¿Quién osará defender la crueldad del Papa Inocencio III (1198-1216), que ordena la cruzada contra los albigenses y mandó que los pasasen a cuchillo sin compasión?
Nosotros, los católicos, alabamos la actitud del Pontifice, pues las leyes que promulgó no erán, ni mucho menos, tanexcesivas como las del Código Romano, ni se podían comparar con las que entonces estaban en uso en Francia y Alemania. Persiguió, es verdad, a los herejes hasta llegar a confisacarles sus bienes; pero ni una sola vez menciona ni en sus cartas ni en sus leyes la pena de muerte.
Los albigenses eran los miembros de una secta perniciosa, que se extendió por el sur de Francia en el siglo XIII y fue causa de desordenes y males sin cuento que turbaron la paz y el bienestar de la cristiandad. Crearon un verdadero peligro, tanto para la religión como para la sociedad, ya que condenaban como ilícito el matrimonio, ponían en duda la legalidad de los juramentos, se negaban a prestar servicios feudales alegando que no había guerra justa, y, en una palabra, rechazaban todas las enseñanzas de la Iglesia en nombre de un dualismo maniqueo pagano. Los capitaneaba Raimundo VI, conde de Tolosa, que se había señalado por lo que había oprimido a la Iglesia en sus dominios, expulsando a los obispos de sus sedes, despojando a los monasterios y devastando el país con sus hordas mercenarias.
Esta herejía anticristiana se había ido fortaleciendo poco a poco por espacio de cerca de cien años, a pesar de las condenaciones de los concilios de Arras, Charreaux, Vienne, Reims, y el III de Letrán, y a pesar de los anatemas fulminantes por los Papas Eugenio III y Alejandro III. Los sermones de nom pocos legados pontificios -el cardenal Alberico, San Bernardo, el obispo de Osma y Santo Domingo- no habían dado resultado alguno; más aun: en 1208 dieron muerte a Pedro de Dastelnau, legado del Papa Inocencio.
Viendo que los medios pacíficos no producían efecto, el Papa acudió al rey de Francia, soberano de Tolosa, en demanda de auxilio, y al mando de Simón de Montfort, se organizó una cruzada para reducir a los albigenses por la fuerza. Después de tres años de combate y batallas campales, la cruzada religiosa degeneró en una verdadera guerra de conquista. Aunque Montfort venció en Muret a Pedro de Aragón y al conde Raimundo, cayó poco después en un combate, dejando así en manos del rey de Francia el fruto de todas sus conquistas.
Los católicos no defendemos las injusticias de algunos inquisidores ni las crueldades de los soldados de Monfort; pero los franceses ven en esta guerra religiosa el establecimiento definitivo de la monarquía francesa.
No deja de ser lamentable que la salvación de la cristiandad costase tanta sangre; pero se ha derramado mucha más sangre por fines infinitamente menos nobles que Inocencio III se propuso cuando decidió a desenvainar la espada que le ofrecían los cristianos norteños. Desde luego, arrancó de cuajo lo que era un peligro serio, no solo para la sociedad de aquella época, sino par5a la sociedad en general; y esta acción del Papa Inocencio fue aprobada por una de las asambleas más brillantes que jamás a contemplado Europa: el Concilio de Letrán, de 1215. Nadie condenó la actitud del papa.
¿No es cierto que en el sitio de Beziers (1209) el legado del Papa, Arnaud de Citeaux, dijo a los cruzados antes que comenzasen la matanza: "Matadlos a todos; Dios reconocerá a los suyos"?
