Hacia la primavera de 251, la persecución de Decio, tan fiera y metódicamente iniciada a los comienzos del 250, se había totalmente extinguido, ope adque ultione divina, dirá el obispo de Cartago, aludiendo a la trágica muerte del emperador por manos de los temidos bárbaros. Después de Pascua, San Cipriano pudo salir definitivamente de su retiro y, tras un voluntario destierro de más de un año, cumplió su ardiente deseo de verse nuevamente entre su grey. Quizá de su retiro mismo se trajo ya compuestos y redactados dos de los más bellos e importantes tratados de todas sus obras, en que se esforzaba por resolver los dos más graves problemas que la persecución, como su rastro peor, dejaba tras sí en la Iglesia de Cartago y—en medida más o menos grave—en toda la Iglesia universal: en el De unitate catholicae Ecclesiae se ataca al cisma que se fue lentamente fraguando en ausencia del obispo y terminó en la formación de la factio Felicissimi (cf. Epist. 43), y en el De lapsis se plantea y resuelve la delicada cuestión de los apóstatas o caídos durante la persecución y su reintegración a la Iglesia por el solo camino posible de la penitencia. Sólo este tratado nos interesa aquí, y no tanto por la grave cuestión disciplinaria que en él se trata, sino porque es una mirada retrospectiva a la persecución de Decio, explica maravillosamente el sorprendente número de apostasías, como no se habían conocido ni se volverán a conocer en ninguna otra persecución, y nos da idea de las tristes reliquias que su diabólica consigna de "antes apóstatas que mártires" dejó en las almas, y, juntamente, del definitivo fracaso de ella y su consigna. Se habían hecho muchos apóstatas; pero también hubo muchos mártires. Y mientras éstos eran una gloria e incitación permanente al heroísmo de los posteriores — lo nota el mismo San Cipriano hablando de los supervivientes —, los apóstatas, la mayor parte de ellos al menos, lo fueron sólo de boca y no de corazón, y si su impaciencia por reintegrarse a la Iglesia abreviando trámites de la dura y larga penitencia de entonecs, y aun saltando por encima de toda penitencia gracias a la recomendación de los mártires, desconcertó, como no podía ser menos, a los guardianes de la disciplina, vista ahora a distancia no podemos menos de percibir en ella un síntoma claro de que el huracán de la persecución pasó doblando muchas almas débiles, no nacidas o hechas al heroísmo, pero logró desarraigar a muy pocas de la tierra honda que la Iglesia llevaba ya laborando durante siglos. A la verdad, ni el cristianismo ni el paganismo se implantan ni se destruyen por decreto y certificados. La conciencia cristiana de aquellos días, más nítida que la nuestra, menos sutilizada por la casuística, marcó a fuego a quienes se procuraron a precio de oro o por el medio que fuera certificados de sacrificio, sin haber sacrificado; pero no cabe duda que tales certificados, que en la mente administradora del perseguidor o sus consejeros habían de ser la malla cerrada que cogiera infaliblemente en la red a todo subdito del Imperio, fue precisamente el agujero por donde se le escaparon los que más interés había en prender. De ahí, sin duda, que en ninguna otra persecución posterior se hable ya para nada de certificados de sacrificio. Al cristiano se le obliga a sacrificar o se le quita de en medio. Como documento de la persecución, había que reproducir aquí íntegro esta maravillosa pieza oratoria de San Cipriano. Si no todo él es edificante, si nos produce tristeza el cuadro de la corrupción de la Iglesia africana la víspera de estallar la persecución, si sentimos vergüenza de aquellos cristianos que en hileras interminables suben por su propio pie, y aun incitándose unos a tros, al Capitolio cartaginés, a renegar pública y oficialmente de su fe, si nos indigna verlos suplicar a los magistrados, que no dan abasto a tanta petición de certificados y se les viene a más andar la noche, que no se los deje para el día siguiente; si nos subleva contemplar a niños pequeños arrastrados por sus padres a manchar la tersura de su vestido bautismal, digamos las nobles palabras del mismo obispo cartaginés, cuya alma debió de dolerse antes e infinitamente más que la nuestra ante tanto estrago: Disimulando, fratres, neritas non est...
No hay por qué disimular la verdad. Y la verdad es que a una Iglesia corrompida en sus cabezas y en sus miembros; a una Iglesia en que los sacerdotes no saben lo que es devoción ni fidelidad en sus ministerios, y los obispos, dejada su cátedra, vagabundean de provincia en provincia en busca de pingües negocios; a una Iglesia así, no se le podía pedir heroísmo. Y, sin embargo, aún lo hubo. Porque, para eterna sorpresa de quienes no conocen la raíz sobrenatural y divina de donde sube la savia al árbol gigante de la Iglesia, aun en los momentos en que parece seca en sus ramas cimeras y más visibles, sigue aquélla vigorizando otras quizá ocultas a las miradas del viajero o espectador no atento.
Literariamente, hay que tributar al tratado De lapsis las más altas alabanzas, que serían más plenas si la retórica no tuviera tanta parte en él. Mas era tan grave el asunto que se ventilaba, el alma del orador tan grande, su amor a las otras almas, las triunfadoras y las caídas, tan ardiente y sincero, que esta pieza oratoria resulta bella y conmovedora a despecho de la retórica misma. La exuberancia verbal, la selva de sinónimos y repetición de la misma idea con distintas palabras, en que se debate todo traductor de San Cipriano, no llega a ahogar la sinceridad del sentimiento del orador, que pasa efectivamente íntegro al oyente o lector. Oigamos, por unos momentos, a este lejano obispo en uno de los más críticos momentos de su Iglesia. Con ello, tras la lectura de las cartas de San Cipriano, habremos vivido íntegra la dura prueba en la persecución décica, de la que, en definitiva, la Iglesia salió triunfadora, purificada y fortalecida. Gran parte de esta gloria es de su obispo Cipriano.
El tratado "De los caídos", de San Cipriano.
I. La paz, amadísimos hermanos, ha sido devuelta a la Iglesia, y lo que hace poco parecía difícil a los incrédulos e imposible a los que renegaron su fe, con la ayuda y venganza divina, se ha reparado nuestra seguridad. Las almas vuelven a la alegría, y disipada la tormenta y la nube de la persecución, han vuelto a brillar la serenidad y la calma. De tributar son alabanzas a Dios, y celebrarse deben con hacimiento de gracias sus beneficios y dones, si bien ni aun en la persecución cesó jamás nuestra voz de dar gracias; pues no puede el enemigo llegar a tanto que los que amamos a Dios con todo nuestro corazón, con toda el alma y fuerza, no publiquemos siempre y en todas partes, gloriosamente, sus bendiciones y alabanzas. Llegó el día con todos los deseos deseado, y, tras la horrible y tétrica oscuridad de larga noche, brilló el mundo iluminado por la claridad del Señor.
