Segunda regla: la conveniencia.— Sentido y uso de esta regla.
I.—Debemos atribuir a la bienaventurada Virgen todas las perfecciones, que, todo bien considerado, se ve convienen a su dignidad de Madre de Dios, con la siguiente condición: que no sean incompatibles ni con su condición de criatura y de mujer, ni con su estado, ni con la doctrina de la Iglesia y la palabra de Dios.
Importa mucho puntualizar los límites de esta regla, pues por no haberlo hecho así algunos autores, dieron lugar a justas críticas y provocaron suspicacias aun en almas buenas. Pues bien; al hablar de perfecciones
convenientes, intentamos significar, no solamente aquéllas cuya privación sería indecorosa, inconveniente
(Indecente, en el sentido que tiene en latin esta palabra, "indecens"), sino también aquéllas cuyos contrarios serían en realidad
(no sólo en la imaginación) menos convenientes en la Madre de Dios. La regla comprende dos partes.
Primera parte: Si hay una perfección, un privilegio especial de gracia, que se armonice con la maternidad divina y tienda por su naturaleza a hacer a María más santa, más pura, más digna del Verbo humanado, más apta para el cumplimiento de su misión, no es temeridad, sino prudencia y justicia el afirmarla de la Madre de Dios. Esto es lo que nos enseña la autoridad de los santos y de los doctores que están mejor informados, si es lícito usar esta palabra, acerca de las grandezas de María. La dificultad no está en comprender el sentido de la proposición, sino en juzgar cuáles privilegios de gracia y cuáles perfecciones responden mejor a la dignidad de Madre de Dios y a sus funciones propias. Respecto de este punto hemos de confesar que son posibles la incertidumbre y el error, como consta suficientemente por la experiencia. Para prevenir falsas interpretaciones se ha añadido de intento lo demás de la regla.
Segunda parte: Con todo, es necesario que las prerrogativas atribuidas a la Virgen no estén en desacuerdo ni con su condición de criatura y de mujer, ni con su estado presente, ni con las verdades contenidas en la revelación divina y enseñadas por la Iglesia. Como fácilmente se ve, estas restricciones son poco más o menos las mismas que se pusieron a la primera regla. Es verdad que a la Madre de Dios conviene el ser iluminada por los esplendores de la visión beatífica; pero no podemos deducir que la gozase en los días de su vida mortal de una manera habitual; nuestro estado presente, el estado de vía, no admite la visión beatífica habitual en una pura criatura. Otro ejemplo: si la primera Madre de los hombres salió de las manos del Creador tan hermosa y tan pura que la gracia no halló en ella sombra de mancha, no sólo que borrar, sino que prevenir, ¿quién dirá que semejante prerrogativa no convenía a la futura Madre de Dios? Mas como ella era hija de Adán, como nosotros; nacida en una unión natural, como nosotros, su gracia, aunque excediese en excelencia a la de Eva, debía ser una gracia de preservación al mismo tiempo que una gracia de santificación. También parecería muy puesto en razón que el poder de consagrar el cuerpo del Señor y de darle su ser místico en la Eucaristía convenía más que a cualquiera otra persona a la Santísima Virgen, que es a quien debemos el tener a Jesucristo en carne; y, sin embargo, no es así, porque en el reino de Jesucristo la potestad de orden es, por suprema conveniencia, patrimonio del varón, con exclusión de la mujer, y éste es un dogma de nuestra fe.
Inmaculada en su origen, inmaculada en toda su vida, siempre hija de Dios, Madre de la Vida, parece que María no debía morir; pero si recordamos que su Hijo murió y que ella mereció ser su cooperadora y su asociada en la gran obra de la Redención, veremos que no hay real y verdadera conveniencia en que fuese exceptuada de los dolores y de la muerte. Por último, para aducir un ejemplo con que terminar la serie, siendo la maternidad divina de tanta excelencia, ¿no sería conveniente que la gracia inicial de María fuese, no sólo equivalente, sino superior dos, tres, cuatro veces a la que poseyeron y poseerán todos los ángeles y todos los santos juntos en el término de su santidad? ¿Por qué poner límites más restrictivos? Respuesta: Sí; esto sería más conveniente si el título que da entonces a María su condición de futura Madre de Dios excediese hasta ese grado al mérito final de todos los otros santos. Mas como no hay nadie que presuma afirmar una preeminencia tan extraordinaria, la condición de la Virgen en su origen, comparada con la de los santos en su término, no permite que se tenga por conveniente una medida de gracia tan superior a toda otra medida.
