El primero ,en el orden del tiempo, entre los privilegios intrínsecos de gracia otorgados a la Santísima Virgen por razón de su maternidad divina, es su Concepción inmaculada. Expongamos primeramente lo que es en sí misma; después veremos cómo se deriva de la maternidad divina de María, aunque le preceda en el orden del tiempo.
I.—Es imposible tener idea precisa de la Concepción inmaculada sin haber estudiado lo que es el pecado original, cuya preservación fué para María lo que llamamos Concepción inmaculada. Ahora bien: entre las varias formas de explicar qué sea en sí mismo el pecado original, conviene a saber, aquel pecado que mancha a todos los hijos de Adán desde el primer momento de su existencia; la más sencilla y la más fácil es, según nuestro parecer, comparable con el pecado habitual; es decir, con aquel estado de desorden moral y de culpabilidad que resulta de una violación grave y personal de la ley divina. El pecado habitual, o, en otros términos, el estado de pecado mortal, según la opinión más probable, porque se aviene mejor con el sentir de los más ilustres doctores y con la doctrina de la Iglesia, encierra dos elementos constitutivos. Primeramente es la privación de la gracia santificante y de los dones sobrenaturales que la acompañan en el alma (Excepto la fe y la esperanza, que pueden subsistir aun en los pecadores), esto es, la pérdida del principio de vida sobrenatural, que nos hace nuevas criaturas e hijos adoptivos de Dios. Ved por qué todos los pecadores, con respecto a la vida de la gracia, son verdaderos muertos: "Tienes nombre de vivo, pero estás muerto" (Apoc. III, 1). Lo cual no significa, como es claro, que el hombre en pecado mortal esté privado de la vida natural, sino que la vida superior, de la que brota la facultad de hacer actos meritorios y divinos, está en él extinguida. Este es el primer elemento. Usando de un término escolástico, podríamos llamarle elemento material.
Para que la privación dicha sea, no sólo una desgracia, una pena, sino que también tenga en sí misma carácter de pecado, es necesario que con este primer elemento se junte otro, a saber: que la privación sea libre y voluntaria por parte de aquel que la padece. ¿Cómo podría Dios imputarnos a crimen un desorden interior que la voluntad no haya hecho nuestro? O, más claramente: es necesario que la privación de la gracia y de la vida sobrenatural sea resultado de un acto ejecutado libremente, esto es, de un pecado actual; y éste es el segundo elemento, al que los teólogos llaman, con razón, elemento formal. Por tanto, privación de la gracia santificante y privación voluntaria en su causa, y, por consiguiente, imputable y culpable, son lo que constituye el estado de pecado en los enemigos de Dios.
Estos principios constitutivos del pecado personal han de hallarse también en el pecado original, pues la fe nos manda creer que es verdadero pecado; según toda la propiedad de la palabra. Por tanto, el niño que acaba de nacer viene a la vida privado de la gracia santificante, con la muerte en el alma; esto es, privado de la participación de la naturaleza divina, fundamento y principio de la vida propia de los hijos de Dios. Pero, como ya dijimos, la privación de la gracia, para que tenga carácter de pecado, ha de ser voluntaria. Así, pues, esos hombres de un día, como los llama San Agustín, ¿han ejercido libremente algún acto de rebeldía contra su Creador y Señor? Sería locura creerlo. Mas, si su estado de caída no proviene de su propia voluntad, ¿de qué voluntad depende el que les sea imputable? De la del padre primero y representante común de nuestra naturaleza: de Adán, el violador de la alianza original entre el hombre y Dios.
Ahondemos en la divina economía según la cual fué creado el linaje humano. Así hallaremos la luz que nos muestre con claridad en qué se asemejan y en qué se diferencian los dos géneros, de pecado, en cuanto a sus elementos constitutivos. Este estudio servirá de preparación para formar concepto exacto del singularísimo privilegio de la Concepción inmaculada de la Madre de Dios.