II. Con alegres ojos contemplamos a los confesores, claros por el pregón de su buen nombre y gloriosos por las hazañas de su valor y fidelidad, y, pegándonos a ellos con santos ósculos, a los que por tanto tiempo echábamos de menos, los abrazamos con divina e insaciable gana. Aquí está la blanca cohorte de los soldados de Cristo, los que rompieron la ferocidad turbulenta de la persecución en todo su apremio, preparados a soportar la cárcel, armados a sufrir la misma muerte. Luchasteis valerosamente contra el mundo, disteis a Dios un espectáculo glorioso, os convertisteis en ejemplo para los hermanos por venir. La voz religiosa proclamó a Cristo, en quien una vez confesó creer; las ilustres manos, que sólo se ejercitaron en obras divinas, resistieron a los sacrilegos sacrificios; las bocas, santificadas con la celeste comida después de gustar el cuerpo y la sangre del Señor, rechazaron los profanos contactos y los restos de los sacrificios a los ídolos. Vuestra cabeza permaneció libre del impío y criminal velo, con que allí se cubrían las cautivas cabezas de los sacrificantes. La frente pura con la señal de Dios, no pudo llevar la corona del diablo, sino que se reservó para la corona del Señor.
¡Cuan alegre os recibe en su seno la madre Iglesia a vuestra vuelta de la guerra! ¡Qué feliz, qué gozosa os abre sus puertas, para que en formados escuadrones entréis con los trofeos que traéis del enemigo derrotado! Con los varones triunfantes vienen también las mujeres que, juntamente con el mundo, vencieron a su sexo. Vienen también, doblada la gloria de su milicia, las vírgenes y los niños que con sus actos de valentía han traspasado sus años. Por fin, sigue a vuestra gloria toda la otra muchedumbre de los en pie, que va pisando vuestras huellas con muy cercanas y casi juntas señales de alabanza. La misma sinceridad de corazón hubo en ellos, la misma integridad de tenaz fidelidad. Agarrados a las inconmovibles,raíces de los preceptos celestes y fortalecidos por las tradiciones evangélicas, no fueron capaces de espantarlos ni los destierros prescritos, ni los tormentos señalados, ni los daños de la hacienda, ni los suplicios de su cuerpo. Se señalaban días para examinar la fe de cada uno; mas quien recuerda que ha renunciado al siglo, no conoce ningún día del siglo, ni computa ya los tiempos terrenos quien espera de Dios la eternidad.
III. Que nadie, hermanos, pretenda estropear esta gloria; que nadie, con maligna detracción, intente debilitar la incorrupta firmeza de los que se han mantenido en pie. Pasado el día señalado para negar, quien dentro de ese plazo no hizo profesión de paganismo, confesó ser cristiano. El primer título de la victoria es ser prendido por manos de los gentiles y confesar al Señor; el segundo escalón para la gloria es retirarse con cauta huida y reservarse para el Señor. Aquélla es confesión pública; ésta, privada; aquél venció al juez de este mundo; éste, contento con tener por solo juez a Dios, guarda pura su conciencia, con integridad de corazón. Allí se da más pronta fortaleza; aquí, más segura solicitud. Aquél, al llegar su hora, fue hallado ya maduro; éste tal vez fue diferido, que, dejado su patrimonio, se retiró porque no había de negar. Hubiera indudablemente confesado su fe si también hubiera sido detenido.
IV. Estas celestes coronas de los mártires, estas espirituales glorias de los confesores, estas máximas y eximias virtudes de los hermanos en pie, sólo una tristeza las viene a nublar, y es que el violento enemigo, habiéndonos arrancado una parte de nuestras entrañas, las arrojó por tierra en el estrago de su devastación. ¿Qué haré en este lugar, hermanos amadísimos, fluctuando como estoy entre las varias olas que combaten mi alma; qué o cómo hablaré?
De lágrimas, más bien que de palabras, es menester para expresar el dolor con que debe llorarse la llaga de nuestro cuerpo, con que debe lamentarse el quebranto múltiple de un pueblo en otro tiempo numeroso. Pues ¿quién habrá tan duro y tan de hierro, quién hasta punto tal olvidado de la fraterna caridad, que, puesto entre las ruinas multiformes de los suyos y las lúgubres y, por su mucha suciedad, feas reliquias de la catástrofe, tenga fuerzas para mantener secos sus ojos y, rompiendo sin demora en llanto, no dé antes salida a sus gemidos que a su voz? Me duelo, hermanos, me duelo con vosotros; ni basta a mitigar mi dolor la propia integridad y salud privada, pues es cierto que el pastor se siente más herido de las heridas de su rebaño que de las suyas propias. Con cada uno junto yo mi pecho; tengo parte en la pena y muertes luctuosas de todos. Con los que plañen, plaño; con los que lloran, lloro; con los postrados, me parece estar tendido por tierra. Con los dardos del furioso enemigo fueron juntamente heridos mis miembros; las terribles espadas atravesaron también mis entrañas. Del ataque de la persecución no pudo quedar inmune y libre mi ánimo. Con los hermanos derribados, a mí me derribó el amor que les tengo.
V. Mas es preciso también, hermanos amadísimos,, que tengamos cuenta con la verdad, y la tenebrosa oscuridad de la persecución enemiga no debe hasta tal punto cegar nuestra mente, que no quede en ella una chispa de luz por la que podamos ver con claridad los divinos preceptos. El Señor quiso probar a su familia y, como una larga paz había corrompido la disciplina que nos fué divinamente enseñada, la celeste censura quiso levantar la fe tumbada y, casi diría, dormida; y mereciendo aún más por nuestros pecados, el Señor clementísimo de tal modo lo templó todo, que todo lo sucedido, antes ha parecido un examen que una persecución.
VI. Nadie tenía otro afán que el aumentar su hacienda, y olvidados de lo que hicieron antes los creyentes en tiempo de los Apóstoles y de lo que en todo tiempo debieran hacer, con insaciable ardor de codicia se entregaban al acrecentamiento de sus bienes. No se veía en los sacerdotes aquella reverencia devota, ni en sus ministerios fidelidad integra, ni en sus obras misericordia, ni en sus costumbres disciplina. En los varones, la barba raída; en las mujeres, hermosura colorada. Los ojos, adulterados después que fueron hechos por las manos de Dios; los cabellos, mentirosamente pintados. Astutos fraudes para engañar los corazones de los sencillos; para burlar a los hermanos, arteras voluntades. Unirse en matrimonio con los infieles, prostituir los miembros de Cristo. No sólo jurar temerariamente, sino perjurar, despreciar con soberbia hinchazón a los superiores, maldecirse mutuamente con boca envenenada, dividirse entre sí con odios pertinaces. La mayor parte de los obispos, cuya vida debiera ser exhortación y ejemplo de los demás, despreciando la divina procuraduría, se hacían procuradores de los reyes del mundo y, abandonando su sede, desertando de su pueblo, andaban errantes por provincias ajenas, a la caza de pingües negocios; y mientras en su Iglesia los pobres se morían de hambre, ellos querían tener largamente dinero, se dedicaban a arrebatar heredades con insidiosos fraudes y, multiplicando la usura, a aumentar sus rentas. Siendo tales, ¿qué no merecemos sufrir por nuestros pecados, cuando ya de antiguo nos avisó anticipadamente y nos dice la divina censura: Sí abandonaren mi ley y no anduvieren en mis juicios, si profanaren mis justificaciones y no observaren mis mandamientos, visitaré con vara sus crímenes y con azotes sus delitos? (Ps. 88, 31).
