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jueves, 11 de agosto de 2011

MARTIRIO DE SAN PIONIO, BAJO DECIO

Extractada, en su Historia de la Iglesia, la carta de la Iglesia de Esmirna sobre el martirio de San Policarpo, prosigue así Eusebio de Cesárea:

"En el mismo escrito acerca de Policarpo había uni­dos otros martirios sufridos en la misma Esmirna por el mismo tiempo que el referido de Policarpo, entre ellos, el de un tal Metrodoro, presbítero de la secta de Marción, a lo que parece, que fue muerto por el fuego. En­tre los más célebres mártires de aquel tiempo, descolló Pionio. Sus sucesivas confesiones de la fe, su libertad de palabra, sus apologías y discursos doctrinales ante el pueblo y ante los magistrados, su benignidad y ex­hortaciones a los hermanos caídos en la prueba de la persecución, dirigidas en la cárcel misma a los que ve­nían a visitarle; los tormentos que después de esto su­frió, sus dolores, su crucifixión, su constancia y sereni­dad en la hoguera y, después de todas sus maravillas, su muerte gloriosa de mártir, nárralo todo copiosísima-mente la relación que acerca de él corre, incluida en la Colección, por nosotros reunida, de Antiguos Martirios, y a ella remitimos a quienes tengan gusto en conocer por extenso el de Pionio".

Expliqúese como se quiera el error, parece evidente que Eusebio pone el martirio de San Pionio, presbítero de Esmirna, en tiempo de San Policarpo, bajo Antonino Pío. Sin embargo, la mención que el mismo Eusebio hace de "los caídos en la prueba de la persecución", nos re­mite con toda seguridad a los días de Decio. Las actas confirman plenamente esta atribución. Estas actas, como se acaba de ver, fueron conocidas de Eusebio y por él incluidas en su Colección de Antiguos Martirios, desgra­ciadamente perdida. Modernamente se halló un texto griego de ellas, que presenta ya huellas evidentes de refundición, pero que substancialmente sigue el "escri­to" visto por Eusebio. Hasta la fecha del descubrimien­to de ese texto, sólo se conocía la versión latina, en la doble redacción, bastante divergente, dada por los bolandos (Acta SS. Febr. I, 37-46) y por Ruinart (Acta Mart., pp. 123-138). En su conjunto, la versión latina coincide con el resumen del "escrito" original que tuvo ante sus ojos Eusebio; pero sería muy difícil responder de la autenticidad de cada pormenor de la narración.

El texto, además, es muy incierto, y haría falta una am­plia labor crítica, que ignoramos se haya llevado a cabo. Damos la traducción del texto de Ruinart, con algunas leves lagunas, indicadas por puntos suspensivos, en pa­sajes extremadamente corrompidos y de imposible tra­ducción. ¡Qué sorpresa tan grata no nos llevaríamos si pudiéramos leer el auténtico original! No hay más qué comparar la versión latina y el texto griego del Mar­tirio de San Policarpo. Hay un abismo de la una al otro, y no es ya sólo el sabido tapiz mirado del revés, sino cubierto de polvo y telarañas. Nada más fatigoso que verter una versión. Para darle cierta fluidez y, a veces, hasta ilación lógica y aceptable sentido, habría que re­dactar otras actas nuevas. Por esta vez nos hemos ate­nido bastante a la letra, con harta fatiga, que lamenta­mos haya de compartir el lector.

Martirio de San Pionio, bajo Decio

I. Que convenga relatar y se deban recordar los me­recimientos de los santos, cosa es que manda el Apóstol, por saber que por la memoria de los hechos gloriosos crece la llama en el pecho de los egregios varones, de aquellos señaladamente que se esfuerzan por imitar ta­les ejemplos y con noble emulación contienden con los hombres pasados. De ahí que no deba callarse la pasión del mártir Pionio, pues mientras él vio la luz disipó en muchos hermanos la ignorancia y el error, y luego, co­ronado del martirio, a los mismos a quienes infundió vivo su doctrina les mostró en su muerte un ejemplo.

II. Así, pues, el día segundo del mes sexto, que es cuatro días antes de los idus de marzo, un sábado ma­yor, la furia de la persecución descargó sobre Pionio, Sabina, Asclepíades, que celebraban el día natalicio de Policarpo mártir, y también sobre Macedonia y Lemno, presbítero de la Iglesia católica. Mas como el Señor lo manifiesta todo a la buena fe, Pionio, que no temía los suplicios cuando llegaban, los vio anticipadamente antes de llegar. El caso fue que un día antes del natalicio de Policarpo mártir, como devotamente se entregara al ayuno junto con Sabina y Asclepíades, vio en sueños que al día siguiente había de ser prendido. Como tuvo tan clara e indubitable certeza de ello, ya que tan lúci­damente lo había contemplado todo en su visión, se echó una soga al cuello, a sí mismo, a Sabina y Asclepíades, con intento de que, cuando vinieran los que los habían de atar, hallándolos ya atados, se dieran cuenta de que nada nuevo venían a hacer y entendieran que ellos no habían de ser conducidos como otros que habían ido a tomar parte en los sacrificios, pues allí estaban sus ataduras, puestas antes de todo mandato, como testimonio de su fe y señal de su voluntad.

III. Hecha, pues, la solemne oración, después que hubieron gustado el pan consagrado y el agua, se pre­sentó Polemón, neócoro o intendente del templo, acom­pañado de toda una turba de esbirros que los jueces ma­yores le habían asociado para prender a los cristianos.

Apenas Polemón vio a Pionio, pronunció con pro­fana boca estas palabras:

—¿No sabéis que hay un público edicto del prínci­pe por el que se os manda sacrificar a los dioses?

