunos y se daba a la continua oración, único alimento, junto con la divina Eucaristía, con que pasaba de un día a otro. Éste, pues, reclinándose para dormir, a medio día, tuvo una visión, cuyos secretos nos reveló apenas despertó:
"Habiéndome sacado—nos dijo—de la cárcel, se me presentó un gentil, que me pareció era mi propio hermano carnal. Éste, curioso por saber de nuestras cosas, me preguntó en tono de burla qué tal nos iba entre las tinieblas y hambre de la cárcel. Yo le respondí:
—Los soldados de Cristo, aun entre tinieblas, gozan de clarísima luz, y en el ayuno gustan un manjar que los sacia, que es la palabra de Dios.
Oyendo esto, me dijo:
—Sabed que todos los que estáis en la cárcel, si os obstináis en confesaros cristianos, sufriréis la pena capital.
Yo, que me temía no se hubiera él, por su cuenta, inventado una mentira y quisiera jugar con nosotros, quise asegurar una noticia objeto de todos mis votos.
—¿De verdad—le dije—vamos todos a sufrir el martirio?
Y él, reafirmándose en lo dicho:
—La espada—dijo—y la sangre están para vosotros inuy cerca. Mas quisiera saber si a todos vosotros, que así despreciáis la muerte, se os darán premios distintos o iguales en el reparto celeste.
A lo que yo respondí:
—No me siento capaz de dar sentencia sobre tamaña cuestión. Sin embargo—le dije—, levanta por un momento los ojos al cielo; ahí tienes una muchedumbre incontable de estrellas que brillan. ¿Acaso todas brillan con igual gloria de luz? Y, sin embargo, todas tienen luz.
Aún no quedó satisfecha su ansiedad, y siguió preguntando :
—Pues si, por lo visto, hay alguna diferencia, ¿quiénes de vosotros son los que mejor se ganan la benevolencia de Dios?
—Dos hay de ellos—le respondí—cuyos nombres no hay por qué dártelos a ti, pero que los sabe Dios muy bien.
Como aun siguiera insistiendo y molestándome con sus preguntas:
—Pues son—le dije—aquellos que cuanto es más difícil y más raro que venzan, tanto son más gloriosamente coronados. Por ellos está escrito: Con más facilidad entrará un camello por el ojo de una aguja, que un rico en el reino de los cielos (Mt. XIX, 24).
IX. Después de estas visiones, habiendo morado unos días en la cárcel, los sacaron en público con intención de remitirlos al legado imperial, por orden del magistrado de Cirta, que los honraba con el informe de la confesión de la fe y los enviaba ya medio condenados a muerte. En el momento de partir, uno de nuestros hermanos atrajo sobre sí las miradas de todos los gentiles, pues por la gracia de su próxima confesión de la fe, Cristo parecía irradiar ya en todo su rostro. Preguntáronle turbulentamente y con ánimos exaltados si profesaba la misma religión y nombre que los mártires, y él se apresuró, con prontísima confesión de su fe, a juntarse en tan dulce compañía. De este modo, los bienaventurados mártires, con sus meros expedientes, mientras ellos se preparan para el martirio, conquistan para Dios nuevos testigos. En fin, remitidos al presidente, tuvieron que hacer de prisa, si bien con placer de ellos, un trabajoso y dificil viaje. Llegados a la residencia del legado imperial, la cárcel de Lambesis, que ya por dos veces habían conocido, por dos veces usado, les dió nuevamente acogida. Porque ya sabemos que los gentiles no tienen otro hospedaje para los cristianos.
X. Entre tanto, y durante muchos días, numerosos hermanos nuestros eran enviados al Señor por la efusión de su sangre, y la rabia del furioso presidente, ocupada en tan enorme carnicería de laicos, parecía no poder llegar a sacrificar a Mariano y Santiago y a los otros clérigos. Porque es de saber que la artera crueldad había separado los grados de nuestra religión, pues pensaba que los laicos, separados de los clérigos, habían de ceder fácilmente a las tentaciones y terrores del siglo. Así, pues, nuestros carísimos y fidelísimos soldados de Cristo, Mariano y Santiago, y los otros miembros del clero empezaron a sentir un poquillo de tristeza, al ver que los laicos terminaban con tanta gloria sus combates y a ellos se reservaba tan lenta y tardía victoria.
