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sábado, 18 de junio de 2011

De la sepultura de San Vicente Ferrer

Aunque el Santo mientras vivió hizo poco caso de su cuerpo, proveyó Nuestro Señor que después de la muerte fuese muy reverenciado. La duquesa de Bretaña, que estando él enfermo se había mostrado muy solícita en su servicio, le quitó la túnica de lana, con la que cual era muerto, y la tomó por reliquia. Después, ella mesma por sus propias manos, le lavó los pies, como Santa Magdalena los había ungido a Jesucristo. Y dice Flaminio, que guardó con gran reverencia el agua con que se los lavó y no se corrompió, sino que echó de sí muy suave olor todo el tiempo que duró. Ella también le vistió con el hábito de la Orden de Santo Domingo: aunque no le puso la mesma capa, de que él viviendo se había servido, sino la de un otro padre con quien la duquesa se confesaba. Entre tanto que se hacían estos aparejos, mandó el obispo cerrar las puertas de la casa, porque se comenzó a tratar con grande porfía dónde le enterrarían. Dice el proceso en muchas partes que los Padres Menores lo procuraban y pedian muy de tanto que el obispo hubo de proveer gente que guardase el cuerpo; porque los devotos de ellos no quisiesen hacer alguna fuerza. La razón por la cual pretendían esto (y pluguiera a Dios que se salieran con ello), no creo que era otra, sino que siendo las Ordenes de Santo Domingo y San Francisco tan hermanas y conjuntas desde su fundación, faltando en Vannes convento de Santo Domingo, era razón que se sepultase el maestro Vicente en San Francisco, así como en Albi, por no tener entonces allí convento los Predicadores fué sepultado en el de los Menores el Santo fray Mauricio o Mucio Tolosano, de quien refiere la crónica de aquella religión que era varón apostólico y que hizo allí muchos milagros; y viviendo dio milagrosamente a los frailes de aquel convento una fuente de agua, que hasta hoy dura. Por otra parte, los Padres Predicadores que se hallaban en Vannes pedían con mucha instancia el cuerpo para llevarle al convento de Rompereloyo, que estaba quince leguas de allí, y era del mesmo obispado, o al de Guerandía, que está diez leguas, aunque es ya de otra diócesis; o a lo menos querían que se depositasen allí en Vannes, hasta que hubiese otro convento. No les faltaba a éstos justicia, pues todo lo que un fraile tiene hasta la misma voluntad, que es potencia del alma racional, es de su Orden. Tenían, sin esto, algún favor en la duquesa que se confesaba con ellos, y también había quién solicitase al duque para ello. Mas, con todo, el obispo Mauricio decía que, pues San Vicente no era muerto en tierra donde hubiese monasterio de dominicos, y demás de eso había dejado como por albaceas suyos a él y al duque, que a él en ausencia del duque quedaba la determinación de la causa, y en ejecución de esto que él quería se enterrase en la iglesia mayor de Vannes, la cual se llamaba de San Pedro.
Estas contiendas santas (que tales eran ellas, pues todos tenían buena intención) permitió Dios, para que se diese un notable milagro. Lleváronle con grande solemnidad a enterrar a la iglesia catedral del obispo de Vannes y el obispo Maclonense, cuando le llevaban iban algunos hombres armados por la parte del convento de los Menores, para defender que los devotos de allí no saliesen a saltear el cuerpo. Llegado que fue el féretro a la iglesia de San Pedro, fue puesto en el coro entre la gente de guarda, y llegaban muchos a verle, porque estaba con la cara descubierta, y a besarle las manos y tocar con joyas su cuerpo y hábito. Mas temiéndose de ofender a las dos religiones, que todavía estaban en sus trece pidiendo el cuerpo, determinó el obispo que no se enterrase aquel día, sino que le metiesen en la sacristía, a donde se suelen guardar los tesoros de la iglesia, y que entre tanto se hiciese un mensajero propio al duque don Juan, que entonces se hallaba en Manuet.
Por esta ocasión, estuvo el cuerpo sin ser enterrado dos o tres días, en los cuales no se sintió algún mal olor. Pero llegada que fue la licencia del duque el obispo hizo sacar el cuerpo con grande solemnidad y fue enterrado en un solemne y fuerte sepulcro, dentro del coro ante la silla obispal, hacia el altar mayor. A un cantero, que por sus manos había hecho el sepulcro, le pagó muy bien San Vicente su trabajo. Porque de allí a algunos años, se le hizo una gran llaga en la pierna, para la cual, como no pudiese hallar medicina que le aprovechase, hizo un voto a San Vicente en esta mesma forma: Oh, amigo de Dios, maestro Vicente, ruega por mi pierna que sane. Luego le cesó el dolor, y la llaga se acabó de cerrar dentro de quince días. Sepultóse, pues, allí el cuerpo de San Vicente, mas su memoria siempre queda viva y reciente entre los bretones y particularmente entre los que le habían conocido. Pasados ya treinta años, cuando les preguntaban por qué se santiguaban así, o por qué hacían oración de aquella forma, respondían que el maestro Vicente se lo había así enseñado. Si querían aprobar algo por bueno decían que el maestro Vicente lo había ordenado de aquella manera. Si por el contrario querían reprobar algo, decían que el maestro Vicente lo había reprobado. No tardó mucho de hacer milagros el Santo después de muerto, porque la misma noche que le enterraron vino allí un leproso, y como hubiese estado sobre el sepulcro hasta la mañana, se halló limpio de la lepra. Por este milagro y por los que había hecho en vida, fue espantable el concurso que tuvo en su sepulcro de las gentes que querían sanar de sus enfermedades, y realmente alcanzaban lo que deseaban.

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