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jueves, 3 de noviembre de 2011

De la integridad perfecta de la Madre de Dios


Excepción de toda concupiscencia.—Consonancia de esta prerrogativa con la preservación de toda falta, así original como personal.—Las diversas opiniones de los teólogos pueden concordarse en una explicación más completa de este misterio.—Solución de algunas dificultades.

I. María fue inmaculada en su concepción. El honor del Hijo no permitía que aquella que había de ser su Madre fuese, ni siquiera por un instante, esclava del pecado. Entró en el mundo pura, santa, coronada de inocencia y de gracia: un lirio entre espinas. Y lo que fue en el primer instante, eso fue en todos los de su vida; entre Ella y el pecado jamás hubo alianza alguna. Pero, ¿no se extiende más allá de estos dos privilegios la incomparable pureza de María? Tener por ociosa esta cuestión sería desconocer o no haber meditado bien los desórdenes que llevamos dentro de nosotros mismos.
Quienquiera que entre dentro de sí mismo podrá comprobar un hecho tan humillante como doloroso: el imperio se escapa de las manos de aquel que debiera tener el cetro. La razón y la voluntad, reinas por derecho, con harta frecuencia se convierten en esclavas de las facultades inferiores. En todo caso, sus órdenes son más o menos discutidas, y su dirección, más o menos desacatada. ¿Qué hombre es tan dueño de su imaginación que pueda reprimir todos sus extravíos; tan señor de los apetitos sensuales, que no tenga que luchar contra sus atracciones violenta? y que a menudo no tenga que avergonzarse de sus rebeldías? El desorden no consiste en que la parte sensible de nuestro ser apetezca los bienes sensibles, ni tampoco en que tengamos afecciones vivas y pasiones: antes, todo esto pertenece a la perfección del ser humano. El desorden consiste en que estas afecciones y pasiones, que deberían ser siervas, sacuden su natural dependencia, y en vez de esperar las órdenes de la razón para seguirlas, se les adelantan o las contradicen, y aun a veces arrastran a la razón hacia objetos y deleites que el deber prohibe.
Y es tan grande nuestro mal, que ni la santidad, aun la consumada, basta para restablecer la subordinación perfecta que sería nuestra gloria y nuestra seguridad. Se puede, con el divino auxilio, resistir a estas deplorables indicaciones, y hasta reconquistar el imperio perdido; pero la carne sigue siendo carne de pecado, un enemigo contra el que hemos de estar alerta, si no queremos ser víctimas de sus seducciones o de sus arrebatos. Nunca es San Pablo tan elocuente como cuando habla de estas luchas entre el espíritu y la carne: "Según el hombre interior, me complazco en la ley de Dios; pero siento en mis miembros otra ley que combate contra la ley del espíritu..." Y en otro lugar: "La carne apetece contra el espíritu, y el espíritu contra la carne; y estas cosas se oponen la una a la otra, de manera que no podéis hacer lo que quisierais" (Rom., VII, 22. sqq., Gal. V, 17).
La Teología, para expresar con una sola palabra este desorden interior, ha tomado del Apóstol los nombres de concupiscencia o codicia. ¿Qué debe entenderse, propiamente, con estas denominaciones? La parte inferior de nosotros mismos, en cuanto escapa del dominio de la razón y en cuanto es el manantial de donde brotan y la hoguera donde se encienden las afecciones desordenadas: inclinación hacia las cosas bajas, movimientos súbitos de cólera, de aversión, de odio.
Las Sagradas Escrituras dan a la concupiscencia el nombre de pecado (Rom., VII. 20), no porque sus inclinaciones sean verdaderamente pecado cuando se las resiste, cuando se las reprueba, cuando se da el sentir, pero sin el consentir, sino, como dice el Concilio de Trento, porque viene del pecado e inclina al pecado (Conc. Trident., Sess. V, can. 5). Viene del pecado, porque, si la imaginación no está por entero sometida al espíritu, las pasiones a la voluntad, la carne al alma, es porque, por la culpa original, pedimos el privilegio gratuito que suplía las imperfecciones de la naturaleza y ponía orden en todo nuestro ser. Lo que admiramos en el segundo Adán, Jesucristo, Señor Nuestro, habíalo dado Dios, como dote transmisible a sus hijos, al primer Adán, padre del linaje humano: el espíritu sometido al gobierno de Dios por la gracia original, y las potencias inferiores sujetas al gobierno del espíritu por el don sobrenatural de la integridad. La rebeldía del hombre contra Dios, su Señor y su Dueño, trajo como consecuencia la pérdida de la gracia para el alma, y para el hombre todo entero el desorden de que se lamentaba el Apóstol.
La concupiscencia procede del pecado e inclina, además, al pecado. ¿Cómo puede ser esto? Con sus atractivos, sus seducciones, sus resistencias y sus asechanzas. Por esto se la llama frecuentemente foco, estímulo, cebo del pecado: fomes peccati. Y adviértase que la parte sensible del hombre ha venido a ser concupiscencia, no por adición, sino por substracción. Con razón se la ha comparado a un caballo fogoso que se ha desembarazado del freno que lo guiaba, dirigía su ardor ciego y contenía sus ímpetus.