El género humano no tiene nada más que una cuna. Por muy degradadas que parezcan ciertas razas, y por orgullosas que otras estén de su cultura, todas proceden de un solo hombre: de Adán, padre del universo, pater orbis terrarum, como se le llama en los libros Santos (Sap., X 3). El Génesis refiere su creación, cómo Dios le dio una compañera, sacada de su carne, y cómo de esta primera pareja se derivan todas las naciones esparcidas por el mundo.
Dios, Creador del hombre, al darle la naturaleza humana, le revistió con su gracia, o, mejor dicho, introdujo en la naturaleza humana, además de los principios que constituyen al hombre, la gracia que hace a los hijos de Dios. Y esta naturaleza humana, así sobrenaturalizada, divinizada, la recibió nuestro primer padre, no sólo para sí mismo, sino también para toda su posteridad, de suerte que a un tiempo naciese a la vida natural y fuese a la vida sobrenatural de la gracia. Con un mismo acto nacería el hombre y el santo, el hijo del hombre y el hijo de Dios.
Este don, concebido al linaje humano en la persona de su primer representante, quiso Dios, en su infinita sabiduría, que dependiese, en cuanto a su conservación, de un acto de obediencia a su voluntad soberana. Después de poner a todas las criaturas debajo del imperio del hombre, exigió del hombre un homenaje que fuese reconocimiento de la divina soberanía. Si Adán respeta los frutos del árbol misterioso plantado en medio del paraíso, la alianza entre Dios y la raza humana quedará sellada para siempre; si Adán tiene la osadía de no respetarlos, todos los dones de gracia quedarán perdidos para él y para su descendencia.
De todos es sabida la historia de la primera prevaricación. Adán, despreciando la orden divina, arrastró a su posteridad en su propia ruina. La naturaleza que él transmitió y que transmiten los hijos nacidos de su sangre es una naturaleza degradada. Dios ya no ve en ella la gracia con que la adornó al crearla; y la causa de que esta naturaleza fuese despojada de la gracia fué la rebeldía criminal de aquel que era el manantial primero y el representante universal.
He aquí, para cada uno de los hombres, los dos elementos esenciales del pecado original: una naturaleza despojada de la gracia que debía poseer en virtud de una ordenación divina, y despojada por libre y culpable voluntad de aquel que encerraba en sí mismo y representaba jurídicamente a toda su posteridad.
Pero aun es necesario comparar más particularmente estos dos elementos con los dos que hemos considerado en el pecado personal, para que mejor se entienda la relación natural que los une, Si consideramos primero el elemento material, veremos cómo el acto personal del pecador no le hace perder inmediatamente sino la gracia santificante y los dones que en el presente estado son inseparables de ella. Inmediatamente, hemos dicho, porque el pecador pierde también todo derecho a la bienaventuranza futura del cuerpo y del alma, como quiera que la una y la otra serán herencia exclusiva de los hijos adoptivos de Dios.
La gracia primordial de Adán, además de la gracia santificante de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo, comprendía también otros privilegios que, en junto, constituían la justicia original: exención del dolor y de la muerte, subordinación perfecta del cuerpo al alma y de las facultades inferiores a la razón, como el espíritu estaba sujeto a Dios. Por consiguiente, ninguna rebeldía de la carne contra el espíritu; ninguna nube de esas que, subiendo de lo más bajo de la naturaleza, obscurecen la inteligencia y velan el rostro, por decirlo así, del alma: dones de integridad, de inmortalidad relativa, de ciencia superior; dote gloriosa del hombre inocente perdida por el hombre culpable, juntamente con la gracia y la amistad de Dios, que son su natural fundamento. Esta pérdida era de suyo irreparable. El primer plan de Dios no incluía, como el plan de reparación con que la divina misericordia substituyó al primero, medios con los que la humanidad pudiese recobrar los tesoros disipados por su cabeza.
