Como entre los milagros corporales el mayor sea resucitar un muerto, en este capítulo trataremos de los muertos que San Vicente resucitó, contándoles llanamente y sin retóricas cómo ellos pasaron.
El año 1420, poco más o menos, Oliva Coetsal tenía un hijo de un año, el cual se le murió después de siete días de enfermedad. Hizo ella todas las pruebas que suelen hacer para ver si una persona es muerta, y en fin, aunque se resolvió en que era muerto, no perdió las esperanzas de cobrarle vivo, porque se le acordó de la santidad de San Vicente, cuya misa y sermones muchas veces ella había oído. Envolvió el cuerpo muerto en un lienzo e hízole llevar al sepulcro del Santo, que estaba de alli no más de dos leguas, y ella se fue también tras el cuerpo. Y llegando a la iglesia desenvolvió el paño y halló a su hijo muerto como antes; mas, púsole encima del sepulcro y rogó a San Vicente por estas palabras: Ruegoos, maestro, que si sois Santo y podéis algo delante de Dios, como yo creo y comúnmente lo creen las gentes, que me volváis mi hijo vivo. Hecha la oración, el niño se meneó e hizo buen rostro, y sanó totalmente. Concurrió mucha gente a este milagro y, con el gozo que todos recibieron, tocaron las campanas de la iglesia catedral. Vivió muchos años el resucitado y fue testigo en el proceso; y cada año yendo a visitar el sepulcro pagaba allí cierta cantidad de monedas que prometió su madre aquel día. En el mesmo punto que hubo resucitado este niño, vinieron al sepulcro del Santo el padre y la madre de un otro que había resucitado, haciéndole gracias por la merced. Y es milagro que se repite en el proceso tres veces por diversos testigos.
Es, pues, de saber que un hombre tenía la mujer medio loca y preñada; y fue tanto el deseo que le tomó de comer carne y particularmente humana, que un día arrebatando a un hijo suyo pequeñito, le partió de alto a bajo, en dos pedazos, y tomando parte de ellos cocióla para comer. Cosa cierto en extremo horrible, y que muestra que una persona sin juicio es más fiera que un tigre o león u otra cualquiera bestia. Vino el marido, que estaba bien descuidado de ello, y cuando vio el caso tan desastrado, concibió tanto horror cuanto ninguno podría imaginar. Mas, con la grande fe que tenía llevó los pedazos así como estaban al sepulcro del Santo, y dejólos allí llorando siempre y sollozando por su desdicha. Venida la noche, mandáronle salir de la iglesia, y él dejó los pedazos del cuerpo muerto allí mesmo, y entre ellos se le quedaba el corazón sepultado. Pero fue Dios servido por los merecimientos del maestro Vicente, que entrando por su casa halló en ella a su hijo vivo y alegre, aunque algo señalado por la parte que su madre le había cortado. Cuando fue mayorcillo (que entonces aún no había cumplido dos años), el padre le deputó para que sirviese algún tiempo en la iglesia donde el Santo estaba enterrado.
Flaminio, Surio y Claudio de Rota, escriben que San Vicente, aun viviendo en esta vida mortal, hizo otro milagro bien semejante a éste por otro tal desastre. Aun entre ellos hay alguna repugnancia y puede ser por descuido de los impresores. Surio dice que lo hizo en Morella; Claudio escribe que en Tolosa, y con él concuerda Flaminio, que escribe que aconteció en la provincia de Langüedoc. La oración que usó San Vicente para alcanzar de Dios esta merced, tráela Surio y es la siguiente: Iesus, Mariae Filius, mundi salus, et Dominus, qui huius infantis animam ex nihilo fecit, eam in hoc corpus restituat ad laudem et gloriam nominis sui.