Pionio dijo: Conocemos, ciertamente, ese edicto; pero nosotros sólo obedecemos el mandamiento que nos manda ado­rar a Dios.

El neócoro dijo: —Venid a la plaza pública, para que os enteréis bien de que es verdad lo que os digo.

Mas Sabina y Asclepíades dijeron con voz clara:—Nosotros obedecemos al Dios verdadero.

Al ser conducidos al foro, las ataduras que llevaban al cuello llamaron en seguida la atención del vulgo, y como la curiosidad de las gentes sin razón bebe los vien­tos por ver lo que sea, de tal modo se estrujaban para verlos, que si uno empujaba a otro, otros empujaban al primero. Llegados, pues, al foro, llenóse éste de repente de muchedumbre inmensa, que no sólo cubría el cen­tro de la plaza, sino que se encaramaban por los techos de las casas de los paganos. Entre las turbas había ca­tervas sin número de mujeres, sobre todo judías, pues por ser sábado estaban de fiesta. Gente de toda edad se agolpaba y se derramaba por todas partes, llevada de su curiosidad, y si la baja talla les impedía ver bien, se ponían encima de escaños o se subían a los arcos, para no verse privados del espectáculo, y lograban por inge­nio lo que les negara naturaleza.

IV. Entonces, puestos en medio los mártires, dijo Polemón:

—Bueno es, Pionio, que tú obedezcas como los de­más, y, cumpliendo lo mandado por el edicto, evites los suplicios.

Mas el bienaventurado mártir, oída la recomenda­ción de Polemón, extendiendo la mano, con rostro ale­gre y risueño, respondió con el siguiente discurso:

—Vosotros, esmirniotas, que os regocijáis por la be­lleza de las murallas y os gozáis en la hermosura de vuestra ciudad y tenéis a gloria ser compatriotas del poeta Homero, y vosotros, judíos, si algunos hay entre la concurrencia, escuchadme brevemente, que a todos me dirijo. Oigo decir que os burláis de los cristianos que corren espontáneamente a sacrificar o no rehusan hacerlo cuando, se los fuerza a ello, y en unos condenáis la ligereza de su pecho y en otros el espontáneo error. Sin embargo, mejor haríais vosotros, esmirniotas, en obe­decer a vuestro doctor y maestro Homero, que afirma no ser piadoso insultar a los muertos ni entrar en lucha con los que no ven la luz. Y vosotros, judíos, debierais obedecer a las enseñanzas de Moisés, que os dice: Si la bestia de tu enemigo cayere, no pases sin ayudarle a le­vantarla (Deut. 22, 4). Y con semejante sentencias signi­ficó Salomón lo mismo: No te alegres de la caída de tu enemigo, ni te jactes de la desgracia ajena (Prov. 24, 17). Por lo que yo antes prefiero morir y sufrir todos los su­plicios, y llevado a cualesquiera miserias, soportar tor­turas sin medida, que traicionar lo que he aprendido o lo que yo mismo he enseñado. Ahora, pues, ¿con qué de­recho los judíos revientan a carcajadas, burlándose de los que espontánea y forzadamente sacrifican, y no mo­deran ni aun sobre nosotros su risa, gritando con voz de insulto que bastante tiempo hemos gozado de liber­tad? Mas demos que seamos enemigos suyos; sin embargo, seguimos siendo hombres. ¿Pues qué daño han su­frido de parte nuestra? ¿A qué suplicio los hemos some­tido? ¿A quién de ellos hemos ofendido de palabra? ¿A quién hemos tenido injusto odio? ¿A quién, ensañándo­nos sobre él con ferina crueldad, le hemos forzado a sa­crificar? No son los pecados de ellos semejantes a los que ahora se cometen por miedo a los hombres. Larga dis­tancia va entre quien peca forzado y el que peca porque quiere, y la diferencia que va entre quien es forzado y el que por nadie es compelido está en que allí es el alma, aquí son las circunstancias las que tienen la culpa. ¿Quién forzó a los judíos a iniciarse en los misterios de Beelphegor o a asistir a los banquetes fúnebres y gustar los sacrificios de los muertos? ¿Quién a tener torpe trato con las mujeres de los extranjeros y darse a los placeres de rameras? ¿Quién a quemar a sus hijos, a murmurar contra Dios o hablar mal, a sus solas, de Moisés? ¿Quién les hizo olvidar tantos beneficios y los volvió ingratos? ¿Quién los obligó a volver en su corazón a Egipto o a decirle a Aarón, cuando subió Moisés a recibir la ley: "Haznos dioses y un becerro", y todo lo demás que hicieron? A vosotros, paganos, tal vez os puedan engañar, burlando vuestros oídos con algún enredo; mas, a nos­otros, nadie de ellos nos hará tragar sus embustes. Que os lean el libro de los Jueces y de los Reyes y el Éxodo, y os muestren los demás con que quedan convictos.

