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viernes, 29 de julio de 2011

Del proceso de canonización de San Vicente Ferrer


Fueron tantos los milagros que hacía Dios por el glorioso Santo, que poco tiempo después de su muerte concurrían de muchas partes al sepulcro, no solamente personas particulares, pero muchas iglesias parroquiales en procesión, para alcanzar de Dios algunas mercedes por los méritos del maestro Vicente. Hízose allí en Vannes un libro de los milagros que acontecían, el cual fué enviado a La corte del Papa Martino V. Porque los prelados y príncipes de Bretaña rogaban al duque don Juan que pidiese al Papa que le canonizase; y lo mesmo le suplicó él al sucesor del Martino, que fué Eugenio IV. El cual aunque vivió en el pontificado dieciséis años, no acabó de dar conclusión en lo que se le pedía. A Eugenio sucedió Nicolao V, en cuyo tiempo se apretó mucho este negocio: porque (como él dice en su Bula, que comienza Sunctorum Patrum) aquellos días se tuvo un capítulo de la sagrada religión de los predicadores en Roma, y suplicaron los padres al papa les hiciese merced de canonizar al maestro fray Vicente. Llegaron en aquella coyuntura embajadores del rey don Juan II de Castilla, y del rey don Alonso V de Aragón, y del duque don Pedro de Bretaña, hijo de don Juan, con la mesma demanda. Por donde movido el dicho Papa, mandó a tres cardenales (uno de los cuales fué don Alonso de Borja) que entendiesen en inquirir y examinar los milagros que del maestro Vicente se contaban. Comenzaron ellos a tomar los dichos de algunos testigos que se hallaron en Roma, y como no pudiesen cómodamente ir a Bretaña para tomar las deposiciones de otros, cometieron sus veces a Rodulfo, obispo Dolense a, y a Juan, obispo Maclonense (que habían oído predicar hartas veces al Santo) y dos otras personas constituidas en dignidad.
Usaron de su poder con tanta diligencia estos señores, que dentro muy poco tiempo cerraron el proceso de los milagros. Aunque al principio, llegándoles el mandamiento de los cardenales y queriéndole ejecutar, hallaron en Vannes una pestilencia tan encendida para tomar las deposiciones de los testigos, y así se resolvieron de quedarse en un lugar apartado de ella, que se llama Malestret. Esto fué el postrero día de octubre de 1453. Y como era grande incomodidad para los testigos haber de ir desde Vannes allá, proveyó Nuestro Señor milagrosamente en ello. Porque de allí a cinco días estando juntos los obispos comisarios, se fué para ellos Ivo, obispo de Vannes, haciéndoles saber cómo ya era cesada la pestilencia en la ciudad, y que podían seguramente entrar en ella. Todavía ellos esperaron hasta los 20 de noviembre, y entonces fueron recebidos en la iglesia con gran solemnidad por el obispo y clérigos y ciudadanos, los cuales estuvieron muy alegres, así por verse libres de la pestilencia (la cual por espacio de un año y cuatro meses los había maltratado) como porque su Santo había de ser muy honrado luego. Cantó devotamente el obispo en Vannes una misa del Espíritu Santo y predicó un padre maestro carmelita, muy aficionado a la honra del maestro Vicente, encareciendo mucho a los obispos prosiguiesen con diligencia en lo que habían comenzado.