VII. Todo eso se nos anunció anticipadamente y de antemano nos fue predicho; mas nosotros, olvidados de la ley que nos fue dada y de su guarda, hemos hecho por nuestros pecados que, por despreciar los mandamientos del Señor, nos vinieran más duros remedios para castigo de nuestras faltas y prueba de nuestra fidelidad, y que ni siquiera, convertidos por lo menos tardíamente al temor del Señor, hayamos sufrido con paciencia y fortaleza este castigo nuestro y prueba divina. A las primeras palabras de amenaza del enemigo, inmediatamente la mayor parte de los hermanos traicionó su fe y no esperó a que le derribara el ímpetu de la persecución, sino que se derribaron ellos mismos con voluntaria caída. ¿Qué cosa inaudita, qué novedad habrá acontecido, decídmelo, os ruego, para que así, con temeraria precipitación, se desatara el juramento de fidelidad a Cristo, como si algo incógnito e inopinado hubiera surgido en el mundo? ¿Acaso no anunciaron esto antes los profetas y luego los Apóstoles? ¿No pregonaron, llenos del Espíritu Santo, las tribulaciones de los justos y los daños que de siempre vienen de los gentiles? ¿Acaso, para armar en todo momento nuestra fe y fortalecer a los siervos de Dios, no dice la Escritura divina: Al Señor Dios tuyo adorarás y a El solo servirás? (Deut. 6, 13). ¿Acaso no dice nuevamente, para mostrar la ira de la indignación divina y precaviéndoles con el temor del castigo: Adoraron a los que fabricaron sus dedos, y se encorvó el hombre y se abajó el varón, y no los soltaré? (Is. 2, 8). Y otra vez habla Dios, diciendo: El que sacrificare a los dioses y no a Dios solo, será desarraigado (Ex. 22, 20). Y luego, en el Evangelio, el Señor, que es maestro en palabras y consumador en hechos, enseñando lo que debe hacerse y haciendo cuanto enseña, ¿no avisó de antemano sobre cuanto ahora pasa o pueda pasar? ¿No estableció anticipadamente eternos suplicios a los que niegan y premios de salvación a los que confiesan la fe?
VIII. Todo eso, ¡oh maldad!, cayó para algunos por tierra y se les borró de la memoria. No esperaron, al menos, a ser detenidos para subir a sacrificar, ni a ser interrogados para negar su fe. Muchos fueron vencidos antes de la batalla, derribados sin combate, y no se dejaron a sí mismos el consuelo de parecer que sacrificaban a los ídolos a la fuerza. De buena gana corrieron al foro, espontáneamente se precipitaron a la muerte, como si fuera ello cosa que de tiempo estaban deseando, como si aprovecharan ocasión que se les ofrecía, que de buena gana hubieran ellos buscado. ¡Cuántos, por venirse a más andar la noche, fueron diferidos por los magistrados para otro día, cuántos llegaron hasta suplicar que no se dilatara su ruina! ¿Qué violencia puede ese tal pretextar para excusar su crimen, cuando fue él mismo quien hizo violencia para perecer? ¡Cómo! Cuando espontáneamente subiste al Capitolio, cuando de buena gana te prestaste a cumplir el terrible crimen, ¿no vaciló tu paso, no se oscureció tu rostro, no te temblaron las entrañas, no se te cayeron los miembros todos? ¿No fueron tus sentidos presa de estupor, no se te pegó la lengua, no te faltó la voz? ¿Conque pudo estar allí a pie firme el siervo de Dios y hablar y renunciar a Cristo, él, que había ya renunciado al diablo y al mundo? Aquel altar, a que se acercó para morir, ¿no fué más bien una hoguera? ¿Acaso no debía sentir horror y huir de aquel altar del diablo que viera humear y oler con negro hedor, corrió si fuera la tumba y sepulcro de la propia vida? ¿A qué fin llevar contigo, miserable, una víctima menor; a qué transportar otra mayor para cumplir el sacrificio? Tú mismo eres hostia para esos altares, tú has venido como víctima; allí inmolaste tu salvación; tu fe, tu esperanza, allí las quemaste con funestos fuegos.
IX. Y aun a muchos no fue bastante su propia ruina; con mutuas exhortaciones se empujaba el pueblo a su perdición; en mortífera copa se brindaban unos a otros la muerte. Y para que nada faltara al colmo del crimen, niños pequeños llevados en brazos o de la mano de sus padres, perdieron parvulillos lo que apenas nacidos habían conseguido. ¿Acaso no dirán estos niños cuando viniere el día del juicio: "Nosotros nada hicimos, ni dejando la comida y cáliz del Señor nos apresuramos espontáneamente a contactos profanos. A nosotros nos perdió ajena perfidia; tuvimos padres parricidas. Ellos nos negaron a la Iglesia por madre, ellos nos negaron a Dios por padre, y así, pequeños y sin razón e ignaros de tamaño delito, al unirnos por obra de otros al consorcio de los crímenes, fuimos cogidos en ajeno engaño"?
X. Ni hay, ¡oh dolor!, causa alguna justa y grave que excuse tan gran delito. La patria debía abandonarse, arruinarse debía la hacienda antes que cometerlo. Pues ¿quién de los nacidos no ha de abandonar un día su patria al morir y sufrir quiebra total en su hacienda? Cristo es quien no debe ser abandonado; de la salvación y trono eterno hemos de temer la quiebra. He aquí que por boca del profeta grita el Espíritu Santo: Retiraos, retiraos, salid de ahí y no toquéis nada inmundo; salid de en medio de ella, los que lleváis los vasos del Señor (Is. 52, 11). ¿Y los que son vasos del Señor y templo de Dios, no salen de en medio y se retiran para no verse forzados a tocar algo inmundo y mancharse y violarse con los fúnebres manjares? En otra parte, otrosí, se oye voz venida del cielo, que de antemano avisa qué hayan de hacer los siervos de Dios, y dice: Sal de ella, pueblo mío, no te hagas particionero de sus delitos y te alcancen sus plagas (Apoc. 18, 4). El que sale y se retira, no se hace partícipe del delito; mas el que es cómplice del crimen, es también alcanzado por las plagas. De ahí que el Señor mandó retirarse y huir en la persecución, y así lo enseñó de palabra y de hecho. Pues como la corona del martirio no haya de descender sino de la dignación de Dios, y nadie pueda recibirla si no fuere hora de tomarla, quien, permaneciendo en Cristo, se retira temporalmente, no niega la fe, sino que da lugar al tiempo; en cambio, quien por no apartarse cayó, para negar se quedó.
XI. No debemos, hermanos, disimular la verdad ni callar lo que dio ocasión y fue causa de nuestra herida. A muchos engañó su amor ciego a la hacienda, y no podían estar preparados ni expeditos para la retirada aquellos a quienes ataban, como con trabas, sus riquezas. Éstas fueron las ataduras de los que se quedaron; éstas, las cadenas con que se retardó el valor, quedó oprimida la fe, atada la mente, cerrada el alma, de suerte que quienes estaban pegados a lo terreno vinieron a ser presa y comida de la serpiente, que, según sentencia de Dios, se alimenta de tierra. De ahí que el Señor, maestro de los buenos, y previniéndonos para lo futuro: Si quieres—dice—ser perfecto, vende todo lo tuyo y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y ven y sigúeme (Mt. 19, 21). Si esto hicieran los ricos, no se perderían por sus riquezas y, colocando su tesoro en el cielo, no tendrían ahora un enemigo que los combate en su propia casa. Si el tesoro estuviera en el cielo, en el cielo estaría también el corazón, el afecto y el sentido, y no podría ser vencido por el mundo quien no tuviera en el mundo por donde ser vencido. Seguiría al Señor, suelto y libre, como lo hicieron los Apóstoles y muchos otros en tiempos de los Apóstoles, y algunos en otras muchas ocasiones, quienes dejadas sus cosas y sus padres, se adhirieron a Cristo con ataduras indivisibles.