La cuestión presente no versa acerca de si la Bienaventurada Virgen se dejó llevar voluntariamente de los movimientos desordenados del apetito sensible. ¿Pudo tal cosa acontecer sin que en el punto mismo dejase de ser la perfectamente inocente? Mas a una Madre de Dios no le basta el no consentir. Los Doctores y los Santos Padres, con voz unánime, afirman que la Santísima Virgen no supo por experiencia propia qué cosa sea movimiento desordenado, por débil que fuere. Como quiera que la concupiscencia lleva el nombre de pecado, aun cuando no sea el hombre culpable por sentir, sin consentir, sus movimientos desordenados, la tradición toda entera no hubiera dado los títulos magníficos de pura, purísima, más que pura, más que purísima; pura, en fin, en todos los órdenes, a aquella a quien la concupiscencia hubiera tocado, de cualquier manera, con su contacto ignominioso.
El Oriente profesa expresamente este privilegio de la Madre de Dios. "¿Por qué, cuando hablamos de Ti, pensar en el placer sensual, del cual tu virginidad no sintió nunca el más ligero deseo ni conoció el menor aguijón? ¡Tan fuerte y tan victorioso era en Ti el imperio del espíritu sobre un cuerpo juntamente tan delicado y tan hermoso!" (Joan. Geometr., serm. in SS. Deip. Annunt., n. 35. P. G.. CVI, 844). Esta Virgen es "la fuente sellada donde ni el ojo de Dios ni el de los ángeles hallaron nunca el menor vestigio ni de turbación ni de cieno: jardín cerrado al que no tuvo acceso ningún pensamiento vicioso" (Irem, ibíd., n. 8. c. 817: Jacob. Monach., Or. in praesent., n. 4. P. G., CXXVII, 604 ; Georg. Nicomed., Orat. in SS. Deip. ingresa. P. G.. CXVI, 1428). "En Ella, ninguna imaginación vana o que pudiera dañar al alma; un espíritu gobernado únicamente por Dios; todos los efectos enderezados hacia bienes verdaderamente dignos de amor; cólera e indignación solamente contra el pecado y contra el demonio, su padre": he aquí lo que siempre fue María (San Juan Damasc., hom. 1 in Nativit. B. M. V.. n. 9. P. G., CXVI, 576). Hemos querido citar estos textos de Doctores del Oriente, porque su doctrina acerca de este punto es quizá menos conocida.
Dos controversias dieron ocasión al Occidente para testificar en forma más explícita su fe en este privilegio. Diremos ahora de la primera y más antigua. De la segunda hablaremos cuando llegue el momento de explicar hasta dónde se extiende la integridad de la Santísima Virgen.
Durante el siglo XII, la fiesta de la Concepción dió lugar a muchas discusiones en la Iglesia latina. Esforzábanse unos en propagarla; otros, y eran éstos los de más relieve, como San Bernardo, querían, o suprimirla, o, por lo menos, diferir su celebración hasta que la Sede Apostólica la sancionase con su aprobación. En un cambio de cartas sobre este asunto entre un monje inglés del Monasterio de San Albano, llamado Nicolás, y Pedro de Celle, campeón de San Bernardo, el segundo fue acusado por su antagonista de negar a María la prerrogativa de que tratamos. Pedro, indignado por la acusación lanzada contra él, protesta reiteradamente de su fe en la integridad perfecta de María: "Yo confieso —dice— y creo que María, por la operación preventiva de Dios, Deo praeoperante, no sintió jamás el fuego de la concupiscencia" (Petr. Cellens., epist. 171. P. L. CCII, 618). "El Verbo de Dios, semejante al fuego que funde y purifica la plata, la purificó desde el principio. No quería que Ella sintiese jamás la mordedura de los gusanos de nuestra común podredumbre; Ella, que había de engendrar a Jesús; a Jesús, a quien la corrupción no tocó ni en el vientre de su Madre ni en el sepulcro" (Idem, serm. 69 de Assumpt. B. M. V. ibíd., 856). Y en otro lugar: "La virginidad de María, toda hermosa y toda pura, nunca conoció el aguijón de la carne ni sus incentivos" (Idem, serm. 28 de Assumpt.; ibíd., 723). Si María tuvo que sostener asometidas, no pasaron de lo exterior, como en Jesucristo. "Huerto cerrado donde no se oyó nunca ni el soplo ni el silbido del corruptor de todo bien, y que no se abrió sino al Rey de los siglos" (Petr. Cellens., serm. 75; ibíd, 871). Así pensaba aquel gran monje, a quien se acusaba de ser poco favorable a la integridad de la Madre de Dios. Y esto es prueba manifiesta de que toda la Iglesia estaba de acuerdo en reconocer esta prerrogativa como dote necesaria de la divina maternidad.
Esto mismo testifica, también por aquella misma época, el comentario de Ricardo de San Víctor sobre estas palabras del Salmista: Venid y ved las obras del Señor y los prodigios que ha hecho en la tierra, aniquilando la guerra hasta las extremidades del mundo (Ps. XLV, 10). "¿Cuál es —pregunta— esta tierra de donde todas las guerras han sido por entero desterradas, sino aquella de la que el mismo Profeta cantó: la verdad se levantó de la tierra, y la justicia miró desde lo alto de los cielos? (Ps. LXXXIV, 12).
"En esta tierra, ningún combate; antes, la plenitud de la paz (Ricard. a San Víctor, de Emann., L II, c. 29. P. L. CCXXVI, 663).