La diferencia entre el pecado original y el personal es aún más notable en cuanto al elemento formal; de tal manera, que se ofrece esta cuestión: ¿cómo la privación de la gracia puede ser imputable a pecado cuando el sujeto no ha ejecutado ningún acto personal que lo haga indigno de la gracia? Porque una es la voluntad de Adán prevaricador, y otra la del niño descendiente de su estirpe. Algunos autores, para allanar esta dificultad, inventaron hipótesis harto singulares. Unos soñaron yo no sé qué fusión de la voluntad de los hijos de Adán con la de su padre; otros dijeron que el pecado de Adán no es voluntario, porque en la presencia de Dios nosotros habríamos aceptado a Adán, si entonces hubiéramos existido, como a representante nuestro, como a nuestro apoderado... Teorías todas insostenibles. Porque, ¿cómo encerrar en la voluntad de Adán voluntades que aún no existen? ¿Y cómo la previsión divina de un acto que nos sería voluntario, si existiéramos, ha de bastar para que seamos responsables del pecado de Adán? Quede esto bien asentado: no había más que una voluntad, la de Adán; de hecho, solamente él ejecutó libremente el acto de rebelión y sólo él rompió voluntariamente la alianza.
Pero en Adán vemos, de cierta manera, dos personas; y ésta es observación hecha por Santo Tomás al interpretar este misterio del pecado original, Adán es un miembro particular de la familia humana, que tiene su personalidad propia y ejecuta sus actos propios. Cuando obra como persona particular, sus méritos y sus deméritos son personales, y nada tenemos los demás que ver con su rebeldía, ni nada tenemos que recibir en premio de su obediencia. Si Adán no hubiera sido nada más que esto, es decir, un miembro particular de la familia humana, jamás su voluntad hubiera hecho que la privación de la justicia original fuese voluntaria para toda su descendencia.
¿Qué es, pues, además, Adán? Es, físicamente, el principio de la familia humana; en él todos los hombres estábamos contenidos en germen, porque de él somos todos descendientes. Pero no bastaba esta universal paternidad; si así fuera, hubiera podido perdernos también con otros pecados distintos de su desobediencia al precepto especial que Dios le había impuesto, y su penitencia nos hubiera aprovechado. Para que su rebeldía nos fuese imputable era necesario que Dios lo hubiera constituido, supuesta su paternidad universal, representante de su descendencia y que, por esto mismo, su acción fuese de alguna manera una acción colectiva. De todos los mandamientos divinos, solamente el de no comer el fruto prohibido, señal de sumisión exigida de su vasallo por el Dueño y Señor de todas las cosas, obligada solidariamente con Adán a su posteridad, es decir, a todo el linaje humano. Adán debía guardar la orden de Dios por sí y por todos los demás. Si era fiel en la prueba, todos con él conservarían la justicia original, a él conferida para todos; si era infiel, todos merecerían perderla, pues Adán obraba en nombre de todos.
Un ejemplo aducido por Santo Tomás de Aquino puede ayudarnos a entender en qué sentido puede ser colectiva una acción procedente de una sola voluntad, de la voluntad de Adán. El mismo hombre, dice El Santo Doctor, puede ser considerado de dos maneras diferentes: como persona individual, particular, y como miembro y parte de una colección de hombre, o, lo que es lo mismo, de una persona colectiva. En el primer aspecto, este hombre no reconoce por actos suyos más que aquellos que ejecutó él mismo con su libre voluntad, y estos actos son suyos, únicamente suyos. Pero muy distinta es la condición de ese mismo hombre cuando se le considera de la segunda manera antes dicha; porque entonces el acto de uno puede resultar acto de todos: Qué un jefe de Estado ejecute, en cuanto tal, este o el otro acto conforme a sus atribuciones: que contraiga, por ejemplo, una alianza con otra potencia; en este caso, su acción no es ya de un simple particular, sino de toda la sociedad representada por su cabeza, y, por consiguiente, de cada uno de los miembros, en cuanto son parte del cuerpo social. La razón es que esta sociedad de hombres unidos entre sí bajo una misma autoridad se ha de considerar como un solo hombre, cuya cabeza es el príncipe y cuyos miembros son todos los otros.
