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jueves, 16 de junio de 2011

La calumnia de intolerancia. Excomuniones. Libros prohibidos. Cremación de cadáveres. Masonería.

     La práctica de la Iglesia de excomulgar y anatemizar a la gente, ¿no es cierto que implica la condenación al infierno? ¿No era ésta un arma que usaban con demasiada frecuencia los obispos de los siglos medios contra sus enemigos?
     Ni la excomunión ni el anatema son sinónimos de condenación eterna. La Iglesia deja esto a Dios, que es el único que tiene poder para condenar a uno al infierno. Entendemos por excomunión una ley eclesiástica que excluye de la comunión de los fieles a un pecador notorio en las condiciones requeridas por los cánones 2.257-2.267. La excomunión es un aviso que se da al pecador para que caiga en la cuenta del peligro que corre de perderse para siempre si no muda de vida y se arrepiente de sus pecados. Aquella "entrega del pecador a Satanás" que encontramos en el Pontifical Romano, está basada en las palabras de San Pablo que entregó a Satanás un pecador incestuoso "para que su alma se salve cuando venga Nuestro Señor Jesucristo" (1 Cor 5, 5). Es cierto que antiguamente se hacía un uso tal vez excesivo de este arma de excomunión. El Concilio de Trento notó este abuso y advirtió a los obispos que fueran más moderados en ello, "aunque la espada de la excomunión—dice—es el nervio vital de la disciplina eclesiástica..., sin embargo, debe ser usada con moderación y circunspección; pues si se usa de ella precipitadamente y por causas leves, llegará a ser más despreciada que temida, y traerá males en lugar de bienes" (sesión 25, cap. 3).
     Cuando San Pablo condenó con "anatema" al que predicase un evangelio hereje (Gal 1, 8), no intentó condenar al hereje al infierno, sino estigmatizarle como rebelde que iba contra el Evangelio de Jesucristo. Y esto es lo que hace la Iglesia cuando al fin de sus cánones pone la palabra "anatema"; imitar al apóstol. 

     ¿No es el índice romano una prueba palmaria de la intolerancia clerical? ¿Por qué no se permite a los católicos leer los dos lados de la cuestión disputada? ¿Se ha de tratar a personas maduras como si fueran niños? ¿No se ha equivocado la lglesia al condenar con frecuencia libros innocuos, como las obras de Copérnico y Galileo, la "Divina Comedia" y hasta los salmos de David?
     Lo que prueba el índice es el celo que tiene la Iglesia por la salvación de las almas; y para eso es la representante de Jesucristo: para salvaguardar por todos los medios a su alcance la fe y buenas costumbres de sus hijos. La experiencia le ha enseñado que no pocos padecen naufragio en la fe y se dan al vicio por leer toda clase de libros sin orden ni selección. El Estado mira por la salud pública combatiendo epidemias, separando en hospitales a los contagiados de enfermedades peligrosas y restringiendo la venta de venenos y narcóticos. La Iglesia está obligada a proteger a sus hijos contra la influencia mortífera de los libros que envenenan el alma de los lectores. Aquel francés que dijo que "como no había alimentos ni bebidas venenosas, sino sólo malos estómagos, así no había malos libros, sino malas mentes que los leen", no supo lo que dijo. Habría que oírle expresarse si la cocinera le echara arsénico en el pocillo de chocolate.
     Leemos en el Nuevo Testamento que los que se convirtieron en Efeso quemaron libros de magia por valor de cincuenta mil denarios, con la aprobación de San Pablo (Hech XIX, 19). El Concilio de Nicea (325) condenó el libro de Arrio, Thalia, y ordenó que se quemasen todos los libros que contenían la herejía arriana. El Papa León el Grande (440-61) condenó los escritos de los priscilianistas de España, añadiendo que ninguno que leyese estos libros debía considerarse buen católico.
     Las naciones bien civilizadas que alardean de paz, prosperidad y orden siempre tienen a mano la censura cuando la prensa se propasa o cuando circulan por el país escritos pornográficos que minan la moralidad del pueblo. Claro está que a veces los Gobiernos abusan de este derecho, suprimiendo periódicos meritísimos por el solo delito de opinar de modo diferente. Bismarck, por ejemplo, en Prusia, con motivo de su kulturkampf y de sus campañas contra los socialistas, prohibió en sólo doce años alrededor de dieciséis mil libros y folletos, más que los que el índice condenó en todo el siglo XIX. Durante la guerra europea, los Gobiernos beligerantes ejercían la censura más extrema sobre la prensa, la correspondencia y los libros que leían los soldados. La Iglesia católica está siempre en guerra con la herejía, la inmoralidad, la superstición y la irreligión.