Esto basta, no sólo para determinar con exactitud la significación de la regla, sino también para descartar casi todas las objeciones que ha podido suscitar.
II.—Comunísimo es el uso que hacen de esta regla los más graves autores, y, a la verdad, con muy sólido fundamento. Valiéndose de esta regla (No decimos que valiéndose solamente de esta refría, porque solas razones de conveniencia, aunque tuviesen fuerza para engendrar certeza, no bastarían para fundamentar una definición en la que la verdad fuese propuesta romo revelada), probaron la Concepción Inmaculada de María. Testifícalo este pasaje de Salmerón en sus comentarios sobre la Historia evangélica. Habla el ilustre exégeta del modo tan sublime de redención con que fue preservada la Virgen del pecado original. "Dios —dice— podía hacerle esta gracia; convenía además que se la hiciera; por tanto, sin duda, se la hizo" (Alphons. Salmer., Comment. in Histor. Evangel., tract. XII, III, p. 110 (col. Agripp).
Otro testigo en la misma materia es este texto de otro grave teólogo de la Edad Media. Hacíase esta pregunta: si "la Virgen, eternamente elegida por Dios para engendrar al Hijo de Dios, había sido concebido en pecado original". Encierra su respuesta en dos conclusiones, en cuanto a la substancia, idénticas a las de Salmerón. Dios pudo preservarla; convenía que la preservase; por consiguiente, debió preservarla, y, por tanto, la Virgen fue inmaculada desde el primer instante de su existencia (Thom. de Argent., Ord. Eremit. S. Agustín., in III, D. 3, q. 1, a. 1).
Testigo de la misma verdad es también Suárez, a propósito de la Concepción de la Madre de Dios. "En duodécimo lugar podemos razonar así: los teólogos no emplean argumentos más eficaces para demostrar otras perfecciones de la bienaventurada Virgen que los que se apoyan en la conveniencia de las cosas (in decentia rei), y la razón por la que los estiman tan fuertes es que esta bienaventurada Virgen debía ser digna Madre de Dios. ¿Por qué, pues, hemos de negarles la misma eficacia, por no decir una mayor todavía, en la materia de que tratamos?" (Suarez. De Myster, vitae Christi, D. 3, s. 5, párrafo duodécimo, etc.). En estas palabras vese que el gran teólogo no se contenta con recurrir a la conveniencia, sino que además tiene este género de argumento por muy legítimo y fundado en el uso común de los doctores.
