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lunes, 14 de julio de 2014

SAN IGNACIO DE LOYOLA (12)

Capítulo Décimo
EL SANTIFICADOR DE AZPEITIA 
(Mayo a Julio de 1535)

     De París a Azpeitia hay cerca de novecientos kilómetros. Para hacer este camino Iñigo empleó un mes. No nos queda de este viaje ningún recuerdo, ningún incidente que el viajero haya querido anotar.
     Desde que franqueó las fronteras de Guipúzcoa, en lugar de tomar el camino real que le hubiera conducido a Loyola, tomó los senderos de las montañas; su intención bien definida era la de huir de la casa paterna para vivir como un pobre en el hospital. Pero habiendo sido reconocido en Bayona, en la hospedería, por Juan de Eguibar, proveedor de las carnicerías de Azpeitia y antiguo combatiente de las guerras de Navarra, creyó éste, que su deber era el ir a Loyola para dar la noticia. Mientras que Iñigo caminaba solitario, vió llegar hacia él a dos hombres armados. Aquel lugar era famoso por las hazañas de algunos asesinos. Los transeúntes se cruzaron con él y después volvieron a toda prisa sobre sus pasos. Iñigo que se dió cuenta, tuvo un estremecimiento de miedo, sin embargo les habló y supo por ellos que eran criados de la casa de Loyola, enviados a buscarle. Rogóles que fueran por delante y continuó solo su camino. Un poco antes de llegar a Azpeitia encontró a varios sacerdotes que salían a su encuentro. Ya se adivina lo que había sucedido: Martín García supo que su hermano iba a Azpeitia, por un camino que no pasaba por Loyola, y comprendió enseguida, porque tenía muy presente en la memoria la despedida de 1521 para dudar ni un momento de la resolución de Iñigo. Pero quizás algunos sacerdotes obtendrían de él lo que Martín no se atrevía a esperar. Baltasar de Garagarza y los clérigos que lo acompañaban llevaron a cabo celosamente su comisión: hicieron al viajero las más vivas instancias para llevarle a Loyola, pero todo fue inútil. Iñigo rogó a los sacerdotes le dejaran continuar su camino y sólo pudieron seguirle de lejos. Por Etumesa, Herriazaga y el camino de Cestona llegó a la Basílica de la Magdalena, a la que estaba unido un hospital a 300 pasos de la ciudad, y allí pidió albergue. (1)
     El hospital del que Martín García de Loyola era patrono, estaba administrado por Pero López de Gariyn y Milia de Goyaz, su mujer, desde el 25 de marzo de 1524. Estos nobles azpeitianos, aliados a los Loyola y cristianos generosos, habían perdido a todos sus hijos y consagraron su vida y sus bienes a las buenas obras. Nos podemos imaginar, pues, con qué respeto semejantes personas recibieron a Iñigo aquel viernes 30 de abril de 1535, hacia las cinco de la tarde. (2)
     Desde el primer día Iñigo trazó su programa para seguirlo al pie de la letra: había de vivir como si en aquel país fuera un desconocido. Recomenzó en Azpeitia la vida de Manresa: mendigando su alimento de cada día, se presentaba modestamente a las puertas de sus compatriotas y sus parientes pidiendo limosna por amor de Dios. Cargado con los productos de su colecta, tomaba el camino del hospital y dividía entre los enfermos y los pobres lo que le habían dado de mejor y guardaba para sí un poco de lo más malo. Como se puede pensar, Martín García trató en un principio de oponerse a lo que consideraba un deshonor para su familia; pero vanos fueron sus esfuerzos: Iñigo permaneció en su resolución evangélica. (3)
     Todos los días reunía a los niños para enseñarles el catecismo (4). Cuando manifestó este proyecto a su hermano, Martín García le dijo que no reuniría a uno solo; pero vinieron y en gran multitud tanto los padres como los hijos, y aun Martín García fue como los otros, uno de los oyentes de aquellas prédicas tan nuevas en Azpeitia. Después de explicarles los artículos del credo o los mandamientos de Dios, el catequista preguntaba para asegurarse si le habían comprendido, y sucedió varias veces que los que respondían no teniendo seguridad, o por ser tartamudos o defectuosos de alguna otra manera hacían que los niños y aun las personas grandes no pudieran contener la risa. Iñigo reprendía severamente aquellas burlas fuera de lugar, y para restablecer el orden y la caridad le bastaba amenazar a los que reían con medir su propia ciencia.
     A este ejercicio de paciencia y de celo, Iñigo añadía piadosas exhortaciones, el lunes, el miércoles y el viernes de cada semana para las personas mayores. En aquella Villa de Azpeitia donde su familia era la principal hacía muchos siglos, nadie dejaba de acudir para verle y oírle. La capilla de Santa Magdalena fue pronto muy estrecha para contener a todo aquel pueblo, y el hombre de Dios los evangelizaba al aire libre desde el umbral de la casa. Y llegó el caso de que tuviera que subir el domingo, o los días de fiesta, al pulpito de la iglesia parroquial. Pero parece que aquellos sermones solemnes fueron más bien actos de complacencia a los que se prestaba rara vez, porque prefería predicar evangélicamente al azar de las circunstancias y los catecismos en el hospital. (5)
     Algunos días después de su llegada, habló desde lo alto de un árbol a una multitud inmensa. Entre las numerosas capillas sembradas por toda la campiña de aquel país, hay una situada junto a la Carretera real de Azpeitia a Tolosa que lleva el nombre de Nuestra Señora de Elosiaga. Era costumbre muy antigua de las gentes de aquel país poner bajo la protección de esta Virgen los pactos de amistad, los perdones y las reconciliaciones. Todos los años la ciudad de Azpeitia venía allí procesionalmente el primer día de las Rogaciones. Iñigo siguió a sus compatriotas; el concurso era considerable y se le invitó para que predicara. Para darse a oír y contentar a todo el mundo, subió a un ciruelo que se encontraba allí plantado muy a propósito y en un lugar cómodo y desde allí arengó a la multitud. Según su costumbre habló con vigor del respeto debido a la Ley de Dios, y uno de los puntos que tocó fue el relativo a los adornos de las mujeres; muchas de ellas lloraban, tocadas de compunción. (6)
     Sabemos por Iñigo mismo la razón de aquellas lágrimas; dejémosle hablar: “Las jóvenes de ese país, van siempre con la cabeza descubierta y no se cubren sino cuando contraen matrimonio. Pero había muchas que eran simplemente concubinas de algunos hombres y aun de sacerdotes, y les guardaban fidelidad como si fueran sus mujeres legítimas y se cubrían, como las legítimamente casadas”; y esto era tan común, “que no tenían vergüenza de decir que se velaban la cabeza por fulano de tal”. Se ven ya las consecuencias de aquel impudor y si el celo apostólico de Iñigo, sobre el ciruelo de Elosiaga, tenía o no motivo de tronar contra ciertas modas. (7)
     Pero no se contentaba con hablar; logró que el Corregidor de Azpeitia entrara a medias en su empresa reformadora. El magistrado a sus ruegos, decidió castigar aquellas mujeres perdidas que se atreviesen a llevar el velo de las mujeres casadas. (8) El mal era muy antiguo. Consultando los antiguos papeles de la ciudad, el Corregidor hubiera encontrado una ordenanza de Isabel y de Femando firmada en 1484, referente a este caso y organizando, para extirpar el mal, un procedimiento rápido: al primer delito, un marco de plata de multa y destierro por un año fuera de la juridicción de Azpeitia; en la reincidencia, otro marco de plata y un destierro de dos años; y la tercera vez, cien latigazos en público y un destierro de seis años.
