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miércoles, 27 de julio de 2011

LOS MÁRTIRES DE ALEJANDRÍA EN LA PERSECUCIÓN DE DECIO

Las noticias que tenemos sobre las repercusiones del edicto de persecución de Decio en Alejandría, se las debemos todas a su obispo Dionisio. Discípulo de Orígenes en el Didascaleo de la gran urbe, sucesor en 231 de Heraclas en la dirección de la escuela y en el episcopado en 347, obispo de Alejandría desde esa fecha hasta el 364, San Dionisio es una de las grandes figuras del siglo III, pareja a la de San Cipriano, el grande obispo cartaginés. Como éste, Dionisio vive dos de las más violentas persecuciones de toda la historia de la Iglesia, la de Decio y la de Valeriano; ejerce una amplia influencia por medio de sus cartas, de las que, desgraciadamente, sólo se conservan los fragmentos que insertó Eusebio en su Historia de la Iglesia, e interviene activamente y con vario acierto, pero siempre con alto espíritu y rectísima voluntad, en las cuestiones que por entonces apasionaban, dividían o agitaban a la Iglesia, de Oriente a Occidente; pero a diferencia de San Cipriano, que acaba aureolado por el más ilustre martirio, San Dionisio logra escapar —si es que ello puede tenerse por logro—al edicto de persecución de Valeriano de 258, que apuntaba certeramente a las cabezas de la Iglesia, y alcanzó efectivamente al obispo de Cartago. De qué manera escapó no se sabe; una prueba más de lo Fluctuante de las persecuciones, por muy calculadamente organizadas que se las suponga. Los cálculos del más escrupuloso organizador no pueden contar jamás en estas materias con la resistencia del aire, y el tiro mejor disparado yerra el blanco.
Eusebio ha revuelto un poco los fragmentos de San Dionisio, sin cuidarse mucho del orden de los acontecimientos; mas, en definitiva, lo mejor será atenernos al mismo Eusebio y trascribirlos según él los inserta en su Historia de la Iglesia. He aquí, ante todo, las aventuras corridas por el mismo San Dionisio en la persecución de Decio.

Fragmentos de cartas de San Dionisio Alejandrino sobre la persecución de Decio.
(Eus., HE, VI, 40, 1-42, 6.)
Lo referente a Dionisio, lo tomaré de una carta de éste a Germano, en que hablando de sí mismo cuenta lo siguiente:
"Yo estoy hablando en la presencia de Dios, y Él sabe si miento. No por propio impulso ni sin intervención divina, emprendí la fuga; sino que antes, promulgado el edicto de persecución de Decio, el prefecto Sabino, sin pérdida de tiempo, envió un frumentario o soldado de policía en busca mía. Yo permanecí en mi casa durante cuatro días, esperando la llegada del frumentario, y éste dio vueltas por todas partes indagando mi paradero, por caminos, por ríos, por campos, por donde sospechaba que me había yo escondido o fugado, y una como ceguera le impedía dar con mi casa, pues no podía imaginar que, en plena persecución contra mí, me hubiera yo quedado tranquilamente en ella. A duras penas, pasado el cuarto día, por mandato recibido de Dios de trasladarme a otro lugar y por habernos Él milagrosamente abierto el camino, salimos juntos yo y mis criados y muchos de los hermanos. Y que ello fué obra de la divina Providencia lo demostraron los sucesos posteriores, en que fuimos quizá útiles a algunos."
Luego, tras otras consideraciones, prosigue y narra lo que le aconteció después de su fuga:
"Ahora bien, yo y los que me acompañaban caímos hacia la puesta del sol en poder de los soldados y fuimos conducidos a Taposiris (Abusir). La divina Providencia quiso que Timoteo, afortunadamente, no estuviera en casa, y no fué prendido. Al volver la halló vacía, custodiada por oficiales del prefecto, y se enteró de que a nosotros se nos había capturado."