Escoto es tenido generalmente por uno de los primeros, si no el primero, que entre los teólogos de la Escolástica combatió en favor del glorioso privilegio de María. Pues bien; después de haber propuesto tres hipótesis, según él, posibles: "la bienaventurada Virgen pudo no estar ni un instante sin el pecado original; pudo estar un solo instante; pudo permanecer en él durante algún tiempo", concluye con estas palabras: "De estas tres hipótesis posibles, la que se realizó Dios lo sabe. Con tal que la autoridad de la Iglesia y la de la Sagrada Escritura no se opongan, me parece probable (es decir, cosa digna de aprobación) que es necesario atribuir a María aquello que sea más excelente" (Scot.. In III Sent.. d. 3, q. 1, n. 9. En los números siguientes, 14-16, indica extraordinaria sagacidad la forma con que deben ser resueltas las dificultades sacadas de las Sagradas Escrituras y de los Santos en las que se afirma la universalidad del pecado original. Si ninguno está exceptuado, es sólo en este sentido que "todos tienen al menos, en virtud de su origen, el debitum contrahendi, contraherentque nisi ex privilegio eximerentur, esto es, todos deben contraer, y de hecho contraerían, sin un privilegio que los preservara". En otro lugar, el Doctor Sutil es más afirmativo, pues dice expresamente (Dist. 18, qu. unic, n. 12) que "la bienaventurada Madre de Dios no fue nunca su enemiga, ni por razón del pecado actual ni por ratón del pecado original, pero lo hubiera sido si no hubiera sido preservada". Es de notar la hermosa observación que hace en la tercera distinción: la Virgen tuvo mayor necesidad de redención que cualquier otro descendiente de Adán, porque ella fue más perfectamente y más plenamente rescatada), es decir, la exención del pecado de origen (A propósito de los ataques contra la piadosa opinión según la que todas las gracias no son dispensadas por mediación de María, ved las reflexiones que hace San Alfonso de Ligorio en su explicación de la Salve (Glorias de María, primera parte, cap. 5), las cuales confirman admirablemente la doctrina de este capítulo. "Cuando una opinión es de alguna manera honrosa para la Santísima Virgen y además no está desprovista de fundamento ni, por otra parte, repugna a la fe ni a los decretos de la Iglesia ni a la verdad, no seguirla o contradecirla con pretexto de que la opinión contraria puede ser verdadera, es mostrar poca devoción a la Madre de Dios. Yo no quiero ser de estos devotos tan reservados ni tampoco quisiera que, mi lector lo fuese. Prefiero ser de aquéllos que creen plena y firmemente todo lo que sin error se puede creer de las grandezas de María, y en efecto tengo la misma manera do pensar que el abad Ruperto, que coloca entre los homenajes más gratos a la Reina del rielo tina creencia firme en todo aquello que realza la gloria de la Señora. Además, aunque no tuviésemos más que la autoridad de San Agustín para quitarnos el temor de ir demasiado lejos en las alabanzas de la Santísima Virgen, sería muy suficiente. Pues bien; según este Santo Padre, todo lo que podamos decir en honra de María será poco comparado con lo que merece la Madre de Dios: pensamiento que la Iglesia hace suyo cuando canta en su Liturg:a : Tú eres feliz, oh sagrada Virgen María, y dignísima de toda alabanza, poique de ti ha salido el Sol de justicia, Cristo nuestro Dios" (Missa votiv. Nativit., Resp. I.) Hay que notar que el sermón citado por San Alfonso no es de San Agustín, sino de Fulberto de Chartres o de Ambrosio Autbert. Hállase en la P. L. XXXIX. serm. 208 in append. serm. S. August. Por lo demás, nada se contiene en dicho sermón que cien veces no pueda leerse en los Santos Padres).
"Ciertamente —dice también uno de los maestros más piadosos y más sabios— era por extremo conveniente que Dios, Creador, queriendo unir a su persona una naturaleza creada, la enriqueciese, con medida incomparable, con los privilegios de la gracia y de la gloria, con todas las virtudes perfectas y con todos los dones del Espíritu Santo. También fue conveniente por extremo que a esta Virgen que él escogía para Madre suya preparase con mayor abundancia y con mayor excelencia que a cualquiera otra criatura las mismas prerrogativas de gracia y de gloria. Y la razón de esta conveniencia es que todas las otras criaturas son siervas y María es Madre. A la humanidad que él hizo su naturaleza era necesario revestir con adornos y hermosuras sin par para que fuese digna de él; a la persona humana a quien hacía su Madre era necesaria una belleza, una perfección que únicamente cediese a la de la naturaleza humana de Cristo" (Dionys. Carthus., De Laudibus Virginis, L. I).
He aquí la conveniencia que regula los dones concedidos por el Verbo divino a su Madre y el juicio que nosotros debemos formar sobre los mismos. Es el quantum potes, tantum aude, en su acepción más amplia. Si una cosa cede en honra de María; si ésta, al poseerla, es más santa, más pura y más grande a los ojos de Dios y de sus ángeles, esto basta para afirmarla mientras no lo prohiba el mismo Dios o con las disposiciones de su providencia o con la autoridad de su palabra.
