Carta XXXI.
Férvida exaltación de la gloria del martirio, dirigida a San Cipriano por los confesores romanos Moisés, Máximo, presbíteros, y otros detenidos en las cárceles de Roma. Esta carta nos da la medida del alto espíritu con que los mejores de entre los cristianos afrontan la prueba de la persecución, de la cárcel y del martirio, y compensa bien la desbandada de la turba, a la que jamás se le pudo pedir heroísmo. Su redacción es de suponer se deba a los dichos presbíteros Moisés y Máximo, a quienes San Cipriano dirigió la carta XXVIII.
A Cipriano papa, Moisés y Máximo, presbíteros, Nicóstrato, Rufino y los demás confesores que con ellos están, salud.
I. 1. En medio de nuestras varias y múltiples penas, hermano, que nos causan las actuales caídas de muchos poco menos que por todo el orbe, nos ha llegado tu carta, como señalado consuelo que nos ha levantado el ánimo y procurado alivio a nuestro dolor. Por donde ya podemos entender que no por otra causa ha querido la gracia de la Providencia divina tenernos por tanto tiempo encerrados en la cárcel, sino para que, instruidos y más fuertemente armados con tu carta, llegáramos con más ferviente deseo a la corona que nos está destinada.
2. Y fue así que tu carta brilló para nosotros como el cielo sereno en deshecha tormenta, como la calma anhelada en el mar revuelto, como el descanso en la fatiga, como la salud en los peligros y dolores, como la luz, en fin, refulgente y candida en medio de densísimas tinieblas. Y nos la bebimos con tan sediento ánimo y con tan hambriento deseo la tomamos, que nos alegramos de sentirnos por ella tan bien alimentados y robustecidos para el combate del enemigo.
3. El Señor te dará el galardón por esta tu caridad y Él hará que recojas el debido fruto de tan buen trabajo. Pues no es menos digno del premio de la corona el que exhortó a padecer que el mismo que padeció; no es menos digno de alabanza el que enseñó que el mismo que hizo. No merece menos honor el que dio el aviso que el que lo siguió, si no es que decimos que redunde mayor cantidad de gloria al maestro que no al que se mostró dócil discípulo, pues tal vez éste no tuviera lo que alcanzó, si el maestro no se lo hubiera enseñado.
II. 1. Hemos, pues, recibido, hermano Cipriano, lo repelimos, grandes alegrías, grandes consuelos, grandes alivios, señaladamente porque has sabido celebrar con gloriosas palabras y merecidas alabanzas, no diremos las muertes, sino las gloriosas inmortalidades de los mártires. Y, en efecto, tales muertes, con tales voces tenían que ser pregonadas, de suerte que lo que se contaba se dijera cómo había sucedido. Así, pues, por tu carta, hemos podido ver aquellos gloriosos triunfos de los mártires, y en cierto modo los hemos acompañado en su entrada en el cielo y nos ha parecido que los contemplábamos colocados entro los ángeles, potestades y dominaciones celestes. 2. Y aun estamos por decir que hemos oído con nuestros propios oídos al Señor, que daba de ellos ante su Padre el testimonio prometido. Esto es lo que a nosotros nos levanta día a día el ánimo y nos enardece para conseguir los grados de tan alta gloria.
III. Pues ¿qué de más glorioso o feliz puede suceder a ningún hombre, por dignación divina, que confesar al Señor Dios, intrépido entre los mismos verdugos; que confesar a Cristo entre los varios y exquisitos tormentos del poder cruel de este siglo, con el cuerpo torturado, deshecho y convertido en jirones de carne, y el espíritu a punto de exhalarse, pero todavía libre; que, dejado este mundo, volar al cielo; que, lejos de los hombres, estar entre los ángeles; que, rotos todos los impedimentos del siglo, presentarse ya libre en la presencia de Dios; que retener sin vacilación alguna el reino celestial; que venir a ser compañero de la pasión de Cristo en el nombre de Cristo; que haber sido hecho, por dignación divina, juez de su mismo juez; que llevar una conciencia sin mácula por la confesión del nombre de Cristo; que no haber obedecido a humanas y sacrilegas leyes contra la fe; que haber atestiguado la verdad con pública voz; que haber sometido, muriendo, a la misma muerte que los hombres temen; que conseguir por la muerte misma la inmortalidad; que, descarnado y torturado con todos los instrumentos de la crueldad, vencer con los mismos tormentos los tormentos; que haberse mostrado superior por la fuerza del alma a todos los dolores del cuerpo desgarrado; que no haber sentido horror de ver correr la propia sangre; que empezar a amar sus propios suplicios después de la fe; que tener, en fin, por vida la pérdida de la propia vida?