"Para los otros Santos es cosa grande el no poder ser vencidos de los vicios; la maravilla que se ve en la gloriosa Virgen es no poder ser ni atacada. A los otros Santos les está mandado que no dejen que el pecado domine en su cuerpo mortal; a la Virgen sola le fue concedido singularmente que el pecado no habitase en su carne". "No reine ya el pecado en vuestro cuerpo mortal", escribe el Apóstol a los romanos (Rom. VI, 12). Veis que el Apóstol ordena que el pecado no reine; pero, ¿ordena también que el pecado no habite en la carne? Oíd lo que dice después: "Si yo obro el mal que yo no quiero, no soy yo quien lo obra, sino el pecado que habita en mí" (Rom., VII, 20). La exterminación total del pecado que se obró en la Santísima Virgen espéranla los otros Santos para lo venidero, no ciertamente en este cuerpo mortal, sino en el mismo cuerpo revestido de inmortalidad... Lo soberanamente admirable de la Virgen Santísima, el don singular con que fue Ella, y ningún otro, enriquecida, es que en Ella se den juntas tanta corruptibilidad y tanta incorruptibilidad: corruptibilidad, en las cosas que tocan al dolor y al trabajo; incorruptibilidad, en las que tocan al pecado" (Ricard. a S. Víct., ibíd., c. 31, col. 664).
Sabido es con cuán vigilante cuidado procuró el canciller Gerson no decir cosa exagerada acerca de las prerrogativas de la Santísima Virgen. Pues véase cómo habla de esta prerrogativa de que vamos tratando: "La conversación de nuestra Bienaventurada era ya en los cielos; ya poseía como un esbozo de las cualidades del cuerpo glorioso, gracias a la perfección de sus virtudes y al dominio que su espíritu ejercía sobre el alma y sobre las facultades orgánicas... En particular, su cuerpo no tenía la posibilidad por la que el nuestro cede a los primeros movimientos... El espíritu iba delante de todas las impresiones interiores que no se sustraen absolutamente al gobierno de la razón, para así regularlas. Fue madre sin haber experimentado ninguno de los padecimientos comunes a todas las otras madres; nunca conoció por experiencia propia la tiranía de la concupiscencia; libre de toda rebeldía en su carne virginal, apaciguaba con su mirada y con su voz las turbaciones de los sentidos de aquellos que la veían y oían" (Gerson, Trart. 4 super Magníficat, t. IV (Edic. Ant.), p. 285).

II. Este privilegio de la integridad perfecta no fue un hecho aislado en la vida de la Santísima Virgen. Va unido, indiscutiblemente, con las otras prerrogativas: con la Concepción inmaculada como un efecto con su causa; con la impecancia absoluta como una causa con su efecto, y, mediante la Concepción inmaculada y la impecancia absoluta, con la maternidad divina.
Decimos, en primer lugar, que va unido con la Concepción inmaculada como un efecto con su causa. ¿De dónde, si no, provienen la concupiscencia y, en general, la insumisión de nuestras facultades inferiores, imaginación, apetito sensible, respecto de la razón? La respuesta es bien conocida: del pecado de origen. La concupiscencia entra en nosotros como parte de la herencia que nos corresponde por el pecado. Es llana, pues, la consecuencia: Como la Santísima Virgen fue absolutamente preservada del pecado original, por el caso mismo debió ser plenamente exenta de la concupiscencia y de sus anejos.
En vano se argüiría, para eludir esta conclusión, que el Bautismo nos libra del pecado de origen y, sin embargo, nos deja la concupiscencia como campo de combate y de victoria; de donde parece que podría inferirse que la exención de pecado no implica la exención de la concupiscencia en María.
Cierto que la concupiscencia permanece en los bautizados; pero esto no destruye la conclusión que hemos deducido respecto de la Santísima Virgen. He aquí la razón conveniente. El Bautismo no es para nosotros un obstáculo que impida la invasión del pecado. No reserva: sólo borra. Por tanto, la concupiscencia entra junta con el pecado; pero no es necesario que salga en el instante mismo en que Dios nos libra del pecado, pues es separable de él. Muy distinto era el caso de María. El privilegio de preservación que cerró la entrada de su alma al pecado, la cerró también a la concupiscencia, porque ésta viene en pos del pecado, como efecto que es de la privación de la gracia original, de la misma manera que la integridad hubiera acompañado en el hombre inocente a la gracia original y con ella hubiese sido transmitida. Con esto se entenderá bien todo el alcance de las palabras de la Bula Ineffabilis, en la que el dogma de la Concepción inmaculada fue promulgado por Pío IX. Dícese en dicho documento que María fue redimida de una manera más sublime, no solamente porque la virtud de la sangre de Jesucristo la preservó del pecado que, en virtud de su origen, hubiera debido contraer, como los demás hijos de Adán, sino también porque fue exenta totalmente de nuestra nativa propensión al mal, triste fruto del pecado.