Al mismo principio de conveniencia recurría el monje Nicolás de Santo-Albano, en una controversia sostenida con Pedro, entonces abad de Celle y más tarde obispo de Chartres. Discutíase entre ellos si la integridad de la Virgen, en el tiempo que procedió a su maternidad, fue tan perfecta como lo fue después de la concepción virginal del Salvador. Es hoy muy difícil ver cuál era el punto preciso en que Pedro y Nicolás estaban en desacuerdo. Pero no es ésta la cuestión que ahora tenemos que dilucidar. Lo que ahora importa es señalar el género de argumento utilizado por el monje inglés para sostener la tesis de la total y perpetua inmunidad de María. Pedro de Celle había declarado que él se atenía a la autoridad de la Iglesia y de las Santas Escrituras. "Pues en cuanto a mí —responde su antagonista— si algo he escrito de la Virgen que no he leído en los libros canónicos, es cosa que conviene para alabanza de la Virgen, para alabanza del Hijo de la Virgen. Acerca de la Virgen se presumen (se presuponen) muchas cosas que no se leen en ninguna parte, y, con todo, es necesario atenerse a estas presunciones hasta tanto que lo contrario sea demostrado" (Epístola 172, ínter, P. L. CCII, 926).
Otra cuestión que se resuelve no más que con usar de argumentos de conveniencia es la de la aparición de Nuestro Señor a su divina Madre inmediatamente después de su resurrección gloriosa. A los que, apoyándose en el silencio del Evangelio y de los antiguos Padres, negaban que la Santísima Virgen hubiese sido la primera en contemplar a su Hijo resucitado, los partidarios del privilegio de María contestan que no todo está escrito en el Evangelio; el cual, por otra parte, es natural que hable de aquellas manifestaciones que, atendida la condición del testimonio, podían ser de más peso para aquellos a quienes se pretendía persuadir y convencer. Y si los antiguos Padres imitaron el silencio del Evangelio, débese a que explicaban sólo la letra del Evangelio y, además, a que la cuestión todavía no había sido suscitada. Mas, añadían, por lo mismo que la Sagrada Escritura y la tradición no van contra aquella sentencia, su silencio nos da derecho a afirmar lo que ellos callan. Primero, apareció a la Virgen María, lo cual, aunque no se diga en la Escritura, se tiene por dicho en decir que apareció a tantos otros, porque la Escritura supone que tenemos entendimiento, como está escrito: "¿También vosotros estáis sin entedimiento?" Así habla San Ignacio en la exposición de los misterios gloriosos (Ejercicios Espirituales, de la Resurrección de Cristo Nuestro Señor y de la primera aparición suya). ¿No sería cosa indigna que el Salvador que viene a consolar el corazón afligido de sus discípulos y hacerles partícipes de su gozo inefable, no consolase y llenase de alegría antes que a todos los demás a su Madre divina, a aquella Madre que había participado más abundantemente que todos los demás de las angustias de su Hijo, la más amada de su corazón, la más amante, la más unida y la más una con él, la más digna, en una palabra, de contemplarla en la gloria de su resurrección?
Y esta es la razón por que los más ilustres intérpretes de las Sagradas Escrituras, por ejemplo, Toledo y Maldonado (Maldon.. Comment, in IV Evang., ad c. 28 Matth. : Toled.. Comment.. in Joan., c. 20); sabios como Baronio y Suárez (Barón., Ann. eccles., ad. an. 34, § 183: Suar.. De Myter. vitae Christi. D. 49, sect. I); antiguos y piadosos escritores, cuales fueron el abad Ruperto y Bartolomé de Trento (Rupert.. L. VII, De div offic., c. 25. P. L. CLXX, 306; Barth., Vitae et actus SS., c. 56, in fest. Resurrect.); santos y bienaventurados, entre los que se pueden citar Amadeo de Lausana y Bernardino de Sena (B. Amed. Lnusan., Hom., De B. V., hom. 6: S. Bcrnadin. Sem., Quadrages. I, Dom. in Resurrect., serm. 52, a 3, c. 3, II Opp. (edit. Lugd.), p. 310 sq.), admitieron esta aparición. Del sentimiento íntimo de esta absoluta conveniencia brotó la persuasión más que secular en que están comúnmente los pueblos cristianos de que la Virgen Santísima fue la primera que contempló a Jesucristo en su triunfo.