Y tras breve paréntesis dice:
"¿Y quién dirá las trazas maravillosas de la divina dispensación? Pues quiero decir la pura verdad. Guando Timoteo iba huyendo lleno de turbación, topóse con un campesino que le preguntó la causa de aquella precipitación. Explicóle la verdad y, oído que la hubo el otro (es de saber que se dirigía a celebrar un banquete de bodas y que en tales pandillas tienen costumbre de pasarse la noche de claro en claro), fué y se lo contó a todos los del banquete. Estos por impulso unánime, como a señal convenida, se levantaron todos y, lanzándose a carrera tendida, llegaron en seguida y se echaron sobre nosotros entre alaridos. Los soldados de nuestra escolta se dieron sin más averiguar a la fuga, y nuestros asaltantes se nos pusieron delante, tal como estábamos, tendidos sobre los petates. Por mi parte—Dios me es testigo—creí de pronto se trataba de una tropa de bandidos que venían a robarnos y saquearnos y, desnudo sobre mi camastro, sin más ropa encima que una camisa de lino, les iba a tender los demás vestidos que tenía allí al lado. Mas ellos dieron órdenes de que inmediatamente nos levantáramos y emprendiéramos a toda prisa la marcha. Entonces caí en la cuenta de para qué habían venido, y empecé a dar gritos, rogándoles y suplicándoles que se fueran y nos dejaran en paz; o si querían hacernos un favor, yo les pedía que fueran en busca de nuestros guardias y les llevaran mi propia cabeza cortada por sus manos. Mientras yo decía todo esto a gritos—y de ello son testigos mis acompañantes, partícipes que fueron de toda esta aventura—, me levantaron ellos a viva fuerza. Yo me arrojé entonces al suelo boca arriba, y ellos, cogiéndome de pies y manos, me sacaron a rastras. Me acompañaban en aquel momento Cayo, Fausto, Pedro y Pablo, a quienes pongo por testigos de todo. Éstos me sacaron a escondidas de aquel pueblecillo, y montándome sobre un asno a pelo, me pusieron en salvo.
Esto dice de sí mismo Dionisio.
El mismo, en la carta a Fabio, obispo de Antioquía, narra los combates de quienes bajo Decio sufrieron el martirio en Alejandría, en los siguientes términos:
"No empezó entre nosotros la persecución por el edicto imperial, sino que se le adelantó un año entero, y tomando la delantera un adivino y hacedor de maldades en esta ciudad—quienquiera que él fuese—, removió y azuzó contra nosotros a las turbas paganas, encendiendo nuevamente su ingénita superstición. Excitados por él y sueltas las riendas para cometer toda clase de atrocidades, no hallaban otra manera de mostrar su piedad para los sus dioses sino asesinándonos a nosotros. Al primero, pues, a quien arrebataron fué a un viejo, por nombre Metras, a quien a todo trance quisieron obligar a blasfemar. Al no lograrlo, le molieron a palos todo el cuerpo y atravesaron cara y ojos con cañas punteagudas, hasta que, arrastrándole al arrabal, allí le apedrearon. Luego, cogiendo a una mujer cristiana, llamada Quinta, la llevaron ante el altar del ídolo y trataban de forzarla a que lo adorara. Como ella se negara y abominara de aquel simulacro, la ataron por los pies y la arrastraron por toda la ciudad por entre áspero empedrado, chocando con enormes piedras, a par que la azotaban. Por fin, dando la vuelta al mismo sitio, allí la apedrearon. Después de estas hazañas, toda aquella chusma, en tropel cerrado, se lanzaron sobre las casas de los cristianos, e invadiendo las que cada uno conocía como vecinos, allí se entregaban a la destrucción, al saqueo y pillaje, poniendo aparte para sí los objetos y enseres más preciosos y lanzando a la calle, para pegarles fuego, los más viles y fabricados de madera. Aquello ofrecía el espectáculo de una ciudad tomada al asalto por el enemigo. Los hermanos lograban escapar y retirarse a escondidas, y aceptaron con gozo la rapiña de sus bienes, de modo semejante a aquellos sobre quienes dio testimonio Pablo (Hebr. 10, 34). Y no tengo noticias de que nadie, si no fué tal vez uno, caído en sus manos, renegara en aquella ocasión del Señor.
También prendieron entonces a la admirable virgen, anciana ya, Apolonia, a la que, rompiéndole a golpes todos los dientes, le destrozaron las mejillas. Encendiendo, en fin, una hoguera a la entrada de la ciudad, la amenazaban abrasarla viva, si no repetía a coro con ellos las impías blasfemias lanzadas a gritos de pregón. Ella, habiendo rogado humildemente le dieran un breve espacio de tiempo, apenas se vio suelta, saltó precipitadamente sobre el fuego y quedó totalmente abrasada.