Que este privilegio de la inmunidad vaya íntimamente unido con el de la impecabilidad de María como la causa con su efecto parecerá cosa indudable a quien haya meditado la doctrina contenida en el capítulo anterior. En efecto, aunque los movimientos de la concupiscencia no son de suyo culpables, causan en quien los padece una necesidad moral de caer algunas veces en faltas veniales; faltas, si no plenamente deliberadas, por lo menos semideliberadas. ¿Por qué? Porque como el apetito inferior, por su naturaleza, tiende hacia los bienes sensibles que los sentidos y la imaginación le presentan, sin pasar por la censura de la razón, forzoso es que nazcan en el alma movimientos más o menos desordenados. Por otra parte, aunque la voluntad tienda hacia Dios, no puede ejercer una vigilancia sobre sí misma, un esfuerzo de atención tan constante, que nunca se deje conmover ni sorprender, hasta el punto de dar algún consentimiento, por lo menos, imperfecto.
Cierto que siempre es posible evitar cada una de estas faltas aisladamente, pues si así no fuera, no serían faltas morales. La imposibilidad recae sobre el conjunto y sobre la continuidad. Y así podemos, por ejemplo, si nos hacemos violencia, evitar muchas distracciones; pero no tener ninguna es cosa que excede a nuestras fuerzas. ¿Quién no ve la diferencia que hay entre el esfuerzo de algunos instantes y el esfuerzo perseverante que ha de durar toda la vida? (San Thom., de Veritat.. q. 24. a. 12). Por consiguiente, si plugo a Dios conservar a su Madre pura, limpia de toda falta y de toda imperfección, debió preservarla de las seducciones y de los asaltos de la concupiscencia. En Ella, pues, por singular privilegio de la divina misericordia, no se dió ni el consentir, ni tampoco el sentir de la concupiscencia.
Hemos dicho, por último, que este privilegio se relaciona, por medio de la Concepción inmaculada y por medio de la impecancia, con la maternidad divina. Y es cosa evidente; porque María fue preservada del pecado original y del pecado actual, precisamente porque Dios la destinaba para la dignidad de Madre suya.

III. En lo que va dicho, todos los maestros de la Teología están de acuerdo. Y de acuerdo están también cuando tratan de María ya Madre de Dios: no sólo impedía la divina Providencia que la concupiscencia pase de la potencia al acto, sino que, desde que María fue Madre de Dios, ni aun la potencia de sentir los efectos de la concupiscencia existió en Ella; la nube bienhechora que le trajo al Verbo apagó para siempre el fuego del mal. El desacuerdo entre los doctores se refiere al tiempo que precedió a la Concepción del Hijo de Dios.
Los maestros más antiguos de la Escolástica, es decir, en general, aquellos que todavía no se atrevían a confesar la Concepción inmaculada de María, establecían una diferencia entre las dos épocas. En la primera santificación (Los teólogos llaman primera santificación de María aquella en la que su alma recibió por vez primera la gracia santificante, y segunda santificación a la ofusión sobreabundante de gracia que se obró en ella en el momento de ser elevada a la maternidad divina), el estímulo del pecado, el fomes peccati, quedó solamente amortiguado; en la segunda, apagado; en otros términos: la primera santificación suprimió sólo los actos de concupiscencia; la segunda suprimió de raíz la concupiscencia misma. Mientras María no fue Madre de Dios pudo experimentar los atractivos y las tendencias contrarias a la regla de la recta razón, aunque de hecho la protección divina, cerniéndose siempre sobre Ella, siempre la preservase de tales tendencias y atracciones. Mas, una vez que concibió al Verbo encarnado, la imaginación, el apetito sensible, todas las fuerzas inferiores del ser fueron totalmente restablecidas en su orden primordial por el don de la integridad. "Y esto es —dice el Doctor Angélico— lo que está indicado en el texto de Ezequiel: He aquí que la gloria del Dios de Israel entraba por la puerta oriental, es decir, por la Bienaventurada Virgen; y la tierra, es decir, la carne virginal de María, resplandecía con su majestad, es decir, con la majestad de Cristo" (San Thom., 3 p., q. 27, a. 3). Así opinan, con el Angel de las Escuelas y San Buenaventura, la mayor parte de los antiguos doctores: Alberto Magno, Ricardo de San Víctor, Pedro de Tarantasia y muchos otros (San Bernardino de Sena, aunque era partidario convencido de la Concepción inmaculada, parece que se inclina a la opinión de estos doctores citados. (Serm. 4 pro Concept. immaculat., a. 1, c. 4, t. IV, p. 87. Lugd., 1650.) Así sentía también Pedro de Poitiers, uno de los escolásticos más antiguos: "Nec tamtum mundata fuit caro Christi in conceptione, sed etiam reliquia caro Virginis in qua omnino est extinctus fomes peccati, ut postea non potuerit peccare." (Sent., L. IV, c. 7. P. L. CCXI, 1165)).
Según fue preponderando en las escuelas la doctrina de la Concepción sin mancha, de María, fue cesando también la distinción que hacían estos doctores entre los dos estados de la concupiscencia. En la primera santificación de la Santísima Virgen, la concupiscencia quedó, no sólo adormecida, sino totalmente apagada por una gracia verdaderamente maravillosa. No era sólo un enemigo tan bien encadenado que no podía hacer daño, sino un enemigo reducido a la impotencia y a la muerte. Tal es, en particular, el sentir de Suárez (Suár., de Myster. vitae Christi, D. 4, S. 5) que, si no nos engañamos, ha venido a ser común entre los teólogos.