Mas preguntáis por qué muchos bajan espontánea­mente a sacrificar, y por unos cuantos os burláis de los demás. Imaginad una era, que una buena trilla ha dejado llena. ¿Qué montón será mayor, el de la paja o el del trigo? Viene el labrador, y con horca bicorne o con pala avienta el montón, y entonces la paja leve se la lleva el viento; mas el grano, pesado y sólido, se queda en el lugar donde estaba. Cuando se echan las redes al mar, ¿acaso puede ser de calidad óptima todo lo que se saca? Pues sabed que tales son los que vosotros veis, y que es de ley que lo malo se mezcle a lo bueno y lo bueno se empareje con lo pésimo. Mas si tratas de equipararlos, salta la discrepancia, y al comparar lo uno con lo otro se ve lo que es mejor. Así, pues, ¿de qué modo queréis que suframos los suplicios a que vosotros nos sometéis: como inocentes o como culpables? Si como culpables, mayor culpa cometéis vosotros con esa obra, puesto que no tenéis causa alguna para perseguirnos. Si como ino­centes, ¿qué esperanza os queda a vosotros, cuando así sufren los inocentes? Pues si el justo con dificultad se salvará, ¿el pecador y el impío dónde se presentará? Pues inminente está el juicio del mundo, de cuyo adve­nimiento muchas son las cosas que nos certifican. Yo, en efecto, recorrí toda la tierra de los judíos y me enteré puntualmente de todo. Pasé el Jordán y vi aquella tierra, que con su estrago atestigua la ira de Dios por su doble crimen: por matar, olvidados de toda huma­nidad, a los forasteros, o, traspasando la ley de natura­leza, obligar a los varones a sufrir trato de mujeres, con gravísimo atentado al derecho de hospitalidad. Yo vi aquella tierra calcinada por la violencia del fuego di­vino, convertida en ceniza y pavesas, privada de toda humedad y fertilidad. Vi el Mar Muerto y cómo allí, por temor a Dios, se había cambiado la naturaleza del ele­mento hirviente. Vi un agua que no se presta ni para alimentar ni para recibir a los animales, y que arroja de sí al mismo hombre apenas le recibe, por miedo de incurrir nuevamente, por causa del hombre, en culpa o en castigo. Mas ¿a qué citaros estos ejemplos, lejos de nosotros y de remotos tiempos? Vosotros mismos, gen­tiles, estáis contemplando y contáis de aquel incendio, de aquella llama que brota de entre rocas. Considerad otrosí el fuego de la Licia y de diversas islas, que mana de las recónditas entrañas de la tierra. Y si no os fue dado reconocer estos fuegos, considerad el uso del agua caliente, no de la que se hace, sino de la que nace. Mi­rad las fuentes termales y vaporosas, allí donde suelen extinguirse las llamas. ¿De dónde pensáis procede ese fuego, sino de que se junta con el fuego del infierno? Decís, efectivamente, vosotros, que bajo Deucalión su­fristeis parte por fuego, parte por inundaciones, y nos­otros lo decimos bajo Noé. De donde resulta que, siquie­ra por mínimas partículas, se reconozca la enseñanza católica. De ahí que os predecimos el juicio que ha de hacerse por el Verbo de Dios, Jesucristo, que ha de ve­nir por el fuego. Por eso no adoramos a vuestros dioses ni veneramos vuestras estatuas de oro, pues en ellas no se mira al culto de la religión, sino que se aprecia sólo la cantidad de metal.

V. Dichas por largo rato estas y otras semejantes razones, como no daba muestras de callar, Polemón y el pueblo entero estaba tan atento, que nadie osaba inte­rrumpirle; mas al decir nuevamente Pionio: "Nosotros no adoramos a vuestros dioses ni recibimos con celeste veneración vuestras estatuas de oro", los llevaron al atrio o residencia oficial. Allí, el vulgo que le rodeaba, a una con Polemón, trataban de convencer a Pionio, hablándole de esta manera:

—Pionio, haznos caso a nosotros, pues tienes muchas razones por las que te conviene vivir y gozar de buena salud. Tú mereces vivir, no sólo por los méritos de tus costumbres, sino por la mansedumbre de tu carácter. Bueno es vivir y sorber este hálito de la luz.

Como le repitieran muchas otras cosas a este tenor, dijo, en fin, Pionio:

—También yo digo que es bueno vivir y gozar de la luz; pero de aquella que nosotros deseamos. Hay otra luz distinta de ésta por la que nosotros anhelamos, aun­que no desconocemos ingratamente estos terrestres do­nes de Dios. Si los dejamos es porque deseamos otros mayores, y por lo mejor despreciamos lo de acá. Por mi parte, yo os agradezco que me tengáis por digno de amor y honor; sin embargo, sospecho en vosotros una ace­chanza, y siempre dañaron menos los odios declarados que las arteras caricias.

VI. Dichas estas palabras, un tal Alejandro, hom­bre maligno de entre la plebe, dijo a Pionio:

—También tú tendrías que escuchar nuestros razo­namientos.

Respondió Pionio:

—Tú eres quien has de escuchar los míos, pues lo que tú sabes, lo sé yo también, y tú, en cambio, no sa­bes lo que yo sé.

Entonces el otro, burlándose de las cadenas del bien­aventurado mártir, le dijo:

—¿Qué significan esas cadenas?

Respondió Pionio:

—Que no queremos que nadie crea, al vernos pasar por la ciudad, que nos dirigimos a ofrecer sacrificio ni que nos lleváis, como a los demás, a los templos de los dioses. Y juntamente, para que entendáis que no necesitamos se nos interrogue, pues de nuestra libre volun­tad nos, apresuramos a ir a la cárcel.

Calló el mártir; mas como el pueblo persistía en sus ruegos y persuasiones, con cierto arrebato de ira respondió:

—Nuestra resolución está tomada, y cierto es que hemos de mantener lo que hemos dicho.

Y como arguyera vehemente y ásperamente a los que le rodeaban, y, leyendo lo pasado, les predecía también lo por venir, Alejandro dijo:

—¿A qué tanto hablar, si no tenéis ya poder para vivir; es más, es de toda necesidad que tenéis que pe­recer?