Por tanto, si el príncipe, en virtud de la autoridad soberana que le constituye representante nato de su pueblo, rompe la alianza, todo el pueblo la rompe en él y por él, aunque muchos de sus miembros no hayan sido consultados acerca de la ruptura; más aún: aunque ni siquiera hubiesen tenido de ella conocimiento. Su voluntad en este acto es la del cuerpo social de la nación. Por consiguiente, la responsabilidad de la ruptura recae sobre el cuerpo entero; y si el enemigo victorioso exige de los vencidos una pesada, pero legítima, indemnización, éstos no tendrán derecho a decir que se comete con ellos una injusticia, pues quisieron la guerra, no con su voluntad personal, sino con la voluntad del jefe del Estado, con quien y en quien todos son reputados un solo hombre. Y así, no quedan sujetos a la contribución como simples particulares, sino como parte del todo personificado en su jefe. Y es cosa muy digna de notar que lo que en ellos es voluntario es la ruptura de la alianza. Que su príncipe ha obrado por interés personal, a impulso de la ira, o de la envidia, o de otra cualquiera pasión desordenada, es cosa que no les afecta, y por tal cosa sería odioso castigarles; porque en este caso, el jefe de la nación no es su representante legítimo, pues estos actos son de aquellos que él ejecuta en nombre propio y por su voluntad puramente privada.
Apliquemos esta doctrina, o, mejor dicho, copiemos fielmente la aplicación que de la misma hace el Doctor Angélico. "De esta manera —dice—, toda la muchedumbre de los hombres que reciban su existencia de Adán ha de considerarse como un solo colegio, como el cuerpo único de un hombre único. Y en esta multitud, cada hombre, sin exceptuar al mismo Adán, puede ser considerado como persona individual o como miembro de la multitud que procede de un solo hombre por la vía de la generación natural. Hase de advertir, además, que el primer hombre había recibido de Dios, al ser formado, un don que sobrepujaba a la naturaleza, a saber: la justicia original, que sometía en él la razón a Dios; las fuerzas inferiores, a la razón, y el cuerpo, al alma. Este don no fué concebido solamente al primer hombre como a persona privada, sino como al principio de todo linaje humano, para que los transmitiese, juntamente con la naturaleza, a su posteridad. Ahora bien: este don que Adán había recibido para sí y para sus descendientes lo perdió por su desobediencia libre, siguiendo la condición y la ley de la donación; esto es, lo perdió para sí y para su posteridad. De donde se sigue que esta falta de justicia obligatoria acompaña por doquiera y siempre a la posteridad del culpable, pasando a su descendencia como la naturaleza misma y por el mismo camino. Por tanto, si consideramos al hombre, a quien esta privación de justicia se transmite por razón de su origen; si, repetimos, lo miramos como a una persona particular, la privación no puede tener en él razón de culpa, porque una culpa personal no puede concebirse sin el uso de la libertad. Pero si lo consideramos como realmente es, como miembro de la especie humana, descendiente del primer padre, y que forma parte del hombre colectivo, entonces la misma privación reviste el carácter de culpa, porque es voluntaria en su principio, es decir, en el pecado actual del primer ascendiente y representante de la familia humana.
Es necesario advertir aquí insistiendo en la comparación del jefe de Estado, que para la naturaleza no hay voluntario nada más que la ruptura de la alianza sobrenatural entre el hombre y Dios; ruptura cuya consecuencia es la ruina de la justicia original. ¿Comió Adán el fruto prohibido llevado de orgullo, o de vana concupiscencia, o de complacencia culpable con su mujer? Nada de hace esto al caso, cuando se trata de su descendencia; a nosotros no nos alcanza la responsabilidad de estos pecados, en cuanto a su malicia específica. ¿Por qué? Porque, en cuanto a esto, no había sido Adán constituido por Dios como cabeza del género humano. Nosotros no hemos nacido caídos y despojados de la justicia original, porque nuestro primer padre fuese orgulloso, o sensual, o porque se dejase seducir voluntariamente de la mujer, sino porque negó a Dios el homenaje que le debía en su nombre propio, en el nuestro, en el de todo género humano; homenaje al que Dios había unido la conservación de su alianza y de los dones anejos a la misma.
Por consiguiente, son muy distintas la responsabilidad de Adán y la de sus hijos, en orden al pecado de origen. Él fué culpable por dos razones, o, con otras palabras, la privación de la gracia tiene en él doble carácter de pecado: carácter de pecado personal y carácter de pecado de naturaleza. Cuanto a nosotros, sólo el segundo de estos dos caracteres nos afecta por razón de nuestro origen. Y esto es lo que significa la fórmula tan célebre que los teólogos tomaron de San Anselmo de Cantorbery: "En nosotros es la naturaleza la que infecta a la persona; en Adán fué la persona la que infectó a la naturaleza" ( L. de Conceptu Virginis c. 24 P. L., CLVIII, 456).