Por nuestra parte, no vemos cómo, una vez establecido el dogma de la Concepción inmaculada de la Santísima Virgen, pueda ponerse en tela de juicio esta doctrina. Porque si María no contrajo el pecado común de nuestra naturaleza y sí, por consiguiente, no fue privada, como nosotros, de la justicia original, ¿por qué no había de recibir desde el principio lo que es natural cortejo de la justicia original, es decir, el don de la integridad que en el primer hombre establecía la más concertada subordinación del hombre exterior al hombre interior, de la carne al espirítu? (Despide a tu sierva con su hijo, decía Sara refiriéndose a Agar; y la Sagrada Escritura nos dice que Abraham despidió al uno y al otro. El hijo, Ismael, es la concupiscencia, y la madre, Agar, es la privación de la gracia original. Era, pues, necesario que la exclusión de ésta llevase consigo la exclusión total de aquélla. (Gén., XXII, 10, sqq.)). Por otra parte, si Dios, queriendo prepararse una Madre hermoseada con inmaculada pureza, preservó a María de todos esos movimientos desordenados que son nuestras tentaciones y nuestra prueba, ¿no pedía la suave conducta de su providencia que fuese suprimida la causa misma de aquellos movimientos? Así vemos cómo Dios infunde a sus hijos de adopción las virtudes sobrenaturales, principios inmanentes y permanentes de los actos que responden al nuevo ser, aunque estos mismos actos pudieran muy bien producirse mediante auxilios de gracia extrínsecos y transitorios.
Cosa singular: los antiguos doctores, que generalmente ponían al privilegio de María restricciones que los posteriores no admiten, parece que le reconocen una integridad más perfecta desde el momento en que fue Madre de Dios. En efecto, si preguntamos a Suárez y a otros teólogos que siguen su opinión cómo se ha de entender la extinción de la concupiscencia, responden alegando estas dos causas: primera, la gracia sobreabundante y las virtudes heroicas que desde el principio fueron infundidas en el alma de María; segunda, la protección especialísima y constante de Dios, con la que estaba como circundada y envuelta. Ahora bien: esto es lo mismo que Santo Tomás y San Buenaventura y sus contemporáneos llaman concupiscencia adormecida.
Según estos doctores, una vez extinguida la concupiscencia, ya no serían necesarios los socorros exteriores ni la gracia excitante o preveniente para impedir que produzca sus frutos. Las facultades sensibles estarían totalmente sometidas al imperio de la razón; tan sometidas, que no podrían obrar sin su dirección y consentimiento (San Thom., 3 p., q. 27, a. 4, ad 1).
Esta es, repetimos, la doctrina del Angel de las Escuelas; éste también el sentir del Doctor Seráfico. "En la primera santificación de la Virgen —escribe éste—, el fomes del pecado quedó como adormecido; en la segunda, extinguido y detruído. Este fomes tiene su principio en la carne, y de la carne sube al alma. Ahora bien: en su primera santificación, la Bienaventurada Virgen recibió una perfección de gracia bastante para que refluyese sobre los sentidos y contuviese el estímulo del pecado, hasta el punto de paralizar todos sus efectos. Pero en la segunda santificación, cuando el Espíritu Santo descendió, no sólo sobre el alma, sino también sobre la carne de María para obrar en ella y formar de ella el cuerpo inmaculado de Cristo, hizo a esta carne inmaculada, porque extirpó de ella el aguijón de mal, toda concupiscencia" (San Bonav., in III Sent., D. 3, p. 1, a. 1, q. 2, ín corp. et ad. 4). Por tanto, la extinción de la concupiscencia supone, además de la sobreabundancia de gracia, una adaptación singular de las facultades inferiores al gobierno del espíritu; adaptación que no procede de la naturaleza, sino de un principio interior puramente gratuito, ex abundantia gratiae, como dicen los antiguos doctores.
No ahondaremos más en la explicación de una subordinación de la carne al espíritu, tan absoluta y tan sorprendente. Bástenos saber que será privilegio de los gloriosos habitantes del Cielo, después de la resurrección de la carne; pues no creemos que entonces, para que el alma sea señora totalmente de sus potencias sensibles, necesite ninguna asistencia exterior. Y, ¿cómo, siendo posible el Cielo esta subordinación total, había de ser imposible en la Tierra, en la Madre de Dios?.
Para que resalte más esta diferencia que hay entre la doctrina de los antiguos teólogos y los más recientes, compararemos las ideas de los unos y de los otros acerca del don de la integridad, privilegio del hombre antes de su caída. Según Suárez, el hombre, en virtud de este privilegio, no podía experimentar ningún movimiento desordenado del apetito inferior, ninguna tendencia capaz de poner obstáculo a la recta razón, ora adelantándose a sus órdenes, ora oponiéndose a ellas después de dadas: "Ut sentire non posset preavenientes motus inferioris appetitus rectae rationi adversos, multoque minus subsequentes rationi jam imperanti adversantes." (De opere sex dierum. L. III, c. 12, n. 4.) Por donde se ve que en el estado de inocencia no todos los movimientos de las fuerzas sensibles estaban sujetos al imperio de la recta razón, sino sólo aquellos que podían, embarazarla en el ejercicio de sus operaciones propias. (Cf. ibíd., c. 13, n. 20.) Por consiguiente, la subordinación no era completa. Para Santo Tomás, por el contrario, "el estado de inocencia del apetito inferior estaba totalmente, totaliter, sometido a la razón"; de tal manera, que no tenía ninguna inclinación, ninguna acción que no estuviese bajo la dirección de las facultades superiores. (San Thom., 1 p., q. 05, a. 2; col. de Veritate, q. 26, a. 8.) Y de aquí procede la divergencia que hemos observado, cuando se trata de la Santísima Virgen.