     Tenía pues Iñigo motivo para hacer una apelación a los poderes públicos por precedentes autorizados. Pero el hombre de Dios tenía demasiada experiencia de la debilidad humana para creer en la sola acción de las leyes; los cambios durables, son únicamente aquellos que se operan en el fondo de las almas. A partir del día de la Ascensión, hasta la fiesta de Pentecostés, Iñigo predicó todos los días sobre los Mandamientos de Dios; contra la impureza y la blasfemia su palabra tuvo una fuerza singular. Cinco mujeres de mala vida, entre las cuales había una Loyola, se convirtieron y su conversión fue tan ruidosa como lo había sido su escándalo. Muchos fueron a Roma en peregrinación de Penitencia. Iñigo no descuidó de hacer venir al hospital para reprenderles al bachiller Acharán y a un tal Pérez de Eizaguirre unido a su familia, y tuvo la felicidad de conducirlos a nueva vida. (9) Para tocar el corazón de los pecadores, Iñigo contaba únicamente con la gracia de Dios. De Dios esperaba la bendición necesaria para fecundar los reglamentos del Corregidor y sus propias predicaciones. En su testamento (10) Martín García de Loyola escribió: “Digo y quiero que a perpetuidad se toque a la hora del medio día la gran campana de la iglesia de San Sebastian, todos los días a fin de que los que la oigan sean invitados a decir de rodillas un Padre Nuestro y un Ave María, suplicando a Dios Nuestro Señor quiera darles a los que se encuentren en pecado mortal, la gracia de salir de él; y otro Padre Nuestro y Ave María para obtenerles la gracia de no volver a caer. Y para que Dios Nuestro Señor sea más honrado, ordeno y es mi voluntad, que a la misma hora de medio día, los frayles hagan tocar la campana de su ermita, a fin de que los habitantes de la región queden advertidos para hacer las mismas oraciones.” Y después de haber señalado en dos ducados de oro y diez reales castellanos que valían cada uno treinta y cuatro maravadíes, el salario de los campaneros, el testador añade: “Recomiendo al Rector que es o será que se sirva dos veces por año publicar en la misma iglesia la razón de esta fundación. Tenía la intención de dejar a mi hermano Iñigo otro recuerdo; pero él mismo juzgó que este era el mejor, teniendo en cuenta que alguna otra persona celosa del servicio de Dios me ayudará de algún modo a establecer esta obra para que así tenga parte en el mérito.”
     Se descubre sin pena este anonimato, bien transparente cuando se sabe por testimonio de Fotenciana de Loyola, (11) que Iñigo quiso consagrar al pago de los campaneros y de aquella campana de los pecadores, lo que le quedaba por recibir de su legítima.
     Por lo demás el santo hombre no escaseaba sus sacrificios; oraciones fervientes, santas conversaciones con quienes venían a verle, predicaciones frecuentes, todo le parecía bien, para traer a las almas al sincero servicio de la divina Majestad. A medida que se prolongaba su estancia, la afluencia de la gente se hacía más considerable. De valle en valle, de aldea en aldea, corría el rumor de que un santo daba audiencias en el Hospital de la Magdalena de Azpeitia. Los testigos del proceso insisten sobre esta multitud de visitantes y de oyentes. En los alrededores del hospital, trepaban éstos sobre los árboles y las paredes. En aquel tiempo los campos que rodeaban a la Magdalena pertenecían al Monasterio. La multitud los llenaba y al cabo de poco no quedaba allí, dicen los testigos, ni rastro de árboles, ni de la maleza. Los que se veían obligados a permanecer lejos por no poder acercarse al hombre de Dios, no por eso se veían privados de sus lecciones. Catalina de Egurza, Martín de Eizaguirre, Andrés de Oraá, María de Ulacia cuentan que oían la voz alta y aguda del predicador a más de trescientos pasos de distancia del hospital. (12)
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     En las conversaciones particulares Iñigo terminaba frecuentemente la obra que los remordimientos habían comenzado durante el sermón. Su ministerio de reconciliación era especialmente bendecido por Dios. Lorenza de Ugarte (13) cuenta, que vinieron desde Placencia, un padre y un hijo mal avenidos y que hicieron la paz a los pies de Iñigo, y que vueltos a su tierra escribieron a su bienhechor una carta tan hermosa, tan llena de alegría, que Iñigo la leyó a los pobres del hospital, para demostrarles sin duda, cómo la paz de la conciencia recompensa la generosidad de aquellos que saben vencerse para permanecer fieles a Dios. Quizás los reconciliados de Placencia eran también Loyola, porque había en aquella ciudad una rama de la familia. Pero sin salir de Azpeitia, Iñigo tenía entre los suyos mucho que trabajar en calmar las iras y apaciguar los odios inveterados.