VII. Mas como el pueblo se disponía a ir al teatro para escuchar mejor, sentados en las graderías, las pa­labras del bienaventurado mártir, alguien se acercó a Polemón y le dijo en tono de persuasión que si le concedía al bienaventurado mártir poder hablar se origi­naría algún tumulto en el pueblo. Recibida esta obser­vación, Polemón trató de obligar a Pionio con estas pa­labras:

—Si te niegas a sacrificar, ven por lo menos al templo.

Pionio: No conviene a vuestros ídolos que nosotros entre­mos en los templos.

Polemón: ¿Luego de tal modo te has cerrado de alma que no haya manera de persuadirte?

Pionio: ¡Ojalá pudiera yo moveros y persuadiros a vos­otros a que os hagáis cristianos!

Algunos, haciendo burla de esta palabra, dijeron a gritos: — Dios nos libre, aunque nos quemen vivos!

Pionio: Peor es arder después de la muerte.

En medio de este altercado de palabras, vieron que Sabina se reía, y como amenazándola, con fiera voz, le dijeron:

—¿Te ríes?

Respondió ella: —Me río—así lo quiere Dios—porque somos cris­tianos.

Entonces ellos: —Tendrás que sufrir lo que sabes. Porque las que no quieren sacrificar, se las destina a los lupanares, y allí hacen compañía a las meretrices y ganancia para los rufianes.

Ella respondió: —Sea lo que Dios quiera.

VIII. Y nuevamente le dijo Pionio a Polemón:

—Si tienes órdenes de convencer o de castigar, es pre­ciso que castigues, puesto que convencer no puedes.

Entonces Polemón, picado de la aspereza de esta pa­labra: —Sacrifica—le dijo.

Pionio: —No quiero sacrificar.

Díjole el otro de nuevo: —¿Por qué no?

Pionio: —Porque soy cristiano.

Polemón: —¿A qué Dios adoras?

Respondió Pionio:

—Al Dios omnipotente, que hizo el cielo y la tierra, el mar y cuanto en ellos se contiene, y también a todos nosotros; al que nos da cuanto tenemos y a quien hemos conocido por su Verbo, Jesucristo.

Polemón: —Por lo menos, sacrifica al emperador.

Pionio: —Yo no estoy dispuesto a sacrificar a un hombre.

IX. Después de esto, en presencia de un notario que anotara en sus tablillas de cera las respuestas, Polemón le fue preguntando a Pionio:

—¿Cómo te llamas?

Pionio respondió: Cristiano.

Polemón: ¿De qué Iglesia?

Pionio: De la católica.

Dejando a Pionio, Polemón se volvió a Sabina, a quien antes había advertido Pionio que se cambiara el nombre, para no caer nuevamente en manos de su impía ama, y así, llamándose Teódota, con el cambio de nombre es­capara a su crueldad. Díjole, pues,

Polemón: ¿Cómo te llamas?

Ella: —Teódota y cristiana.

Polemón: Si eres cristiana, ¿de qué Iglesia?

Ella: De la católica.

Polemón: ¿A qué Dios das culto?

Respondió ella: —Al Dios omnipotente que hizo el cielo y la tierra, el mar, y cuanto en ellos se contiene, a quien hemos conocido por su Verbo, Jesucristo.

Luego, preguntándole a Asclepíades, que no estaba lejos, cómo se llamaba, respondió que cristiano.

Polemón: ¿De qué Iglesia?

Asclepíades: De la católica.

Polemón: ¿A qué Dios das culto?

Asclepíades: A Cristo.

Polemón: ¿Cómo? ¿Es ése otro Dios?

Asclepíades: No; es el mismo a quien hace un momento han confesado también éstos.

X. Dicho esto y levantada acta, fueron conducidos a la cárcel, siguiendo una muchedumbre inmensa de vulgo curioso; y de tal modo llenaba la compacta turba el foro, que sus salidas, cerradas por el tropel de gente, apenas podían vomitar tan enorme riada de hombres. Allí, advirtiendo algunos el rubor de la cara del bien­aventurado mártir, con grande admiración dijeron:

—¿Cómo es que éste, que antes era blanco y pálido, ha cambiado súbitamente su palidez en rubor?

Y como Sabina, por miedo a ser atropellada de la turba, se pegara, atada como estaba, al lado de Pionio, alguien le dijo: —Así te agarras a su túnica, como si temieses verte privada de su leche.

Otro, a voz en cuello, gritó: —Si se niegan a sacrificar, a castigarlos de muerte.

Polemón le respondió: —No nos pertenecen a nosotros los haces y las varas, y no podemos tener poder de vida o muerte.

Otro dijo entre burlas: —Mira qué hombrecillo se encamina a sacrificar.

Esto se decía por Asclepíades, que estaba con Pionio. Mas Pionio replicó: —Eso no lo hará él jamás.

Y otro, con voz clara, dijo: Pues Fulano y Fulano sacrificarán.

Contestó Pionio: —Cada uno puede hacer lo que quiera. Yo me llamo Pionio. Nada tengo que ver con quien quiera sacrificar. Con el que lo hiciere, muestre su nombre.

En medio de esta variedad de dichos de los que co­mentaban el caso entre sí, uno del pueblo le dijo a Pionio:

—¿Cómo es que siendo tú hombre de tanto estudio y doctrina te precipitas tan obstinadamente a la muerte?

Respondióle Pionio con estas razones:

—Lo que vosotros tenéis por mi muerte es más bien gracia que yo he de guardar, pues la tengo ya en mi mano. Vosotros mismos sois testigos de los inmensos de­sastres y terrible hambre y otras calamidades sin cuen­to porque habéis pasado...

Replicóle uno del pueblo: —Más también tú sufriste la escasez con nosotros.