Y esta persuasión vive no sólo en la Iglesia latina, sino que se halla extendida por la Iglesia griega. El obispo Jorge de Nicomedia hace asistir a la Santísima Virgen a la resurrección de su Hijo: "Porque era soberanamente justo que ella fuese entre todos la primera que gozase de un triunfo, que había de ser para todos nosotros fuente de inefables alegrías; ella, María, a quien habían sido confiados los misterios más ocultos; ella, a quien mil espadas habían atravesado en la Pasión: Sí; convenía que, habiendo tenido ella sola parte tan escogida en las angustias de su Hijo, también tuviese la parte principal y primera en todas sus alegrías" (On. 9, P. G. C, 1500).
Permítasenos otra cita, que será la última, para acabar esta materia sobre la que no hemos de insistir ya en el decurso de esta obra. Tomárnosla del tan conocido opúsculo titulado De la excelencia de la bienaventurada Virgen: "A quien preguntare por qué el piadosísimo Señor, al salir de los brazos de la muerte, no se manifestó primeramente, principalmente, a su dulcísica Madre para consolarla en su dolor, le daremos la respuesta que nosotros recibimos de un varón muy sabio y prudente. Nos decía: "Tan grande es la autoridad de los relatos evangélicos, que en ellos no hay nada inútil, nada superfluo. Por esto, si contasen expresamente que el Hijo, a su vuelta de los infiernos del Limbo, se apareció a la Madre del Señor, a la Señora y Soberana del mundo, como lo cuentan de los demás, para informarla de su resurrección, ¿quién no consideraría esto como superfluo? ¿No sería esto poner la Reina del Cielo, de la tierra y de toda la creación en la misma línea que a los demás hombres y mujeres a quienes Cristo visiblemente se manifestó?" (Eadmer. De Excellen. Virg. Mariae, c. 6, P.L., 586).
Recorred con atención los escritos de los Santos y de los Padres y quedaréis maravillados al ver con qué unanimidad se apoyan en el argumento de conveniencia. "Desde sus más tiernos años, la bienaventurada y gloriosísima Virgen María debía exceder incomparablemente en pureza a todas las vírgenes que vivieron bajo del cielo en todos los tiempos, para recibir decentemente en sí a Dios, que venía en nuestra carne" (Serm. De Assumpt., in Mantisa San Jeronimo, n. 8, P.L. XXX, 129). "Convenia (decebat) a aquel que es purísimo y Señor de toda pureza salir de un parto perfectamente puro" (San Cirilo de Jerusalen Catech. 12, n. 25. P.G. XXXIII, 757). "Convenía (decebat) que aquel que entraba en la vida humana para dar a los hombres la integridad y la incorrupción escogiese para tomar su naturaleza mortal una integridad perfecta" (San Gregorio Niseno in Christi Nativit. P.G. XLVI, 1636). Todos, por fin, conocen el magnífico texto de San Anselmo, en el que dice de María: "Convenía que brillase con la pureza más perfecta que es posible concebir por debajo de Dios esta Virgen, a quien el Padre había de dar a su Hijo unigénito..."(De Concept. Virg., c. 18. P.L. CLVIII, 451).