     En el momento mismo de su partida de Loyola, en 1521, había logrado entre su hermano García por una parte, el Rector de la iglesia, Anchieta, y el Convento de las Isabelinas por otra, un acuerdo generoso (14). Después habían vuelto el disgusto y los procesos y los pleitos. La enemistad estaba tan viva como nunca, cuando en 1532 desde París, Iñigo escribió a su hermano estas líneas que debieron traspasar su corazón como una flecha del cielo: “Deseo con ardor y más que con ardor, si se puede decir, que la verdadera caridad sea perfecta entre mis parientes y mis amigos y que os consagréis con todas vuestras fuerzas al servicio y la gloria de Dios Nuestro Señor, a fin de que pueda yo amaros y serviros mucho más.” (15)
     No es imposible, que provocado por Iñigo a un serio examen de conciencia, que le llevara a dar a sus hijos, a sus criados y a toda su casa buenos ejemplos, Martín García haya determinado acabar con las vergonzosas luchas que tenía con el convento de las Isabelinas. Las cosas habían ido muy lejos. Pero López de Loyola primero, y después Tomás de Eguibar, habían hecho en persona el viaje a Roma para sostener los derechos del patrono y obtener sentencia engañando al tribunal de la Rota con alegatos falsos. Como todo esto apartaba a su hermano del perfecto servicio de Dios, Iñigo le exhortó con vehemencia. En todo caso se debe de notar un proyecto de acuerdo, en veintitrés artículos, escritos de la propia mano de Martín García con fecha 23 de diciembre de 1533; en 1534 da orden a su procurador en Roma, que era el bachiller Juan Costaroz, que suspenda toda la acción judicial; el 27 de marzo de 1533 escribe un nuevo memorándum de conciliación, en veintiocho artículos, para terminar sus discusiones con las Isabelinas. Un mes después el Províncial de los Franciscanos de Burgos autoriza a la superiora del Monasterio de la Concepción, para que concluya un acuerdo con el Rector, los clérigos y los patronos de Azpeitia, aun a costa de una renuncia de ciertos derechos, si uno o más árbitros lo juzgaran a propósito. Sea que la mano de Iñigo haya intervenido o no, en estos preliminares, es claro que facilitaban un acercamiento, pero diez y ocho días después de su llegada, Iñigo tenía el gusto de firmar el acto notarial que arreglaba una querella, vieja ya de treinta años.
     Se trata como ya se adivina de las relaciones que debían existir entre la iglesia parroquial y la capilla del monasterio. A pesar de las bulas apostólicas y del derecho privilegiado de los Franciscanos, el patrón laico de la Iglesia y del Monasterio quería privar a éste de sus derechos positivos: los oficios, los sermones, los funerales, los bautismos, los desposorios, organizados en la capilla, eran vistos por este celador estrecho de los derechos curiales, como una brecha abierta a la dignidad y el provecho de la iglesia parroquial. La historia eclesiástica está llena en todos los países y en todas las épocas, con esos combates ridículos, en que los hombres consumen sus fuerzas con una terquedad que no son capaces de poner en las grandes empresas. El 18 de mayo de 1535, en el Monasterio de las Isabelinas, todo el clero de Azpeitia y todas las religiosas estaban presentes ante Martín García de Loyola, Iñigo, y el Alcalde Pero Ibáñez de Izagarra. El notario era Juan Aquamendi. Después de narrar la querella desde sus orígenes, el acto de la concordia precisa en 17 puntos las condiciones, que para en adelante serían la ley en la capilla del Monasterio. Iñigo firma en primer lugar (16), y era justicia porque la reconciliación fue obra suya. Por actas pontificias de Paulo III fechadas en julio y octubre de 1539 el pacto voluntario de Azpeitia recibió su confirmación apostólica. Mucho tiempo después, en 1810, un Provincial de los Franciscanos de Burgos no dudará en llamar día bendito a aquel 18 de mayo de 1535, en que las Isabelinas y el clero de Azpeitia hicieron la paz.
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     Viviendo como un mendigo en el hospital de la Magdalena, Iñigo no podía olvidar la suerte de aquellos con quienes compartía la vida. Durante su estancia fue fundada por él una obra en favor de los pobres vergonzantes. Es conveniente transcribir aquí la primera página, que al principio de un registro del hospital de San Martín, escribió el notario Juan de Aquamendi:
     “Como la memoria de los hombres es débil y se acaba con su vida, Aquel que remedia nuestros males y provee a nuestras necesidades, nos ha dado la escritura conservadora de los sucesos pasados. Gracias, pues, a los escritos presentes, el tiempo por venir sabrá la verdad de lo que va a decirse en el caso presente.
     “En el año de 1535, llegó aquí después de unas peregrinaciones a Jerusalem y a Roma, el señor maestro Iñigo de Loyola que por todas partes había dado grandes ejemplos de vida santa. La nobleza de su familia es notoria. Dios y todos aquellos que lo encuentran ven sus virtudes. Yo, que escribo, no tengo pues que contarlas; así omitiré las alabanzas debidas a sus méritos que son tan grandes y me limitaré al único punto que me ocupa.
     “Este santo en el tiempo de su estancia en la presente ciudad de Azpeitia, su patria, quedó vivamente afligido de las necesidades espirituales del pueblo. Preocupado por remediar todos los males a fin de salvar las almas, se puso a predicar la doctrina que podía esperarse de una boca tan santa, y se tomó mucho trabajo por la conversión de los pecadores. El fruto de sus trabajos fue grande, pero es cierto que hubiera querido más y que fue muy a pesar suyo si quedó alguna cosa por hacer.
     “Dios Nuestro Señor, pues, ha hecho a la ciudad de Azpeitia una gran misericordia, no menos que a los de su casa, al darles tan gran hombre al mismo tiempo que se daba a Sí mismo tal servidor de su divina bondad. También cada uno de nosotros, con toda su posibilidad, le ha pagado un tributo de acción de gracias por todos los bienes que hemos recibido ya, por medio de su servidor, y por todos aquellos que esperamos recibir aun en este mundo y en el otro.