En el año de 1448, poco más o menos, Juan Guerre, o Suere, arquero del duque de Bretaña, recibió algunas cuchilladas en la cabeza y otras partes del cuerpo. Y dentro de ocho días le apretó tanto el dolor que se murió sin confesión. En presencia de un clérigo que era venido a confesarle y de muchos otros testigos, pusiéronle una cruz como a muerto, y estuvo así más de media hora. Pero doliéndose todos de su condenación (porque antes de la dolencia y en ella también había sido blasfemo y renegador, y a lo que parecía era muerto sin arrepentimiento alguno), unos a otros se inducieron a encomendarle a San Vicente que le quisiese volver a la vida presente, siquiera para confesarse con el sacerdote que allí estaba. Aún no se habían levantado de rogar por él, cuando ya gimió, como doliéndose de la agonía y trance en que se había visto. Y dijo, que los demonios con horribles figuras le habían atormentado, y que el maestro Vicente, vestido de ropas blancas, los ahuyentó, y le había vuelto a esta vida. Confesósele, pues, y de allí a quince días curó de los golpes, y a pies descalzos se fue al sepulcro del Santo, para hacerle decir una misa. Este milagro lo deponen en el proceso seis personas que le vieron, y entre ellos hay un maestro en artes y un cura, el cual, además de esto, atestigua que San Vicente había resucitado a otro que por espacio de un día natural había estado muerto. El milagro pasó de esta manera, según lo refieren el padre y la madre del muerto.
El mesmo año que antes dijimos, Guillermo Rauxel, niño de cuatro años, andaba algo enfermo y un día, por la mañana, perdió la habla, y vino a tal extremo que murió, según lo juzgaron por las pruebas acostumbradas a hacer en semejantes acaecimientos. Detúvole la madre en casa, sin enterrar por espacio de veinticuatro horas. Y dado el caso que algunos la reprendían porque no trataba de su entierro, ella que se acordaba de algunos milagros de San Vicente, rogó a su marido fuese a visitar el sepulcro del Santo. El cual yendo allá y encendiendo cabe el sepulcro una candela, volvióse a casa sin alcanzar nada. Después la mujer se fue deprisa al monasterio de los Padres Menores (que estaba cerca de su casa) y encomendó allí que dijesen una misa delante la imagen de Nuestra Señora, prometiendo su hijo a la Reina de los Angeles y a San Vicente. Hecho esto, va como desconfiada, volvió a su casa para hacerle enterrar. Todavía tenía unos movimientos de esperanza, y así volviendo a casa, hizo voto de nuevo a San Vicente que, si alcanzaba la vida para su hijo, cada año le presentaría cierta moneda, como en rescate de la vida del niño. Entrando, pues, por la puerta, como le dijeron que su hijo se estaba ni más ni menos que cuando ella se había ido de casa, entristecióse grandemente, por ver que no servían de nada todas sus diligencias. Estando en esto, el niño habló y le pidió de comer, diciéndole cómo ya estaba vivo y sano.
Una mujer estuvo muy enferma quince días en tierra de Bretaña, y al cabo de ellos perdió la vista y el sentido, y en fin, murió realmente, al parecer de los que se hallaron allí presentes; que en verdad cosa es bien fácil de conocer, si un hombre vive o no. Su marido, con la tristeza de la muerte de su mujer, salió de su casa, y subióse en un montecillo, del cual se podía ver el campanario de San Pedro de Vannes, donde estaba enterrado San Vicente. Arrodillado, pues, allí con grande fe, comenzó a rogar a San Vicente le quisiese ser buen medianero con Dios, para que su mujer volviera a esta vida, y que él prometía visitar su sepulcro a pies descalzos, vestido de ropas blancas, y que ofrecería allí una imagen de cera. Vuelto a casa halló a su mujer muerta como antes, porque Dios quería qué se viese la fe y esperanza de este hombre. Y perseverando siempre en pedir con muchas lágrimas y gemidos esta merced, al cabo de una hora que era vuelto a casa, y de dos que la mujer era muerta, ella abrió los ojos y comió, y al otro día de mañana se halló tan fuerte que pudo entender en todas las haciendas de casa como antes que enfermase. Y dice muy bien el marido de ella en el proceso que, aunque San Vicente no la resucitara como la resucitó, fuera muy grande milagro haberla sanado tan súbitamente de tan grave enfermedad. No se escribe en el proceso el año que aconteció este milagro, y por eso yo no le pongo, pues no sé de adivinar, ni quiero fingir nada de mi cabeza.