A Serapión también, sorprendiéndole en su casa, después de someterle a duros tormentos y descoyuntarle todos sus miembros, le arrojaron de cabeza del piso superior a la calle. No había camino, no había calle, no había sendero por donde nos fuera posible dar un paso, ni de noche ni de día, pues en todo momento y por todas partes se oían gritos de las muchedumbres de que quien no entonara con ellos sus blasfemias había que arrastrarlo y quemarlo vivo. La situación se mantuvo en este estado de violencia durante mucho tiempo, hasta que, sucediendo a la revuelta la sedición y guerra civil, aquellos desgraciados volvieron contra sí mismos la crueldad que habían usado contra nosotros. Entonces respiramos por un momento, con la tregua que se impusieron a su furor contra nosotros.
Mas inmediatamente se nos dio la noticia del cambio sufrido por aquel Imperio, antes tan benévolo a nosotros, y el pánico de la amenaza que se cernía sobre nosotros cundió por todas partes. Se promulgó, efectivamente, el edicto, poco menos terrible que el profetizado por nuestro Señor, tal que los mismos elegidos, de ser posible, iban a sufrir escándalo. Lo cierto es que todos quedaron aterrarlos. De entre las gentes de más viso, unos se presentaron inmediatamente, muertos de miedo; los que desempeñaban cargos públicos, se veían arrastrados por sus mismas funciones; otros, en fin, eran forzados por sus familiares. Nominalmente llamados, era de ver cómo se iban acercando a los impuros y sacrilegos sacrificios: unos, pálidos y temblando, como si no fueran a sacrificar, sino a ser ellos mismos las víctimas sacrificadas e inmoladas a los ídolos, de suerte que la numerosa chusma pagana que rodeaba los altares hacía befa de ellos, pues daban muestras de ser cobardes para todo: para morir por su fe y para sacrificar contra ella. Otros, en cambio, pocos en número, corrían más decididos a los altares, protestando que ni entonces eran ni antes habían sido cristianos. Sobre ellos pesa la predicción, bien verdadera, del Señor, de que difícilmente se salvarán. De los demás, unos siguieron a un grupo de éstos, otros a otro, y el resto huyeron. De los que fueron prendidos, unos resistieron hasta las cadenas y la cárcel—de ellos se mantuvieron en ella muchos días—; pero luego, aun antes de presentarse ante el tribunal, abjuraron la fe; otros, tras soportar hasta cierta medida los tormentos, por fin también apostataron.
Pero tampoco faltaron quienes, firmes y bienaventuradas columnas del Señor, fortalecidos por Él y dando pruebas de una fortaleza y constancia cual decía y convenía a la robusta fe que los animaba, se convirtieron en testigos admirables de su reino. De entre éstos el primero fué Juliano, enfermo de gota, incapaz de tenerse en pie ni de andar, que fué llevado ante el tribunal a hombros de otros dos cristianos. Uno de éstos renegó de su fe sin más tardar; mas el otro, que se llamaba Cronión, por sobrenombre Eunous o "Inteligente", y el mismo viejo Juliano confesaron al Señor, y después de paseados en camellos por toda la ciudad, que es, como sabéis, muy grande, mientras los azotaban sobre las mismas bestias, por fin, rodeándolos todo el pueblo, los quemaron a cal viva. Mientras los llevaban al suplicio, un soldado, por nombre Besas, que los acompañaba, se enfrentó con la chusma que los insultaba; gritaron todos contra él, fué conducido ante el tribunal, y tras cubrirse también de gloria en esta grande guerra por la religión, le cortaron la cabeza al valerosísimo combatiente de Dios. Otro, libio de nación y de nombre y bendición verdadero Macar o Félix, instado largamente por el juez a que renegara de la fe, lo rehusó hasta el fin, y fué quemado vivo. Después de éstos, Epímaco y Alejandro, que pasaron largo tiempo en la cárcel, soportados infinitos tormentos de garfios y azotes, fueron también enterrados en cal viva.
Con éstos murieron también cuatro mujeres. A Ammonaria, santa virgen, la mandó atormentar el juez muy a porfía, pues había ella empezado por declarar que no pronunciaría palabra que él le mandase; y como hizo verdadero su dicho, fué conducida al suplicio. Las demás: la muy venerable anciana Mercuria, y Dionisia, madre de muchos hijos, a los que, sin embargo, no amó por encima del Señor, por sentir el juez vergüenza de seguir atormentando sin objeto alguno y ser vencido de mujeres, murieron a filo de espada, sin pasar por los tormentos, pues los había sufrido por todas su abanderada Ammonaria.