XII. Mas ¿cómo pueden seguir a Cristo los que están detenidos por las ataduras de su hacienda? ¿O cómo pueden caminar al cielo y subir a lo sublime y elevado los que sienten que sus codicias terrenas les tiran pesadamente hacia abajo? Creen poseer los que más bien son poseídos, esclavos que son de sus rentas. No son señores de su dinero, sino que se han consagrado al servicio del dinero. Este tiempo y estos hombres son los que señala el Apóstol, cuando dice: Mas los que quieren hacerse ricos, caen en tentación, en lazos y deseos varios y dañosos que sumergen al hombre en su perdición y ruina, pues la raíz de todos los males es la codicia, siguiendo la cual algunos se han descarriado de la fe y se han visto envueltos en muchos dolores (1 Tim. 6, 4). Y el Señor mismo, ¿con qué premios no nos invita al desprecio de la hacienda? ¿Con qué galardones no compensará esos pequeños e insignificantes daños del tiempo presente? Nadie hay—dice—que deje su casa, o campo, o padres, o hermanos, o esposa, o hijos por amor del reino de Dios, y no reciba siete tantos en este tiempo y la vida eterna en el siglo por venir (Mc. 10, 29). Si eso sabemos y nos consta de la verdad de Dios que nos lo promete, no sólo no es de temer, sino más bien de desear semejante quiebra, comoquiera que otra vez nos predica y avisa el Señor: Bienaventurados seréis cuando os persiguieren y os separaren y expulsaren y maldijeren vuestro nombre como malo por causa del Hijo del hombre. Gózaos en aquel día y regocijaos, pues he aquí que vuestro galardón es grande en los cielos (Lc. 6, 22).
XIII. "Mas habían venido luego los tormentos, y terribles torturas amenazaban a los rebeldes al edicto." Puede quejarse de los tormentos el que fue vencido por los tormentos, pretextar la excusa del dolor el que no tuvo fuerzas para superar el dolor. Ese tal puede suplicar y decir: "Yo, por mi parte, estuve dispuesto a luchar valerosamente, y, acordándome de mi juramento, tomé las armas de mi honor de soldado y de mi lealtad; mas, venido al combate, las varias torturas y prolongados suplicios me vencieron. Mi alma se mantuvo firme y mi fidelidad fuerte, y por largo tiempo mi alma luchó inconmovible con mis atormentadores; mas como se recrudeciera la crueldad del durísimo juez, y ahora los azotes me rasgaban las carnes, ahora me tundían los palos, ya me distendía el potro, ya me surcaban el cuerpo los garfios o, en fin, me tostaban las llamas, mi carne me abandonó en la pelea, cedió la flaqueza de mis entrañas y no fué mi ánimo, sino mi cuerpo, quien desfalleció en el dolor." Causa así puede aprovechar para el pronto perdón; excusa como ésa, puede infundirnos lástima. Así perdonó Dios aquí mismo, en otro tiempo, a Casto y Emilio y, vencidos en el primer encuentro, los hizo vencedores en la segunda batalla, de suerte que se mostraron superiores al fuego los que por el fuego fueran antes vencidos, y por donde antes habían sido superados, por ahí superaran ellos ahora. Suplicaban éstos no con la lástima de sus lágrimas, sino de sus heridas; ni con sola voz lastimera, sino con desgarramiento y dolor del cuerpo. Manaba, en lugar de lágrimas, sangre, y se la veía correr de las entrañas medio abrasadas.
XIV. Mas ahora, ¿qué heridas pueden mostrar los vencidos, qué llagas de las abiertas entrañas, qué torturas en los miembros, cuando no cayó la fe tras la lucha, sino que la perfidia previno todo combate? Ni excusa tampoco al derrotado la necesidad de su crimen, cuando el crimen es de la voluntad. Y no es que pretenda, al hablar así, sobrecargar la culpa de los hermanos, sino que quiero más bien instigarlos a la súplica de la satisfacción. Pues, como está escrito: Los que os llaman felices, os llevan a un error y turban el camino de vuestros pies (Is. 3, 12); el que pasa blandamente la mano sobre el pecador, con halagos de adulación, no hace sino fomentar el pecado, y no reprime así los delitos, sino que los alimenta; mas el que con más fuertes consejos reprende y juntamente instruye a su hermano, le pone en camino de su salvación. A los que yo amo—dice el Señor—, los reprendo y castigo (Apoc. 3, 19). De este modo, conviene también que el sacerdote del Señor no engañe con ilusorios obsequios, sino que provea de saludables remedios. Imperito médico es el que con mano indulgente va rozando los hinchados senos de las llagas, y mientras conserva el veneno encerrado allá en los profundos rincones, lo amontona más y más. Es preciso abrir la herida y cortarla, y, una vez eliminada toda la podre, hay que aplicarle enérgico remedio. Que vocifere y grite y se queje el enfermo, que no resiste al dolor; luego, al sentirse sano, nos dará las gracias.
XV. Y es que ha surgido, hermanos ainadísimos, un nuevo género de estrago, y como si hubiera sido poca la furia de la tormenta de la persecución, se ha juntado, para colmo de desdicha, bajo capa de misericordia, un mal engañoso y una blandura perniciosa. Contra el vigor del Evangelio, contra la ley del Señor y de Dios, por temeridad de unos cuantos, se afloja en favor de incautos la disciplina de la comunión y se concede una paz inválida y falsa, peligrosa para los que la dan y sin provecho alguno para los que la reciben. No soportan la espera de su salud ni quieren la verdadera medicina que ha de venirles de la satisfacción de su culpa. La penitencia está excluida de sus pechos, se les ha ido de la memoria el más grave y extremo delito. Se tapan las heridas de los que están a punto de muerte, y una llaga mortal, que está clavada en las más hondas y ocultas entrañas, se cubre con simulado dolor. Apenas vueltos de las aras del diablo, se acercan al sacramento del Señor con sucias manos que apestan de olor a grasa de los sacrificios; mientras están todavía poco menos que eructando los mortíferos manjares de los ídolos, y sus gargantas exhalan aún su crimen y despiden olor de aquellos funestos contactos, se precipitan sobre el cuerpo del Señor, cuando la Escritura divina les sale al encuentro y les dice a gritos: Todo el que estuviere limpio, comerá la carne, y toda alma que comiere de la carne del sacrificio saludable que es del Señor y tuviere sobre sí su inmundicia, esa alma perecerá de su pueblo (Lev. 7, 20). Y el Apóstol, igualmente, protesta y dice: No podéis beber el cáliz del Señor y el cáliz de los demonios: no podéis comulgar en la mesa del Sentir y en la mesa de los demonios (1 Cor. 10, 21). Y él mismo amenaza a los contumaces y los denuncia diciendo: Quienquiera comiere el pan y bebiere el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor (1 Cor. 11, 27).