Fuéronse después todos al sepulcro del Santo, el cual hallaron que tenía sobre sí un principal túmulo de piedra, armado encima de cuatro columnas, y cubierto con un paño de oro. Era tan crecido el deseo que tenían los bretones de verle canonizado, que siendo más de mil los que allí estaban entre eclesiásticos y seglares, todos juntos levantaron las manos al cielo, y hacia el altar mayor, y juraron delante los comisarios que el que allí estaba enterrado había sido (según ellos entendían) buen hombre y fiel católico, y justo y acepto a Dios, y que había guardado la fe en el Padre e Hijo y Espíritu Santo; y que todo lo bueno que hizo y dijo viviendo, lo recibió a honra de Dios. ítem, que había sido grande predicador, santo hombre, muy honesto y de irreprensible vida; y que desde su muerte hasta aquel día siempre había hecho grandes milagros; y que ellos eran testigos de vista, que muchos ciegos, contrechos, locos, y que habían dado al través en el mar, e infinitos hombres heridos de pestilencia, en diversos tiempos, confesaron haber sido libres de todos estos trabajos por los merecimientos del maestro Vicente. Tras esto, mostraron a los comisarios tantas imágenes de cera, tantos lienzos, tantos palos de cojos, tantas cruces de madera, y tantos féretros o ataúdes de muertos resucitados por el maestro Vicente, que en muchos días no se pudiera hacer arancel de todo ello. Por tanto, dijeron, que firmísimamente creían que el sobredicho maestro Vicente era santo.
Oídas estas cosas por los obispos, fué grande el gozo que de ellas recibieron, y determinaron quedarse en Vannes a tomar las deposiciones. Y fué tanto el concurso de los testigos, que dentro de dieciocho o diecinueve días recibieron por manos de un notario allí en Vannes 241 testigos de diversos milagros. Y después, fuera de Vannes, por el ducado de Bretaña se recibieron otros muchos. Finalmente, en el año 1454 volvió otra vez uno de los comisarios a la ciudad de Vannes y halló tantos milagros hechos desde el año pasado, que no osó de emprender de escribirlos; sino que, como un hombre que nada contra la corriente de un río, si crece mucho el agua, se deja llevar de ella, así este obispo se dejó de ser juez y quiso él también ir tras la corriente de los testigos. Y dice que eran tantos los milagros de San Vicente, que no se podían escribir ni contar. Cerrándose, pues, el proceso de Bretaña, fué enviado a Roma por el mes de abril del año 1454.
Entre tanto que estos comisarios andaban en estas informaciones de bretones, parecióles a los cardenales, que sería bien hacer la misma pesquisa en otras partes del mundo. Por tanto hicieron sus comisarios en Tolosa, en el Delfinado y en Ñapóles, a otros arzobispos y obispos y a un patriarca de Alejandría con otros prelados, para que todos ellos buscasen testigos y tomasen sus dichos con toda la presteza posible.
En estas cuatro partes de la Europa se hizo inquisición sobre la vida y milagros del maestro Vicente, demás de la que se había hecho primero en Roma. Verdad es que a mis manos no han llegado las deposiciones recibidas en Roma y en el Delfinado (que según yo creo eran las más principales, porque en ellas debían ser testigos unos cardenales, de quien hace mención Pío II en su Bula) sino las de Bretaña, Tolosa y Napóles: y aun éstas no todas. Porque dado caso que el papa Calixto las mandó guardar en Roma, en el convento de Santa María sobre la Minerva, pero después con el saco que padeció la Santa Ciudad, en tiempo del papa Clemente VII, que fué en el año 1527, se perdieron a lo que se cree; y solamente se han hallado unas 300 deposiciones que estaban en el convento de Santo Domingo de Palermo, en Sicilia, y de allí las han traído a Valencia. Acá en estas partes de España, no hallo que se tomase información alguna para canonizar a San Vicente; o si se tomó, no llegó a Roma antes de la canonización. Y cierto que no dejara de ser gran luz para mí, si así se hiciera, porque no fuera menester buscar con tanto cuidado y trabajo las cosas a este Santo, tocantes a nuestro reino.