IV. 1. A esta batalla nos convoca el Señor, como al son de la trompeta de su Evangelio, cuando nos dice: El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí, y el que ama su vida más que a mí no es digno de mí, y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí (Mt. 10, 37-38). Y otra vez: Bienaventurados los que sufrieren persecución por la jusñcia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados de vosotros cuando os persiguieren y aborrecieren. Alegraos y saltad de júbilo, pues de la misma manera persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros (Mt. 5, 10-12). Y: Porque os presentaréis ante reyes y gobernadores, y el hermano entregará al hermano a la muerte, y el padre al hijo, y el que perseverare hasta el fin, ése se salvará (Mt. 10, 18, 21, 22)
2. Y el que venciere, le daré sentarse en mi propio trono, a la manera que yo vencí y me sentó en el trono de mi Padre (Apoc. 3, 21). Y el Apóstol: ¿Quién me separará del amor de Cristo? ¿Acaso la tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre, o la desnudez, o el peligro, o la espada? Como está escrito: "Por causa de ti se nos mata el día entero, se nos considera como ovejas de matadero." Mas en todas estas cosas vencemos por Aquel que nos amó (Rom. 8, 35-37).
V. 1. Cuando estas cosas y otras semejantes leemos en el Evangelio, y sentimos cómo nos ponen debajo con estas palabras del Señor teas encendidas para inflamar nuestra fe, no sólo no nos infunden ya espanto los enemigos de la verdad, sino que nosotros mismos los provocamos, y por el hecho mismo de no habernos rendido a los enemigos de Dios los tenemos ya vencidos y hemos puesto bajo nuestros pies las impías leyes contra la verdad. Y si es cierto que no hemos todavía derramado nuestra sangre, mas estamos dispuestos a derramarla. Que nadie juzgue por clemencia esta dilación de nuestro martirio, que más bien nos daña, que nos impide alcanzar la gloria, que nos difiere el cielo, que nos priva de la vista gloriosa de Dios. Pues en esta clase de combate, en batalla como ésta en que lucha la fe, no diferir el martirio a los mártires es la verdadera clemencia.
2. Pide, pues, Cipriano carísimo, que el Señor con su gracia arme e ilumine día a día, más y más a cada uno de nosotros, con nueva abundancia e intensidad, y con las fuerzas de su poder nos confirme y corrobore, a fin de que, como buen capitán a sus soldados, a los que hasta el presente ha ejercitado y probado en los campamentos de la cárcel, los saque, en fin, al campo de la batalla que hemos de librar. Que Él nos dé sus armas divinas, aquellos dardos que no conocen la derrota, la loriga de la fe que jamás se rompe, el escudo de la fe que no puede ser perforado, el casco de la salud que no puede quebrantarse y la espada del espíritu que no se melló jamás. Pues ¿a quién mejor debemos rogar pida todo esto por nosotros que a tan glorioso obispo, como las víctimas señaladas piden auxilio del sacerdote?
VI. 1. Pues he aquí otro motivo de nuestro gozo, y es que, aunque temporalmente separado de los hermanos por imponerlo así las circunstancias, en nada, sin embargo, has faltado a tus deberes de obispo, esforzando con tus frecuentes cartas a los confesores, atendiendo a los gastos necesarios con el dinero de tus justos trabajos, estando en cierto modo presente a todo y no claudicando en parte alguna de tu deber, como hubiera hecho un desertor.
2. Pero no es bien callemos lo que ha sido motivo principalísimo de nuestra alegría, sino que hemos de proclamarlo con todo el testimonio de nuestra palabra. Advertimos, en efecto, que con debida reprensión has salido al paso de los que, olvidando sus fallas, han arrancado, al socaire de tu ausencia, la paz a los presbíteros con un apresurado y aun precipitado deseo, y lo mismo a quienes de entre éstos, sin miramiento alguno al Evangelio, han dado con demasiada facilidad el cuerpo santo del Señor y han arrojado las perlas preciosas, cuando tan enorme delito, y cuyo estrago en increíbles proporciones se ha extendido casi al orbe entero, no debe tratarse, como tú mismo escribes, sino cauta y moderadamente, en presencia y con consejo de todos los obispos, presbíteros, diáconos, confesores y hasta de los mismos laicos que se han mantenido en pie, como tú también lo atestiguas en tus cartas, no sea que mientras pretendemos inoportunamente remediar unas ruinas, estemos preparando otras mayores.