Como consecuencia de la doctrina de Suárez acerca del estado primitivo del hombre, puédense admitir en María actos de apetito sensitivo y de la imaginación que escapasen, en parte al menos, al gobierno de la voluntad; pero a condición de que no sean actos desordenados, es decir, actos que por su naturaleza conduzcan al mal y estorben el libre vuelo de la voluntad hacia el verdadero bien. Santo Tomás también admite estos movimientos, pero sólo para aquel tiempo en que la concupiscencia, fomes peccati, estaba ligada o adormecida, no apagada o destruida en María. "Fuit in Beata Virgine appetitus sensitivus rationi subjectus per virtutem gratiae ipsam sanctificantis, quod nunquam contra rationem movebatur, sed secundum ordinem rationis. Poterat tamen habere aliquos motus súbitos non ordinatos ratione. (In Domino autem Jesu-Christo aliquid amplius fuit; sic enim inferior appetitus in eo rationi subjiciebatur ut ad nihil moveretur nisi secundum ordinem rationis, secundum scilicet quod ratio ordinabat vel permittebat appetitum moveri propio motu..... Sed quia in Beata Virgine non erant inferiores vires totaliter rationi sujectae ut scilicet nullum motum haberent a ratione non praeordinatum; et tamen sic cohibebantur per virtutem gratiae, ut nullto modo contra rationem moverentur; propter hoc solet dici quod un beata Virgine post (primam) sanctificationem remansit quidem fomes peccati secunmum substantiam, sed ligatus." (San Thom., Compend. theolog., c. 224.)
De manera que, según Santo Tomás, "quantum ad hoc (id est, ad carentiam fomitis) gratia (primae) sanctifications in Virgine non habuit vim originalis justitia... sed remansit (fomes ligatus) per abundantiam gratiae quam in sanctificatione recepit et etiam perfectuis per divinam providentiam, sensualitatem ejus ab ommi inordinato motu prohibentem ; postmodum autem in ipsa conceptione carnis Christi in qua primo debuit refulgere peccati inmunitas, credendum est quod ex prole redundaverit in matrem, totaliter fomise substracto", como ya lo había dicho el mismo santo doctor en el mismo artículo. "Hoc modo quod praestitum fuerit beatae Virgini, ex abundantia gratiae descendentis in ipsam, ut talis esset dispositio virium animae in ipsa, quod inferiores nunquam moverentur sine arbitrio rationis." (3 p., q. 27, a. 3.)

Por consiguiente, para concluir, si queremos abrazar la sentencia más verosímil, es preciso tomar los elementos de ella de cada una de las opiniones que dejamos expuestas. Con Suárez y sus seguidores, diremos que la concupiscencia estuvo apagada en María desde el primer instante de su existencia mortal, y, con Santo Tomás y los antiguos doctores, añadiremos que la extinción de la concupiscencia no dejó subsistir los principios de la misma, y que, por tanto, los dones interiores bastan para explicar el don de la integridad, sin que sea manester recurrir a la asistencia de socorros exteriores.
Para los Santos es cosa ardua llegar, a fuerza de luchas y de victorias, a reprimir las rebeldías de la sensualidad. Para María no hubo sino victoria, nunca lucha, porque la rebeldía era imposible. Como su divino Hijo, pudo ser tentada con tentación externa; pero con tentación interna, jamás; porque dentro de Ella no había lugar para el cómplice del tentador ("Tentari per suggestionem potuit, sed ejus mentem peccati delectatio non momordit. Atque ideo omnis diabólica tentatio foris, non intus, fuit." Esto dice San Gregorio de la tentación de Nuestro Señor, y esto habría de repetirse de su divina Madre si el demonio la tentó como a su Hijo. (San Greg. M. hom. in Evan., hom. 16, n. 1, P. L. LXXXVI, 1135.)).

IV. Aclaremos y completemos esta doctrina acerca de la integridad de la Inmaculada Virgen, resolviendo algunas objeciones principales relacionadas con los diferentes puntos expuestos.
En primer lugar, parece que fuera más ventajoso y más glorioso para la Santísima Virgen haber tenido que luchar con la concupiscencia y haberla vencido. Más ventajoso, porque a San Pablo, que "tres veces pidió al Señor que le librase del aguijón de la carne, fuéle respondido: Te basta mi gracia, pues la virtud se perfecciona en la debilidad" (II Cor., XII, 8, 9). Más glorioso, porque Jesucristo más victoriosamente caminó sobre las olas levantadas por la tempestad que sobre las ondas tranquilas del mar (Matth., XIV, 25; cum parall.).