Cerrados los procesos, enviáronlos a Roma los comisarios en fin del año 1454. Al año siguiente enfermó y acabó su vida devotamente el papa Nicolao V; de manera que no pudo dar conclusión en lo que tanto deseaba, es a saber: en la canonización del maestro Vicente. Advierta el lector la grande virtud y eficacia de las palabras de San Vicente, que por haber él profetizado que Calixto le había de canonizar, no quiso Dios que Martino, ni Eugenio, ni Nicolao, le canonizasen. Y que esto se haya de referir a particular providencia de Dios, pruébase porque todos ellos fueron aficionados grandemente a la Orden de Santo Domingo, y en especial Martino y Eugenio; pues veremos que Martino hizo presidente del Concilio de Sena en su lugar al General de la Orden, aunque en compañía de otros tres excelentes varones; gran parte de su pontificado moró en el monasterio de Santa María de Novella de Florencia, y envió un cardenal de la Orden por legado suyo a Hungría y Bohemia, e hizo otro del mismo hábito. Eugenio se mostró más aficionado, porque, demás de habitar mucho tiempo en aquel monasterio, hizo muchas otras cosas, como que levantó la misma Orden notablemente. Quiso que parte del célebre concilio florentino se tuviese en la misma Novella, y que de cuatro eminentes hombres que se habían de elegir para disputar contra los griegos, los dos fuesen de los Predicadores, el uno obispo, y el otro maestro en Teología, nombrado fray Juan de Montenegro, el cual convenció al obispo de Efeso, como lo cuenta San Antonio, que, según él dice, se halló presente a ello. ítem, el mismo Eugenio publicó un cardenal de la Orden, hecho por Martino; e hizo otro llamado Juan de Torquemada, gran canonista y español. Allende de esto, quitó a los Silvestrinos el convento de San Marcos de Florencia (que después ennobleció tanto Cosme de Medicis, con edificios, riquezas y libros) y dióle a la Orden, y se halló presente a su consagración. Finalmente él hizo arzobispo de Florencia a San Antonio; y le amó tanto, que cuando se hubo de morir quiso que le diese los sacramentos de la Iglesia y le ayudase a bien morir el sobredicho Santo. Pues, ¿no es maravilla que siendo esto así no acabasen de canonizar a San Vicente, pidiéndolo con tanta instancia los príncipes del mundo y teniendo ellos tanta voluntad de hacerlo?
Ni piense nadie que lo dejaron por haber padecido todos los tres en su pontificado grandes trabajos y persecuciones, que no les dieron lugar de entender en negocio de canonizaciones. Porque no era bastante razón aquella, pues sabemos que Eugenio IV canonizó a San Nicolás de Tolentino, fraile de San Agustín, y concedió a los florentinos que rezasen de San Andrés, obispo Fesulano, fraile carmelita. También Nicolao V canonizó a San Bernardino de Sena, fraile menor. Y pues ya el lector tendrá entendida la fuerza de la profecía de San Vicente acerca de su canonización, quiero que juntamente con esto entienda, cómo Nuestro Señor en el tiempo de los sobredichos papas ya mostraba que era su voluntad que su siervo fuera canonizado.
Había en la ciudad de Vannes un hombre llamado Perino Heruco, el cual un sábado súbitamente perdió el juicio, y comenzó a blasfemar de Dios y de Nuestra Señora, y correr por las calles y plazas de la ciudad sin poder ser detenido de otra manera que atado con sogas y cadenas; determinaron de llevarle por fuerza a la iglesia de Nuestra Señora de Buen Don, o de Buena Merced, donde estaba un padre, fray Tomás, carmelita, varón bienaventurado que fundaba un convento de su Orden, para ver si este padre haría algún milagro. Estaba tan endiablado el hombre, que no podía oír con paciencia cosa alguna de Dios, ni sufrir que le echasen encima agua bendita. Decía que tenía en su cuerpo todos los demonios del infierno, y allí de nuevo se puso a blasfemar de Nuestra Señora y escupir hacia el altar; y porque el fraile Tomás le quiso resistir, le mordió con una fiereza de demonio. Por donde dijo aquel padre que le llevasen al sepulcro del maestro Vicente. Que bien se entiende entre teólogos que aunque no tienen que ver en el poder o santidad todos los santos con Nuestra Señora, pero que muchas veces la Reina de los Angeles no quiere hacer milagro en algún enfermo para que se muestre el poder que Dios ha dado a sus santos; de la misma manera que un médico muy afamado, si quiere acreditar algún discípulo suyo muy hábil, cuando le viene alguna grave dolencia entre manos, deja la cura voluntariamente en manos del discípulo para que se vea cuan buen maestro le ha sacado. Los vecinos de este hombre lleváronle al sepulcro de fray Vicente, haciendo cierto voto por él. Pusiéronle encima del sepulcro acostado, y por cabecera le dieron una capa del Santo que les envió la duquesa, y tuviéronle allí por fuerza. Adurmióse con esto él, y vio claramente a San Vicente, el cual entre otras cosas le dijo que luego sanaría. Despertando del sueño dijo a los que allí estaban presentes: ¿Por qué me tenéis asi atado? Ellos contáronle el caso, maravillándose mucho de ver el seso que mostraba. Entonces él les preguntó si habían visto al maestro Vicente. Porque, cierto, había estado allí y le había sanado, y junto con ello mandado que dijese al duque que procurase de canonizarle. Levantóse, finalmente, el hombre y dejó allí colgados los grillos en testimonio del milagro, y los clérigos hicieron luego tocar las campanas de la iglesia, y concurrió infinita gente a ver la maravilla.