3, ¿Qué quedará, efectivamente, del temor divino, si con tanta facilidad se concede el perdón a los que pecan? Hay que reblandecer bien antes los ánimos de ellos y nutrirlos para el momento de su madurez, e instruirlos por las Escrituras sobre el pecado que han cometido, enorme y que sobrepasa todos los otros pecados. Y no se envalentonen por ser muchos, pues antes hay que reprimirlos por el hecho de no ser pocos. Un número impudente ninguna fuerza tuvo jamás para atenuar un pecado; lo que lo atenúa es la vergüenza, la modestia, el arrepentimiento, la humildad y sumisión; el esperar el ajeno juicio de sí, el aguardar sobre la propia conducta la ajena sentencia. Esto es lo que demuestra el arrepentimiento, esto es lo que cicatriza la herida abierta.
4. Esto es lo que levanta las ruinas del alma derribada, esto es lo que apaga y pone fin a la fiebre de los ardientes delitos. No hay médico, en efecto, que recete a los enfermos lo propio de cuerpos sanos, por temor de que la comida inoportuna, lejos de calmar la tormenta de una enfermedad asoladora, la agrave más. Es decir, que lo que con la ayuda de la dieta pudiera más lentamente haberse sanado, se alarga más por haberse impacientemente saciado a destiempo.
VII. 1. Es preciso, pues, que se laven muy bien con buenas obras las manos que se mancharon con impío sacrificio, y han de purificarse con palabras de sincera penitencia las bocas miserables mancilladas con sacrilega comida, y en lo intimo del corazón hay que plantar un alma nueva. Que resuenen los frecuentes gemidos de los penitentes, y fieles lágrimas broten otrosí de los ojos, a fin de que aquellos mismos ojos que en hora mala miraron las estatuas de los ídolos, borren con llanto que a Dios satisfaga lo que ilícitamente cometieron.
2. La impaciencia no tiene nada que hacer en las enfermedades. Los enfermos luchan con su dolor, y entonces, por fin, esperan la curación, si por la paciencia superan el dolor. No es de fiar aquella cicatriz que forzó un médico apresurado, y al menor accidente se abre la herida, si no fue el tiempo mismo quien fielmente trajo el remedio. Un incendio se levanta de nuevo, si no se apaga hasta la última chispa de fuego. Y así, estos hombres conviene que sepan que con la tardanza se mira mejor por su bien, y serán más de fiar los remedios que se den con las necesarias dilaciones.
VIII. 1. Por lo demás, ¿a qué fin se encierran entre las paredes de una sucia cárcel los que confiesen a Cristo, si los que le negaron se hallan sin peligro de su fe? ¿A qué estar atado por unas cadenas en el nombre de Dios, si no están privados de la comunión con la Iglesia los que rehusaron confesar a Dios? ¿A qué dar gloriosamente la vida los encarcelados, si los que abandonaron la fe no sienten la magnitud de su peligro y su delito?
2. Y si afectan una impaciencia excesiva y piden con prisas intolerables la comunión, vana es su queja y odiosas las injurias, y sin valor alguno contra la verdad, que lanzan con boca petulante y desenfrenada, puesto caso que estaba en su mano haber conservado con todo derecho lo que ahora se ven obligados a solicitar con una necesidad que ellos por sí mismos se buscaron. La fe, en efecto, que pudo confesar a Cristo, pudo también ser mantenida en la comunión por Cristo. Te deseamos, hermano, que goces de buena salud y te acuerdes de nosotros.
Carta XXXVII.
Cipriano, a Moisés y Máximo, presbíteros,
y a los demás hermanos confesores, salud.
y a los demás hermanos confesores, salud.
I. 1. La venida de Celerino, compañero de vuestra fidelidad y valor y soldado en los gloriosos combates de Dios, ha hecho que todos y cada uno de vosotros, hermanos amadísimos, estuvierais presentes en nuestros afectos. A todos vosotros os hemos visto al venir él, y cuando dulce y frecuentemente hablaba de vuestro afecto para conmigo, en sus palabras os oíamos a vosotros. Mucho, muchísimo me alegro cuando, de parte vuestra, por tales mensajeros tales noticias me vienen.