     Nos hacemos perfecto cargo de que un individuo sin fe y sin, moralidad mire esta censura eclesiástica sobre la lectura de libros como un freno insoportable que coarta su libertad. Pero el verdadero católico debe obedecer estas regulaciones del índice sin quejas ni murmuraciones, pues lo que la Iglesia pretende con esto no es poner óbice a la libertad, sino al libertinaje. La Iglesia es intolerante con el error y con el pecado. "La verdad —dijo Jesucristo—os hará libres. El que peca es esclavo del pecado" (Juan 8, 32, 34). El jardinero solícito y diligente arranca sin compasión las malas hierbas para que no chupen el jugo de las flores y plantas; el cirujano experimentado no vacila en amputar la pierna gangrenada para salvar la vida del paciente. El hecho de que a veces los superiores eclesiásticos han condenado libros que no merecían tan dura censura, no prueba nada contra lo que venimos diciendo. Fue, ciertamente, un desacierto haber condenado los libros de Copérnico y Galileo; pero precisamente por estos pequeños desaciertos aislados y en materias únicamente disciplinares vemos que el Espíritu Santo está siempre con su Iglesia, que jamás ha errado ni errará en: lo principal, como son las definiciones en materias de fe y costumbres.
     Ni la Divina Comedia ni los salmos de David fueron jamás puestos en el índice. Sí fue condenada una traducción de los salmos hechos por el hereje Juan Diodati, que no es lo mismo. La historia de no pocos apóstatas nos dice que las personas mayores no están inmunizadas contra la mala influencia de las lecturas subversivas. Los propagadores del paganismo moderno, que todo lo invade, saben muy bien que la lectura constante de libros antirreligiosos e inmorales acaba por dar en tierra con la fe y la religión más arraigadas. Las mentiras de Lutero se repiten aún porque las imprimió, y las calumnias de los controversistas anticatólicos se preceptúan en sus escritos para daño de no pocas almas que caen en sus redes y no atinan a salir y a buscar la verdad, como nos lo dice la experiencia. Se podrían contar por millones los cristianos que en los últimos ciento cincuenta años han naufragado en la fe, por la lectura de los críticos racionalistas, que tan malparada han dejado a la Biblia en sus escritos. Y en nuestros días, el Estado sin Dios de los soviets va adelante merced a la propaganda asombrosa de sus cabecillas, como la prensa mentirosa de Calles, en Méjico, tuvo engañado al mundo propagando a los cuatro vientos que en Méjico no había persecución religiosa, mientras que dentro de las fronteras se fusilaban sacerdotes y jóvenes católicos por el único delito de serlo, y se convertían los templos en cuarteles, y en salones de reuniones y banquetes, con una intolerancia que no ha tenido parecido desde Nerón.
     La facilidad con que las masas creen los errores modernos más groseros nos dice que es menester un guía que les diga lo que se debe creer y lo que se debe rechazar. 

     ¿Por qué prohibe la Iglesia la cremación de los cadáveres? Yo no veo en ello ningún mal. Al contrario, sería un bien inmenso, pues los cementerios infeccionan el aire y envenenan los manantiales.