XVI. Saltando por encima de todo esto y despreciándolo todo, antes de expiar sus culpas, antes de hacer pública confesión de su crimen, antes de limpiar su conciencia con el sacrificio e imposición de manos del sacerdote, antes de aplacar la ofensa del Señor indignado y amenazante, se hace violencia a su cuerpo y a su sangre, y más ofenden ahora al Señor con sus manos y boca que antes cuando le negaron. Tienen por paz esa que algunos van vendiendo con falaces palabras. Ésa no es paz, sino guerra, y no se une a la Iglesia el que se separa del Evangelio. ¿Cómo llaman al daño beneficio? ¿Cómo ponen a la impiedad nombre de piedad? ¿A qué fin simulan comulgar con aquellos cuyo deber es llorar constantemente y suplicar al Señor, a par que les cortan la lamentación de la penitencia? Esos tales son, para los caídos, lo que el granizo para las mieses, lo que un turbio huracán para los árboles, lo que para el ganado una peste devastadora, lo que una dura tormenta para los navios. Quitan el consuelo de la esperanza, arrancan de raíz, con malsana palabra infiltran un mortal veneno, estrellan sobre las rocas la nave para que no llegue al puerto. Esta facilidad no concede la paz, sino que la quita, ni da la comunión con la Iglesia, sino que impide para la salvación. Otra persecución y otra prueba es ésta, por la que el sutil enemigo cobra nuevas fuerzas para combatir a los caídos con oculto estrago y lograr que descanse la lamentación, que calle el dolor, que se desvanezca la memoria del pecado, que se comprima el gemido en el pecho, que se restañe el llanto de los ojos y no se aplaque con larga y plena penitencia al Señor gravemente ofendido, siendo así que está escrito: Acuérdate de dónde has caído y haz penitencia (Apoc. 2, 5).
XVII. Nadie se engañe a sí mismo, nadie se forje ilusiones. Sólo el Señor puede otorgar misericordia. Perdon de pecados que contra Él se cometieron, sólo Él puede concederlo, que llevó sobre sí nuestros pecados, que por nosotros sufrió dolor, a quien Dios entregó por nuestros pecados. El hombre no puede ser mayor que Dios y no puede el siervo remitir y condonar por propia indulgencia lo que con delito más grave se cometió contra su Señor, no sea que se le impute también al caído por crimen el ignorar que está predicho: Maldito el hombre que su esperanza pone en otro hombre (Ier. 17, 5). Hay que orar al Señor; con nuestra satisfacción debe ser aplacado el Señor, que dijo habría de negar al que niega; que recibió, sólo él, todo juicio de su Padre. Creemos ciertamente que mucho valimiento tienen ante el juez los merecimientos de los mártires y las obras de los justos; mas eso será cuando viniere el día del juicio, cuando tras el ocaso de este mundo su pueblo se presentare ante el tribunal de Cristo.
XVIII. Por lo demás, si alguno, con precipitada prisa, piensa temerariamente que puede otorgar a todo el mundo el perdón de los pecados, o se atreve a rescindir los mandamientos del Señor, sepa que no sólo nada aprovecha a los caídos, sino que más bien les daña. Es provocar la ira no observar la sentencia y pensar que no debe ante todo suplicar de la misericordia del Señor, sino, despreciando al Señor, presumir de la propia facilidad. Bajo el altar de Dios, las almas de los mártires que fueron degollados gritan a grandes voces: ¿Hasta cuándo, Señor santo y verdadero, no juzgas y vengas nuestra sangre de los moradores de la tierra? (Apoc. 6, 10). Y se les manda que descansen y tengan todavía paciencia. ¿Y piensa nadie que puede ser bueno querer contra el juez mismo perdonar a troche y moche los pecados, y que antes de vengarle a Él mismo se puede defender a los otros? Los mártires recomiendan que se haga algo; mas ello, si es justo, si es lícito, si no ha de hacerlo el sacerdote de Dios contra el Señor mismo. Sea el que concede pronto y fácil en consentir, si hay religiosa moderación en el pedir. Recomiendan los mártires que se haga algo: si lo que recomiendan no está escrito en la ley del Señor, antes hay que saber que alcanzan del Señor lo que piden, y luego hacer lo que recomiendan. Pues no puede parecer que se concede en seguida por la divina Majestad lo que se promete por humana promesa.
XIX. Pues también Moisés pidió por los pecados del pueblo, y, sin embargo, no obstante su petición, no alcanzó perdón para los que habían pecado: Te ruego —dice—, Señor: este pueblo ha cometido un delito grande; ahora, si les perdonas este delito, perdónaselo; si no, bórrame a mí del libró que has escrito. Y dijo el Señor a Moisés: A quien hubiere delinquido delante de mí, le borraré de mi libro (Ex. 32, 31). Él, amigo de Dios; él, que había muchas veces hablado cara a cara con el Señor, no alcanzó lo que pedía ni aplacó con su súplica la ira de Dios ofendido. A Jeremías le alaba Dios, y de él pregona diciendo: Antes de formarte en el seno de tu madre, te conocí, y antes de salir de la vulva, te santifiqué y te puse por profeta para las naciones (Ier. 1, 5). Y sin embargo, cuando ese mismo le ruega y suplica con frecuencia por los pecados del pueblo: No quieras —dice—suplicarme por este pueblo y no me pidas por ellos en ruego y oración, pues no los quiero oír en el tiempo en que me invoquen, en el tiempo de su aflicción (Ier. 11, 14; cf. 7, 16). ¿Y quién más justo que Noé, que cuando la tierra estaba repleta de pecados, sólo él fue hallado justo sobre la tierra? ¿Quién más glorioso que Daniel? ¿Quién más fuerte para sufrir los martirios con firme fidelidad o quién más feliz en la dignación de Dios, pues cuantas veces luchó venció y cuantas venció quedó sobreviviente? ¿Quién más pronto que Job en el bien obrar, más fuerte en las tentaciones, más paciente en el dolor, más sumiso en el temor y más verdadero en su fe? Y sin embargo, ni aun cuando estos tres rogaran, dijo Dios que había de conceder el perdón. Como el profeta Ezequiel suplicara por el delito de su pueblo, la tierra—dice—que pecare contra mí, de suerte que cometa delito, extenderé mi mano sobre ella, y desharé el establecimiento del pan, y enviaré sobre ella el hambre y quitaré de ella hombres y ganados. Y si en medio de ella se encontraren estos tres varones, Noé, Daniel y Job, no librarán a sus hijos y a sus hijas, sino que se salvarán ellos solos (Ez. 14, 13). Hasta tal punto es cierto que no todo lo que se pide está en el juicio anticipado del que pide, sino en el arbitrio del que da, ni puede tomar o vindicar para sí nada la humana sentencia, si no lo otorga también la censura divina.
XX. En el Evangelio habla el Señor y dice: El que me confesare delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos, y al que me negare, yo también le negaré (Lc. 12, 8). Si no niega al que niega, tampoco confiesa al que confiesa. No puede el Evangelio mantenerse en una parte firme y vacilar en otra. O tienen valor ambas partes, o ambas han de perder la fuerza de verdad. Si los que niegan no son reos de crimen alguno, tampoco los que confiesan reciben premio alguno de su valor. Ahora bien, si la fe que venciere es coronada, preciso es que la perfidia vencida reciba su castigo. Así, los mártires, o no pueden nada, si es que puede deshacerse el Evangelio; o si el Evangelio no puede deshacerse, no pueden ir contra el Evangelio los que por el Evangelio llegan a mártires. Que nadie, hermanos amadísimos, que nadie destruya sus glorias y sus coronas. Sigue incólume la fortaleza de la incorrupta fidelidad, y no puede decir ni hacer nada contra Cristo quien tiene su esperanza y su fe y su fuerza y su gloria toda en Cristo. Que contra el mandamiento de Dios hagan nada los obispos, no puede venir de quienes tan admirablemente cumplieron los mandamientos de Dios. ¿Es que hay alguien mayor que Dios o más clemente que la divina bondad, que o quiera dar por no hecho lo que Dios consintió que se hiciera o, como si Él tuviera menos poder para proteger a su Iglesia, piense que hemos de poder salvarnos con su particular auxilio?