2. También nosotros estamos, en cierto modo, en la cárcel, ahí, con vosotros; con vosotros nos parece sentir los adornos con que os viste la dignación divina, pues tan pegados estamos a vuestros corazones. A vuestro honor nos une el indiviso amor que os profesamos, pues, el espíritu no consiente separación en el amor. A vosotros os tiene ahí encerrados la confesión de la fe; a mí, el afecto. Y nosotros, cierto, recordándoos día y noche, tanto cuando en los públicos sacrificios oramos con los otros fieles, como cuando en nuestro apartamiento nos damos privadamente a la oración, no cesamos de pedir para vuestras coronas y vuestra gloria el pleno favor del Señor.
3. Pero bien poca cosa somos en nuestra medianía para volveros la vez a vosotros. Más es lo que vosotros dais cuando en la oración os acordáis de nosotros; vosotros, digo, que, esperando ya sólo lo celeste y sin otro pensamiento que lo divino, subís a las cumbres más altas con la dilación misma de vuestro martirio, y con el largo trecho de tiempo, no retardáis vuestras glorias, sino que las acrecentáis. Una primera y sola confesión de la fe hace bienaventurado. Vosotros confesáis tantas veces la fe cuantas, invitados a salir de la cárcel, por vuestra fidelidad y valor preferís la cárcel. Tantas son vuestras alabanzas cuantos los días que pasan; tantos los acrecentamientos de vuestros méritos cuantos los meses que corren. Una sola vez vence quien inmediatamente sufre el martirio. Mas el que, permaneciendo siempre en los sufrimientos, lucha con el dolor y no es vencido, cada día gana una corona de mártir.
II. 1. Vayan ahora los magistrados, cónsules o procónsules, y gloríense con las insignias de su dignidad anual y el manojo de las doce varas: la dignidad celeste en vosotros ha sido sellada con la gloria de un honor anual, y ya ha traspasado con la prolongación de una gloria vencedora el voluble círculo de un año que vuelve. Iluminaba al mundo el sol, en su nacimiento, y la luna corría su carrera; mas para vosotros fue en la cárcel más brillante luz Aquel que hizo el sol y la luna, y en vuestro corazón y en vuestras almas la claridad esplendente de Cristo, con su eterna y blanca luz, irradió sobre las tinieblas, para otros espantosas y funestas, del lugar de sufrimiento.
2. Por la sucesión de los meses ha pasado el invierno; vosotros, encerrados en la cárcel, pesáis los días del invierno con el invierno de la persecución. Sucedió al invierno la primavera, alegre de rosas y coronada de flores; mas vosotros teníais rosas y flores de los jardines del paraíso, y celestes guirnaldas ceñían vuestras cabezas. Llegó el verano, fecundo por la fertilidad de las cosechas, y las eras rebosaban de mieses; mas vosotros, que sembrasteis gloria, cosecha de gloria segáis, y, puestos en la era del Señor, contempláis cómo son abrasadas las pajas con fuego inextinguible, mientras vosotros, granos cribados y trigo precioso, probados ya y recogidos, tenéis la cárcel por vuestro granero. Ni aun el otoño carece, para ofrecernos sus dones, de la gracia espiritual del tiempo. Allá fuera se prensa la vendimia y en los lagares se pisa la uva que ha de llenar las copas; vosotros, como racimos pingües de la viña del Señor y uvas ya maduras, pisados por la violencia de la persecución mundana, sentís como prensa nuestra los sufrimientos de la cárcel, derramáis en lugar de vino vuestra sangre y, fuertes para soportar el sufrimiento, agotáis con placer la copa del martirio. Así gira entre los siervos de Dios el año. Así se celebra la sucesión de las estaciones con espirituales méritos y celestes premios.
III. 1. Bienaventurados de veras los que de entre vosotros, siguiendo estas huellas de gloria, han salido ya del mundo y, terminado su viaje de fidelidad y valor, han llegado al abrazo y ósculo del Señor con gozo del Señor mismo. Pero no es menor vuestra gloria; la gloria, digo, de quienes, estando aún en pleno combate y a punto de seguir las hazañas de vuestros compañeros, prolongáis por más tiempo la lucha y con inconmovible e inquebrantable fidelidad dais cada día, con vuestros actos de valor, un espectáculo a Dios. Cuanto más larga es vuestra lucha, más sublime es vuestra corona: el agón es uno solo, pero se compone de numerosos encuentros. Vencéis el hambre, despreciáis la sed, pisáis con el vigor de vuestra fortaleza la suciedad de la cárcel y el horror de la morada del castigo.