Respondió él: —La sufrí, pero con la esperanza que tenía en el Señor.

XI. Por la aglomeración de la gente, apenas si los guardianes de la prisión podían entrar por su puerta. Entraron, en fin, y metidos también Pionio y sus compañeros, hallaron allí a Lemno, presbítero de la Igle­sia católica, y a una mujer, por hombre Macedonia, del pueblo de Carcereno, de la secta de los frigios. Estaban todos juntos, y como vinieran a visitarlos devotos sier­vos de Dios, los guardias de la cárcel se percataron que Pionio y los suyos, con determinada voluntad, rechaza­ban lo que los fieles les ofrecían diciendo: "Jamás en toda mi pobreza fui gravoso a nadie; ¿cómo puede ser que ahora se me fuerce a recibir?" Irritados por este he­cho los que tenían a su cargo la custodia de la cárcel, no obstante haberlos antes recibido con generosa huma­nidad, los encerraron en la parte más oscura de la pri­sión, a fin de que, privados de todo socorro y de toda luz, tuvieran que soportar todo género de molestias por el lu­gar tenebroso y maloliente de la cárcel. En aquel lugar parecía habían desaparecido del mundo; mas ellos se ocupaban en entonar himnos a Dios. Como duraran mu­cho tiempo en esta alabanza del Señor, callaron unos momentos, atendiendo a sus acostumbradas necesidades. Mas en los guardias, lo que la ira persuadió, el castigo que siguió lo condenó, pues quisieron trasladarlos a otra parte. Mas ellos, permaneciendo en el mismo lugar, con clara voz decían: "Te debemos dar, Señor, gloria sin interrupción, pues lo que nos ha sucedido terminó en mayor bien."

XII. Recibida entonces libre facultad de hacer lo que quisieran, ocupaban el día y la noche en lecturas y oración, de suerte que alternaron las disputas sobre religión con los pertinaces, las enseñanzas de la fe y la preparación para el suplicio. Como, pues, se prolongara por mucho tiempo su prisión, muchos paganos entraban en la cárcel con intención de convencer a Pionio. Más al oír ellos hablar a varón tal, llenos de admiración, poco faltó que no recibieron el castigo por haber veni­do con mala intención. Mas aquellos que entraban a ver­le, llevados de su remordimiento de haber apostatado, regaban con largo llanto las puertas de la cárcel; sus lá­grimas caían como lluvia, de suerte que apenas si un momento respiraban en sus gemidos, y con repetidos sollozos surgía otra vez un nuevo duelo, sobre todo en aquellos a quienes una fama incorrupta había siempre alabado. Cuando Pionio los vio sumidos en continuo llanto y dolor extremo, pronunció, entre lágrimas tam­bién estas palabras:

—Nuevo género de suplicios estoy sufriendo, y sien­to como si se me desgarraran las entrañas y se me des­coyuntaran mis miembros al contemplar las perlas pre­ciosas de la Iglesia echadas a los pies de los puercos, y las estrellas del cielo arrastradas hasta la tierra por la cola del dragón, y la viña, que la diestra del Señor ha­bía plantado, destrozada por un suelto jabalí y saquea­da por todo el que pasa, según le da la gana. Hijos, por quienes nuevamente siento dolores de parto hasta que Cristo se forme en ellos, por mí tiernamente criados, han atravesado ásperos caminos. Ahora Susana es otra vez puesta en ¡medio por los inicuos, es asaltada por im­píos viejos, y para gozar de su belleza desnudan sus car­nes blandas y hermosas, mientras con corrompida puja acumulan sobre ella falsos testimonios. Ahora Aman in­crepa y se sienta al banquete. Ahora está turbada Ester, y con ella toda la ciudad; ahora hay hambre y sed, no por escasez de pan ni de agua, sino por la persecución. Ahora, pues, como todas las vírgenes se habían dormido, se han cumplido las palabras del Señor Jesús. ¿En qué lugar de la tierra podrá hallar fe el Hijo del hombre des­pués que Él viniere? Porque oigo decir que cada uno trai­ciona a su compañero, para que se cumpla lo que fue dicho; El hermano entregará a su hermano (Mt. 10, 21).

¿Acaso porque Satanás nos reclamó y con pala de fuego limpia la era, creéis que la sal se ha desvanecido y está ya bajo los pies de la gente? Que nadie de vosotros pien­se, ¡oh hijos!, que se haya Dios desvanecido, sino nos­otros nos desvanecimos. Pues Él dice: No se ha can­sado mi mano para librar, ni se han endurecido mis oídos para oír. Nuestros pecados son los que nos apartan de Dios, y que no nos oiga no depende de la inclemen­cia de Cristo, sino de nuestra falta de fe. Y, en efecto, ¿qué mal no hemos hecho? Nosotros hemos descuidado a Dios: otros le han despreciado; otros han pecado ávida y ligeramente, y, traicionándose y acusándose unos a otros, han perecido por mutuas heridas. Y eso que era bien que nosotros tuviéramos algo más de justicia que los escribas y fariseos.