XXI. A no ser que digamos que todo esto sucedió sin saberlo Dios, y todo ello nos vino sin Él permitirlo. Pues que la Escritura divina enseñe a los inenseñables y recuerde a los desmemoriados, cuando habla y dice: ¿Quién dio en saqueo a Jacob, y a Israel por presa de quienes lo despojaban? ¿No fué acaso Dios contra quien pecaron y en cuyos caminos no quisieron andar ni oír su ley? Y descargó sobre ellos la ira de su indignación (Is. 42, 24). Y en otra parte atestigua y dice: ¿Acaso no tiene fuerza la mano deJJios para salvar o se endureció su oído para no oír? Mas vuestros pecados se interponen entre vosotros y Dios, y por vuestros pecados aparta su cara para no compadecerse (Is. 59, 1). Volvamos a pensar en nuestras culpas, y revolviendo lo secreto de nuestra conducta y de nuestro corazón pesemos los merecimientos de nuestra conciencia. Vuelva a nuestro corazón el pensamiento de que no hemos andado por los caminos del Señor, que hemos rechazado la ley de Dios, que jamás quisimos guardar sus mandamientos y avisos de salvación.
XXII. ¿Qué puedes sentir de bueno, qué temor pudo haber, qué fidelidad se puede creer en quien ni el temor pudo corregirle ni la misma persecución le reformó? Alta y derecha cerviz, que ni aun al caer se dobló. Hinchado ánimo y soberbio, que ni vencido se dejó quebrantar. Tendido en tierra, amenaza a los en pie; herido, a los sanos; y porque no se le permite inmediatamente tomar con manos manchadas el cuerpo del Señor o beber su sangre con sucia boca, se aira sacrilego contra los sacerdotes del Señor. Y—¡oh excesiva demencia del furioso!— te airas contra quien se esfuerza en apartar de ti la ira de Dios, amenazas a quien implora para ti la misericordia del Señor; contra quien siente tu llaga, que tú tal vez no sientes; contra quien vierte por ti lágrimas, que tú quizá no viertes. Estás todavía agravando y colmando tu crimen y, siendo tú implacable para los presidentes y sacerdotes de Dios, ¿piensas que .pueda el Señor aplacarse para contigo?
XXIII. Recibe más bien y admite lo que te decimos. ¿Por qué tus sordos oídos no oyen los saludables preceptos con que te avisamos? ¿Por qué tus ciegos ojos no ven el camino de la penitencia que te ponemos delante? ¿Por qué tu mente cerrada y enajenada no comprende los remedios de vida que de las Escrituras celestes aprendemos y enseñamos? Y si hay algunos incrédulos que den menos fe a lo por venir, que lo presente al menos les infunda miedo. ¡Qué suplicios no estamos contemplando entre los que negaron, qué tristes muertes suyas no tenemos que llorar! Ni aun aquí pueden estar sin castigo, por más que no haya llegado aún el día del castigo. Cae sobre algunos por de pronto el golpe, a fin de que por ahí se enderecen los demás. Escarmientos son de todos los tormentos de unos pocos.
XXIV. Uno de los que espontáneamente subió al Capitolio para negar su fe, apenas negó a Cristo quedó mudo. Por allí empezó el castigo, por donde empezó el crimen de suerte que no pudiera ni rogar quien no tenía voz para suplicar misericordia. Una mujer, estando en el baño—pues ya no faltaba a su crimen y desgracia sino ir inmediatamente a los baños la que había perdido la gracia del lavatorio de vida—; mas allí, arrebatada la impura por el espíritu impuro, se despedazó a mordiscos la lengua que se había alimentado o había hablado impíamente. Después que tomó aquella sacrilega comida, la rabia de su boca se armó para su propia perdición. Ella fue verdugo de sí misma y ya no pudo sobrevivir mucho tiempo, sino que, atormentada por dolor de vientre y entrañas, acabó su vida.
XXV. Escuchad ahora lo que sucedió, siendo yo testigo presencial de ello. Unos padres emprenden la fuga y, mal avisados por su miedo, dejaron una niña pequeña al cuidado de la nodriza. Esta llevó la pobre abandonada a los magistrados. Allí, junto al ídolo al que confuía el pueblo, como por su edad no podía comer carne, le dieron un pedazo de pan mojado en vino, que había sobrado de la inmolación a los dioses de perdición. Más tarde, la madre recobró a su hija. Mas la niñita tan incapaz fue de decir ni revelar el crimen cometido como lo fuera antes para entenderlo o rechazarlo. Por ignorancia, pues, se cometió el desliz de que, mientras nosotros ofrecíamos el sacrificio, la trajera consigo la madre a la Iglesia. Mas la niña, mezclada con los santos, no pudiendo soportar nuestras preces y oraciones, unas veces se agitaba llorando, otras veces se arrojaba al suelo fluctuante entre el oleaje de su mente y, como si el atormentador ¡a forzara, con las señales que podía daba a entender la conciencia de lo hecho en sus años aún inocentes aquella tierna alma. Mas cuando, terminada la misa, empezó el diácono a distribuir la comunión a los presentes y entre los otros le llegó su vez a la niña, la pequeñuela, por el instinto de la Majestad divina, apartó su cara, cerraba la boca con los labios apretados y rechazaba el cáliz. Persistió, sin embargo, el diácono y, aun a la fuerza, le infundió el Sacramento del cáliz. Entonces se siguieron sollozos y vómitos. La Eucaristía no pudo permanecer en un cuerpo y boca violados; la bebida santificada en la sangre del Señor salió violentamente de las entrañas manchadas. Tan grande es el poder del Señor; tan grande su majestad. A su luz se descubrieron los secretos de las tinieblas; al sacerdote de Dios ni aun los ocultos crímenes le engañaron.
XXVI. Tal sucedió con la niña que no había llegado a edad de revelar el crimen con ella cometido. Mas la nodriza que, avanzada en edad y adulta de años, se deslizó ocultamente entre los asistentes al sacrificio de la misa, no recibió comida, sino espada para sí, y como si se hubiera tragado unos mortales venenos, empezó a ahogarse y desfallecer con alma agitada, y sintiendo la angustia no ya de la persecución, sino de su propio delito, cayó al suelo palpitante y estremeciéndose. No quedó por mucho tiempo impune ni oculto el crimen de una fingida conciencia. La que había engañado al hombre, sintió a Dios por vengador. Otra, al intentar abrir con sus manos sucias un arca suya en que había estado el Sacramento del Señor, salió fuego de allí, quedó aterrorizada y no osó tocarlo. Otro que, manchado también, se atrevió a tomar a escondidas parte en la Eucaristía después de celebrado por el sacerdote el sacrificio, no pudo comer ni tocar el Sacramento del Señor, sino que abiertas las manos vio que llevaba en ellas ceniza. Por el ejemplo de uno sólo se mostró que el Señor se aparta cuando se le niega, y nada aprovecha para la salvación al indigno lo que toma, pues la gracia saludable, al huir el Sacramento, se muda en ceniza. ¡Cuántos diariamente se llenan de espíritus inmundos; cuántos, fatuos hasta la insania de la mente, se golpean con furor de demencia! No hay por qué recordar la muerte de cada uno, pues por entre las ruinas multiformes de todo el orbe hay tanta variedad de castigo de los delitos cuanto la muchedumbre de delincuentes es numerosa. Cada uno considere lo que él mismo merece padecer y no crea que se ha escapado si por de pronto se le difiere el castigo, pues aquél ha de temer más a quien para sí se reserva la ira de Dios juez.