Vese, pues, que esta conveniencia se enlaza en todas partes, y siempre con la maternidad divina, porque tiene por fundamento el honor del Hijo. Ilustra perfectamente esta verdad el antiquísimo autor del libro de la Asunción de la bienaventurada Virgen, al defender este privilegio en una época en que todavía no era universalmente admitido. "¿Qué diremos de la muerte y de la Asunción de María, pues la Escritura nada nos ha revelado (por lo menos explícitamente)? Buscaremos y rebuscaremos, con la ayuda de la razón, lo que mejor diga con la verdad, y la verdad para nosotros hará veces de autoridad, cuando más que la autoridad no tiene valor sin la verdad. Mas, ¿cómo la razón nos llevará a la verdad? Tomando por precursor y guía la conveniencia de las cosas" (De Assump. B.M.V. c. 2, inter opp. San Agustín P.L. XL, 1144). Y si le objetáis que esta conveniencia no se da en María, que es una criatura corruptible y mortal, oíd la respuesta: es totalmente para la gloria de Jesucristo, y encierra el fundamento de todos los privilegios de su divina Madre. "Si este privilegio no conviene a María, conviene al Hijo que ella engendró: Si non Mariae, congruit tamen filio quiera genuit" (Ib., ibíd.. 3).
¡Cuánto sería de desear que todos los que temen exagerar en las alabanzas de la Santísima Virgen meditasen atentamente estas palabras: Congruit filio quem genuit, pues en ellas hallarían la solución de todas sus dudas y de todas sus dificultades! Ser concebida sin pecado original es privilegio que no conviene a María considerada en sí misma; pero conviene al Hijo que ella dio a luz y, por tanto, conviene también a la Madre del Creador. Ser Madre y Virgen juntamente, subir derecha al cielo en cuerpo y alma, sin pasar por la corrupción del sepulcro, todo esto no conviene a María, hija de Adán pecador, non congruit Mariae; pero encierra una gran conveniencia para el Hijo que ella engendró, congruit filio quem genuit y, por medio de él, a su Madre. Y esta respuesta puede darse, y de hecho la han dado nuestros doctores, cuantas veces ha sido necesario defender o demostrar los privilegios de María, aun los más asombrosos. Mientras la miréis con los mismos ojos con que miráis a los demás santos del cielo, podréis temer el excederos en su alabanza; pero en cuanto volváis los ojos hacia su Hijo, veréis en ella a la Madre de vuestro Dios, y entonces ninguna prerrogativa de gracia o de gloria os parecerá demasiado excelsa para ella, y no le negaréis nada de lo que pueda contribuir a elevarla por cima de todas vuestras concepciones.
III.— No se nos oculta que Jesucristo podía conceder a su Madre una plenitud de gracias más abundante, porque María recibió los dones de Dios con medida infinita, y si él hubiese sido gustoso de aumentar en favor de su Madre las divinas liberalidades, cierto que esto hubiera sido conveniente. Por tanto, parece que la regla que hemos establecido no es segura. Y tampoco lo sería si se tratase de la humanidad de Jesucristo, pues aunque su gracia creada sea infinita por varios respectos, Dios podía hacerla más excelente en sí misma, si así lo hubiera decidido en los eternos consejos de su sabiduría (S. Thom., 3 p., q. 7, a. 12, ad. 2). A esta dificultad responderemos con dos soluciones. Primera: nosotros mismos hemos señalado límites precisos al sentido y alcance de esta regla. Segunda: fuera de aquellos límites, no debemos nosotros, por nuestra cuenta, poner limitaciones, como quiera que, por mucho que elevemos nuestras concepciones, nunca llegaremos a la frontera que cierra la expansión de los beneficios de Dios para con su Madre. Osamos decir que nos parecería la divina bondad en exceso avara de sus dones si hubiese negado a esta bienaventurada Madre una perfección que en verdad le conviniese.