A esta dificultad pudiérase responder, en primer lugar, siguiendo a muchos santos Padres y graves intérpretes, que en el primer texto no es cuestión ni de concupiscencia ni del perfeccionamiento de las virtudes. El aguijón de la carne era un mal físico que padecía el Apóstol y que le impedía trabajar en su ministerio. La gracia le bastaba, porque el poder divino brilla mejor en la flaqueza del hombre. Sin embargo, si aceptamos la interpretación más corriente y vulgar, diremos, con el Doctor Angélico: "La flaqueza de la carne es, en verdad, ocasión de adquirir la virtud perfecta, pero no causa sin la que sea imposible obtenerla. No era necesario que la Virgen tuviese todas las ocasiones posibles de perfección. La abundancia de la gracia bastaba para hacerla excelentemente perfecta" (San Thom., 3 p., q. 27, a. 3, ad 2). Así responde el Angélico al primer miembro de la dificultad.
Veamos ahora cómo resuelve la segunda parte de la dificultad, hablando de Nuestro Señor Jesucristo: "El espíritu manifiesta su fuerza por la resistencia que opone a las rebeldías de la concupiscencia; pero la manifiesta también y más gloriosamente cuando la carne está tan del todo comprimida por su virtud, que la carne no puede ni recalcitrar contra él. Y como en Cristo el espíritu había alcanzado el supremo grado de fuerza, gozó del privilegio de no tener nunca que reprimir una insurrección de la concupiscencia".
Idem, ibíd., q. 5, a. 3, ad 3. Como el Angel de las Escuelas sentía también San Agustín. En un elocuente apóstrofe, dirigido contra los pelagianos, en el que afirmaba y deploraba la lucha de la carne contra el espíritu, exclamaba el gran Obispo: "¡Cómo! ¿No queréis que la concupiscencia que resiste a la razón cese de existir en vosotros? Bien miserables son vuestros deseos si es que no suspiráis por veros libres de semejante adversario. Por lo que a mí toca, todo lo que se rebela en mí contra el espíritu, todas las delectaciones que me agitan y me trastornan, todo esto, repito, quisiera exterminarlo. Y, aunque con el socorro de Dios yo no consentiré, mejor fuera no tener con quien combatir. Infinitamente más deseable me es no tener enemigo a quien vencer." Serm. 30, n. 4. P. L., XXXVIII, 189.)

La segunda dificultad va especialmente contra una de las pruebas con que hemos demostrado la integridad perfecta y primordial de María. El fomes del pecado, en el hombre caído, no tiene otra causa que la pasibilidad del cuerpo, es decir, la pérdida total de la justicia original que sometía las fuerzas inferiores al espíritu, y el cuerpo al alma. Por tanto, si María, por su exención del pecado original, no estuvo libre ni de los padecimientos ni de la muerte, por la misma razón tampoco lo estuvo de los posibles desórdenes de la sensualidad.
Respuesta: la muerte, el dolor y las otras penalidades del mismo género no inclinan de suyo al pecado como lo hace la concupiscencia. Esta participa del mal moral; aquéllas son males puramente físicos. Por esto el mismo Jesucristo, que tomó sobre sí nuestras flaquezas corporales, repudió de su naturaleza humana hasta la sombra de concupiscencia. La conformidad de la Madre con el Hijo pedía que María participace de los padecimientos de Cristo, pero no de nuestras flaquezas morales (San Thom., 3 p„ q. 27, a. 3, ad 1). Leed las Sagradas escrituras y veréis cómo la concupiscencia es estigmatizada con el nombre de pecado; mas los padecimientos son propuestos como precio de la redención del mundo y como segurísimo medio de participar de la redención.
La opinión, que tenemos por mucho más probable, según la cual el don de la integridad se remonta a la primera santificación de María, da lugar a otras dos cuestiones. Lo primero puede uno preguntarse cómo la turbación en que cayó la Virgen al recibir el mensaje del Arcángel puede concillarse con el imperio que nosotros suponemos que ejercía sobre todos los movimientos de sus facultades sensibles. Pero, a poco que reflexionemos sobre el texto de San Lucas, veráse que en esta turbación no hay cosa que sea incompatible con un dominio perfecto sobre las impresiones y las pasiones del alma. "Llegándose el Angel a Ella, le dijo: Yo te saludo, llena de gracia; el Señor es contigo, bendita eres entre todas las mujeres. Y habiendo oído esto María, se turbó de estas palabras y pensó qué sería aquella salutación. Mas el Angel le dijo: No temas, María, etc." (Luc., I, 28-30). En efecto, la turbación en sí misma no supone la menor insubordinación en las facultades inferiores de que se origina, pues Nuestro Señor, tan dueño de sus pasiones, experimentó movimientos semejantes. Se turbó delante del sepulcro de Lázaro; se turbó en vísperas de su Pasión; se turbó ante la próxima y prevista traición de Judas (Joan., XI, 33; XII, 27; XIII, 21). Tampoco es, ni por las causas ni por las circunstancias, imperfecta la turbación de María. Por sus causas fué muy conforme a la recta razón. ¿Qué fue lo que turbó a la Santísima Virgen? El sagrado texto lo dice formalmente. No se turbó por lo que veía, sino por lo que oía: turbata est in sermone ejus. De aquí que Ella se preguntase: pero, ¿qué saludo es éste? María, humilde, retirada, tan pequeña a sus propios ojos, no pudo nunca pensar que un ángel se rebajase delante de Ella para saludar y, sobre todo, para saludarla con palabras tan enaltecedoras. Le turbaba su humildad, quizá también sospechaba que era caso de un misterio en el que peligraba su estimadísima virginidad. Como quiera que fuese, ya la turbación naciese de la humildad, ya del amor de la virginidad, ni la razón ni la fe pueden condenarla, porque en el uno y en el otro caso, refléjase una virtud admirable.