2. Ahí se domeña el sufrimiento, se machaca el tormento; la muerte misma, antes se desea que se teme, pues es vencida por el premio de la inmortalidad, de suerte que quien vence recibe el honor de una eternidad de vida. ¡Qué ánimo hay ahora en vosotros, qué sublime, qué ancho pecho, donde tales y tan grandes cosas se revuelven, donde no se piensa sino en los mandamientos de Dios y en los premios de Cristo! Ahí no existe sino la voluntad de Dios, y, aun hallándoos todavía en la carne, vivís ya la vida, no del presente, sino del futuro siglo.
IV. 1. Este es el momento, hermanos beatísimos, en que os habéis de acordar de mí; que entre esos grandes y divinos pensamientos vuestros nos tengáis también presentes a nosotros, en vuestra mente y corazón, y ojalá merezca yo estar en vuestras súplicas y oraciones cuando esa voz, gloriosa por la purificación de la confesión de la fe y laudable por el constante mantenimiento de su honor, penetra en los oídos de Dios y, subiendo de este mundo inferior al cielo para ella patente, alcanza de la bondad del Señor cuanto pide.
2. Pues ¿qué podéis pedir de la benignidad del Señor que no merezcáis alcanzar? Vosotros, que así habéis guardado los mandamientos del Señor, que habéis mantenido con sincero vigor de fe la disciplina evangélica, que con incorrupto honor de valor, manteniéndoos firmes en los mandamientos del Señor y fuertemente unidos con sus Apóstoles, consolidasteis la vacilante fidelidad de muchos con la verdad de vuestro testimonio por la fe. Verdaderos testigos del Evangelio y verdaderos mártires de Cristo, agarrados a sus raíces, fundados sobre la roca con mole robusta, habéis sabido unir el valor a la disciplina, provocasteis a los demás al temor de Dios y convertisteis vuestros martirios en ejemplos.
Os deseo, hermanos fortísimos y beatísimos, que gocéis siempre de buena salud y os acordéis de nosotros.
Carta XXXVIII.
San Cipriano da cuenta, en esta carta al clero y pueblo, de la ordenación de lector conferida al "mártir" Aurelio. San Cipriano le da este título, que aun en la mente y uso corriente del santo no le corresponde en absoluta plenitud, porque no sólo había confesado la fe, sino que había sufrido torturas por ella. Sólo la muerte consumaba el martirio. La veneración que en la Iglesia inspiró siempre el martirio, hizo que desde un principio fueran preferidos para levantarlos a la dignidad sacerdotal los que habían dado público testimonio de su fe y habían sufrido por ella. No debieron de faltar quienes tuvieran al mártir por de superior categoría que al sacerdote, como parece darlo a entender un pasaje del viejo Hermas (Vis. III). El redactor de la carta de las Iglesias de Lión y Viena sobre los mártires de 177, habla con expresión extraña del "clero de los mártires". Del poder de intercesión ante Dios y ante la Iglesia que siempre les fué reconocido, pudo pasarse a la atribución por parte de los fieles, y a la arrogación por parte de algún confesor menos versado en la exactitud de la disciplina, de auténtico poder de perdonar los pecados, facultad estrictamente sacerdotal. Es más: unos extraños textos de los llamados Canones Hippoliti (de hacia el 500) atribuyen a todo cristiano que haya confesado a Cristo ante los tribunales la dignidad sacerdotal.
San Cipriano no va tan lejos. En esta carta comunica la ordenación como lector del "mártir" Aurelio, y en la siguiente comunicará la de Celerino en el mismo grado de clericatura, en atención a su gloria de confesores y eminentes virtudes de cristianos; pero en modo alguno se da a entender que la dignidad clerical (y se trata de uno de sus escalones menores) les venga a los confesores o mártires, supervivientes de los tormentos, del hecho mismo de haberlos sufrido.
Cipriano, a los presbíteros y diáconos y a todo el pueblo, salud.
I. 1. Tenemos por costumbre, hermanos amadísimos, pedir antes vuestro consejo en las ordenaciones clericales y pesar, de común acuerdo, las costumbres y méritos de cada uno. Mas cuando los votos de Dios van por delante, no hay por qué esperar los testimonios de los hombres.