XIII. Oigo decir que los judíos invitan a algunos de vosotros a pasarse a la sinagoga. Mirad que nadie cometa ese pecado, mayor que ningún otro por nacer de la voluntad; pecado que no puede tener perdón, por pertenecer a blasfemia contra el Espíritu Santo. No ten­gáis nada que ver con esas gentes, pueblo de Gomorra y jueces de Sodoma, cuyas manos se humedecieron con sangre de inocentes y santos. No hemos sido, en efecto, nosotros los que matamos a los profetas ni entregamos al Salvador. Mas ¿a qué enumerar demasiadas cosas? Traed a la memoria lo que habéis oído. Yo sé, en efec­to, que los judíos profieren con execrable boca palabras criminales, pues hacen correr por dondequiera la idea de que Jesucristo, como otro hombre cualquiera, murió a viva fuerza. Decidme, os ruego: ¿cuándo los discípulos de un hombre muerto a la fuerza han estado durante tantos años expulsando los demonios y han de seguir expulsándolos? ¿Por qué maestro muerto a la fuerza han sufrido suplicios, con ánimo alegre, tantos discí­pulos y tantas gentes de todo género? ¿A qué recordar todas las otras maravillas acontecidas en la Iglesia ca­tólica...? Ni esto basta en modo alguno a tan sacrílegas mentes..., pues añaden que Cristo salió del sepulcro por arte de magia o evocación de las sombras. Y lo que la Escritura, que admiten ellos como nosotros, dice del Se­ñor Jesucristo, lo cambian en blasfemia. Los que así ha­blan, ¿no son pecadores, no son pérfidos, no son inicuos?

XIV. Voy a repetir ahora lo que discutían los judíos cuando yo era niño y cuya falsedad me costará poco demostrar en el discurso siguiente. Efectivamente, está escrito: Saúl interrogó a la pitonisa y le dijo: "Evócame al profeta Samuel". Y la mujer vio a un varón que su­bía vestido de un manto (1 Reg. 28, 8-20). Saúl creyó que era Samuel y le preguntó acerca de lo que quería oír. Ahora bien, ¿aquella pitonisa tenía poder de evocar a Sa­muel? Si convienen en que lo tenía, habrán confesado que la iniquidad tiene más poder que la justicia; si nie­gan que la mujer evocara a Samuel, necesario es que se convenzan de que tampoco el Señor Jesucristo vol­vió de esa manera a la vida. Y así es que en esta disputa o han de salir condenados o han de ceder. Ahora bien, la explicación de este hecho es la siguiente: ¿Cómo po­día el demonio de una mujer adivina evocar el alma del santo profeta que estaba desde largo tiempo en el seno de Abrahán y descansaba en el paraíso, siendo así que siempre lo que tiene menos fuerzas es vencido por el más fuerte? ¿Luego Samuel, según se cree, volvió a ver la luz? De ninguna manera. ¿Qué hay que pensar, pues, de todo ello? Que así como a quienes con pura mente miran a Dios, se apresuran a asistirles los ángeles, así los demonios atienden a los magos, encantadores, adi­vinos y a los que venden su locura so capa de adivina­ción por esos campos extraviados. Ya lo dijo el Apóstol: Si Satanás se transfigura en ángel de luz, no es de maravillar se transfiguren también sus ministros. (2 Cor. 11-14). De ahí que el anticristo es una especie de Cristo. Así, pues, Samuel no fue evocado, sino que los demonios se mostraron a aquella mujer y al preva­ricador Saúl en la forma de la persona del profeta. Lo cual seguidamente da a entender la misma Escri­tura. Dice, efectivamente, Samuel a Saúl: "Y tú es­tarás hoy conmigo". ¿Cómo podía estar con Samuel el adorador de dioses y de demonios? ¿A quién no es ma­nifiesto que Samuel no estaba con los injustos? Luego si no fue posible que nadie evocara el alma del profeta, ¿cómo puede creerse que el Señor Cristo salió de la tierra y del sepulcro por arte de encantamientos, cuando sus discípulos le vieron entrar en el cielo y por no negar esta verdad sufrieron de buena gana la muerte?

Y si no basta esto para prueba, entendedlo por lo menos de los que, de prevaricadores y adoradores de los demonios, se han pasado a vida perfecta y mejor.

XV. Habiendo dirigido a los caídos todo este largo discurso y dándoles inmediatamente orden de que sa­lieran de la cárcel, llegó. Polemón, acompañado de una turba de seguidores, gritando con voz terrible:

El que era vuestro presidente ha sacrificado ya, y el magistrado os manda venir a toda prisa al templo.

Contestóle Pionio: —Los que están encerrados en la cárcel es costumbre que esperan la venida del procónsul. ¿A qué os atribuís, con ilícita temeridad, un oficio que no os corresponde?

Retirándose ante esta repulsa, volvieron luego con mayor caterva de gente. Entonces el comandante de caballería se dirige a Pionio con esta artera y fingida pa­labra:

—El procónsul ha dado órdenes de que todos mar­chéis a Efeso.

Y Pionio respondió: —Venga el que ha recibido la orden e inmediata­mente salimos de la cárcel.

A esto, el comandante o, como entonces se llamaban los verdugos, el "turmario", hombre de dignidad, re­plicó:

Pues si te niegas a obedecer a mis órdenes, pronto te darás cuenta de lo que puede un "turmario" (El que recluta gente para la caballería).

Y diciendo y haciendo, le echó una soga al cuello con tanta fuerza que, cerrándole la garganta, apenas podía respirar, y le entregó a los alguaciles para que lo condujeran al templo. Y de tal modo le apretaron és­tos, que no podía Pionio ni recibir ni exhalar el aliento. Eran, pues, arrastrados al foro Pionio y los demás y Sabina, mientras todos a grandes voces decían: "Somos cristianos". Y como sucede con los llevados a la fuerza, se echaban por el suelo para retardar la marcha y con ello la entrada en el templo. A Pionio le llevaban y juntamente arrastraban seis alguaciles, y como se les can­saran los hombros a uno y otro lado, le dejaron en el suelo y le emprendieron a puntapiés, a fin de que o no se hiciera tan pesado o, vencido del dolor, siguiera por sí mismo. Mas nada lograron con su aspereza ni tuvo efec­to alguno su maltratamiento; pues se mantuvo tan in­móvil como si los alguaciles le añadieran peso a su cuer­po con los puntapiés que le daban. Al verle tan inmóvil a su empeño, pidieron ayuda, a ver si por número le vencían, ya que habían cedido por fuerza.