En el año 1450, poco más o menos, teniendo una mujer en Bretaña en sus brazos una niña, hija suya, que andaba enferma, se le murió en ellos; y viéndola muerta, mandó hacer una cruz de madera para enterrarla, según es uso de aquella tierra. Pero, hecha ya la cruz, hizo voto a San Vicente, que, si volvía el alma al cuerpo, se le llevaría en lienzo a su sepulcro, con la cruz que le tenía hecha y una imagen de cera. Cosa maravillosa; media hora después de hecho el voto, la niña apareció viva.
En la diócesis de Vannes don Ivo, abad de la Orden de San Bernardo, envió a un sobrino suyo de edad de dieciséis años por nueces, y haciendo él más de lo que le era mandado, subió en el nogal y cavó de dos lanzas en alto y rompióse un brazo y un muslo y toda la persona se quebrantó, y, finalmente, bocezó e hizo todos los visajes que un hombre hace cuando se le sale el alma. Muerto el mancebo, a juicio de cuantos allí estaban (porque no resollaba ni se meneaba y estaba tan frío y yerto como un carámbano), ya que veían que la vida del cuerpo era perdida, dolíales extrañamente que el alma también se perdiese, muriendo como había muerto el mozo sin confesión y sin ninguna muestra de contrición. Ofreciéronle, los que allí se hallaron, a San Vicente que rogase a Dios por él; aunque algunos que mejor entendían lo que cumplía, juntamente le ofrecieron a Nuestra Señora. Fuese, pues, el abad de allí, muy triste, a la iglesia a rogar por el mancebo, que a lo menos volviese el alma al cuerpo para confesarle. Y habiendo estado allí media hora, y viendo que no le venían ningunas nuevas del muerto, que fuese resucitado, salió de la iglesia para mandarle amortajar y poner en una caja para enterrarle cuando fuese hora. También el compañero ya quería doblar por él. Con esto, nna mujer que allí había llegado, con la lástima que tenía del muerto, rogó por él a San Vicente y luego el muerto resucitó, y se dio aviso de ello al abad. Sanó, después, de los golpes; y, el abad visitó por él el sepulcro de San Vicente, y mandó al resucitado que todos los días de su vida lo visitare una vez cada año. Este milagro lo testifican en el proceso cuatro testigos, y de ellos tres eran frailes bernardos. Aconteció en el año 1452.
En el año siguiente, vispera de San Pedro y San Pablo, cerca de Joselino, un nadador hizo entrar en el rio un mochacho de quince años que no sabía nadar más que un plomo. Y llegando los dos hacia unos remolinos muy hondos, el hombre, viéndose en peligro, dejó al mocito por no ahogarse con él. El otro, cuitado, como no sabía nadar, vencido de la fuerza del agua, sumióse debajo de ella que estaba honda como dos lanzas; todavía con el agonía y ahogamiento salióse sobre el agua tres veces, sin poder ser ayudado, y, en fin, se quedó allá. Fueron tantas las voces que daban los de la ribera que una devota mujer, pasando por allá, se llegó a ver lo que era. Y viendo la desastrada muerte del mochacho, rogó a los que allí estaban que rogasen por él, y ella le encomendó con gran devoción a Nuestra Señora, y al maestro Vicente, atento que los padres del malogrado, el mismo día habían ido a Vannes para visitar su sepulcro. Al cabo de medio cuarto de hora el ahogado salió del agua muerto, y sin menearse más que si fuese un tronco, cerrados los ojos y la cabeza como descoyuntada del cuerpo. Y rompiendo el agua se fue por espacio de tres lanzas hasta la ribera, donde le recogieron y juzgaron todos que salía muerto, porque tenía todas las señales que los ahogados suelen tener. Pero él entonces habló y nombró lo primero de todo a Jesucristo. Pensando, pues, los otros que estaba lleno de agua, colgaron la cabeza bajo para que la echase, y no le salió gota. De allí a poco estuvo bueno y visitó el mesmo día el sepulcro de San Vicente, e hizo publicar el milagro en la iglesia de Vannes. Este milagro, deponen tres varones y una mujer, todos testigos de vista. Y en el proceso se ponderan dos cosas, la una que jamás de aquellos remolinos salió hombre vivo, antes bien se habían ahogado muchos en ellos. La otra, que, según la mujer dice, cuando el cuerpo salió bajo del agua, levantó las dos manos al cielo como quien hace gracias a Dios por el beneficio, y que luego las juntó delante del pecho y se vino hasta la ribera, no meneándose más que cualquier otro cuerpo muerto.