Por lo dicho se entenderá fácilmente por qué, si bien el pecado de Adán nos hizo culpables, su penitencia no nos restableció en la gracia, siendo así que a él le alcanzó el perdón. Adán penitente no representaba a la naturaleza humana. Su penitencia fué personal, y, por tanto, personal fué también el perdón que obtuvo de la divina misericordia. Pero quizá pregunte alguno: ¿por qué Adán no representa a la familia humana al hacer penitencia, como la representaba al cometer el pecado? Porque Dios no lo constituyó cabeza jurídica de la familia humana más que para un acto: el de reconocer o no la soberanía de Dios sobre todos los seres de la creación. Una vez puesto este acto de obediencia o de rebeldía, Adán, aunque sigue siendo cabeza física de la Humanidad, no es ya cabeza jurídica, como no lo era antes de la rebeldía respecto de todos los demás actos que libremente quisiera ejecutar.
II. — Ya sabemos, por lo menos en cuanto a la substancia, lo que es en nosotros el pecado original y lo que fué en Adán. ¿Cómo se transmite y por qué vía? En el acto y por el acto mismo de la generación. "Quien nos engendra, nos mata", dice en cierto lugar Bossuet; porque, al comunicarnos la naturaleza humana, nos la comunica privada de la gracia santificante y, por consiguiente, muerta a la vida sobrenatural. Pero, ¿por qué la generación común, esto es, aquella en la que el padre tiene la parte principal, es el canal por donde se transmite el pecado? Porque tal generación nos incorpora a la humanidad, cuyo representante y cabeza es Adán; a la humanidad, que él manchó en su misma fuente; a la humanidad, cuyo germen llevaba él en sí mismo cuando quebrantó la alianza con Dios.
Y, sin embargo, Jesucristo, aunque por su nacimiento pertenece a la familia humana, no podía, aun mirando sólo a su concepción, contraer el pecado original, porque su Madre lo concibió virginalmente, por operación, no del hombre, sino del Espíritu Santo. Jesucristo estaba en Adán, pero no como nosotros. "Estaba —dice San Agustín, en un texto— en cuanto a la substancia material; mas no estaba en cuanto a la razón seminal" (San Agust., de Genes, ad litt., L. X. c. 19, 20. Alberto el Magno dijo después: Corpulentum "ex quo facta est formatio (corporis Christi) sic oripinaliter fuit ibi; sed virtus formana non est indo orifrinata, sed potius a Epiritu Sancto", In III Scr.t., D. 3, a. 23).
Procuremos esclarecer esta idea. Todos nosotros estábamos en Adán de esas dos maneras. En cuanto a la materia de nuestro cuerpo, porque, si bien los elementos de que primitivamente estuvimos compuestos, no sean ni en todo ni en parte emanación de la substancia de Adán, la aptitud de las madres para preparar los materiales del nuevo ser proviene originariamente de él. En cuanto a la razón seminal, porque el principio fecundador y formador de los mismos materiales tiene su primera fuente en el padre de nuestra raza, y a él se remonta a través de generaciones sucesivas, y de él desciente. Así, pues, habiendo sido concebido Nuestro Señor, no por la operación del hombre, sino por la del Espíritu Santo ("Cum dicitur Christus fuisse in Adam secundum corpulentam substantian, non est intellingendum hoc modo quod corpus Christi in Adam fuerit quadam corpulenta substantia, sed quia... per virtutem generativam Adam et aliorum ab Adam descendentium usque ad beatam Virginem factum est, Ut illa materia praepararetur ad conceptum corporis Christi; non autem fuit materia illa formata in Corpus Christi per virtutem seminmis ab Adam derivatam; et ideo Christus dicitur fuisse in Adam originaliter secundum corpulentam substantiam non autem secundum seminalem rationem." (San Thom., 3 p., q. 31, a. 6, ad 1), no recibió la naturaleza humana por la vía que sigue el pecado de origen; y, por consiguiente, el modo sólo de su formación basta para explicar que no naciese ni fuese concebido en pecado. Mas esto no impide que pertenezca a la familia humana descendiente de Adán. Por su madre pertenece, con el mismo título que otro hombre cualquiera, a la descedencia de nuestro común antepasado (San Thom., ibíd., ad 2 et 3).