2. Nuestro hermano Aurelio, ilustre adolescente, ha sido ya probado por el Señor y es caro a Dios, tierno aún por los años, pero provecto por la gloria de su valor y fidelidad; menor por la edad, pero mayor por el honor. En efecto, en doble combate ha luchado; dos veces confesó la fe y dos veces se cubrió de gloria en la victoria de su confesión: cuando venció en la carrera, sufriendo el destierro, y cuando de nuevo, en más fuerte combate, luchó triunfante, vencedor en la batalla del martirio. Cuantas veces quiso el enemigo provocar a los siervos de Dios, otras tantas, soldado prontísimo y denodado, salió al combate y venció. Poco fue, cuando fue desterrado, haber antes luchado a la vista de unos pocos; mereció también combatir en pública plaza con más claro valor, de suerte que, tras los magistrados, venciera también al procónsul, y tras el destierro, superara los tormentos.
2. Nuestro hermano Aurelio, ilustre adolescente, ha sido ya probado por el Señor y es caro a Dios, tierno aún por los años, pero provecto por la gloria de su valor y fidelidad; menor por la edad, pero mayor por el honor. En efecto, en doble combate ha luchado; dos veces confesó la fe y dos veces se cubrió de gloria en la victoria de su confesión: cuando venció en la carrera, sufriendo el destierro, y cuando de nuevo, en más fuerte combate, luchó triunfante, vencedor en la batalla del martirio. Cuantas veces quiso el enemigo provocar a los siervos de Dios, otras tantas, soldado prontísimo y denodado, salió al combate y venció. Poco fue, cuando fue desterrado, haber antes luchado a la vista de unos pocos; mereció también combatir en pública plaza con más claro valor, de suerte que, tras los magistrados, venciera también al procónsul, y tras el destierro, superara los tormentos.
3. Y no hallo qué sea en él más digno de encomio, si la gloria de sus heridas o la modestia de sus costumbres; el ser insigne por el honor de su valor o laudable por su admirable pudor. De este modo es excelso por su dignidad y sumiso por su humildad, de tal suerte, que bien se ve ha sido divinamente guardado para servir de ejemplo a los demás en eclesiástica disciplina y que se viera en él cómo los siervos de Dios vencen en la confesión de la fe por su valor, y tras la confesión descuellan por sus costumbres.
II. 1. Un hombre así merecía los ulteriores grados de la ordenación clerical y acrecentamientos mayores, pues no se le ha de juzgar por los años, sino por sus merecimientos. Mas por ahora nos ha parecido bien que empiece por el oficio de lector, pues nada dice mejor con una voz que ha confesado a Dios con glorioso clamor, que resonar en la celebración de las divinas lecciones; tras las palabras sublimes que dieron testimonio de Cristo, leer el Evangelio de Cristo de donde salen sus testigos; del estrado del tribunal, pasar al pulpito de la Iglesia. Allí fué visto por la muchedumbre de los gentiles, aquí lo será por los fieles; allí fué oído con estupor del pueblo que estaba en torno, aquí lo será con gozo de la congregación de hermanos.
2. A éste, pues, hermanos amadísimos, os comunicamos haberle ordenado yo y mis colegas que estaban presentes. Noticia que sé habréis de recibir con gusto y desear que en nuestra Iglesia se ordenen muchísimos como él. Y como el gozo tiene siempre prisa y lo alegre no sufre dilación, ya nos hace la lectura en el día del Señor, es decir, nos ha augurado la paz al inaugurar su lectorado. Por vuestra parte, insistid a menudo en vuestras oraciones y aunad vuestras súplicas con las nuestras, a fin de que la divina misericordia nos sea propicia y devuelva pronto para su pueblo, sano y salvo, a su obispo, y con el obispo, a su mártir lector.
Os deseo, hermanos amadísimos, que gocéis siempre de buena salud.
Carta XXXIX.
San Cipriano comunica a su clero y pueblo la ordenación como lector del confesor de la fe Celerino. Sobre el hecho, véase la nota a la carta anterior.
Cipriano, a los presbíteros y diáconos y a los hermanos de todo el pueblo, salud.