Este milagro aconteció unos cinco o seis años después de la muerte del Santo, juntamente con otros muchos que abajo referiremos. Y como viese Nuestro Señor que el negocio de la canonización de su siervo no se tratara con el calor que debiera, alzó la mano de hacer favores a los hombres por medio de su Santo. Y así antes que se cumpliese siete años del día de su muerte, cesó de hacer milagros, de tal manera que ya no los hacía tan ordinarios, sino de cuando en cuando. Pero entrando el año 1450 volvió a hacer tantos que era maravilla. Venían hombres con cruces y mortajas, diciendo que San Vicente les había resucitado; otros traían al sepulcro los palos con que se sustentaban cuando estaban paralíticos. Otros le presentaban grillos, y otros, imágenes de cera. Por donde se renovó tanto la devoción de allí adelante, que los ciudadanos de Vannes no se iban las tardes a dormir sin visitar el sepulcro. Otros, no contentos con esto, iban allá descalzos y vestidos de ropas blancas en señal de reverencia, conforme al uso de la tierra. Demás de esto encendióse entre ellos una terrible pestilencia, y vulgarmente decían las gentes que no cesaría si no canonizaban a fray Vicente; y murmuraban mucho, por ver cuan despacio se llevaba el negocio. Aunque en esto no tenían razón, porque dejadas aparte las cosas de la fe, en ninguna otra se procede con más tiento que en la canonización de un Santo.
Pero así como un hambriento no espera que el manjar esté bien cocido, sino que toma algunos bocadillos de él para entretener el hambre, así también era tan grande el deseo que tenían de honrar al Santo sus devotos por todo el mundo, que no esperando el fin de la canonización le daban ya la honra debida a un Santo canonizado. De ahí era que en Vannes junto a su sepulcro, y en Tolosa, y Zaragoza, y en el Pruliano le ponían altares y prometían misas, y a sus reliquias les guardaban casi la mesma honra que hoy, disimulando con ellos los pontífices y los obispos. Nuestro Señor también, mirando a su devoción, hizo en los dichos lugares hartos milagros. Primeramente, en Tolosa, le pararon en el capítulo del monasterio de Santo Tomás de Aquino un altar. Y, entre otros, una señora llamada doña Flos, que no se podía menear, hizo voto al maestro Vicente de ir a visitar aquel altar, y hacer decir una misa si le alcanzaba salud. Hecho el voto, se sintió sana y fué por sus pies a cumplirle. Otra señora también estaba en Tolosa tan mala, y particularmente de dolor de cabeza, que no tenía reposo ni de día ni de noche. A ésta visitó un religioso de Santo Tomás, y la animó a tener devoción al maestro Vicente, y le prometió de traerle el bonete del Santo. Al otro dia trájosele con gran reverencia y púsolo bajo su cabeza, y aquella mesma noche durmió y quedó sana. Visitando después el mesmo religioso a un muchacho que estaba a la muerte, contó el milagro que San Vicente había hecho con esta dueña, que no causó pequeña emoción y esperanza en una abuela y una tía del niño. Rogáronle muy encarecidamente que les quisiese traer el bonete, y trayéndolo él, sanó luego el niño.