XI. Agapio hacía ya tiempo que, consumado su martirio, había alcanzado la perfección de los misterios de fidelidad. Por cierto que teniendo el obispo consigo a dos niñas, llamadas Tertula y Antonia, a las que amaba con cariño de hijas, pedía insistentemente a Dios que se dignara concederles con él la gracia del martirio, y obtuvo por sus méritos que en una revelación le dijera el Señor, dándole certeza de haber sido oído: "¿A qué pides tan asiduamente lo que ya con una sola oración has merecido?" Este Agapio, pues, se apareció en la cárcel a Santiago durante el sueño. Porque es el caso que en el momento mismo del martirio, cuando estaba esperando la llegada del verdugo, dijo Santiago:
—En hora buena voy a juntarme con Agapio y tomar parte en el banquete de los otros bienaventurados mártires. Porque esta noche pasada — prosiguió—vi a nuestro Agapio, más alegre que cuantos, junto con nosotros, habían estado encerrados en la cárcel de Cirta, que celebraba un banquete solemne, en que todo era alegría. A este banquete se nos arrebató a mí y a Mariano, como si fuéramos a asistir a un ágape llevados del espíritu de amor y caridad, cuando nos salió corriendo al encuentro un niño, que reconocimos ser uno de los dos gemelos que dos días antes habían padecido el martirio junto con su madre. Llevaba el niño al cuello una guirnalda de rosas y una palma, muy verde en su mano derecha y...
—¿A qué os apresuráis?—nos dijo—. Alegraos y regocijaos, pues mañana cenaréis también vosotros en nuestra compañía.
—En hora buena voy a juntarme con Agapio y tomar parte en el banquete de los otros bienaventurados mártires. Porque esta noche pasada — prosiguió—vi a nuestro Agapio, más alegre que cuantos, junto con nosotros, habían estado encerrados en la cárcel de Cirta, que celebraba un banquete solemne, en que todo era alegría. A este banquete se nos arrebató a mí y a Mariano, como si fuéramos a asistir a un ágape llevados del espíritu de amor y caridad, cuando nos salió corriendo al encuentro un niño, que reconocimos ser uno de los dos gemelos que dos días antes habían padecido el martirio junto con su madre. Llevaba el niño al cuello una guirnalda de rosas y una palma, muy verde en su mano derecha y...
—¿A qué os apresuráis?—nos dijo—. Alegraos y regocijaos, pues mañana cenaréis también vosotros en nuestra compañía.
¡Oh dignación de Dios, grande y preclara para con los suyos! ¡Oh piedad verdaderamente de padre, de Cristo Jesús Señor nuestro, que tan largos beneficios concede a sus amigos, antes de regalarlos con los dones de su clemencia, se los declara! Había brillado el día primero después de la visión, y ya el presidente con su sentencia estaba sirviendo a las promesas de Dios; sentencia de muerte que, juntándolos por fin gloriosamente con los patriarcas, sacó de las angustias del siglo a Mariano, a Santiago y a los otros clérigos. Fueron, por fin, conducidos al lugar de la corona, situado en medio del valle de un río cuyas márgenes se levantan a una y otra parte en suave pendiente, y más allá, un alto ribazo parecía dispuesto para graderías de un anfiteatro. El cauce del río recibía la corriente o riachuelo de la sangre bienaventurada. De este modo se dió allí el simbolismo de uno y otro sacramento, pues se bautizaban en su sangre y se lavaban en el río.
XII. Allí eran de ver los maravillosos y exquisitos atajos de la crueldad. Porque era el caso que todo un pueblo numeroso de cristianos ceñía la mano y la espada del verdugo que había de caer sobre tantas cervices, y la ferocidad, artífice en semejante menester, fue disponiendo en filas a verdaderos escuadrones de ellos, con el fin de que el golpe del sacrilego ejecutor fuera recorriendo, como llevado por insano furor, los piadosos cuellos. Con este expediente lograba también el verdugo quitar algo de su horror a aquel sangriento y bárbaro espectáculo, pues de estar fijo en un lugar hiriendo gente y más gente, el montón de cadáveres hubiera sido inmenso y el mismo cauce del río, colmado con tanta carnicería, hubiera negado espacio para recibirlo. Entonces, en el momento en que iba a caer el golpe de la espada -velaron, según costumbre, los ojos a los cristianos; pero no hubo tinieblas capaces de oscurecer la vista de su alma libre, sino que la iluminó un largo e inestimable resplandor de la luz sin medida. Y así, muchos de los mártires, aunque a sus ojos no llegaba la luz de fuera, decían a los hermanos que estaban junto a ellos y los asistían estar gozando entonces de maravillosas visiones: caballos que bajaban del cielo deslumbrantes de nivea blancura, montados por jóvenes vestidos de blanco. Y no faltaron de entre los mismos mártires quienes confirmaron por oídos la relación de sus compañeros, pues decían percibir los relinchos y pisadas de los caballos. Allí, Mariano, lleno ya de espíritu profético, confiada y valientemente, proclamaba la pronta venganza de la sangre inocente, y como si se hallara ya en la cumbre del cielo, anunciaba las varias plagas con que había de ser azotado el mundo: peste, cautiverio, hambre, terremotos, venenos atormentadores de cynomias o moscas de perro. Con esta predicción, la fe del mártir no sólo desafiaba a los gentiles, sino que parecía tocar para los hermanos anticipadamente el clarín de la batalla e infundíales vigor para imitar el valor de los que les precedían, a fin de que, entre tantas calamidades del mundo, los justos de Dios arrebataran la ocasión de morir tan gloriosa y santamente.
