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domingo, 7 de agosto de 2011

DOMINICA OCTAVA DESPUÉS DE PENTECOSTÉS

EL JUICIO PARTICULAR
"Dijo Jesús a sus discípulos esta parábola :
"—Había un hombre rico que tenía un mayordomo, el cual fue acusado de disiparle la hacienda. Llamóle y le dijo:
"—¿Qué es lo que oigo de ti? Da cuenta de tu administración, porque ya no podrás seguir de mayordomo.
"Y se dijo para sí el mayordomo: "¿Qué haré, pues mi amo me quita la mayordomía? Cavar, no puedo; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que he de hacer para que, cuando me destituya de la mayordomía, me reciban en sus casas."
"Y llamando a cada uno de los deudores de su amo, dijo al primero:
"—¿Cuánto debes a mi amo?
"El dijo:
"—Cien batos de aceite. "Y le dijo :
"—Toma tu caución. Siéntate al instante y escribe cincuenta.
"Luego dijo a otro :
"—Y tú, ¿cuánto debes?
"El dijo:
"—Cien coros de trigo. "Díjole :
"—Toma tu caución y escribe ochenta.
"El amo alabó al mayordomo infiel de haber obrado industriosamente, pues los hijos de este siglo son más avisados en el trato con los suyos que los hijos de la luz. Y yo os digo :
"—Con las riquezas injustas haceos amigos, para que, cuando éstas falten, os reciban en los eternos tabernáculos." (Lucas, XVI, 1-9.)
* * *
¿De quién es figura este hombre rico? San Buenaventura dice que representa a Dios, dueño del cielo y de la tierra, y que el mayordomo es figura de todos nosotros, que hemos recibido del Señor unos bienes que administrar. Estos bienes son los dones y gracias, de lo que debemos hacer buen uso y dar en su día estrecha cuenta.
Veinte veces más nos recuerda Jesucristo en el Evangelio que debemos dar esta cuenta. También nos lo recuerda San Pablo cuando nos dice: "Puesto que todos hemos de comparecer ante el Tribunal de Cristo, para que reciba cada uno según lo que hubiera hecho en las cosas del cuerpo, buenas o malas" (2 Corintios, V, 10).
Haremos una breve consideración: 1.° Sobre la comparecencia de un pecador ante el Tribunal de Dios. 2.° Sobre el proceso al que se le somete. 3.° Sobre la sentencia que se pronuncia.

I.—La comparecencia.
1. El temor del Juicio.
Todos temen la muerte y también debéis temerla vosotros, puesto que la muerte nos separa de todo: de los padres y parientes, de los amigos y conocidos, de las cosas que tenemos para nuestro recreo, de los bienes de fortuna, de cuanto más se quiere en el mundo. Pero la muerte en sí no es nada en comparación con lo que viene después.
¿Qué nos sucederá a todos y cada uno de nosotros en cuanto muramos? Después de muertos nuestra alma tendrá que sufrir un juicio, y ésta es la realidad que asusta incluso a los santos.
* San Cipriano exclamaba en el curso de sus muchas penitencias: "¡Ay de mí cuando tenga que comparecer ante el Tribunal de Dios para ser juzgado!"
* El venerable Ancina, al oír cantar el Dies irae, en el que se nos recuerda el juicio, quedó tan impresionado y sobrecogido que resolvió abandonar el mundo y hacerse religioso.
* El P. Da Porta, siendo religioso de santa vida, temblaba tan fuertemente cuando pensaba en el juicio, que se movía hasta el pavimento de su celda.
Si el juicio espanta de ese modo a los santos, ¿cómo no ha de espantarnos a nosotros los pecadores?