     La Iglesia no prohibe la cremación de los cadáveres porque ello sea en sí cosa mala, sino porque va contra la tradición del pueblo escogido, recibida luego por los cristianos, y porque los que la iniciaron eran enemigos de la fe que pretendían destruir la creencia en la inmortalidad y en la resurrección de la carne. Roma ha condenado la cremación en tres decretos: el primero fue expedido el 16 de mayo de 1886, y en él se prohibe a los católicos dar su nombre a sociedades que defienden esa práctica o mandar que sus cadáveres sean entregados a las llamas; el segundo (15 de diciembre de 1886) niega la sepultura eclesiástica a los católicos que tal hagan; el tercero, expedido el 27 de julio de 1892, manda a los sacerdotes que no les den los últimos sacramentos. Estos decretos del Santo Oficio condenan la cremación, no por ser cosa contraria a la ley natural o divina, sino por ser "una práctica pagana detestable, introducida por hombres de fe dudosa" que pretenden con ella mermar la reverencia que los católicos tienen a los muertos. Los judíos acostumbraban dar sepultura a los muertos ya en la tierra, ya en sepulcros de piedra (Gen 15, 15; 23, 19). Miraban con horror la cremación (Amos 2, 1), que era prescrita como castigo contra ciertos casos de escándalo e inmoralidad (Gen 28, 24) y contra los que en tiempo de guerra guardaban los despojos de las ciudades devastadas (Josué 7, 15). La Iglesia adoptó la costumbre judía, y desde los primeros siglos condenó lo que Tertuliano llama "costumbre cruel y atroz de la cremación". Los Padres basaban esta manera de sepultura en la doctrina de la resurrección de la carne y en el respeto que se debe al cuerpo, por ser templo del Espíritu Santo, en frase de San Pablo.
En los tiempos modernos, el primer atentado para restaurar la cremación lo dieron los neopaganos del Directorio francés del año quinto de aquella República. El proyecto no tuvo una acogida favorable, aunque era uno de los postulados del programa revolucionario contra la doctrina, ley y costumbre inmemorial de la Iglesia. Abogaban por la cremación "para destruir la superstición de la inmortalidad del alma y de la resurrección de la carne". Los que esto pedían ya habían manchado sus manos con sangre de sacerdotes, habían abolido la misa y la festividad del domingo y habían inventado el culto peregrino a la diosa Razón. Pero el mundo tuvo que esperar cerca de setenta y cinco años hasta que la incredulidad echase más raíces en Europa y se diese un segundo atentado, esta vez con más éxito. En 1872 se comenzaron a quemar los cadáveres en Padua, y en seguida los anticatólicos dieron comienzo a una serie de sociedades de amigos de la cremación, defendiéndola en libros y folletos sin cuento. El masón Ghisleri decía en su Almanaque: "Los católicos hacen muy bien en oponerse a la cremación; esta purificación de los muertos por el fuego tiende a sacudir en sus cimientos la ascendencia católica, que se basa en el terror con que ha rodeado a la muerte." Otro masón, Gorini, decía así en su libro Purificación de los muertos: "Nuestra tarea no está terminada al reducir el cadáver a cenizas, nos proponemos también quemar y destruir la superstición." Luego propone vender las cenizas a los labradores, y añade: "El resultado sería que este material común volvería a reencarnarse parcialmente en los cuerpos en los que vivimos en Milán. Esta es la única resurrección de la carne que reconoce la ciencia." Frases como éstas, que abundaban demasiado en la prensa italiana, hicieron que la Iglesia tomase cartas en el asunto y condenase en términos inequívocos la cremación.
     Si se introdujera la cremación, perderían su significado las cruces y oraciones tan hermosas que la Iglesia reza por los difuntos. Podría la Iglesia cambiar el ritual y acomodarlo a la cremación; pero podemos estar seguros de que no lo hará. Sin embargo, si el Estado hiciese obligatoria la cremación los canonistas nos dicen que la Iglesia adaptaría las preces al nuevo método de sepultura. Por otra parte, no pocos juristas, médicos y miembros de sociedades de seguros de vida se oponen resueltamente a la cremación, por destruir las huellas del crimen. Hoffman nos dice en un artículo que escribió en 1901 que de las quinientas veintiocho personas que fueron: quemadas en San Luis (Missouri) desde 1885 a 1889, sesenta y cuatro habían muerto de accidentes, violencia o suicidio. Y añade que autopsias hechas tres meses después de la muerte han demostrado que el difunto había sido envenenado, y han aportado la evidencia que se necesitaba para condenar al criminal a la horca.
Por lo que se refiere a la ciencia moderna, decimos que niega que los cementerios infeccionen el aire, los pozos o los ríos. Las pestes y epidemias de la Historia han sido atribuidas a los vivos, no a los difuntos. 

     ¿Por qué se oponen los Papas a la masonería con tanta tenacidad y prohiben a los católicos hacerse masones? ¿Es acaso justo o plausible que se condene a una sociedad benéfica integrada por personalidades respetabilísimas? Por lo menos, se debieran exceptuar los masones de Inglaterra y Estados Unidos, que repudiaron el ateísmo del Gran Oriente de Francia.