Una monja del monasterio de Pruliano (que lo fundó el padre Santo Domingo antes que se confirmase la Orden de Predicadores) estuvo muy mala de espasmos, y un primo suyo que había visto a San Vicente vivo, recelando no se muriese, hizo voto a Dios y a Nuestra Señora y al maestro Vicente que si la religiosa sanaba le haría pintar una imagen del Santo, y la pondría en el sobredicho monasterio. Sanando, pues, la monja después del voto, le cumplió lo que había prometido, e hizo tantos milagros Nuestro Señor por la devoción de aquella imagen, o por mejor decir, del que ella representaba, que luego estuvo todo aquel lugar cargado de presentes, en testimonio de los beneficios que del maestro Vicente recibían los necesitados. Con todo esto, el año 1451 vino una enfermedad a la mesma monja, y su primo, viendo que ya eran muertas 33 monjas de la mesma dolencia y que ella también estaba tal, que en espacio de seis días apenas se había podido conocer si era viva o muerta, hizo otro voto a San Vicente, y tras él vino la salud a la monja, y en agradecimiento de esto, y también de haberle guardado San Vicente al mesmo de la enfermedad que corría, fué a Vannes, que está bien lejos del Pruliano, a visitar su sepulcro.
Un clérigo de misa cayó de una ventana y con el golpe se levantó el un costado más de medio palmo, y padeció por once meses grandes dolores; demás de la pena que recibía de ver en su cuerpo una monstruosidad como aquella. Pero como se acordase de los milagros del Santo, prometió de ir descalzo hasta el Pruliano, y dentro de cuatro días se le quitó el dolor totalmente, y la hinchazón ni más ni menos se resolvió.
Atestigua también don Juan, obispo de Mallorca, en el proceso, que antes de tener aquella dignidad confesó en Zaragoza a un escribano herido de una landre, y entendiendo que ya los médicos le habían desahuciado, le aconsejó que prometiese algo al maestro Vicente. El escribano prometió al Santo que, si lo curaba le representaría cabe su altar una imagen de cera tan grande y de tanto peso como él mesmo era. Venida la noche le apareció el maestro Vicente y le dijo que confiase en Nuestro Señor Jesucristo y que ya tenía salud. De suerte que a la mañana le hallaron el confesor y los médicos libre de la landre.
Otro milagro semejante a éste aconteció a Ivo, abad de Rotono e, de quien ya se hizo mención arriba. Sobrevínole a este buen padre un tan recio dolor de costado, que casi no podía hablar ni menearse tampoco, y llamando de presto al médico del duque de Bretaña, entendieron los monjes por su relación que ya el abad no podía vivir, sino un día natural cuando mucho. Entrando, pues, el prior a visitarle, le dijo con grande tristeza que se aparejase para morir luego. El abad respondió: por cierto, poco bien he hecho yo en este convento. Mas tenía deseo de hacer cosas mayores, si Dios me diera vida. Pero hágase la voluntad de Nuestro Señor. Con todo, yo me he encomendado al maestro Vicente hartas veces y ahora de nuevo me encomiendo a él y os ruego, padre prior, cantéis por mí luego una misa del Espíritu Santo con todos los frailes, y que en ella hagáis memoria del maestro Vicente rogándole por mí. Que cierto si él me cura, yo toda mi vida me acordaré de él, y si algún tiempo le canonizaren, yo le haré pintar en este convento. Dicha la misa, volvió el prior y confesóle, y dióle el Santísimo Sacramento. Y luego al enfermo le vino un sueño, en el cual vio entrar dos santos por su aposento. El uno era el maestro Vicente (a quien conoció muy bien porque le había visto cuando vino a aquel monasterio), el otro era un santo fraile vestido del hábito de San Benito, y dióse a entender que era el mismo San Benito. Dijo, pues, el maestro Vicente al otro Santo: sanemos a este abad que está enfermo, y después vos os podréis ir a Occidente. Palabras son que las trae el proceso en dos partes, aunque yo no sé qué significan. Porque cierto algún misterio era aquél, por el cual San Benito había de ir a las partes más occidentales de Bretaña. Como quiera que sea, el abad despertó con gran alegría suya y con no menor admiración de todos los monjes. Y al otro dia envió un fraile a Vannes para que visitase por él el sepulcro del maestro Vicente y dijese una misa en un altar que estaba puesto allí, haciéndole gracias por el beneficio recibido.