2. Al salir el alma del cuerpo.
Pensad en un pecador que acaba de morir. Está su cuerpo rígido, frío e inmóvil, tendido en la cama. ¿Qué ha pasado? Que su alma ha salido del cuerpo. Y ¿dónde se halla? En cuanto el alma se ha separado del cuerpo ha comparecido ante el Tribunal de nuestro Señor Jesucristo para ser juzgada.
¡Que cambio más profundo el del difunto! A lo mejor se trataba de un señor muy influyente en el mundo, poderoso, rico, que podía permitirse todos los placeres y satisfacciones, viéndose de continuo rodeado de admiradores y lacayos, que envidiaban su posición, riqueza y poder. Ahora, en cambio, está solo y en puro espíritu ante Dios, sin parientes ni serviles subalternos, sin amigos que le aplaudan y aclamen, sin compañeros que puedan echarle una mano, sin nada de cuanto poseía, incluso sin su mismo cuerpo. Solamente tiene consigo sus obras, lo que ha hecho durante su vida, y que es sobre lo que ha de versar el proceso a que se le somete.
Ahora verá como en un espejo todo lo bueno y lo malo hecho durante su vida, porque Dios le comunicará la luz prooia para conocerlo todo en un instante. Desvanecidas sus ilusiones, experimentará un tremendo desengaño y sentirá un amargo pesar. ¡ Ah si pudiera volverse atrás, vivir un poco más para remediar algo sus extravíos! Pero el tiempo ya no existe para él. ¡A lo hecho, pecho! Tiene que rendir forzosamente cuentas, como el mayordomo de que nos habla el Evangelio de este día.

3. La vista del Juez.
¿Cómo podrá resistir un alma pecadora la vista del divino Juez?
Delincuentes ha habido aue al presentarse ante los tribunales para ser juzgados han sufrido un sudor frío, se han desvanecido e incluso han encanecido repentinamente. Y, sin embargo, no se trataba más que de unos jueces terrenos, que lo más que podían hacer era condenar a muerte al reo, y el morir, en fin de cuentas, es algo inevitable para todos. ¿Qué será, pues, hallarse ante el Juez divino, que puede condenar a la pena eterna del infierno?
¿No habéis pensado nunca, mis queridos niños, lo terrible que tiene que ser ver por primera vez a Jesucristo enojado? imaginaos lo que ha de ser presentarse cara a cara al Dios de infinita majestad: Rex tremendae majestatis: a un Dios que lo sabe todo y a quien no se le puede engañar, por haber presenciado cuanto hacen los mortales y conocer hasta sus más recónditos pensamientos; ante un Dios omnipotente, dueño y señor de cielos y tierra, al que nadie puede oponérsele; ante un Dios que es el Juez supremo y cuya sentencia ha de ser irrevocable y eterna; Juez severísimo, pero infinitamente justo, que ha de dar a cada cual su merecido, sancionando hasta el menor acto o palabra. ¿No hay para temblar?

II.—El proceso.
1. La escena.
Apenas sale el alma del cuerpo, repetimos, comparece ante Jesucristo, constituido en Juez, y se procede a la celebración del juicio, que dura un instante, pero que para mejor comprensión imaginaremos que se desarrolla con parsimonia y lentitud.
El alma tendrá junto a sí dos ángeles muy diferentes: uno de ellos, el que le hacía en vida buenas sugerencias y la protegía; el otro, el que la perseguía y hacía malas sugerencias; es decir, el ángel de la guarda y el demonio, respectivamente. El primero hará de defensor y el segundo de fiscal o acusador. Además actuará de testigo la conciencia del compareciente.
Si el alma hubiese salido de este mundo en gracia de Dios, el ángel de la guarda se alegrará; pero en caso contrario será el ángel de las tinieblas el que cante victoria.
a) El demonio echará en cara al pecador el haber faltado a las solemnes promesas hechas en el bautismo y le presentará la lista de todos los pecados cometidos.
b) La conciencia, con su remordimiento, le hará reconocer la veracidad de lo dicho por el demonio. Si el pecador pretendiese protestar o excusarse alegando ignorancia, la conciencia le desmentiría al punto y le recordaría que si no fue bueno en vida se debió exclusivamente a mala voluntad, que no a falta de tiempo ni de buenas inspiraciones.
c) El ángel de la guarda poco podrá hacer en favor del que hubiere muerto en pecado mortal. Habiendo sido testigo de su mal comportamiento y constándole que nunca hizo caso de sus saludables advertencias, se limitará a lamentar la suerte que espera a su protegido, aunque sin poder hacer nada para remediarla.
2. Rendición de cuentas.
El divino Juez, a imitación del rico señor que tomó cuentas a su mayordomo, pedirá al pecador cuenta y razón de todas sus malas obras : Reddo rationem villicationis tuno (Lc, XV, 2) (1).
• ¿Me conoces?—Cuéntase que un rey de Inglaterra, yendo de caza, se perdió en un bosque. Llegó la noche y sintió algo de miedo. Al cabo de mucho vagar de una parte para otra, encontró por fin una casa. Llamó a la puerta y salió un villano que, no conociendo al monarca, lo recibió bastante mal, lo trató muy duramente y le hizo pasar la noche sobre un poco de paja.
Al día siguente, en cuanto el rey estuvo de nuevo en su palacio, llamó al villano que tan mal se había portado con él y le preguntó:
—¿Me conoces ahora?
Estas palabras fueron para el hombre aquel como un rayo y el infeliz cayó al suelo medio muerto de terror.
—¿Me conoces ahora? —dirá también el Juez divino al pecador—. Yo soy el Dios que te creó y al que debías haber amado y servido fielmente. Te colmé de beneficios y tú te serviste de ellos para ofenderme. Me maltrataste antes de conocerme. Ahora dame cuenta y razón de los pecados que has cometido, de los malos pensamientos, de las miradas pecaminosas, de las palabras escandalosas que has pronunciado y de las blasfemias que has proferido. Dame cuenta de lo que has hecho a solas, pensando que nadie te veía, siendo así que yo estaba presente y soy testigo de todo: Ego súm judex et testis (Jerem., XXIX, 23). Dame estrecha cuenta de tus desobediencias, de las fiestas no santificadas, de las misas perdidas, de tus faltas al Catecismo, de los escándalos dados y de las almas que por tu culpa han caído en las garras del demonio. Dame cuenta del bien que debías hacer y que no has hecho. Para todo encontrabas tiempo : para los juegos y diversiones, para las frivolidades y cosas pecaminosas; para todo menos para las oraciones y la práctica de la virtud. Te has venido levantando por la mañana y acostando por las noches sin acordarte para nada de mí. Yo instituí los sacramentos, fuentes de gracia; pero tu no te has acordado de ellos o los has profanado con sacrilegios. Ahora ve, como en una balanza, todo el mal que has hecho y el bien que te he procurado. Por ti bajé del cielo a la tierra, me fatigué y sufrí una dolorosísima Pasión, fui azotado, coronado de espinas... Por ti derramé mi Sangre y morí en una cruz. ¿Podía haber hecho más? (2).