     "Este santo que medita continuamente la Sagrada Escritura procuró, tanto como pudo, que los verdaderos pobres de su Patria que sufrían hambres y otras numerosas necesidades fuesen eficazmente socorridos. Trató de este asunto con el Concejo de la ciudad y con los principales habitantes y estableció unos reglamentos y ordenanzas que se conocerán más lejos. Quien primero le secundó fue el comerciante Juan de Eguibar (éste estaba encargado de proveer las carnicerías de Azpeitia y era hermano de leche de Iñigo) y su mujer María Juanez de Zumitztayn. No habiéndoles dado Dios posteridad se vieron como obligados a adoptar a los pobres. Pero consideraron a estos forzados herederos, como si realmente fueran para ellos hijos de bendición.” (17)
     El notario Juan de Aquamendi sabía ciertamente redactar un contrato como el más retórico de los legistas, pero era sobre todo, lo que valía más, un hombre de corazón y un cristiano; en esta página, un poco solemne, escrita en 1542, nos da la prueba de que a despecho del proverbio, Iñigo había sido profeta escuchado en su propio país, poderoso en obras más aun que en palabras.
     El 23 de mayo de 1535 era el domingo de la Santísima Trinidad. En la misa solemne, don Andrés de Loyola, Rector de la iglesia parroquial, promulgó, traduciéndolas al vasco, las ordenanzas establecidas en el Ayuntamiento. Nadie de la jurisdicción podría mendigar de puerta en puerta bajo pena de ser condenado a seis días de prisión, y en caso de reincidencia a cien azotes. Ningún limosnero podría ser admitido, a menos que lo fuese por Nuestra Señora de Roncesvalles y Nuestra Señora de Balbanera. En cuanto a los transeúntes tampoco estaban autorizados para pedir limosna de puerta en puerta; los peregrinos, o los necesitados que pasaran, debían dirigirse a los mayordomos de pobres; y era a estos mayordomos a quienes los habitantes de Azpeitia debían enviar los mendigos, obligándolos aun a denunciar a la justicia, bajo pena de dos reales de multa, a los mendigos capaces de trabajar y que se rehusaran a ello, y éstos serían castigados con seis días de prisión y cien azotes. Seria establecida por el Concejo de la ciudad después de una seria investigación, una matrícula exacta de los pobres de la jurisdicción de Azpeitia; y solamente los inscritos tendrían derecho a un socorro. Los administradores de los hospitales, no podrían acoger ni a limosneros extranjeros, ni a mendigos válidos, bajo pena de exponerse a tres días de prisión y cien maravadíes de multa. Con mucha razón las ordenanzas insisten, desde su comienzo, en que los dos mayordomos de pobres vergonzantes, uno del clero y otro laico, sean escogidos con el mayor cuidado, sin respetos humanos y solamente teniendo en cuenta sus cualidades caritativas. Todos los días domingo y festivos debían pedir en la iglesia para los pobres, y ellos solos tenían el derecho de recoger las limosnas de los otros. La economía del sistema descansaba pues por entero en la integridad y celo de estos procuradores. (18)
     El Hospital llamado de los Barrios o de Bastinayri, fundado en los comienzos del siglo XVI, más allá del Puente de Emparan en la margen derecha del Urola, fue la sede de la obra de los pobres vergonzantes. La generosidad proveyó durante siglos enteros, mucho más allá de la necesidad; porque los guipuzcoanos emigrantes a las indias occidentales, que morían en aquellos países ricos, volvían sus ojos antes de morir hacia su ciudad natal, y dejaban en su testamento cuantiosos legados en favor de los pobres vergonzantes. En el curso de los años la obra cambió de nombre, pero a la cabeza de muchos de los nuevos registros que manifiestan las fases de esta inevitable evolución siempre se encuentra piadosamente transcrita la página del notario Juan de Aquamendi, que refiere los orígenes. Y no se olvida que fue una idea de Iñigo de Loyola la que dió comienzo a esta obra de misericordia. En 1595, el mismo año en que se hizo en Azpeitia, el proceso canónico en vista de la canonización de San Ignacio, la antigua casa solar de Loyola estaba en manos de los colaterales Borja; pero el nombre no desapareció por completo del país; el mayordomo del hospital de San Martín daba cuenta al Concejo de la ciudad justificando que había distribuido a veintisiete pobres veinticuatro mil novecientos treinta maravedíes, siendo la primera de las pobres socorridas María Pérez de Loyola, a la que se daban tres cuatrillos cada domingo.
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     En el trabajo de santificación que ocupaba a Iñigo en Azpeitia, no podía desinteresarse de los sacerdotes. Más que ninguna otra era importante esta reforma, y muy necesaria hasta en aquellas montañas de Guipúzcoa, donde la vida patriarcal parecía deber conservar con la religión de las antiguas tradiciones, el tesoro de las buenas costumbres.
     El clero de Azpeitia era numeroso. Desde que Bertrán Yáñez de Oñaz, padre de Iñigo, de acuerdo con el rector de la iglesia, había constituido beneficios seguros en la parroquia, los aspirantes al estado eclesiástico se habían multiplicado. A la letra el beneficio hacía al clérigo y ya se pueden ver las consecuencias, cuando la vida del beneficiado era poco conforme con la virtud que exige la clericatura. Para obviar este inconveniente, el Concejo de la ciudad de Azpeitia, bajo presidencia de Beltrán de Loyola, tomó, el 18 de diciembre de 1506, saludables disposiciones. Los malos ejemplos que se deseaban proscribir se manifestaban ¡ay! al aire libre. El Rector Juan de Anchieta y su sucesor Pero López de Loyola, hermano de Iñigo, fueron sacerdotes públicamente escandalosos. ¡Apenas hay necesidad de decir, qué influencia tan deplorable debían ejercer tales ejemplos sobre el clero perteneciente a la iglesia de Azpeitia!