XXVII. Ni se forjen tampoco ilusiones sobre no hacer penitencia los que si no se contaminaron con los nefandos sacrificios, mancharon, sin embargo, su conciencia con los certificados de sacrificio. También eso fue abierta negación; testimonio era el libelo de un cristiano que renegaba de lo que había sido. El que recibe el certificado, afirma haber hecho lo que otro de hecho cometió, y estando escrito: No podéis servir a dos señores (Mt. 6, 24), él sirvió al señor del mundo, se sometió al edicto, quiso antes obedecer a humano mandato que a Dios. Allá se las entienda él, si con menor deshonor y culpa ante los hombres se divulgó lo que cometió; no por eso podrá huir ni evitar a Dios por juez, como diga el Espíritu Santo en los salmos: Lo que hay en mí de imperfecto, lo han visto tus ojos y en tu libro serán todos escritos (Ps. 138, 16). Y otra vez: El hombre mira a la cara; pero Dios al corazón (1 Reg. 16, 7). Y el Señor mismo de antemano nos avisa e instruye diciendo: Y sabrán todas las Iglesias que yo soy escudriñador del riñon y del corazón (Apoc. 2, 23). Él mira lo escondido y secreto y considera lo oculto, y nadie hay que pueda escapar de los ojos de Dios, que dice: Yo soy Dios que está próximo y no un Dios de lejos. Si estuviere el hombre escondido en sus escondrijos, ¿es que yo ya no voy a verle? (Ier. 23, 24). Él ve los corazones y pechos de cada uno, y como quien nos ha de juzgar no sólo de nuestros hechos, sino de nuestras palabras y pensamientos, Él mira las mentes y voluntades concebidas aun en los escondrijos del más cerrado pecho.
XXVIII. Finalmente, ¡cuánta mayor fe y mejor temor demuestran los que, aun sin estar constreñidos por crimen alguno de sacrificio o certificado, por sólo haber tenido pensamiento de ello, confiesan esto mismo a los sacerdotes de Dios, con dolor y sencillez, y purifican por la pública penitencia su conciencia, se quitan ese peso de su alma y, aunque se trate de heridas leves y no profundas, buscan para ellas saludable irnedicina, sabiendo cjne está escrito: De Dios nadie se burla (Gal. 6, 7). No es posible burlar ni engañar a Dios, ni hay astucia alguna por la que se pueda trampear con Él. Es más, mayor delito comete quien, imaginándose a Dios a la manera humana, piensa que puede escapar del castigo de su crimen por el hecho de no haberlo cometido públicamente. Cristo, en sus preceptos, dice: El que se avergonzare de mí, también de él se avergonzará el Hijo del hombre (Mc. 8, ;S8). ¿Y se tiene por cristiano el que se avergüenza o teme ser cristiano? ¿Cómo puede estar con Chisto quien tiene a deshonor o espanto pertenecer a Cristo? Demos que pecó menos no viendo los ídolos ni profanando la santidad de la fe ante los ojos del pueblo que rodeaba e insultaba a los sacrificantes, ni manchando sus manos con los funestos sacrificios, ni contaminando su boca con los abominables manjares. Todo esto disminuye la culpa, pero no prueba una conciencia inocente. Puede con más facilidad alcanzar el perdón, pero no está inmune de crimen. Que no cese de hacer penitencia e implorar la misericordia del Señor, no sea que lo que parece menos por la calidad de la falta se colme por el descuido de la satisfacción.
XXIX. Yo os ruego, hermanos, que cada uno de vosotros confiese su delito mientras el delincuente está todavía en este mundo, mientras su confesión puede ser admitida, mientras la satisfacción y perdón, administrado por los sacerdotes, es acepto ante el Señor. Convirtámonos al Señor con toda el alma y, expresando con verdadero dolor el arrepentimiento de nuestro crimen, imploremos la misericordia de Dios. Prostérnese ante Él el alma; satisfágale a Él su tristeza; póngase en Él toda la esperanza. Cómo hayamos de rogar, El mismo nos lo dice: Volved—dice—a mí de todo vuestro corazón y juntamente con ayuno y lloro y plañido, y rasgad vuestros corazones y no vuestros vestidos (Ioel, 2, 12). Pues volvamos de todo corazón al Señor y, como Él mismo nos avisa, aplaquemos su ira y ofensa con ayunos, lágrimas y golpes de pecho.
XXX. Ahora bien, ¿vamos a pensar que suplica al Señor de todo corazón, con ayunos, lágrimas y plañidos, el que desde el día mismo de su crimen frecuenta diariamente los baños, el que comiendo opíparamente y reventando de puro harto vomita al día siguiente lo que no pudo digerir y no sueña en dar parte de su comida y bebida a los pobres? ¿Cómo decir que llora su propia muerte el que vemos andar alegre y risueño, y estando escrito: No corromperás la efigie de tu barba, él se rasura finamente y unta su cara? ¿Y a quién intenta ahora agradar el que desagradó a Dios? ¿Es que gime y llora es otra mujer que no tiene otra ocupación que vestirse de preciosos vestidos y no piensa que perdió la vestidura de Cristo, ponerse lujosos adornos y bien labrados collares y no sabe de llanto por haber estropeado el divino y celeste ornato de su alma? Ya puedes tú vestirte vestidos peregrinos y telas de seda: desnuda vas. Ya puedes adornarte de oro y margaritas y perlas preciosas: sin el adorno de Cristo, deforme estás. Y tú que te tiñes los cabellos, deja de hacerlo siquiera ahora, en momentos de dolor; y la que con una línea de polvo negro te pintas la arcada de tus ojos, lava siquiera ahora con lágrimas esos mismos ojos. Si hubieras por la muerte perdido alguno de tus seres queridos, gemirias y llorarías dolorosamente y por todas partes darías muestras de tu duelo con tu cara sin lavar, con el luto del vestido, con la cabellera descompuesta, el rostro nublado, la cabeza caída; has perdido, desgraciada, tu alma; muerta espiritualmente, te sobrevives a ti misma y llevas, cuando andas, tu propia tumba, ¿y no te golpeas fuertemente el pecho y no gimes incesantemente y no te escondes, o por vergüenza de tu crimen o por seguir en tu lamentación? He ahí llagas peores todavía que las del pecado; he ahí otros delitos más graves: haber pecado y no satisfacer por el pecado; haber cometido un delito y no llorarlo.