Por consiguiente, cuando oímos a un autor grave, como el canciller Gersón, declarar falso un raciocinio de este género: "Cristo pudo y puede hacer esto o aquello, y además, conviene que lo haga; por tanto, lo ha hecho o lo hará" (Gerson., Tract. De Suscept. Hum. Christi Verit. 16 Opp. 1, pp. 452, 453), si se trata de los privilegios de María, nos alzamos contra la generalidad de semejante sentencia, y apelaríamos de Gersón al mismo Gersón, o para obtener la anulación o, por lo menos, para lograr que fuese atenuado el alcance de la misma en conformidad con las restricciones que dejamos expuestas. ¿No fue el mismo Gersón quien, en medio de los aplausos del Concilio de Constanza, nos dio ejemplo admirable de cómo debemos atribuir a la Madre de Dios todo lo que veamos ser más excelente, es decir, todo lo que es más conveniente? (Cf. L. III. a. I.). Eso mismo hizo él cuando probaba el privilegio de la Concepción Inmaculada por la suprema conveniencia de esta gracia con la maternidad divina ("María lege privata et privilegiata sic praeventa est ut nequáquam illud genérale (peccatum) contraheret, quoniam hoc potuit et decuit fieri" Gerson, serm. De Nativit. B. M. V., in, Conc. Constant. Opp. III. 1349). Por otra parte, nos basta pesar sus expresiones para convencernos de que no es tan contrario a nuestra doctrina como parece, aun en aquellas ocasiones en que aparenta rechazarla. En efecto, en el mismo lugar leemos esta otra proposición: "Lo que no se apoya ni en la autoridad de la Escritura, añadid, ni en una razón probable, debe ser descartado con la misma libertad con que fue afirmado" (Id. Tract. De Suscept. Hum. Christi Verit., I. página 453). ¿Pretendemos acaso otra cosa nosotros y los teólogos y sabios cuyo testimonio hemos invocado? ¿No ponemos por fundamento de todo estos dos dogmas expresamente contenidos en la palabra de Dios: la maternidad de la Virgen y la divinidad de su Hijo? ¿Por ventura no hay razones gravísimas para creer que Dios omnipotente y sumamente bueno supo, en los beneficios con que colmó a su Madre, igualar y sobrepujar todo lo que nuestra pobre inteligencia puede concebir como conveniente a su infinita dignidad? Y si no, ¿por qué los Santos Padres nos dicen y nos repiten a porfía que ninguna alabanza humana puede igualar las prerrogativas de la Madre de Dios? y ¿por qué la misma Santa Iglesia nos prohibe poner límites a su gloria?
Lo que Gersón pretende es que no forjemos de ligero, con el pretexto de conveniencia, mil invenciones vanas y fútiles con las que nada ganaría la dignidad de María; que no propongamos como verdades absolutamente obligatorias doctrinas acerca de las que la Santa Iglesia no ha pronunciado su fallo; que por una conveniencia particular no se quebranten otras de carácter más general y de orden superior; que, en fin, no lleguemos, fascinados por razones especiosas de conveniencia, a sostener en María prerrogativas que no dicen bien con la sana doctrina. Y es que en los tiempos de Gersón hubo ciertos predicadores y panegiristas, más piadosos que ilustrados, que abusaron del argumento de conveniencia (Pueden verse ejemplos curiosísimos de estas fantasías en la obra Diptycha Mariana, del padre Teófilo Raynaud. Opp. VII). Y menos aún que en el Occidente se respetaron en el Oriente los justos límites del argumento de conveniencia, al cual se dio con frecuencia alcance mayor del que tiene (Una tradición, nacida de los Evangelios apócrifos, refiere que la bienaventurada Virgen, ofrecida en el Templo a la edad de tres años, era allí alimentada con un alimento celestial que diariamente le servían los ángeles y que para obrar penetraba libremente hasta el Sancta Sanctorum. Jorge de Nicomedia, en un discurso sobre la Presentación de María, da por supuesta esta tradición, y ved cómo la justicia con razones de conveniencia: "Vosotros, que entendéis esta tan admirable y tan nueva manera de vivir de la Virgen en el Templo, no dudéis de ella; mas no examinéis a la luz de la razón lo que excede a toda razón ; no comparéis a ninguna otra cosa lo que es incomparable. Veis una renovación inaudita en la naturaleza, ¿y pondréis en duda lo que yo he contado? Veis al verbo de Dios habitar en el seno de la Virgen, ¿y disputaréis acerca de esta alimentación insólita e inmaterial? El espíritu Santo, por la voluntad del Padre, la cubre con su sombra, ¿y os parecerá cosa extraña que los ángeles sean sus servidores? Nada de lo que toque a esta inocentísima Virgen, por increíble y grande que pareciere, os parezca mal en ella. Era necesario que el Tabernáculo de Dios creciese en esta forma; era necesario que la ovejita inmaculada fuese alimentada y engordada con este divino alimento; era necesario que, no ya el Sancto Sanctorum, sino el mismo cielo, fuese la morada donde se educase en su primera edad aquella que sobrepuja al Sancto Sanctorum y al mismo cielo por su grandeza y por su pureza; era necesario que, no ya un ángel, sino millones de ángeles, estuviesen dedicados a su servicio." Georg. Nicomed., ln SS. Deip ingressum. P. G., C. 1436.). Pero las aplicaciones exageradas de un principio no le quitan su valor, no se lo pueden quitar.