XVI. Levantando, pues, en vilo a Pionio y lleván­dole entre júbilo y algazara, le colocaron como a una víctima junto al altar, en el mismo lugar en que estaba el que poco antes decían que había sacrificado. Enton­ces los jueces con severa voz le dijeron: ¿Por qué no sacrificáis?

Respondieron ellos: Porque somos cristianos.

Dijeron nuevamente los jueces: ¿A qué Dios dais culto?

Respondió Pionio: —Al que hizo el cielo y lo tachonó de estrellas, y creó la tierra y la adornó de flores y árboles, y ordenó los mares que rodean con sus corrientes la tierra y los selló con la ley fija de sus términos u orillas.

Entonces ellos: ¿Dices el que fue crucificado?

Y Pionio: Digo el que el Padre envió por la salvación del mundo...

A los que él respondió: —¿Por qué infringís vuestras propias leyes, no cum­pliendo lo que se os ha ordenado? Pues tenéis órdenes de no violentar, sino de dar la muerte a quienes contra­digan el edicto imperial.

XVII. Después de esto, un tal Rufino, hombre elo­cuente, de fácil palabra y entendido en arte oratoria, gritó:

—¡Basta, Pionio! ¿A qué buscas una gloria inane con vana jactancia?

Respondió Pionio:

—¿Eso es lo que te enseñan tus historias, eso te muestran tus libros? Como si Sócrates, sapientísimo, no hubiera sufrido esto mismo de parte de los atenienses. ¿Acaso eran necios y nacidos antes para la necedad militar y las guerras que para las leyes el mismo Sócra­tes, Arístides y Anaxarco, en quienes cuanto mayor fue la doctrina mayor fue la elocuencia? Ellos no tomaron ocasión alguna de jactancia por la pompa del discurso o la ambición de la elocuencia, como quiera que por la doctrina de la filosofía llegaron a la razón de la justicia, a la moderación y a la templanza. Efectivamente, en ma­teria de propia alabanza, como hay una moderación lau­dable, así es odiosa toda jactancia.

Rufino, como herido por un rayo con el discurso del bienaventurado mártir, enmudeció.

XVIII. Cierto individuo, constituido en alta dignidad de este mundo, dijo: —No grites tanto, Pionio.

Pionio respondió: —No seas tú violento, sino construye una hoguera y espontáneamente nos arrojaremos a las llamas.

Dijo por otra parte otro de entre el vulgo: —Sabed que, por las palabras y autoridad de éste, otros se afirman en no sacrificar.

Después de esto, trataban de poner a viva fuerza en la cabeza de Pionio las coronas que los sacrílegos acos­tumbran llevar. Más él las deshizo y arrojó sus peda­zos ante los mismos altares que acostumbraban ador­nar. Luego un sacerdote iba llevando las entrañas, aun calientes, en los asadores, con intención de ofrecérselas a Pionio; pero no se atrevió a acercarse a ninguno de los mártires y se las injirió el solo en su vientre exe­crable. Ellos, en cambio, con clara voz decían: "Somos cristianos". Y como no sabían qué hacerse con ellos, en­tre algunas bofetadas de gentes del pueblo, los hicieron volver a la cárcel. Mientras otra vez se dirigían a la cárcel, aquellos sacrílegos los colmaron de injurias y bur­las. Uno, por ejemplo, le dijo a Sabina: —¿No podías tú morir en tu patria?

Sabina respondió: —¿Cuál es mi patria? Yo soy hermana de Pionio.

El director de los espectáculos le dijo a Asclepíades: —Yo te reclamaré, como condenado a muerte, para los combates de gladiadores.

Al entrar en la cárcel, uno de los alguaciles descar­gó tal golpe sobre la cabeza de Pionio, que con el mismo ímpetu se le hincharon los costados y las manos. En­trados, en fin, en la cárcel, entonaron un himno de acción de gracias a Dios, pues en su nombre se habían man­tenido en la fe y religión católica.

XIX. Al cabo de unos días, según era costumbre, vino el procónsul a Esmirna y, presentado Pionio ante el tribunal, empezó así el interrogatorio: ¿Cómo te llamas?

Respondió Pionio: —Pionio.

El procónsul.—Sacrifica.

Pionio.—De ninguna manera.

El procónsul.—¿De 'qué secta eres?

Pionio.—De la católica.

El procónsul.—¿De qué católica?

Pionio.—Sacerdote de la Iglesia católica.

El procónsul.—¿Eres tú maestro de ellos?

Pionio.—Enseñaba.

El procónsul.—Enseñabas la necedad.

Pionio.—La piedad.

El procónsul.—¿Qué piedad?

PIONIO.—La piedad que se debe al Dios que hizo el cielo, la tierra y el mar.

El procónsul.—Sacrifica.

Pionio.—Yo he aprendido a adorar al Dios vivo.

El procónsul.—Nosotros adoramos a todos los dio­ses, al cielo y a los que están en él. ¿A qué miras al aire? Sacrifica.

Pionio.—Yo no miro al aire, sino al que hizo el aire.

El procónsul.—Di quién lo hizo.

Pionio.—No puede decirse su nombre.

El procónsul.—Preciso es que digas que fue Júpiter, que está en el cielo, que comparten con él todos los dio­ses y diosas. Luego sacrifica al que es rey de todos los dioses y del cielo mismo.