XXXI. Ananías, Azarias y Misael, ilustres y nobles jóvenes, ni aun entre las llamas e incendios del horno ardiendo dejaron de confesar a Dios. Aun con el testitmonio de su buena conciencia, y aun habiendo muchas veces merecido al Señor con el obsequio de su fidelidad y temor, no dejaron, sin embargo, de mantener la humildad y satisfacer a Dios ni entre los gloriosos martirios de sus virtudes. Habla la Escritura divina: De pie—dice—Azarías hizo una súplica y abrió su boca y confesaba a Dios, junto con sus compañeros, en medio del fuego (Dan. 3, 25). Daniel también, después de la múltiple gracia de su fidelidad e inocencia, después de la dignación del Señor muchas veces repetida sobre sus actos de valor y gloria, todavía se esfuerza en merecer a Dios con ayunos, se revuelca en saco y ceniza y hace con dolor pública confesión, diciendo: Señor Dios grande, fuerte y temible, que guardas el testamento y la misericordia a aquellos que te aman y observan tus mandatos, hemos pecado, hemos cometido un crimen, hemos sido impíos, hemos traspasado y abandonado tus mandamientos y tus juicios, no hemos escuchado de tus siervos los profetas lo que han hablado en tu nombre sobre nuestros reyes y sobre iodas las naciones y sobre toda la tierra. A ti, Señor, a tí la justicia; a nosotros, empero, la confusión. (Dan. 9, 4.)
XXXII. Esto hicieron para tener propicia la majestad de Dios los mansos, esto los sencillos, esto los inocentes; ¡y ahora se niegan a satisfacer al Señor y suplicarle los que negaron al mismo Señor! Yo os suplico, hermanos, aceptad los remedios saludables, obedeced a los consejos mejores, juntad a nuestras lágrimas las vuestras; con nuestro gemido, unid vuestros gemidos. Os rogamos a vosotros, para que nos sea dado rogar al Señor por vosotros; a vosotros dirigimos ante todo las súplicas mismas con que rogamos a Dios que tenga compasión de vosotros. Haced penitencia plena, probad la tristeza de vuestro ánimo dolorido y gemebundo.
XXXIII. Y no os impresione o el error impróvido o la estupidez vana de algunos que, siendo reos de tan grave crimen, están heridos de tal ceguera de alma que ni entienden sus delitos ni los lloran. Este es golpe mayor de la indignación de Dios, conforme está escrito: Y diales Dios espíritu de sopor (Is. 29, 10). Y en otro lugar: No recibieron el amor de la verdad para salvarse; y por eso les envía Dios operación de error para que crean en la mentira y sean juzgados todos los que no creyeron en la verdad, sino que se complacen en la injusticia (2 Thess. 2, 10). Complaciéndose injustamente en sí mismos y dementes por enajenación de su alma adormecida, desprecian los mandamientos de Dios, descuidan la curación de su herida, se niegan a hacer penitencia. Imprevisores antes de cometer el crimen, obstinados después de cometerlo, ni antes firmes ni después suplicantes, cuando su deber era estar firmes, estuvieron derribados; cuando su deber es prosternarse y pegar frente con tierra delante de Dios, se imaginan que están en pie. Se tomaron por su cuenta la paz sin que nadie se la diera; seducidos por falsa promesa y en pandilla con apóstatas y pérfidos, reciben por verdad el error, tienen por válida la comunión de los que no comulgan, y los que no creyeron a Dios contra los hombres, creen ahora a los hombres contra Dios.
XXXIV. Huid cuanto podáis de tales hombres; con saludable cautela evitad u los que andan en contactos perniciosos. Su palabra se infiltra como un cáncer, su conversación se pega como una peste, su nociva y envenenada persuasión mata de modo peor que la persecución misma. En ésta siempre queda la penitencia que puede quitar la culpa. Mas quienes quitan la penitencia del crimen, cierran todo -camino a la satisfacción. Así sucede que, mientras por la temeridad de algunos o se promete o se cree una falsa salud, se elimina la esperanza de la salud verdadera.
XXXV. Vosotros, empero, hermanos, cuyo temor de Dios está pronto, y el alma, aun sumida en la ruina, se acuerda de su mal, con arrepentimiento y dolor considerad vuestros pecados, reconoced el gravísimo crimen que pesa sobre vuestra conciencia, abrid los ojos de vuestro corazón para entender el delito cometido, sin desesperar de la misericordia del Señor y tampoco vindicar ya el perdón. Dios, cuanto por su piedad de padre se muestra siempre indulgente y bueno, tanto es de temer por su majestad de juez. Cuan grande fue nuestro delito, otro tanto lo sea nuestro llanto. A una herida profunda no falte diligente y larga medicina; la penitencia no sea menor que el pecado. ¿Con que piensas tú que puede tan aprisa aplacarse Dios a quien con pérfidas palabras negaste, a quien pusiste por bajo, de tu hacienda, cuyo templo violaste con sacrilego contacto? ¿Piensas que va Él fácilmente a compadecerse de ti, que dijiste no era tu Dios? Es preciso orar y suplicar más fervorosamente, pasar el día de luto, las noches en vigilia y lágrimas, llenar el tiempo todo de lamentos lagrimosos; tendidos en el suelo, pegarnos a la ceniza, envolvernos en cilicio y sucios vestidos, no querer tras el vestido perdido de Cristo vestidura alguna, después de la comida del diablo preferir el ayuno, darnos a las buenas obras por las que se limpian los pecados, practicar frecuentes limosnas por las que las almas se libran de la muerte. Lo que se llevaba el enemigo, recíbalo Cristo, y no debe ya retenerse ni amarse una hacienda por la que fuimos engañados y vencidos. Como enemigo se debe evitar la riqueza, como ladrón debe huirse, como espada y veneno han de tenerla los que la poseen. Sirva lo que quede para redimir el crimen y la culpa. Sin vacilación y con largueza se haga limosna, la renta entera se ha de gastar en medicina de la herida, de nuestros bienes y dinero llévese el rédito el Dios que nos ha de juzgar. Así de vigorosa era la fe en tiempos de los Apóstoles; así guardaba los mandamientos de Cristo el primer pueblo de los creyentes: eran fervorosos, eran largos. Todo lo daban, para ser distribuido, a los Apóstoles, y eso que no tenían que redimir tales delitos.
XXXVI. Si se ruega de todo corazón, si se gime con sinceros lamentos y lágrimas de penitencia, si con justas y continuas obras se dobla al Señor para el perdón, no hay duda que puede alcanzarse misericordia de Aquel que prometió su misericordia diciendo: Cuando te hubieres convertido y gimieres, entonces te salvarás y sabrás dónde estuviste (Is. 30, 15). Y en otro lugar: No quiero la muerte del que muere, sino que se convierta y viva (Eccl. 33, 11). Y el profeta Joel, por aviso del Señor mismo, declara la piedad del Señor diciendo: Volved -dice—al Señor Dios vuestro, porque es misericordioso y piadoso y paciente y de mucha compasión y que puede revocar la sentencia pronunciada contra la maldad (Ioel 2, 13). Él puede conceder indulgencia, Él puede revocar su propia sentencia. Al penitente, al operante, al rogante, puede clementemente perdonarle, puede aceptar cuanto por los tales pidieren los mártires e hicieren los sacerdotes. Y aun si alguno le moviere a más con sus satisfacciones, si con justa súplica aplacare su ira y la ofensa de su indignación, Él le da otra vez armas con que el antes vencido se arme; Él repara y robustece las fuerzas con que la fe restablecida se vigoriza. El soldado irá de nuevo al combate, saldrá otra vez al campo de batalla, provocará al enemigo, cobradas justamente nuevas fuerzas por el dolor. El que así satisficiere a Dios, el que por su arrepentimiento de lo hecho, el que por la vergüenza de su delito concibiere del dolor de su misma caída más fortaleza y fidelidad, oído y ayudado del Señor, alegrará a la Iglesia a quien antes contristara y no sólo merecerá de Dios el perdón, sino la corona.