XII. Allí eran de ver los maravillosos y exquisitos atajos de la crueldad. Porque era el caso que todo un pueblo numeroso de cristianos ceñía la mano y la espada del verdugo que había de caer sobre tantas cervices, y la ferocidad, artífice en semejante menester, fue disponiendo en filas a verdaderos escuadrones de ellos, con el fin de que el golpe del sacrilego ejecutor fuera recorriendo, como llevado por insano furor, los piadosos cuellos. Con este expediente lograba también el verdugo quitar algo de su horror a aquel sangriento y bárbaro espectáculo, pues de estar fijo en un lugar hiriendo gente y más gente, el montón de cadáveres hubiera sido inmenso y el mismo cauce del río, colmado con tanta carnicería, hubiera negado espacio para recibirlo. Entonces, en el momento en que iba a caer el golpe de la espada -velaron, según costumbre, los ojos a los cristianos; pero no hubo tinieblas capaces de oscurecer la vista de su alma libre, sino que la iluminó un largo e inestimable resplandor de la luz sin medida. Y así, muchos de los mártires, aunque a sus ojos no llegaba la luz de fuera, decían a los hermanos que estaban junto a ellos y los asistían estar gozando entonces de maravillosas visiones: caballos que bajaban del cielo deslumbrantes de nivea blancura, montados por jóvenes vestidos de blanco. Y no faltaron de entre los mismos mártires quienes confirmaron por oídos la relación de sus compañeros, pues decían percibir los relinchos y pisadas de los caballos. Allí, Mariano, lleno ya de espíritu profético, confiada y valientemente, proclamaba la pronta venganza de la sangre inocente, y como si se hallara ya en la cumbre del cielo, anunciaba las varias plagas con que había de ser azotado el mundo: peste, cautiverio, hambre, terremotos, venenos atormentadores de cynomias o moscas de perro. Con esta predicción, la fe del mártir no sólo desafiaba a los gentiles, sino que parecía tocar para los hermanos anticipadamente el clarín de la batalla e infundíales vigor para imitar el valor de los que les precedían, a fin de que, entre tantas calamidades del mundo, los justos de Dios arrebataran la ocasión de morir tan gloriosa y santamente.
XIII. Terminada la ejecución, la madre de Mariano, con gozo que evocaba el de la madre de los Macabeos, segura ya de su hijo, que acababa de sufrir el martirio, no sólo felicitaba a su propio hijo, sino a sí misma por ser madre de aquella prenda. Abrazaba con el cadáver de su hijo la gloria de sus entrañas y con piadosa devoción besaba a menudo las heridas mismas de su cuello. ¡Oh tú, con razón feliz, María! ¡Oh tú, bienaventurada, tanto por tu hijo como por tu nombre! ¿Quién puede creer que no cuadre la felicidad de tan hermoso nombre en una madre a la que así honró el fruto de sus entrañas? Inestimable, por lo demás, es la misericordia de Dios omnipotente y de su Cristo para con los suyos, pues a los que confían en su nombre no sólo los conforta con la dignación de su gracia, sino que los vivifica con la redención de su sangre. ¿Quién, en efecto, podrá con digna estimación medir sus beneficios? Él, con paterna misericordia, está siempre trabajando porque llegue a nosotros lo que la fe nos dice es preciso se pague de la sangre de nuestro Dios.
A Él sea la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.
A Él sea la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.
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