No, Señor; no es cierto. Esta es una de las tantas frases legendarias que se colocaron en las historias, pero que los sabios y críticos modernos rechazan por unanimidad. Hoy día niegan la autenticidad de la fr4ase de Galileo: E pur si muove ("pero se mueve"), así como las de Lutero en la Dieta de Worms: "Aquí me mantengo firme. No puedo proceder de otro modo", y otras por el estilo. Por lo que se refiere a las palabras del legado pontificio arriba citadas, basta decir que no las vemos mencionadas en n inguno de los contemporaneos que escribieron sobre los albigenses. Además esta fábula está en pugna con los hechos y con el carácter apacible del legado, tal como nos lo pinta Vaulx-Cernay, que tomó parte en la expedición. La matanza no se debió a un plan premeditado, sino a un momento de furia ocasionado por la obstinación de los sitiados. Las palabras mencionadas están tomadas del indocumentado y muy poco fidedigno Dialogus magnus visionum atque miraculorum, de Pedro Cesario de Heisterbach. Este cisterciense alemán, escribió una obra sesenta años después del asedio, y con muy buen acuerdo previene a sus lectores con las palabras dixisse fertur, o cuéntase que dijo.
¿Qué me dice usted de Carlos IX de Francia y su madre, Catalina de Médicis, que, a una señal del Papa, degollaron nada menos que cien mil hugonotes la noche de San Bartolomé de 1542? ¿No es cierto que el inspirador de este crimen fue Pío V, a una con la corte de Francia, y que el Papa Gregorio XIII cantó en Roma un "Te Deum" en acción de gracias por el buen exito?
Todo al reves. Ni Pío V fue inspirador del crimen, ni habló jamás de ello con la corona de Francia, ni Gregorio XIII canto el Te Deum en acción de gracias por el buen exito del crimen, sino por haberse salvado la vida del rey y de la familia real, y aun en esto no hizo más que obedecer a los ruegos que le envió la corte de Francia.
Las congratulaciones que en aquella ocasión envió el Papa al rey de Francia nos recuerdan los cables y telegramas de saludo que los Gabinetes y Soberanos de las naciones envían a un rey o presidente cuando, afortunadamente, sale ileso en un atentado.
La matanza fue un crímen politico de Catalina de Médicis, planeado por ella la tarde anterior para evitar las consecuencias nada halagüeñas que podían seguirse en su frustrado asesinato de Coligny dos días antes.
Catalina de Médicis no tenía simpatía alguna por la causa católica; más aun: pecaba de todo menos de religiosa. Era una libre-pensadora de estilo moderno educada en la escuela de Maquiavelo, criada en las pésimas condiciones de los tiranos de Italia, y, a la sazón, reina de una de las cortes mas corrompidas de Europa. Su unica aspiración era ser señora absoluta de Francia y robustecer su poder colocando a sus hijos en las cortes de España, Inglaterra y Polonia.
A trueque de conseguir sus fines, no vacilaba en enemistar a los príncipes católicos con los príncipes hugonotes, celosa como era de los bandos.
Cuando Coligny comenzó a hacerle sombra y minar su influencia con su hijo Carlos. Catalina se resolvió a quitarle la vida. Nadie sostiene ya que la matanza de la noche de San Bartolomé fue premeditada. Fue tal la rapidez con que se llevó a cabo, que la corte francesa no sabía que disculpa dar a las demás naciones. El mismo día que ocrurrió, Carlos escribió a su embajador en Inglaterra notificándole que había sidoi un encuentro sangriento entre las facciones del Duque de Guisa y los seguidores de Coligny, a quien aquel acusaba de haberle dado muerte a su padre. Como el duque de Guisa rehusase admitir toda la responsabilidad de aquel crimen nefando, el rey escribió al día siguiente que tomaba sobres sus hombros la responsabilidad de todo lo acaecido.
Declaró que él había ordenado la matanza para frustrar una conspiración de Coligny y sus seguidores, que intentaban materle a él y a toda la familia real.Toda Europa tragó esta mentira diplomática, excepto Alemania y Suiza; y, como consecuencia, el rey de Francia recibió mensajes congratulatorios de Felipe II, del duque de Toscana, del Senado veneciano y de Isabel de Inglaterra.