     Además del rector, aquella iglesia contaba con ocho beneficiados y catorce capellanes, todos nacidos en Azpeitia. Los bienes eclesiásticos eran un feudo del que se apartaba cuidadosamente a todos los extranjeros. En la querella con las Isabelinas de la que hemos hablado más arriba, una de las pretensiones del clero, era que las religiosas no podrían emplear para el servicio de su capilla, ningún sacerdote extraño al país. Estos bienes de la Iglesia consistían en los diezmos y casuales. De los diezmos, las tres cuartas partes, separada ya una contribución para el rector, eran divididas en nueve partes iguales entre el mismo rector y los ocho beneficiados. Para el Casual, el patrón no tenía derecho sino a un cuarto, los tres cuartos restantes iban a los beneficiados. Los catorce capellanes no tenían para su sustento, sino sus recursos personales y las limosnas que podían recibir de los fieles, a cambio de su asistencia a los entierros, novenas y otros oficios.
     Entre todo este mundo había grandes apetitos de adquirir y poco celo para el bien. Cada uno procuraba reivindicar sus derechos y recibir su parte, pero cuando se trataba del culto divino y del bien de las almas todos se escurrían a cual más y mejor. Nunca predicaban, el rector decía que estaba dispensado por sus otras ocupaciones y los subalternos no pretendían hacerlo mejor que su jefe. El rezo de maitines y de las Horas en la iglesia había desaparecido. En las ceremonias y procesiones, el clero ponía una indolencia poco edificante; y el juego tenía en la vida de estos hombres holgazanes el lugar que debía ocupar el estudio, y los vicios seguían a la ociosidad.
     No obstante, permanecía la fe, que si no era lo bastante viva para dominar las pasiones, sí era suficientemente profunda para subsistir en medio de los peores escándalos. Tres años antes de morir, y antes de emprender el viaje a Roma, a donde iba a defender su proceso contra las Isabelinas, Pero López de Loyola, a pesar de la indignidad de su vida, fijó para el clero de Azpeitia un reglamento que hace honor a su iniciativa. El acento no era muy penetrante, pero los artículos esenciales del culto eran recordados con respeto;el clero por entero, desde los sacerdotes hasta los aspirantes al sacerdocio, son no sólo excitados a la decencia y a la exactitud, sino a las buenas costumbres y al celo. Se señalan hasta doce sermones por año que había de predicar el beneficiado designado por el patrón; y sobre la cuestión de bienes, con una confesión discreta de los pasados abusos, hay una invitación de la costumbre que debía seguirse en adelante. (19)
     Tal era el medio eclesiástico de Azpeitia. Iñigo tenía un conocimiento bien profundo del delicado servicio que los clérigos deben a la Divina Majestad, para que pudiera contentarse con semejante estado de cosas. Mientras que estaba en Azpeitia sus trabajos apostólicos, su vida de penitencia y de oración, a pesar de las buenas influencias del aire natal, lo redujeron a un estado bien miserable. Sin saber exactamente la fecha, sí sabemos que una larga y dura enfermedad lo tuvo, por decirlo así, clavado en el hospital durante varias semanas. ¿Y en qué podía mejor emplear su tiempo durante aquella reclusión forzada, que en tratar de reformar al clero de su ciudad natal? De sus conversaciones con el rector Andrés de Loyola y con otros resultó un reglamento fechado el 23 de junio de 1535. “En el dulcísimo nombre de Jesús y de Nuestra Señora Santa María madre suya. Amén.” Así comienza el acta de acuerdo con todos los beneficiados; y esto sólo bastaría para adivinar la influencia de Iñigo. Pero se manifiesta más en las frases que siguen, en donde se trata de la repartición fraternal de los bienes, que debía establecerse dos veces por año en la cercanía de las fiestas de Santo Tomás y de San Juan, de modo que el producto del Casual sea en adelante distribuido igualmente entre todos. De este modo la justicia y la caridad quedaban seguras entre aquellos hombres acostumbrados hasta entonces a las solas inspiraciones de la ambición.
     En ese mismo año de 1535 los antiguos registros revelan en algunos clérigos los remordimientos de posesiones injustas y la voluntad de descargar su conciencia de un peso demasiado grave. Don Tomás de Egurza, en una súplica a Roma, declara que el beneficio de Villarino, obtenido en otro tiempo por una bula apostólica, pertenece en realidad a las Isabelinas de Azpeitia, lo mismo que dos capellanías fundadas por el rector Juan de Anchieta. Andrés de Loyola confiesa que gozó hasta entonces al mismo tiempo de la rectoría de Azpeitia y del beneficio que antes tenía, bien que no podía cumplir con las obligaciones de éstos. Declara vacante el beneficio y ruega a su tío Martín García de Loyola lo provea; lo que éste hizo inmediatamente, presentando al Obispo de Pamplona a Domingo de Alzaga, clérigo de primera tonsura e hijo de su hermana Juana de Loyola. En el ejercicio de sus derechos de patrón Martín García recuerda que muchas veces trató de beneficiar a los suyos más que de servir a la Iglesia. En 1527 había dado a su hijo Perez de Loyola, estudiante de Salamanca, el beneficio vacante por la muerte de Pedro de Eizaguirre; en 1529 había dotado con una capellanía a su bastardo Gil de Oñaz; en 1531 había unido a aquella donación objetable, el beneficio vacante por la muerte de Pedro de Aizpuru; en 1531 había exigido del sacerdote Martín de Oyarzábal una renta de doce ducados de oro como precio del alquiler de una granja perteneciente a la capellanía de que Gil de Oñaz, aún estudiante, era titular. Todo esto se discutió sin duda alguna en consulta con Iñigo. El 10 de junio de 1535 Martín García presenta para el beneficio vacante por la muerte de Pedro de Aizpuru, a don Ascensio de Ortola. Y la medida se justifica, tanto más cuanto que podía suceder que aquel Loyola, hasta entonces poseedor del beneficio, renunciara a la clericatura para seguir la carrera de las armas.