Fueron otrosí entregados al prefecto, Herón, Ater e Isidoro, egipcios, y juntamente con ellos un muchacho de unos quince años, por nombre Dióscoro. Y antes que a nadie trató el juez de seducir con palabras a Dióscoro, por suponerle fácilmente seducible, y le sometió luego a los tormentos, creyendo cedería fácilmente a ellos; mas Dióscoro ni se dejó persuadir a razones ni se rindió a tormentos. A los otros, después de desgarrarlos ferocísimamente, como se mostraran firmes en la fe, los mandó también quemar vivos. A Dióscoro, en cambio, que se había públicamente cubierto de gloria y había respondido con la mayor cordura a las preguntas del interrogatorio, le puso en libertad, lleno de admiración, alegando que le daba un plazo de tiempo para cambiar de modo de pensar. Al presente, el piadosísimo Dióscoro está con nosotros, reservado para más largo combate y más alto premio.
Además, un tal Nemesión, también egipcio, fué calumniosamente delatado de formar parte de una banda de salteadores; ahsuelto por el tribuno de semejante absurdísima calumnia, se le denunció como cristiano, y fué llevado entre cadenas a presencia del prefecto. Éste, con iniquidad extrema, le sometió a dobles tormentos y azotes que a los bandoleros y, por fin, le mandó quemar vivo con éstos, después de honrar al bienaventurado con castigo semejante al de Cristo.
Sucedió otra vez que se hallaba ante el tribunal todo un pelotón de soldados: Ammón, Zenón, Ptolomeo e Ingenes, y junto con ellos el viejo Teófilo. Se estaba viendo la causa de un cristiano, y estaba éste a punto de renegar de su fe. Entonces, estos soldados que rodeaban el tribunal empezaron a rechinar de dientes, hacían señas con el rostro, levantaban las manos y gesticulaban con todo el cuerpo. Pronto llamaron la atención de todos los asistentes al juicio; mas ellos, antes de que nadie por otro motivo les echara mano, se adelantaron a subir corriendo al estrado, diciendo que eran cristianos. Temblaron de miedo juez y asesores, y allí se dio el caso de mostrarse los reos animosísimos para los tormentos que habían de sufrir y cobardes los jueces que habían de pronunciar sentencia. Los soldados, en efecto, salieron en triunfo del tribunal, jubilosos de haber dado testimonio de su fe, y era así que Dios triunfaba gloriosamente en ellos.
Otros muchísimos, por ciudades y aldeas, fueron hechos pedazos por los gentiles; de entre los que sólo haré mención, por vía de ejemplo, de un solo caso. Isquirión administraba a sueldo los bienes de cierto magistrado. Su amo le dio orden de que sacrificara; negóse el criado, injurióle el amo; persistió el otro en su negativa y se propasó el amo a maltratarle. Por fin, como todo lo soportara Isquirión, tomó su amo un enorme palo y se lo atravesó por intestinos y entrañas, y así le quitó la vida. ¿A que hablar de la muchedumbre de los que, errantes por los despoblados y montes, perecieron de hambre y sed, de frío y enfermedades, cayeron en poder de salteadores o fueron pasto de las fieras? Los que de ellos sobreviven son testigos de la elección y victoria de los demás, y también de éstos quiero referir un solo caso, como ilustración de los otros. Queremón, que había llegado a edad extrema, era obispo de la ciudad llamada Nilópolis. Éste, habiendo huido, junto con su mujer, a la montaña de Arabia, no volvió más, y por más indagaciones que practicaron los hermanos, no pudieron dar con ellos ni con sus cadáveres. Muchos fueron también los que en esa misma montaña de Arabia fueron hechos esclavos por los bárbaros sarracenos. De ellos, algunos, con grandes dificultades y a precio de oro, han sido luego rescatados; otros, todavía no.
Todo esto, hermano, te he referido no sin motivo, sino para que sepas cuántas y cuan grandes calamidades nos sucedieron. Y aún pudieran, los que más experimentaron, contarlas mayores."