I. 1. De reconocer son y de abrazar, hermanos amadísimos, los beneficios divinos con que el Señor se ha dignado ilustrar y honrar su Iglesia en nuestros tiempos, dando libertad a sus buenos confesores y mártires gloriosos, a fin de que quienes un día confesaron de manera sublime a Cristo, fueran luego ornamento del clero en los ministerios eclesiásticos. Regocijaos, pues, y alegraos con nuestra presente carta, por la que yo y mis colegas que estaban presentes os damos la noticia de haber unido a nuestro clero a nuestro hermano Celerino, tan ilustre por sus hechos valerosos como por sus virtudes, a lo que nos ha movido no votación humana, sino dignación divina. Él vacilaba en dar su consentimiento; mas, por fin, aceptó impelido por aviso y exhortación de la Iglesia misma en una visión nocturna, a la que se añadieron nuestras persuasiones. Y lo que más le movió y obligó fue la consideración de que no era cosa lícita, ni menos conveniente, que no obtuviera honor eclesiástico quien así había sido honrado por el Señor con dignidad de gloria celeste.
II. 1. Éste, el primero que salió a la batalla librada en nuestro tiempo; éste, portaestandarte entre los soldados de Cristo; éste, cuando la persecución estaba en lodo el hervor de sus comienzos, luchando con el príncipe y autor mismo de esta guerra, al vencer al enemigo con la inexpugnable firmeza de su combate, abrió a los demás el camino de la victoria, vencedor no precisamente por el breve atajo de las mortales heridas, sino triunfador por el milagro de una prolongada lucha, pegados que estaban a él y sin dejarle un punto los castigos.
2. Durante diecinueve dias encerrado en la cárcel, sufrió, entre cadenas, el tormento del cepo. Mas alado con cadenas su cuerpo, su espíritu permaneció suelto y libre. Su carne se consumió con la prolongación del hambre y de la sed; mas Dios alimentó su alma, que vivía de fidelidad y de valor, con espirituales alimentos. Tendido estuvo entre sus dolores, superior a los mismos dolores; recluido, fue mayor que quienes le recluyeron; postrado, estaba más alto que los que se mantenían en pie; atado, fue más firme que quienes le ataban; juzgado, se mantuvo más elevado que sus jueces, y, aun con sus pies sujetos al cepo, pisoteada fue y vencida aquella serpiente armada de casco.
3. Lucen en su cuerpo glorioso las claras señales de las heridas; se ven todavía en sus tendones y miembros, consumidos por larga inanición, las huellas que dejó impresas el sufrimiento. Son grandes, son maravillosas las cosas que de sus actos de valor y hechos gloriosos puede oír nuestra fraternidad. Y si liubiere entre los hermanos alguno semejante a Tomás, que no se fíe de los oídos, tampoco falta la fe de los ojos, de suerte que lo que se oye puede también verse. La gloria de las heridas dio al siervo de Dios la victoria; la memoria de las cicatrices conserva la gloria de las heridas.
III. 1. Ni viene de ahora o es nuevo, en nuestro carísimo Celerino, este título de gloria. Siguiendo va las pisadas de su familia; a sus padres y allegados se asemeja con parejo honor de la divina dignación. Su abuela, Celerina, hace tiempo fue coronada del martirio; sus tíos paterno y materno, Laurentino y Egnacio, que combatieron un día en los campamentos seculares, pero eran también verdaderos soldados espirituales de Dios, al derrocar al diablo por la confesión de Cristo, merecieron con ilustre martirio las palmas y coronas del Señor. Nosotros, como sabéis, ofrecemos siempre sacrificios por ellos, cuantas veces en anual festividad conmemoramos las pasiones y natalicios de los mártires.
2. No podía, pues, ser un degenerado y mostrarse inferior a los suyos aquel a quien así provocaba con ejemplos de fidelidad y valor la dignidad de la familia y la nobleza de su linaje. Pues si en la familia mundana es cosa de encomio y gloria ser patricio, ¡de cuánta mayor gloria y honor no será llegar a la nobleza en la celeste predicación!
3. No sabría a quién proclamar más feliz: si a sus antecesores por tan esclarecida posteridad o a él por tan glorioso origen. Por tan igual corre y se dilata entre ellos la divina dignación, que la dignidad de la prole realce la corona de los padres y la sublimidad de la familia ilustre la gloria de la prole.
IV. 1. Al venir éste a nosotros con tanta dignación del Señor, con la gloria de haber excitado la admiración del mismo perseguidor, ¿qué otra cosa podíamos hacer sino levantarle sobre el pulpito, es decir, sobre la tribuna de la Iglesia, a fin de que, visible por la elevación misma del lugar y conspicuo al pueblo todo por la claridad de su honor, lea los preceptos y el Evangelio del Señor, que con tanta fortaleza y fidelidad sigue? Que la voz que ha confesado al Señor se oiga diariamente en aquellas palabras que habló el Señor.