     Así en el proceso canónico de 1595, el testigo Francisco de Zuola dice que Ignacio reformó al clero de la ciudad en muchas cosas y particularmente en sus costumbres, y que procedía como un obispo o un juez, con una autoridad reconocida de todos. (20) Aun si no hubiera sido atestiguado por documentos seguros, el hecho no sería dudoso. Cuando el 20 de septiembre de 1539 escribió a su sobrino Beltrán, convertido por la muerte de Martín García, en el jefe de la casa de Loyola, Ignacio le hizo estas graves reflexiones: “Tengo la persuasión en Dios Nuestro Señor, de que la Divina Majestad os ha conservado hasta estos días y os ha dado la autoridad principalmente para pacificar y reformar a los sacerdotes de Azpeitia; hacerlo así, será darles prueba de verdadero amor, como sería amarlos falsamente y hacer su desgracia el descuidarlos. Una vez más os ruego por amor y reverencia de Dios Nuestro Señor, que os apliquéis a esto con todas vuestras fuerzas. Cuántas veces, acordaos de ello, fue este el asunto de nuestras conversaciones, en el tiempo de mi estancia en Azpeitia.” (21)
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     Aunque vivió en el hospital, Iñigo no descuidó a los suyos; porque en su corazón, el amor a su familia no había sido destruido, sino purificado y elevado. Cuando salió de Loyola en 1521 juzgó necesario romper con ella todos sus lazos; tal separación absoluta le parecía exigida por las circunstancias; porque hasta entonces la carne y la sangre habían hablado en él conforme a todas las leyes del orgullo. Para imponer a la naturaleza viciada el yugo del Evangelio, le era necesario el alejamiento, el silencio, alguna cosa semejante a la muerte. Pero ahora, que las pasiones estaban domadas y que el corazón todo de Dios estaba únicamente gobernado por la caridad de Jesucristo, podía ser otra su actitud. Y por eso desde 1532 Iñigo comenzó a entrar en correspondencia con su hermano Martín García, y por eso volvió a su ciudad natal.
No obstante, estos acercamientos dejaban al afecto de Iñigo por los suyos, toda su elevación y toda su libertad. No los amaba sino en Dios y para Dios. En su carta de 1532 a su hermano Martín García, escribe una frase que nos revela el fondo de su corazón, y explica toda su conducta: “Verdaderamente no podré amar a ninguno en esta vida sino cuando haga todo lo posible por servir y alabar a Dios Nuestro Señor. ” Que todos los Loyola fuesen de esta calidad, y Martín García en particular, Iñigo lo dudaba mucho antes de volver a Azpeitia. Pero después de que vivió tan cerca de los suyos, ya supo exactamente a qué atenerse, y de ahí sus esfuerzos para llevar a Dios a todos los miembros de su familia.
     El acuerdo con las Isabelinas, la reforma del clero del que era rector Andrés de Loyola, eran cosas muy importantes, porque en esto estaban interesados no menos el bien público que la conciencia de los Loyola. La dignidad moral de la vida importaba más todavía. ¡Y cuán inveterado era este mal! El padre de Iñigo había dejado lamentables ejemplos, que los suyos habían seguido demasiado fielmente. Pero López de Loyola, Martín García de Loyola, María Sáenz de Arrióla y Juan de Eyzaguirre observaban una conducta poco regular. Volver a estos pecadores públicos al respeto del Decálogo era tanto más urgente cuanto que la autoridad de la familia Loyola era muy grande en el país. Siendo tan celoso en inculcar a todos el fiel servicio de la Divina Majestad, ¿cómo hubiera podido Iñigo abandonar a los suyos al fuego de las pasiones desenfrenadas? Seguramente fue a ellos a quienes predicó con más ardor, ternura y perseverancia. No solamente las actas notariales establecen que aquellos hombres de fe no quisieron salir de este mundo antes de haber hecho la justa reparación de sus faltas, sino que mucho antes de su fin volvieron al cumplimiento del deber; y para permanecer fieles a él, pidieron a los Santos Sacramentos, recibidos con frecuencia, la  victoria de sus vicios. Pero antes de llegar a eso la lucha fue larga. Hacia el fin de la estancia de Iñigo en Azpeitia todavía continuaban sus escándalos. Para impedirlos, el hombre de Dios no vaciló en intentar un atrevido golpe a la manera de los santos.
     Muchas veces los suyos habían renovado sus instancias para que Iñigo fuese a Loyola a pasar algunos días. Magdalena de Araoz insistió particularmente en una de sus visitas al Hospital para obtener de él esa condescendencia. Iñigo resistió, pero para vencer aquella firmeza Magdalena se arrodilló y suplicó a Iñigo por la pasión de Cristo, que no rehusara el ir al castillo. Iñigo reflexionó y volvió a ver la antigua casa solar que había abandonado en 1521 permaneciendo en ella por lo menos una noche. (22) Sabiendo lo que pasaba, se puso en observación, y he aquí que una concubina esperada por uno de los señores de la casa no tardó en llegar. Iñigo la detuvo, le hizo confesar su intento y la conservó en su mismo cuarto hasta la llegada del día. (23) Ya se figurará el lector que aquel salvamento tuvo un epílogo, en una conversación ardientemente apostólica con el interesado. Dios sólo sabe cuánto debió Martín García a los ejemplos y exhortaciones de su santo hermano, para sus probabilidades de eterna salvación. (24)
     El matrimonio de éste con Magdalena de Araoz había sido bendecido por Dios: Beltrán, Juan Pérez, Martín García, Millán, María Vélez, Magdalena, Catalina, Marina Usoa formaban en el castillo de Loyola una hermosa corona de hijos. Juanita y Petronila de Loyola, hermanas de Iñigo, y María de Vicuña, su prima, tenían también su descendencia. Todos tuvieron seguramente una parte en el celo y bendiciones de su santo tío, aunque para algunos de entre ellos no pudiéramos decir cuál. Millán de Loyola entró en la Compañía de Jesús y murió en ella joven. Catalina de Loyola por su matrimonio con Juan Martínez de Lazao, secretario de la Inquisición de España, fue una de las protectoras insignes de la naciente Compañía de Jesús en España. Marina Usoa verá su vida prolongada hasta 1595, toda llena de buenas obras; sin atestiguar de viva voz en el proceso canónico instituido por el Obispo de Pamplona, dará sin embargo un testimonio acerca de las heroicas virtudes de Ignacio. Simona de Alzaga y Francisca de Acharan, hijas de Juanita la hermana de Iñigo, serán testigos de algunos prodigios de que hablaremos luego. María de Arrióla hija de Petronila, hermana también de Iñigo, entrará en el Convento de las Isabelinas; Potenciana de Loyola, hija natural del Rector Pero de Loyola, será frayla de la Basílica de San Miguel. Ana Vélez de Alzaga, hija de María de Vicuña, por su matrimonio con Nicolás Sáenz de Elola, soldado enriquecido en las guerras de las Indias, será la fundadora de las escuelas y de los fondos de dote de Azpeitia. Sin temeridad en la conjetura, se puede creer que son otros tantos hechos felices en los que se ha prolongado en la familia de los Loyola la acción santificadora de Iñigo durante aquellos tres meses que pasó en Azpeitia en 1535.