     Los Papas han condenado siempre la masonería, por ser una religión materialista que no cree en Jesucristo y que se ha identificado con el deísmo y el ateísmo, especialmente en las naciones latinas, así como por sus juramentos inmorales en principio, y por haber sido desde su cuna la enemiga más acérrima de la Iglesia católica. El primer Papa que la condenó fue Clemente XIII, en 1738, aunque entonces figuraban en las logias hombres católicos de la más noble alcurnia. Decir que la masonería data del rey Hiram de Tiro, o de Salomón, o de los faraones de Egipto, es no saber Historia. Nada más legendario que ese supuesto origen de la masonería. Esta fue en sus principios una sociedad política que favorecía la causa de Jacobo II de Inglaterra contra el pretendiente, y en 1717, bajo los auspicios del príncipe de Gales, fundó en Londres la primera Gran Logia masónica. La constitución y el ritual de esta sociedad secreta fueron escritos por un hugonote, capellán del príncipe, ayudado por un pastor presbiteriano de Escocia. Su fin era ayudarse mutuamente y dar culto al "Gran Arquitecto del Universo", en el cual podrían participar igualmente judíos, cristianos y mahometanos. Engendrada, según parece, por el deísmo inglés, fue llevada a Francia en 1721 por los racionalistas franceses, que dieron nueva forma y organización a sus miembros con un programa puramente naturalista. A los tres grados que tenían sus principios, el rito escocés añadió treinta más que fueron introducidos en Inglaterra por Preston el año 1772, y en los Estados Unidos por Webb el año 1773.
     A la condenación de Clemente XIII siguieron las de los Papas Benedicto XIV (1751), Pío VII (1821), León XII (1836), Pío IX (1869) y León XIII (1884). Todos la condenan por ser una sociedad que destruye la fe católica, fomenta el indiferentismo y aun el ateísmo y se señala por el desprecio más absoluto a las autoridades eclesiásticas. Como dijo León XIII en su Encíclica Humanum genus: "Su fin es la destrucción absoluta del orden religioso y político que la doctrina cristiana ha producido, para sustituirlo por un nuevo estado de cosas en conformidad con sus ideas, y cuyas leyes habrán de ser sacadas del más puro naturalismo." En el Reglamento que se publicó en 1723, revisado en 1738, se dice que los masones "deben practicar aquella religión común a todo el género humano, dejando a un lado las opiniones privadas, que cada uno podrá seguir libremente"; a esa religión común se la llama "religión católica antiquísima", y se la contrapone a la religión que se practica en la Iglesia católica. Por eso los masones vieron ya en sus principios cómo los católicos abandonaban las logias siguiendo las instrucciones dadas por los Papas en sus Encíclicas.
     El Papa Clemente XIII conoció y supo lo que hacía al condenar la masonería, pues ya en 1735 se hallaba establecida en la misma Roma una logia de habla inglesa, y Pritchard, en 1730, había publicado un libro denunciando al mundo entero los secretos de la nueva sociedad secreta. Las excomuniones del Papa en este particular privan de los sacramentos al católico que sea masón, excluyéndole, además, de las oraciones públicas de la Iglesia y negándole el derecho que tiene todo católico a recibir sepultura eclesiástica. Ahora bien: para ningún católico es un secreto el derecho que tiene la Iglesia a ser obedecida cuando manda y ordena a toda la cristiandad, hasta el punto de pecar mortalmente si se menosprecian sus ordenaciones, pues ordena y manda en virtud de aquel poder que recibió de Jesucristo para enseñar a todo el rebaño las cosas referentes a la fe, religión y buenas costumbres.
     En una guerra, el soldado raso obedece a ciegas las órdenes del capitán, porque supone que éste sabe lo que hace, aunque personalmente crea que aquella orden no va conforme a razón. Sería una necedad creer que la Iglesia católica, defensora integérrima de la caridad fraterna y del derecho natural a asociarse en corporaciones, va a condenar una sociedad por su benevolencia y su compañerismo.