Un niño llamado Ivo, al cabo de tres días de enfermedad, perdió el habla y movimiento, y se quedó frío y no resolló nada en una hora. Pero una parienta suya prometió a San Vicente que si lo resucitaba lo llevaría a su sepulcro desnudo en sola la camisa (como dijimos que es costumbre entre bretones cuando se ofrecen a los santos), ofreciendo allí un cirio o candela de cera. Luego volvió el niño de muerte a vida, y abrió los ojos, mas no habló casi en espacio de tres horas, y de allí a dos días cumplió el voto, que se hizo por él y se volvió del sepulcro a su casa totalmente sano, en el año 1450.
Nicolao de Conutis, del consejo del duque de Bretaña, tenía una hija de edad de dos años, la cual murió de su enfermedad, o, si no murió, tuvo casi todas las señales que se suelen ver en un muerto; y, así su padre, de común acuerdo de los que allí se hallaron, le mandó hacer unas andas o féretro y una cruz, para llevarla a enterrar. Mas el deseo que el padre y madre de ella tenían de verla viva, hizo que prometiesen a San Vicente que la misma madre iría a Vannes a pie descalzo, vestida de ropas blancas, y llevaría a su hija consigo, si él la resucitaba, y le ofrecería un cáliz de plata para su iglesia. Hecho el voto, en continente la niña volvió en sí sana y buena, y la madre fue a pie y descalza seis leguas bien largas, aunque era en invierno y hacia harto frío. Pero el gozo del milagro hizo que pasase por todo alegremente en el año 1452.
En el mismo año, una mochacha de cinco a seis años, jugando encima de una viga que estaba puesta en alto, cayó en tierra, y tras ella el madero, de suerte que le hundió los cascos. Porque era tan pesado que sin gran trabajo cuatro hombres no pudieran levantarlo de un cabo. De esta caída y golpe, murió luego la mochacha, porque se le abrió la cabeza por muchas partes. Estaba, pues, un buen rato muerta; y como su madre hiciese cierto voto por ella a San Vicente, luego comenzó a resollar un poco, y pusiéronle un emplastro en la cabeza, y al tercero día, con el favor del Santo, estuvo no solamente viva, mas del todo sana.
El mesmo año, día de la Concepción de Nuestra Señora, una mujer del obispado de Vannes, quiso ir a las diez del día, al molino a moler, y el rocín en que iba dio tan brava coz en las sienes a un niño que la acompañaba, que le derribó en tierra y le abrió la cabeza por dos partes. Salióle muchísima sangre y no resollaba ni se meneaba, ni tenía color alguno, porque se murió de hecho. Lleváronlo a una casa y pusiéronlo a la lumbre dos horas, para ver lo que sería, pero él se quedó muerto como de antes, al parecer de los que allí habían concurrido. Y como la madre muchas veces había oído contar milagros de San Vicente, tomando esperanza por los ejemplos ajenos, decía con gran devoción a San Vicente: Maestro, pues Dios hace de cada dia milagros por vuestra intercesión, yo os ruego que queráis volver con vuestras oraciones a mi hijo la vida, que yo visitaré vuestro sepulcro y ofreceré en él una imagen de cera. Así estuvo orando hasta que fue hora de vísperas, y entonces, como lo atestiguan cuatro personas en el proceso, el mochacho volvió a esta vida, y preguntó a su madre qué era lo que había pasado. Ella le respondió cómo un rocín le había muerto, y que San Vicente, a quien ella le había encomendado, le había resucitado. Entonces él también se encomendó de nuevo a San Vicente, y dentro de pocos días, sanó perfectamente de los golpes, y cumplió el voto con su madre.