Es cierto que Pío V urgía frecuentemente a la corona de Francia a tomar medidas enérgicas contra los hugonotes, a quienes tenía como enemigos de la Iglesia y del Estado. Escribió a Carlos y a Catalina que "declarasen la guerra a los enemigos de la Iglesia y los destruyesen a todos sin dar mas treguas a los rebeldes, para librar de una vez a Francia de sediciones y escenas sangrientas".
Nosotros no nos metemos a juzgar las razones politicas del Papa a interesarse tanto por la conservación de la monarquía francesa, aunque bien se ve que una desición enérgica hubiera evitado el deramamiento de sangre que luego se siguió.
El Papa insistía en que había de obtener una victoria decisiva hasta que los rebeldes quedasen completamente sometidos, y se indignaba cuando llegaba a sus oídos que las victorias del rey enriquecian y fortalecían a los vencidos. Notese, sin embargo, que una cosa es guerra abierta y otra muy distinta asesinato.
Ningún obispo estaba presente en la junta donde se maquinó la matanza, ni hubo obispo que, una vez perpetrada, la aprobase. El Cardenal de Lorena, a quiuen pintan con frecuencia bendiciendo las dagas de los asesinos de París, estaba en Roma cuando ocurrió la catastrofe.
Los historiadores católicos, a una con los protestantes, están de acuerdo en que la inspiradora y autora de este triste suceso fue Catalina de Médicis.
Por lo que se refiere al número de muertos durante las seis semanas de la matanza, baste decir que las cifras dadas varían desde dos mil hasta los ciento diez mil; es decir, que se trata de meras conjeturas, parecidas a la de los geólogos, cuando nos dicen sus opiniones sobre la edad del globo terráqueo. Lord Acton y Van Dyck creen que en París moririían entre tres mil y cuatro mil, y otros tantos en provincias.
El libro de memorias del ayuntamiento de París, citado por el Abbé de Caveirac en su Apología de Luis XIV, habla de la sepultura de mil cien victimas en el cementerio delos Inocentes, mientras que el martiriologio hugonote, publicado en 1581, no da más de setecientos ochenta y seis nombres.
Por la relación de Beauvillier, mensajero del rey de Francia, asi como por las cartas del embajador francés de Ferals, del Cardenal de Borbón y del nuncio, sabemos que la corte francesa no vaciló en mentir al Papa que la matanza había sido un justo castigo a los conspiradores. Brantome, en sus Memorias, dice que cuando el Papa se enteró más tarde que la verdadera causa del hecho, lloró lágrimas amargas y condenó la matanza como "ilegal y prohibida por Dios".
¿No es cierto que el Papa Inocencio XI urgió a Luis XIV a revocar el Edicto de Nantes (octubre de 1685) y perseguir a los hugonotes franceses?
Precisamente el Papa Inocencio XI escribió al nuncio de Inglaterra que hablase al Rey Jacobo II para que intercediese por los hugonotes franceses perseguidos. El historiador protestante Ranke dice así en su Historia de los Papas: "Se ha dicho que el Papa Inocencio XI tuvo parte en el asunto; pero esto es falso. La corte de Roma no contribuyó en modo alguno a aquella conversión que se quiso llevar a cabo con apóstoles armados. Jesucristo nunca empleó medios de violencia; el hombre debe ser guiado a la Iglesia, no arrastrado ni forzado".
Por el edicto de Nantes (abril de 1698). Enrique IV habia tolerado en Francia a los hugonotes a fin de poner término a las guerras de religión que habían asolado al país. El edicto les concedía libertad de cultos en doscientyas villas y ciudades y en otros tres mil señorios; les dotaba las escuelas, permitía a sus iglesias recibir donaciones y legados, les permitía celebrar sínodos y les concedía otros privilegios por el estilo.
Desde el punto de vista político, se cometió en este edicto el error de dejar a disposición de los hugonotes doscientas ciudades, algunas de ellas muy importantes y estratégicas, como La Rochela, Montauban y Montpellier.