III.—La sentencia.
¿Qué podrá responder el pecador a tales cargos? Será inútil que suplique. No tendrá defensor alguno, porque ya pasó para él el tiempo de la misericordia y no le quedará más que esperar la terrible, justa o inapelable sentencia.
Y ¿qué dirá el Juez, Jesucristo? Más o menos, éstas podrán ser sus palabras: "Puesto que durante tu vida mortal pisoteaste mi Sangre, ella será tu condenación. ¡Apártate de mí, maldito, y ve al fuego eterno!" (3).
El alma pecadora quedará entonces en poder de los demonios, que dirán muy jubilosos: "¡Eres nuestra!"
Conclusión.—Queridos niños, también compareceréis vosotros un día ante el Tribunal de Jesucristo para rendirle cuenta de vuestros actos, palabras y pensamientos. ¿Cuál será la sentencia que pronuncie? Indudablemente, la que os merezcáis. Si morís sin pecado no oiréis palabras de condenación y maldición al divino Juez, sino que seréis bendecidos y acogidos amorosamente por El en su reino.
El monje Ammán dejó el siguiente recuerdo a un joven que le había preguntado cómo podría asegurarse la salvación eterna :
—Ten siempre presente que Dios, cuyo juicio no podrás rehuir ni soslayar, te ve en todo instante, observa lo que haces, oye lo que dices y lee en tu mente y corazón. El te juzgará al fin de la vida y te dará el premio o el castigo que hubieres merecido.
Haced vuestro este recuerdo, queridos míos, pues si pensáis en el juicio evitaréis el pecado y os iréis formando un tesoro de buenas obras que llevaréis con vosotros ante el Tribunal del Señor, y con él obtendréis su bendición y el premio eterno.