Habiendo sido Gersón principalmente quien dio reglas para el recto uso de este género de argumentación, vamos a transcribir un pasaje importante de sus obras. En uno de sus diálogos entre el Maestro y el discípulo, tan frecuentes en sus tratados sobre el Magníficat, el discípulo pregunta si la bienaventurada Virgen recibió el cuerpo y la sangre del Señor en la última Cena. "Es probable —contesta el Maestro— porque ella entonces seguía a su Hijo paso a paso, como decimos nosotros. Y acerca de esta Bienaventurada entre las bienaventuradas hay una multitud de cosas probables que podemos aceptar con piadosa devoción, pero sin considerarnos obligados a creerlas y sin afirmarlas temerariamente, por lo menos, mientras no haya para apoyarlas ni autoridad de la Escritura ni alguna razón convincente." Acerca de lo cual insiste el discípulo, con la aprobación tácita del Maestro: "Con esta cautela resolví yo aceptar vuestros dichos y los de otros doctores en esta materia: de otra suerte sería harto fácil deslizarse por el sendero del error. No me agrada ni me puede agradar la manera tan simple de raciocinar que algunos usan: Dios pudo conferir tal o cual favor a su Madre; luego se lo confirió. ¿No podía él darle el gozo de la Patria desde el instante de su Concepción, y también otras muchas gracias más, que ciertamente no le concedió?" (Gersón, Tract. 9. Super Magnificat. Opp.. III, 391). De donde se deduce que, tanto en este lugar como en otros, Gersón no excluye el argumento basado en una conveniencia seria, sino aquellos que se derivan de una conveniencia incierta o de una pura posibilidad. Por lo demás, para Gersón es una máxima indubitable que cuando se trata de la Madre de Dios no debemos temer excedernos en los elogios, sino quedarnos por debajo de las justas alabanzas (Id. serm. I. De Concept., 2 consirerat. Opp., III, 330). Y con este pensamiento del docto canciller cerramos este capítulo.
Después de las consideraciones generales que preceden en los libros anteriores acerca de la maternidad divina de María, ha llegado el tiempo de estudiar los privilegios particulares que con la divina maternidad se relacionan. Pero como dijimos en las primeras páginas de la Introducción, los consideraremos sobre todo en su encadenamiento con la maternidad, que es su centro y su principio. Ilustrar esta dependencia y esta relación íntima será el fin del estudio que vamos a hacer de cada una de las prerrogativas tan liberalmente otorgadas por el Hijo a la Madre. De manera que la segunda mitad de la primera parte de esta obra será continuación natural de la primera mitad. No será, pues, sino desarrollo de ella, porque el conocimiento de la maternidad divina de María, para ser completo, requiere el conocimiento de las gracias singulares cuyo manantial es aquella incomparable prerrogativa.
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...
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