Luego, tras breves consideraciones, prosigue diciendo:
"Así, pues, los divinos mártires habidos entre nosotros, que ahora son asesores de Cristo y participes de su reino y de su poder de juicio, y con Él pronuncian sentencia, recibieron a algunos de los hermanos caídos que se habían hecho reos de haber sacrificado a los dioses, y viendo su conversión y penitencia y juzgando que podía ser acepta a Aquel que no quiere absolutamente la muerte del pecador, sino su conversión, los admitieron en su compañía, los congregaron y recomendaron y les consintieron entrar a la parte en sus oraciones y comidas. ¿Qué nos aconsejáis, pues, hermanos, sobre éstos? ¿Qué hemos de hacer nosotros? ¿Aceptaremos su voto y su sentir y guardaremos su juicio y su gracia, y nos mostraremos benignos con quienes fueron objeto de su compasión, o declararemos injusta su sentencia y nos constituiremos examinadores de su sentir, contristando su bondad y trastornando el orden por ellos establecido?"

Fragmento de otra carta de San Dionisio Alejandrino sobre la persecución de Decio.
(Eus., HE, VII, 11, 20-26.)
Este fragmento de una carta escrita por San Dionisio a Domicio y Dídimo está puesto por Eusebio después de los referentes a la persecución de Valeriano, pero no hay duda de que en él hable el obispo alejandrino de la persecución deciana, como se ve bien por la descripción de la táctica seguida por el prefecto con los que llegan a su tribunal: a unos los ejecuta cruelmente, a otros los desgarra a torturas, a otros los deja consumirse en las cárceles. El texto de Eusebio dice así:
El mismo Dionisio, en carta escrita a Domicio y Didimo, hace mención de los sucesos de la persecucion con estas palabras:
"Inútil sería trazaros aquí la lista, nombre por nombre, de los que entre nosotros sufrieron el martirio, muchos en número y, por otra parte, desconocidos para vosotros. Sin embargo, sabed de modo general que hombres y mujeres, jóvenes y viejos, doncellas y ancianos, soldados y civiles, en una palabra, todo sexo y toda edad, vencedores en el combate de la fe, unos por los azotes y el fuego, otros por la espada, todos alcanzaron la corona. A algunos, sin embargo, no les ha llegado todavia el momento oportuno de presentarse aceptos al Señor, y, por lo que se ve, yo soy uno de éstos hasta el presente. Por lo cual, me ha dejado para el tiempo conveniente que Él sabe, Aquel que dice: En el momento propicio te escuché, y en el día de salud te ayudé (Is. 49, 8; 1 Cor. 6, 2). Como me preguntáis por mi situación y queréis que os manifieste cómo lo pasamos, sin duda ya oísteis como nos llevaban prisioneros un centurión y oficiales con una tropa de soldados y alguaciles, a mi, a Cayo, Fausto, Pedro y Pablo, y presentándose unos campesinos de la Mareotis, nos arrebataron de nuestra guardia, bien a nuestro pesar, y arrastrándonos, al negarnos a seguirlos, a viva fuerza. Al presente, nos hallamos solos yo, Cayo y Pedro, huérfanos de los demás hermanos, encerrados en un paraje desierto y áspero de la Libia, que dista de Paretorio tres días de camino."
Y poco más abajo añade:
"Sin embargo, en Alejandría se quedaron escondidos, para visitar a los hermanos, los presbíteros Máximo, Dióscoro, Demetrio y Lucio, pues Faustino y Aquilas, por ser más conocidos en el mundo, andan errantes por Egipto. Diáconos, después de los que murieron en la Isla, sólo quedaron supervivientes y siguieron en la ciudad Fausto, Eusebio y Queremón. A Eusebio, señaladamente, Dios le fortaleció y preparó desde el principio para cumplir valerosamente los ministerios tocantes a los confesores que estaban en la cárcel y dar sepultura, no sin exponerse a peligro, a los cuerpos de los consumados y bienaventurados mártires. Y, efectivamente, hasta el presente no ceja el prefecto en su furia perseguidora, matando, como anteriormente digo, a algunos de los que le son presentados, desgarrando a otros con torturas, dejando a otros consumirse en la cárceles, sin permitir a nadie visitarlos e indagando si alguien se presenta. Y sin embargo, gracias al ánimo y constancia de los hermanos, Dios no deja de aliviar a los encarcelados."
Tal narra Dionisio. Es de saber, además, que Eusebio, que dijo ser diácono, poco después fué establecido obispo de Laodicea, y Máximo, que era entonces, según Dionisio, presbítero, sucedió al mismo en el ministerio de los hermanos de Alejandría, y Fausto, que descolló con él en aquella ocasión por la confesión de la fe, sobreviviente hasta la persecución de nuestros días (la de Diocleciano), viejo ya y lleno de días, fué consumado por el martirio, decapitado en nuestro mismo tiempo. Tales son los sucesos de Dionisio por aquel tiempo.

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