EJEMPLOS
(1) El festín de Baltasar.— Baltasar, rey de Babilonia, celebró un grandioso banquete, al que invitó a mil príncipes de su reino. El y sus invitados sentían especial placer con beber el mejor vino que podía bailarse en los vasos sagrados de oro y pedrería robados en el templo de Jerusalén.
Pero en lo más animado del festín apareció una mano misteriosa que escribió en una de las paredes del salón unas palabras que causaron la mayor sorpresa y sensación en lodos los reunidos.
El rey empezó a temblar y a palidecer, y llamó a los adivinos para que descifrasen el significado de las enigmáticas palabras: mas ninguno de ellos aceptó a explicar lo que querían decir. Entonces, por insinuación de su esposa, llamó Baltasar al profeta de Dios. Daniel, a quien el monarca babilonio prometió ricos presentes si descifraba el significado de lo que aparecía escrito en la pared.
Daniel lo leyó y dijo al rey:
Sean para ti tus dones, ¡oh rey!, y haz a otros tus mercedes. Tú, Baltasar, hijo de Nabucodonosor, te has alzado contra el Señor de los cielos; has traído ante ti los vasos de su casa y os habéis servido de ellos para beber el vino tú y tus grandes, tus mujeres e invitados; has alabado a los dioses de plata y oro, de bronce y de hierro, de leño y de piedra, que ni ven ni entienden, y no has dado gloria a Dios, que tiene en sus manos tu vida y es el dueño de todos tus caminos. Por eso ha mandado El esa mano que ha trazado esa escritura. La escritura es: Mene, mene, tequel ufarsin (contado una mina, un siclo y dos medias minas), y ésta es su interpretación: MENE, ha contado Dios tu reino y le ha puesto fin; TEQUEL, has sido pesado en la balanza y hallado falto de peso; UFARSIN, ha sido roto tu reino y dado a los medos y persas.
Según lo prometido, y a pesar de la resistencia ofrecida por Daniel, mandó entonces Baltasar vestirle de púrpura, poner a su cuello el collar de oro y pregonar de él que era el tercero del reino.
Aquella misma noche fue muerto Baltasar, rey de los caldeos, y Darío, rey de Media, se apoderó del reino a los sesenta y dos años (cf. Dan., V).
Eso mismo sucederá a cada uno al fin de su vida: Dios contará los días, pesará todos sus actos en la balanza de la justicia y le dará lo que se merezca.
(2) Un parricida ante el tribunal.—El año 1879 sucedió en Polonia el siguiente hecho:
Un joven judío odiaba de muerte a su padre y pagó a un sicario para que lo matase.
El sicario fue a poner en práctica el asesinato; pero cuando estuvo delante del viejo sintió reparos y le manifestó el infame designio de su hijo. El padre le dio las gracias, le entregó una buena suma en recompensa, y su capa, diciéndole: "Llévasela a mi hijo y que sea la prueba de que me lias matado, siguiendo sus instrucciones." El sicario así lo hizo, y el mal hijo creyó que su padre estaba realmente muerto.
Entretanto, el padre denunció el hecho a la justicia y el joven fue citado a comparecer ante el tribunal que debía juzgarlo. En la sala del juicio estaba oculto el padre tras unas cortinas.
Cuando el joven asesino estuvo ante el tribunal, dijo el presidente:
El primero que ha de hablar es el querellante. Aquí tenemos el alma de tu padre, muchacho. ¡Que hable el alma!
El padre empezó a hablar con voz roma y lenta desde su lugar oculto, y dijo:
— ¡Yo soy tu padre, el padre que tanto se ha afanado por ti!...
El hijo empezó a temblar de pies a cabeza, y, mientras, prosiguió diciendo la misteriosa voz:
Tu padre, que tanto se ha sacrificado por tu bien y al que tú mandaste matar alevosamente...
Al oír por tercera vez la palabra padre, conociendo el joven la enormidad de su culpa, cayó al suelo muerto de espanto.
Una escena todavía más trágica espera al pecador cuando comparezca ante el Tribunal de Dios, que durante su vida fue un Padre amantísimo, al que sólo ofensas le infirió el infame y ruin pecador.
(3) ¡Lejos de mí!—El rey de España Felipe II (+ 1598) llamó a comparecencia a dos cortesanos que habían estado con poca reverencia en la iglesia durante la celebración del santo sacrificio de la misa. El severo monarca les dirigió una mirada terrorífica y les dijo:
—¿Así asistís al más santo de los misterios? ¡Lejos de mí y que no os vuelva a ver jamás en la corte!
Estas palabras produjeron tremenda impresión en aquellos infelices, que se retiraron temblando y llorosos.
Tal fue la depresión de ánimo que se apoderó de ambos ex cortesanos, que uno de ellos murió a los dos días y el otro se volvió loco.
Si tanto poder ejerció la mirada de un rey de la tierra, ¿cuál no será la congoja y el espanto del pecador cuando vea enojado al Rey del cielo y le oiga pronunciar la terrible sentencia: "¡Apártate de mí, maldito!"?

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