XX. Como Pionio nada respondiese, mandó el procónsul que le colgaran del potro para arrancarle por tormentos lo que no había podido por palabras. Some­tido, pues, al tormento, le dijo:

El procónsul.—Sacrifica.

Pionio.—De ninguna manera.

El procónsul.—Muchos han sacrificado y, evitando los tormentos, gozan de la luz. Sacrifica tú también.

Pionio.—No sacrifico.

El procónsul.—Sacrifica.

Pionio.—Jamás.

El procónsul.—¿En absoluto?

Pionio.—¡En absoluto!

El procónsul.—¿A qué tan arrogante te apresuras a ir a la muerte por no sé qué persuasión? ¡H;az lo que se te manda!

Pionio.—Yo no soy arrogante, sino que temo al Dios eterno.

El procónsul.—¿Qué dices? ¡Sacrifica!

Pionio.—Ya has oído que temo al Dios vivo.

El procónsul.—Sacrifica a los dioses.

Pionio.—No puedo.

Ante esta firme y resuelta actitud del bienaventura­do mártir, tuvo el procónsul larga deliberación con su asesor y, por fin, se volvió otra vez a Pionio y le dijo:

—¿Persistes en tu propósito y no te arrepientes si­quiera tarde?

Pionio.—De ninguna manera.

El procónsul.—Tienes libre poder para pensar con mejor acuerdo y larga deliberación lo que te, convenga.

Pionio.—No tengo que deliberar nada.

El procónsul.—Como tienes prisa por morir, serás quemado vivo.

Y mandó leer la sentencia de la tablilla:

"A Pionio, hombre de mente sacrílega, que ha con­fesado ser cristiano, mando sea abrasado por las llamas vengadoras, para que ello infunda terror a los hombres y satisfaga a la venganza de los dioses."

XXI. Iba, pues, aquel gran varón camino del supli­cio para servir de ejemplo a los cristianos y de placer a los sacrílegos. No vacilaba su paso ni le temblaban las rodillas, ni se entorpecían sus miembros, como suele suceder a los que caminan a la muerte. No se turbaba su mente al ver llegar el mal, ni retardaba su marcha con vacilantes pasos la proximidad de la muerte, sino que iba a su encuentro con pie ligero, cuerpo ágil, mente segura y alma libre. Llegado al estadio, antes de que el secretario de prisiones le diera la orden, él mismo se quitó sus vestidos. Y mirando entonces sus miembros, que había conservado íntegros y sin mácula, levantó sus ojos al cielo y dio gracias a Dios de que por su piedad le hubiera así conservado. Puesto encima de la pira que el furor pagano había levantado, él mismo compuso sus miembros para que fueran atravesados por gruesos cla­vos de vigas. Al verle clavado, el pueblo, fuera por im­pulso de compasión, fuera por interés por él, gritó:

—Cambia de sentir, Pionio, y te quitarán los clavos, como prometas hacer lo que se te mande.

Entonces él dijo: —Ya siento sus heridas y me doy cuenta si estoy clavado.

Y pasado un momento: —La causa principal que me lleva a la muerte es que quiero que todo el pueblo entienda que hay una re­surrección después de la muerte.

Después de esto, en los troncos en que estaban cla­vados levantaron a Pionio y al presbítero Metrodoro, y sucedió que Pionio estaba a la derecha, y Metrodoro a la izquierda, vueltos al Oriente sus ojos y su alma. Pe­garon, en fin, fuego a la pira y, echándole leña, cobró fuerzas la llama, crepitando devastadora por entre los ardientes troncos, y Pionio, con los ojos cerrados y tácita oración, pedía a su Dios el último descanso. No mucho después, abriendo los ojos, miró con risueño rostro al fuego, y diciendo amén, como si eructara, vomitó su alma y encomendó su espíritu a Aquel que había de re­compensarle con el premio debido y prometió pedir cuen­ta de las almas injustamente condenadas, diciendo: "Se­ñor, recibe mi alma."

XXII. Así terminó el bienaventurado Pionio. Tal fue el martirio de un varón cuya vida fue siempre inco­rrupta y libre y limpia de toda culpa, su sencillez pura, su fe tenaz, su inocencia constante; varón cuyo pecho excluyó todo vicio, pues estuvo siempre patente a Dios. Así él por las tinieblas llegó a la luz y, entrando por la puerta estrecha, salió a lugares llanos y espaciosos. Dios omnipotente mostró también una señal de su corona. Y, en efecto, apenas se extinguió el fuego, los que se habían allí reunido o por compasión o por curiosidad, hallaron tan íntegro el cuerpo de Pionio que pudiera creerse que se le habían añadido miembros. Tenía las orejas levantadas, los cabellos mejores, la barba flori­da y tal compostura en todos sus miembros que pa­recía haberse vuelto joven. Y así el cuerpo, reducido a menor edad, después de pasar por el fuego, juntamente mostraba la gloria del mártir y era un ejemplo de la resurrección futura. Salía, además, de su rostro una maravillosa gracia y sonrisa y brillaron muchos otros signos de angélica gloria, de suerte que aumentó la confianza en los cristianos y el temor en los gentiles; estas cosas bajo el procónsul Julio Proclo Quintiliano; siendo cónsules el emperador Cayo Mesio Quinto Trajano Decio y Vitio Grato; como los romanos dicen, cuatro días antes de los Idus de mar­zo y, según los asiáticos, el mes sexto, el sábado, a la décima hora. Así sucedieron tal como nosotros lo hemos escrito, imperando nuestro Señor Jesucristo, a quien es honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

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