De esta consideración acerca de la forma con que se propaga el pecado de origen se infiere una conclusión que a primera vista podría parecer singular. Suponed que el padre del género humano hubiese permanecido fiel a su Creador, y que, por tanto, el orden primitivo no hubiera sido alterado. Para tener derecho a la gracia original hubiera sido necesario nacer de él conforme a la ley común. El fruto de una concepción virginal, prescindiendo de un privilegio extraordinario, no hubiera heredado los dones sobrenaturales otorgados a la familia humana en su cabeza, porque tal fruto no lo sería de él en cuanto a la razón seminal (Véanse estas ideas en Santo Tomás, 3 p., q. 31, a. 1, ad 3; San Anselmo, OP. et. loc. cit. P. I,. CLVIII, 455).
De todo lo que precede nace una consecuencia muy digna de notar: el pecado original es el mismo para todos, ni mayor en el hijo de un criminal, ni menor en el hijo de un santo; porque no se ha de tener en cuenta a los padres inmediatos, sino al primer ascendiente, quien por medio de aquéllos transmite la naturaleza a su descendencia, por lejana que fuere.
Concluyamos: Dios niega a todos el don de la justicia original por la que serían hijos y amigos suyos, y este estado les es imputable, porque todos ellos pertenecen a una naturaleza que con quebrantar la alianza primitiva con el Creador, rechazó sus dones, cuando su cabeza natural y jurídica los rechazó para él y para ella. Para recuperar la gracia así perdida es necesario nacer de nuevo; este segundo nacimiento nos viene por Jesucristo, que es el nuevo Adán. No recibimos ya la gracia en virtud de la primitiva institución, sino en virtud de los méritos del Salvador de los hombres; por lo cual esta gracia se llama gracia de Cristo, mientras que la primera se llama gracia de Dios: Gratia Dei, Gratia Christi.
¿Qué hizo, pues, Dios, en su misericordia infinita, en favor del hombre? Quiso levantar el templo derruido, reparar en nosotros su imagen y traernos de nuevo a su amistad; en una palabra: pactar con el hombre una nueva alianza. Por esto, desde toda la eternidad, previendo la lamentable caída del género humano todo entero, decretó con misterio oculto a los siglos restaurar la primera obra de su bondad por medio de la Encarnación del Verbo. Jesucristo, Dios hecho hombre, será el nuevo Adán, antítesis venturosa del primero. Las gracias y los dones sobrenaturales, perdidos por la rebeldía del uno, serán rescatados por la obediencia del otro; y el segundo lavará con su sangre divina las ofensas inferidas a Dios por el padre de los hombres y por su posteridad. Y, de la misma suerte que naciendo de Adán el pecador contraemos su pecado, así renaciendo Cristo Redentor seremos enriquecidos con su gracia: por el uno, hijos de ira, y por el otro, hijos de Dios; pero hijos de ira antes de ser hijos de adopción, porque el nacimiento natural precede al renacimiento que se obra en el Bautismo, porque somos miembros del antiguo Adán antes de ser incorporados al nuevo. Mas. como ya advertimos, la reparación no es, actualmente, completa en el Bautismo. Este libra al bautizado del pecado original, en cuanto le confiere la gracia por la que la parte superior del alma entra en unión con Dios; pero no le libra dándole también aquella virtud del alma que había de preservar al cuerpo de la corrupción y precaver a la parte superior de nuestro ser contra todas las rebeldías de las fuerzas inferiores. Es éste, ciertamente, un efecto del renacimiento espiritual; pero un efecto que no se alcanza sino al fin, al entrar plenamente en la vida bienaventurada.
J.B. Terien S.J.
LA MADRE DE DIOS Y...
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