     La última o una de las últimas huellas de este paso bendito, fue aun una señal de ternura cristiana que Iñigo dio a los suyos. Beltrán López de Gallástegui y Martín Garcia de Loyola tenían que arreglar algunas cuestiones de intereses que probablemente los dividían. La madre de Beltrán, hermana de Iñigo, no había recibido un solo pago de su legítima. El 19 de julio de 1535, llegó de Anzuola, en donde residía, a Loyola, y se hizo el acuerdo. El 23, Beltrán compró a su tío Martín García un caballo castaño por treinta ducados de oro. El acta está levantada en Loyola por el Notario Pedro García de Loyola e Iñigo firma como testigo.
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     Hemos hablado de la enfermedad del santo, pero hacia fines del mes de julio se sintió mejor, y “desde que se vio curado, dice él mismo, (25) pensó en partir.” Su manera de viajar ya nos es conocida desde 1521. Dejó en el hospital el caballejo que sus compañeros le habían comprado en París, decidido a hacer a pie y sin dinero su camino. Su hermano tuvo de ello un gran disgusto y vergüenza, porque desde la despedida de 1521 no habían cambiado en él las ideas del honor mundano, y todo lo que había visto con sus propios ojos en la santa vida de Iñigo, si le había tocado hasta el fondo del alma, no había destruido sin embargo sus prejuicios de gentilhombre. Pero la resolución de Iñigo era inquebrantable; quiso partir sin ruido, como había llegado, y se fue por la noche. Por condescendencia consintió solamente en montar a caballo y caminar escoltado por los suyos hasta las fronteras de Guipúzcoa, pero llegado allí se despidió de su hermano y sus parientes, y luego a pie y sin dinero tomó la dirección de Pamplona.
     Cuando desapareció el peregrino, no hubo un solo azpeitiano que no pensara que su ciudad había perdido un santo. En las horas de su juventud militar, Iñigo había sido como tantos otros de sus contemporáneos, un cristiano inconsecuente; había tenido su parte entre los malos ejemplos en que abundaba aquel país; pero cien días de virtud heroica abolieron todo este pasado. En la mente de los azpeitianos de 1535, sólo quedó una imagen: la de un penitente vestido de jerga gris y calzado con alpargatas, que pasaba los días catequizando a los niños, predicando a los pueblos, sirviendo a los enfermos y alimentando a los pobres con el pan que él mismo mendigaba. Jamás aquellos guipuzcoanos olvidarán que tuvieron ante sus ojos una encarnación viva de la humildad, de la mansedumbre y de la caridad cristiana. Todos aquellos que le vieron de cerca, dicen con emoción y agradecimiento: he visto otro Cristo. Tanto más cuanto que entre sus compatriotas no fue solamente un apóstol infatigable, un modelo de virtud y de oración extraordinaria, sino un taumaturgo señalado por Dios a la veneración de todos por el don de los milagros. Entre los enfermos del hospital de la Magdalena se encontraba un hombre que se llamaba Bastida, del nombre del lugar de su origen. Padecía su enfermedad desde hacía muchos años, y cierto día que vagaba por la casa, tuvo una crisis; Lorenza de Ugarte que estaba presente fue a advertir a Iñigo, y éste vino, tomó de la mano al enfermo mientras que el administrador del hospital, Pero López de Garín ayudado por algunos hombres, ataba al epiléptico. Durante algunos instantes, Iñigo permaneció así teniendo de una mano a Bastida, mientras que la otra la levantaba hacia el cielo en actitud de oración; luego el hombre de Dios puso su mano sobre la cabeza del enfermo, y desde aquel día, Bastida ya no tuvo más ataques y todos le vieron por mucho tiempo andar en el hospital y en la ciudad, perfectamente curado. El mismo hecho está atestiguado por Dominga de Alcorta y Potenciaría de Loyola (26). Estas cuentan otro caso. Una mujer de una familia honorable de Zumaya vino al hospital atraída por la reputación de santidad de Iñigo. Estaba tísica. Durante dos días oyó las instrucciones del peregrino. Después de lo cual le rogó la bendijera y pidiese a Dios por su curación. Iñigo se negó en un principio, diciendo que no era sacerdote; sin embargo la bendijo y la enferma tomó el camino de Zumaya. Veinte días después, llevó a Iñigo un cesto de pescado fresco. Iñigo le aconsejó que lo vendiese mejor y diera su producto a los pobres: tengo bastante dinero sin esto, le respondió la mujer. Entonces Iñigo aceptó el regalo y lo hizo distribuir entre los pobres del hospital. La visitante desde aquel día se encontró en buen estado de salud. (27 )
     Algunas personas de Vizcaya llevaron a la Magdalena a una mujer posesa. Desde hacía cuatro años que estaba así y no encontraba descanso; rogaron a Iñigo que arrojara de ella al demonio. Iñigo respondió que no era sacerdote, pero que encomendaría a Dios a la desgraciada y pronto la posesa quedó libre. (28)
     Dios sólo sabe con que fervientes oraciones y crueles austeridades merecía el peregrino los dones del cielo. Le era imposible no obstante disimular muchas veces su vida de penitencia y de oración para que no se manifestase alguna cosa al exterior, pero siempre se traducía algo para la mayor edificación de aquellos que por casualidad sorprendían su secreto. Cierto día que Iñigo estaba en cama, sufriendo sin duda aquella fiebrecilla que le daba a menudo, Lorenza de Ugarte le vino a decir que muchos de sus oyentes estaban agrupados en tomo del hospital esperándole. Inmediatamente el enfermo pidió su vestido para levantarse. Lorenza se lo dió pero pudo ver al acercarse que llevaba un silicio y una especie de cadena de hierro; ella le preguntó lo que era e Iñigo la dejó sin respuesta, y le ordenó que se fuera en seguida (29). Otra vez el santo recibiendo la visita de Marina Usoa de Loyola, su sobrina le rogó que le trajese secretamente vino cocido. Marina lo trajo y entonces su tío le pidió le lavase con él los hombros. Los tenía, observa Marina, de tal manera heridos, inflamados y desgarrados por crueles disciplinas, que la carne parecía como podrida o gangrenada.