Si tenemos en cuenta que los hugonotes no llegaban a un 15 % de la población francesa, no puede uno menos que maravillarse cómo se pudo cumplir el edicto cerca de cien años, porque no hay que olvidar que en ese periodo ni en Inglaterra ni en los países escandinavos se permitía el culto público a los católicos, ni hay nación en el siglo XX que permita aun secta cualquiera la independencia política de que gozaban los hugonotes.
Ningún historiador alaba a Luis XII o los Cardenales Richelieu y Mazarino por haber dejado en todo su vigor el edicto en los años 1629 y 1652. Es cierto que Richelieu puso fin a la preponderancia política del estado hugonote dentro del Estado francés cuando se rindió La Rochela, en 1628; pero no hay que olvidar que los hugonotes habían violado el edicto al no permitir el culto católico en sus dominios y al formar una alianza traidora con la enemiga eterna del país, Inglaterra. Apenas ciñó la corona Luis XIV, dio claras muestras de que miraba aquella independencia política de los hugonotes como un insulto o desafío a sus ambiciones de dominio absoluto.
De soslayo favorecían la causa católica, pretendiendo así congraciarse con el Papa, cuyos sentimientos había herido en no pocos conflictos. Pero la cuestión religiosa era para él cosa secundaria, y solo la miraba desde el punto de vista político, no como teólogo, sino como rey de Francia. Si consideraba a los protestantes como enemigos del estado, era porque, bajo capa de religión, sembraba disensiones en el país y lo debilitaban a los ojos de las naciones vecinas. Los hugonotes de aquel tiempo era una comunidad de hombres pacíficos y desarmados, cuya conversión creyó el rey que se podría efectuar con toda facilidad. Por eso, cuando se negaron a conformarse con la voluntad del soberano, éste se enfureció, y dio comienzo a una política anticristiana de opresión y exterminio, parecida a la tiranía de Isabel y de Jacobo I de Inglaterra, que pronunciaban sentencias de muerte contra los católicos. Lo que su abuelo había decretado porque sí, ¿no lo podía él también revocar porque sí? Los Parlamentos de aquellos días eran meros juguetes en manos del soberano.
Los católicos nos lavamos las manos en este asunto, y dejamos que la Historia juzgue los aciertos y desaciertos políticos de Luis XIV. Nada tenemos que ver con las medidas que tomó para dominar a los hugonotes, como tampoco tenemos nada con su galicismo, sus extravagancias, sus guerras por demás sangrientas y su inmoralidad escandalosa. En realidad, de verdad, no hacía más que atenerse a las conclusiones que se derivaban de aquel principio que se asentó en el tratado de Westfalia, y que los Papas condenaron implacablemente: Cujus regio, illius et religio; es decir, "el reino debe practicar la religión de su rey".
No cabe duda que la revocación del edicto de Nantes fue un grave error político, pues expulsó de Francia unos doscientos mil ciudadanos, costó al país unos doce millones de pesos, quebrantó el comercio y las industrias francesas y reforzó los ejércitos y las escuadras de los enemigos de Francia con voluntarios muy valiosos. Lo más lamentable de todo es que se pretendiera forzar al individuo a abrazar una religión determinada.
Afotunadamente se opusieron a esta conversión por la fuerza los obispos más notables de la nación, que, por otra parte, habían dado el visto bueno a la revocación del edicto. Tales, entre otros, Bossuet, de Meaux; Fenelón, de Cambrai; Noailles, de París; La Tellier, de montpellier, y Le Camus, de Grenoble.
Bibliografía
A. Ruibal, Derecho penal de la Iglesia católica.
Gentilini, Tolerancia e intolerancia.
Hernández, los secretos del protestantismo.
M. y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles.
Montes, El crimen de herejía.
Rosa, Los Jesuitas.
Vacandard, La tolerancia religiosa,
Vermeersch, La tolerancia
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