El año 1453 se murió una niña de pestilencia en Bretaña, y su padre hizo voto de ofrecer a San Vicente una candela o cirio de tamaño de la difunta: y luego abrió los ojos, y al otro día fue llevada al sepulcro del Santo.
Si todos los milagros que hasta aquí hemos contado parecen muy grandes, el que luego diremos lo parecerá más. En Vannes cayó una niña de siete años en una balsa de agua, sobre la cual estaba una muela para afilar herramientas. Buscándola sus padres por espacio de tres días, no la hallaron hasta que, al cabo, fue vista allí dentro, muerta. Trajéronla, pues, a la iglesia y pusiéronla encima del sepulcro de San Vicente, encomendándosela con mucha devoción y lágrimas, y cuando menos se cataron resucitó tan sana como antes de la caída.
Demás de estos muertos, se refieren en el proceso otros diez que el Santo resucitó por aquellas tierras. Y advierta aquí el lector, que todos estos dieciséis que yo he sacado del proceso, fueron resucitados en Bretaña, excepto uno, que según se cree era de Normandía. De suerte que aquí no se trata de los muertos que resucitó San Vicente viviendo, ni aun de los que resucitó después de muerto en lo restante de Bretaña, Italia y España, sino en sola Bretaña; con ser verdad que en el mesmo proceso se dice que mayores milagros hacía San Vicente en las partes lejos de Vannes, que en ella. Demás de esto, no sé sí resucitó más muertos en la mesma Bretaña, porque en el trasunto del proceso de Bretaña que tenemos, faltan algunos cuadernos, y puede ser que en ellos haya algo tocante a este género de milagros. A lo menos San Antonino dice que vio el proceso hecho para canonizar a San Vicente, y halló en él distintamente con todos, 28 muertos que había resucitado antes que le canonizasen; lo cual de ningún Santo de su hábito me acuerdo haber leído, excepto San Raimundo de Peñafort, catalán, el que copiló las Decretales, por mandado de Gregorio IX, porque algunos más se escriben de él.
Hasta aquí habemos tratado de aquellos a quien San Vicente volvió la vida después de haberla perdido: ahora será bien que digamos de los que por méritos de este santo alcanzaron la vida, sin haberla antes tenido. En la parroquia de San Paterno, del obispado de Vannes, parió una mujer dos hijos, de los cuales el primero salió muerto, a juicio de cuantos le vieron; porque en espacio de media hora, ni lloró, ni resolló, ni se movió, y estuvo frío y yerto, y tenía color de carne muerta. Dijéronselo a la parida, e hizo un voto a San Vicente por el niño para que pudiese ser bautizado. A la hora, se meneó la criatura y lloró y apareció viva. Duróle la vida más de tres semanas, y después con la gracia del bautismo se murió y fue al cielo en el año 1447.
También en el año 1450, cierta mujer anduvo tres días de parto en tierras de Vannes, y nunca en ellos sintió que en el vientre se moviese nada la criatura. De suerte que echó una cosa muerta, y así se lo dijeron los que allí estaban: pero ella con toda la devoción que pudo encomendó su parto a San Vicente e hizo cierto voto por él, y luego le sintió llorar como suelen los niños recién nacidos. Ni más ni menos, uno o dos años después de esto alcanzó vida San Vicente a otro niño, después de media hora que era nacido, con sólo un Pater noster que dijeron por él los que se hallaron en su nacimiento.
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