     Clemente XIII condenó asimismo el juramento masónico, que es impuesto por una autoridad que no tiene sanción alguna adecuada, y totalmente diverso del juramento que pueden exigir los magistrados, los jueces o los superiores eclesiásticos, que en sus respectivos campos son los representantes de la sociedad o de Dios. Además, el objeto de los juramentos masónicos abraza secretos que, o ya no son secretos hoy día, o son secretos criminales y contrarios al bien de la comunidad. A esto hay que añadir que la manera de jurar es tan extravagante e irreverente, que raya en los límites de lo blasfemo, y que la forma usada en el juramento es tal, que el masón que jura se obliga a todo sin saber a qué en particular. Nadie ignora que lo que se proponen los masones de Hispanoamérica es acabar con lo que ellos llaman clericalismo. Dígase lo mismo de los de las Filipinas, y especialmente de los de las naciones latinas de Europa. Yo he hablado con masones de Italia, Francia y Méjico, y todos me han confesado ingenuamente su odio a la Iglesia católica. Aunque los masones de esos países no cuentan más que con un sexto de los cuatro millones que andan esparcidos por el globo, su espíritu de combate y agresión suple bien la cortedad de su número.
Es un hecho que la legislación anticristiana, que tanto se ha cebado en Francia, cerrando escuelas católicas, confiscando la propiedad de la Iglesia y desterrando a miles de sacerdotes y religiosas, fue obra de los masones, que dominaban en el Senado y en la Cámara de Diputados.
     En esta traducción española no estará de más advertir que la selva de leyes anticatólicas votadas por las Cortes españolas en 1931-33, y, en especial, la expulsión de los jesuítas, se debió a la masonería y a los masonizantes que dominaban en el Parlamento. A propósito, conviene recordar las palabras de Gustavo Hervé en La Victoire: "La Compañía de Jesús—dijo—será echada dondequiera que se constituya una República masónica."
     A nadie se le ocultan los esfuerzos que han venido haciendo los masones para controlar la Sociedad de Naciones, aseverando con la mayor insolencia que la Iglesia la mira y la teme como a rival que le disputa aquello de "restablecer todas las cosas en Cristo (Semaine de Déjense Láique, diciembre de 1923). Es cierto que muchos de los masones yanquis lo son por razones puramente bancarias o sociales, sin meterse en más honduras de filosofía y religión masónicas, como el mismo León XIII lo reconoció. Hay en las logias yanquis pastores protestantes que creen firmemente en Dios y en la Biblia y abominan del ateísmo de los masones de raza latina; más aún: la mayoría de los masones norteamericanos no pasan de los tres primeros grados; pero las autoridades masónicas creen firmemente que la masonería no es más que una logia mundial y que cualquier masón tiene derecho a ser recibido cordialmente por cualquier logia y a recibir ayuda de ella si la necesita.
     Un amigo mío, que ahora es religioso paulista, me contó que cuando, a fines del siglo pasado, hizo un viaje por Francia en calidad de masón episcopaliano, fue admitido sin dificultad en una logia francesa que profesaba el ateísmo. Los masones yanquis, pues, son miembros de una sociedad secreta que en los países latinos se identifica con el anticatolicismo. Por consiguiente, no debieron resentirse de las condenaciones del Vaticano. Pero no se vaya a creer que los masones yanquis son tan innocuos como pudiera creerse por lo que vamos diciendo. En su revista The American Freemason leemos: "Esta revista jamás se ha apartado del camino trazado, y es que entre la masonería y la Iglesia católica media un antagonismo inherente a la naturaleza de ambas organizaciones, porque mientras nosotros demandamos libertad amplia de pensamiento, los católicos se esfuerzan por ahogar cualquier revuelta contra la autoridad (del Papa) que tiene esclavizadas la mente y el alma. Hemos declarado siempre que entre la masonería y la Iglesia católica no puede haber paces, ni siquiera treguas. Somos el polo opuesto." El 29 de diciembre de 1886, Pike, el Papa de la masonería americana, escribió una carta al italiano Riboli, en la que llamaba al papado "el torturador y la maldición de la Humanidad por espacio de más de mil años; la impostura más vergonzosa en sus pretensiones de poder espiritual".

BIBLIOGRAFÍA.
Apostolado de la Prensa, Católicos y masones.
Id., Los secretos de la masonería.
Negueruela, La verdad sobre Méjico.
La Fuente, Las sociedades secretas.
Poncins, Las fuerzas secretas de la revolución.
Tusquets, Orígenes de la revolución española.
Id.. Biblioteca "Las Sectas".

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