     A veces la Providencia permitió a los azpeitianos darse aun mejor cuenta de las espantosas mortificaciones de su compatriota. Dos sobrinas de Iñigo, Marina de Arrióla y Francisca de Alzaga cumpliendo con su tío su buen oficio de enfermeras en el tiempo en que estuvo bastante enfermo en el hospital tardaron una tarde en apartarse de su lecho; llegó la noche y ya eran como las diez. Iñigo les dijo que se fueran a descansar, y sabiendo que le gustaba que ejecutaran rápidamente lo que pedía, se retiraron pronto, pero de propósito dejaban le vela encendida a fin de que el enfermo no estuviese en completa oscuridad, mas el les dijo que la apagasen. La apagaron y salieron; pero al alejarse oyeron que Iñigo hablaba en alta voz y su curiosidad les hizo volver sobre sus pasos sin ruido. Cual no sería su sorpresa al ver el cuarto todo iluminado como si se hubiesen encendido varias antorchas. Iñigo las vió y les ordenó que se fuesen. Se retiraron llenas de turbación, pero al día siguiente cuando volvieron al lado de su tío le preguntaron: “¿qué era aquella luz que vimos anoche?” Iñigo les impuso silencio y les dijo que no hablaran a nadie de ello.
     Aquel pobre cuarto del hospital de la Magdalena iluminado con un esplendor celeste es el símbolo de la huella luminosa dejada por Iñigo en toda la región de Azpeitia. Cuando cuatro años después, el joven Antonio de Araoz, sin ser aun sacerdote vendrá a evangelizar a Guipúzcoa, sus triunfos apostólicos tendrán en el recuerdo de su santo tío la causa más profunda. Y es esta tradición secular de aquel recuerdo, la raiz del fiel culto que aun ahora rinde Azpeitia al fundador de la Compañía de Jesús.

1.—González de Cámara, n. 87; Scrip. S. Ign. II, 190.
2.—Scrip. S. Ign. II, 183.
3.—Ibid. II, 186, 195, 204, 208, 211, 216; González de Cámara, n. 87.
4.—Id. n. 88; Scrip. II, 184, 191, 196, 199, 205, 208, 216, 233.
5.—González de Cámara, n. 88;Scrip. II, 202, 2X1, 214, 217, 225. En la obra de la que ya he hablado, Adolfo Coster ha consagrado muchas páginas al apostolado azpeitiano de Ignacio. Aporta a esta parte de su trabajo la misma fantasía de argumentación que en todo lo demás. Por razones de orden generalmente psicológico, recusa o modifica un testimonio, según sus preferencias personales. La discusión está mal conducida, y nada sería más fácil que demostrarlo en detalle. Se afirma que Coster tenía “todas las cualidades de un juez de instrucción”, y es exactamente lo contrario lo que debía decirse. En su pequeño volumen San Ignacio en Azpeitia el P. Arregui ha visto mejor las cosas y merece mucha más confianza; pero sus investigaciones fueron incompletas.
6.—Id. n. 88; Scrip. II, 206.
7.—Id. n. 88.
8.—Id. n. 89.
9.—Scrip. S. Ign. II, 185, 191, 198, 208, 214, 217, 3*0, 223, 226, 230, 239, 242.
10.—Polanco Cronicón, I, 497-515. El testamento publicado allí por el P. Vélez se publicó también en el Boletín de la Real Acad. de la Historia XIX, 539-557. Es del 19 de dic. de 1538; Pero el P. Vélez dice mal que García murió el 19; hay algunos codicilos al testamento, del 21, 23, 24, 25 y 27 de noviembre de 1538. Martín García murió el 29 de noviembre a las tres de la mañana.
11.—Scrtp. S. Ign. II, 193.
12.—Ibid. II, 217, 236, 242
13.—Ibid. II, 185.
14.—Ver el cap. III, 61.
15.—Ep. el Intl. I, 80.
16.—Azpeitia. Arch. not. Reg. del not. Juan de Aquamendi (1517-1547).
17.—Scrip. S. Ign. I, 537-338.
18.—lbid. I, 539-543.
19.—Azpeitia. Arch. parr
20.—Scrip. S. Ign. II, 209. 
21.—Ep. et lnstr. I, 148.
22.—Ibid. II, 188. Testimonio de Dominga de Ugarte.
23.—Estos detalles fueron confiados por Ignacio en Roma al P. Tablares, éste los refirió al P. Gil González, quien a su vez los repitió al P. Cristóbal de Castro, quien los consignó en la Historia Varia Rerum Societatis Jesu.
24.—En el codicilo añadido el 24 de noviembre de 1538 a su testamento del 19, Martín García hizo reparación de esos escándalos.
25.—González de Cámara, n. 89
26.—Scrip. S. Ign. II, 186. 192, 215, 223.
27.—Ibid. II, 128, 192, 215.
28.—Ibid. II, 187, 192, 199, 243. 
29.—Ibid. II, 184.
30.—Scrip. S. Ign. II, 187-188.

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