2. Indudablemente, hay grados más altos a que pueda subirse en la Iglesia; pero nada hay en que Un confesor pueda aprovechar tanto a sus hermanos que, oyendo de su boca la lectura del Evangelio, se mueva cada uno a imitar la fe del lector.
3. Necesario era juntar a Celerino con Aurelio en el oficio de lector, con quien ya estaba unido por el mismo honor divino, con quien le equiparaban todas las muestras de valor y de gloria. Uno y otro son semejantes: cuanto levantados por su gloria, tanto por su modestia humildes; cuanto los elevó la dignación divina, tanto los mantiene bajos su quietud y mansedumbre. Uno y otro han dado parejos ejemplos de valor y de costumbres, acordes consigo mismo en la guerra y en la paz; allí distinguidos por su valentía, aquí por su modestia.
V. 1. Con siervos tales se alegra el Señor, de confesores de este temple se gloría; aquéllos, digo, cuya vida y conducta lo mismo aprovecha para proclamar la gloria de ellos que para dar a los demás enseñanza de disciplina. Con este fin quiso Cristo que permanecieran largo tiempo aquí en su Iglesia; para esto los conservó incólumes, arrancándolos a la muerte por una especie de resurrección obrada en favor de ellos, para que al no ver los hermanos nada más levantado por la gloria ni más bajo por la humildad, a estos mismos los acompañen por la imitación.
2. Conviene sepáis, sin embargo, que sólo interinamente los hemos puesto en el grado de lectores, pues era menester colocar la luz sobre el candelero, para que iluminara a todos, y levantar sobre lugar elevado rostros gloriosos, donde, al ser mirados por los circunstantes, fueran una incitación a la gloria para los que los vieren. Por lo demás, sabed que los tenemos ya designados para el honor del presbiterado: con los presbíteros recibirán los honorarios de la sportula; con ellos entrarán a la parte en las distribuciones mensuales, correspondiéndoles iguales cantidades; se sentarán a nuestro lado cuando avancen en años, por más que quien por la dignidad de la gloria llegó a consumada edad, en nada puede parecer menor por razón de los años.
Os deseo, hermanos amadísimos y recordadísimos, que gocéis siempre de buena salud.
Carta XL
San Cipriano da cuenta a su clero y pueblo de la ordenación de presbítero de Numídico y cuenta su martirio.
Cipriano, a los presbíteros y diáconos y a todo el pueblo, hermanos amadísimos y reeordadísimos, salud.
I. 1. Tenemos que daros, hermanos amadísimos, una noticia que ha de servir de común alegría y máxima gloria de nuestra Iglesia. Habéis, en efecto, de saber cómo la divina dignación nos ha avisado y encargado que inscribamos al presbítero Numídico en el numero de los sacerdotes cartagineses y se siente a nuestro lado en el clero; Numídico, decimos, ilustre que se ha hecho por la luz clarísima de su confesión de la fe y sublime por el honor de su valor y fidelidad. Él, con sus exhortaciones, mandó delante de sí un glorioso escuadrón de mártires que murieron apedreados y entre llamas; él tuvo valor de ver con rostro alegre a su lado a su misma esposa, abrasada juntamente con los otros o, mejor diría, con ellos salvada. A él, medio abrasado y cubierto de piedras, le dejaron por muerto; como su hija, con solícito obsequio de piedad filial, fue a buscar el cadáver y le halló medio exánime; sacado de allí y cuidado, se quedó, bien a su pesar, a la zaga de los compañeros que él enviara delante.
2. Mas la causa de quedarse atrás ha sido, como vemos ahora, haber querido Dios agregarle a nuestro clero y adornar con sacerdotes gloriosos nuestra comunidad presbiteral, desolada por la caída de algunos de sus miembros.
3. Y todavía, cuando Dios nos lo permita, será promovido a más alto grado de su religión, en el momento que, con la ayuda del Señor, estemos ahí presentes. Por ahora, hágase lo que se nos manifiesta; recibamos con hacimiento de gracias este don de Dios, esperando de la misericordia del Señor muchos otros ornamentos como éste, para que cuando su Iglesia recobre su fuerza, haga llorecer sentados a nuestro lado tan mansos y humildes sacerdotes.
Os deseo, hermanos amadísimos y reeordadísimos, que gocéis siempre de buena salud.
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