Una mujer fué tan desdichada, que por espacio de tres años estuvo afligida con todas estas enfermedades: estaba hinchada como hidrópica; tenía lepra, apenas podía comer o beber, o dormir, perdió en parte el seso, y a tiempos era atormentada del demonio, y decía que los veía. Por donde fué necesario encerrarla en un aposento. En medio de tantos trabajos no dejaba de encomendarse a muchos santos, y ningún remedio hallaba. A la postre determinó de encomendarse al maestro Vicente, ofreciéndole de visitar en camisa (que así se usaba entonces en Bretaña) su sepulcro, y ofrecer allí un presente de cera, y hacer decir delante del sepulcro una misa. Pasados tres días que hizo el voto, no quiso esperar la merced del Santo para cumplir su promesa, antes bien se hizo llevar allá; y trajo consigo lo que había prometido. Llegando al sepulcro se adurmió y, al cabo de media hora, despertó con tanto esfuerzo que por sus pies se volvió a su casa, y dentro de algunos meses acabó de sanar perfectamente de todas las enfermedades sobredichas. Después de algunos tiempos le sobrevino otra enfermedad de gota en una pierna, y al cabo de tres meses viendo que no podía dormir ni menearse en alguna manera, prometió al maestro Vicente de ofrecerle una pierna de cera y cada año diez sueldos en memoria de los beneficios que de su mano tenía recibidos. Cosa fué maravillosa por cierto, que no pasaron unos días y se halló del todo sana.
Tenían guardado en casa de un ciudadano de Vannes el colchón en que había dormido el Santo, que era bien duro; y viendo un hombre que por espacio de dos o tres días había padecido una calentura pestilencial, acostóse tres veces sobre él, y hallóse sano. Lo mismo casi aconteció a dos otros hombres, que eran padre e hijo. En el monasterio también de Nuestra Señora de Bona requre, o de buen reposo, tenían guardado con gran veneración un bonete del Santo, y dícese en dos partes del proceso que por él se hacían muchos milagros.
Finalmente, en infinitos otros lugares del mundo se guardaban con grande veneración muchas reliquias suyas antes de que fuese canonizado; y en especial en el monasterio de Piedra de la Orden de San Bernardo, que está en Aragón, como tres leguas de Calatayud, y fué reformado por un discípulo de San Vicente, llamado el maestro Felipe. Aconteció una cosa bien notable con las calzas y bonete del Santo. Trajeron allí de Castilla una mujer endemoniada, la cual entre otras cosas decía que tres almas la atormentaban, es a saber: la del rey don Pedro de Castilla, y la de cierto caballero y la de un doctor, que todos eran ya defuntos. Esto de las almas (como lo nota en el proceso un obispo que se halló presente a este milagro), lo decía el demonio mintiendo, para engañar a los simples con sus acostumbrados embaimientos. Pues como a la mujer le calzasen las calzas, y le pusiesen también el bonete, no lo pudo el demonio sufrir con paciencia y daba voces diciendo: ¡Vicentillo, Vicentillo, cómo me abrasan tus calzas y bonete! No se maraville el lector que en tantos lugares hubiese bonetes del Santo, porque con la devoción que todos le tenían, no se descuidaba un momento de cosa alguna, que no se la tomasen para tener sus reliquias y luego sus devotos, y aún a veces los que se las quitaban, le proveían de otra ropa. Y porque sería gran fastidio seguir en un capítulo todos los milagros que el Santo hizo antes de ser canonizado, mejor será hacer de ellos muchos capítulos y ordenarlos como mejor se nos aderezare.
Fray Justino Antist O. P.
VIDA DE SAN VICENTE FERRER

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