Una vez más, coge vuelo, joven, y elévate hasta el ideal que la fe descubre a tus ojos de creyente.
El joven cristiano se aplica a conquistar la fuerza, y, sabiendo que antes de ser un cristiano, le es preciso ser un hombre, procura hacerse un carácter enérgico y viril, capaz de mirar la vida de frente, de soportar el yugo del deber, de luchar y de vencer.
El joven cristiano, en un mundo donde los más cruentos combates se libran alrededor de las ideas religiosas, vigila con celoso cuidado la fe de su bautismo; la ama, la defiende, la honra con sus acciones, vive de ella.
El joven cristiano es católico: sabe que es hijo de la antigua Iglesia, le es sumiso con respeto; ama a los obispos y los sacerdotes, y suspira entrañablemente por un Papa; ve en ellos a sus mejores amigos y a sus más seguros guías.
El joven cristiano se esfuerza en marchar sobre las huellas de los santos, esos héroes cuyas virtudes son la admiración de la historia, y humildemente trata él mismo de llegar a ser un santo.
En fin, elevando sus ambiciones por encima de la humanidad misma, ve su modelo supremo en Cristo Jesús, y aunque sabe que no alcanzará jamás la perfección divina, no se cansa de tender hacia ella. Quiere ser como el águila, que ensaya subir hasta el sol y remonta su vuelo siempre más y más alto en el azul.
¡Más alto, siempre más alto, hijo mío! ¡Que la grandeza del destino te anime a los generosos esfuerzos!
Ve, y no temas las penas, que no se alcanza sin fatiga la alta cumbre de una montaña, y no es tampoco sin trabajo que se llega a la virtud que nos abre el cielo.
Se trata de asegurar, no el placer siempre efimero de la tierra, sino una dicha eterna. ¡Ahora bien, ve cómo los hombres sufren tormentos para satisfacer sus vanas pasiones!
El avaro sacrifica su salud, su alegría, su honor mismo al estúpido placer de amontonar el oro sobre el oro.
El ambicioso soporta todas las humillaciones y todos los ultrajes, siempre activo, siempre inclinado, para conquistar los honores a que aspira.
El que es víctima de las pasiones de la carne, atormentado por el vil demonio que lo persigue, no tiene ni tregua ni reposo.
¿Y cuánto no sufre el hombre del mundo para llegar a agradar al mundo?
Asi que, para alcanzar esas fugitivas sombras de dicha, hacia las que la necesidad y la impudencia humanas se lanzan a porfía, es necesario condenarse a tribulaciones sin fin.
¿Y tú rehusarás, tú cristiano instruido en la escuela de las divinas esperanzas, rehusarás hacer algunos sacrificios para llegar a la dicha que tu fe ambiciona? ¡Sería eso una infamia de la que deberías avergonzarte delante de ti mismo y delante de Dios!
Sabrías sufrir por esta patria de aquí abajo, de la que no eres ciudadano más que por un día, ¿no es cierto? Cristiano, aprende a sufrir también por tu patria de allá arriba.
Ten constantemente delante de los ojos la meta que debes alcanzar; no te dejes distraer ni por tus ocupaciones, ni por tus placeres, ni por las agitaciones de todas clases inherentes a la vida de este mundo.
Extiende tus alas, ¡oh alma joven, y anímate!
Mientras permanezcas en esta tierra en donde debes cumplir tu obra, elévate sobre la tierra, quiero decir, por encima de las pasiones, por encima del pecado, por encima de todas las bajezas que deshonran.
¡Al cielo, levanta los ojos al cielo! Heme aquí, dice el Señor, y conmigo todos mis santos han sostenido en este mundo un gran combate; y ahora se regocijan, ahora son consolados al abrigo de todo temor, ahora descansan y moran por siempre conmigo en la mansión de mi Padre.
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