Dos fueron las causas de la turbación de María: las palabras tan laudatorias de Gabriel y la forma tan respetuosa con que la saludó. No cabe maravilla en que el Arcángel se humille así delante de esta jovencita, porque en ella ve a la Madre de su Dios, a su Reina. Pero sí había razón para que se maravillase y suspendiese una hija de los hombres, pues hasta entonces habían sido los ángeles quienes recibían los homenajes de los mortales. Hermoso pensamiento que el Angel de las Escuelas declaró extensamente al principio de su opúsculo sobre la Salutación angélica: "Et ergo circa primum considerandum quod antiquitus erat valde magnum quod Angelí apparerent hominibus; vel quod homines facerent eis reverentiam, habebant pro maxima laude. Unde et ad laudem Abrahae scribitur, quod recipit Angelos hospitio et uod exhibuit eis reverentiam. (Gén., XVIII, 2.) Quod autem ángelus faceret homini reverentiam, numquam fuit auditum, nisi postquam salutavit Virginem, reverenter dicens, Ave. Quod autem antiquitus non reverebatur hominem ángelus, sed homo Angelum, ratio est quia Angelus erat major homine; et hoc quantum ad tria. Primo, quantum ad dignitatem. Ratio est, nam Angelus est naturae spiritualis.. . Homo vero est naturae corruptibilis. .. Secundo, quautum ad familiaritatem ad Deum. Nam Angelus est Deo familiaris, utpote assistens... Homo vero est quasi extraveus et elongatus a Deo per peccatum... Tertio, praceminebat propter plenitudinem splen-doris gratiae divinae... Non ergo decens erat ut homini reverentiam exhiberet, quosque aliquis inveniretur in humana natura qui in his tribus excederet Angelos, et haec fuit beata Virgo. Et ideo ad designandum quod in his tribus excedebat aum, voluit ei Angelus revenrentiam exhibere; unde dixit Ave, etc."

Irreprochable la turbación de María en sus causas, fuélo también en su forma y en sus circunstancias. Baste compararla con la turbación de Zacarías (Luc., I, 12, sqq.). "Al aparecer el Angel —dice el Evangelista—, Zacarías se turbó, y el temor cayó sobre él, irruit super eum"; y esta turbación y este temor concurrieron para hacerle incrédulo al mensaje del enviado celestial. Signos son éstos, sin duda alguna, de una pasión que se adelanta a las órdenes de la voluntad racional y la turba en su acción. Al revés, en María la turbación fué apacible, no alteró la serenidad de su alma, pues reflexionó sobre las palabras de Gabriel, sin sombra alguna de precipitación o de incredulidad. Así, pues, en la turbación de María, así por lo que hace a sus causas como por lo que mira a sus circunstancias, no hubo cosa que no fuese perfectamente conforme con la sana razón, y, por tanto, perfectamente compatible con la total y perfecta soberanía de las facultades superiores. Lo que probaría imperfección en la parte superior del alma o en su imperio sobre la sensibilidad hubiera sido la falta de turbación ante la salutación angélica, tan laudatoria y tan inesperada.
Pero si, desde el principio, el privilegio de la integridad encerró este dominio tan pleno sobre los movimientos y las afecciones del alma, ¿qué perfeccionamiento podía recibir de la entrada de Jesús en el casto seno de María? Ahora bien: es parecer de San Juan Damasceno que en aquel momento se obró en María una purificación más completa. Y, ¿cuál podía ser esta purificación, si suponemos que la concupiscencia estaba ya, no sólo adormecida o amortiguada, sino extinguida y muerta?
Pudiéramos responder, en primer lugar, que la opinión de San Juan Damasceno, dado que tenga la significación que se le atribuye, no basta para contrarrestar las sólidas pruebas sobre que hemos apoyado la doctrina que hoy es común entre los doctores. Pero, además, ¿no puede decirse con verdad que la purificación original sino a ser más perfecta que el caso mismo de tener ya por título la divina maternidad, no sólo en las preordinaciones divinas, sino en la realidad de los hechos? Lo que los Santos Padres afirman de la virginidad de María, conviene a saber, que la concepción y alumbramiento del Salvador fué para Ella una consagración más santa y un antemural más inviolable, ¿por qué no hemos de aplicarlo al privilegio de su integridad?
Dionisio de Areopagita nos habla de una purificación que se obra en los ángeles del Cielo al contacto, por decirlo así, de las jerarquías superiores (Dionys. Areop., de Coelest. Hierareh., c. 7, P. G., III, 209). ¿No puede concebirse algo semejante en la Santísima Virgen, en el momento en que el Hijo de Dios se encarnó en su seno: un redoblamiento de silencio interior, una efusión de claridades celestes, una concentración más profunda de todas las facultades, de todo el ser, en la contemplación y en el amor de su Dios? ¿No es este el efecto que debió de producir en Ella, bajo la acción del Espíritu Santo, el incomparable privilegio y la persuasión de ser actualmente el santuario y como la primera cuna de su Amado? (Cf. San Thom., 3 p., q. 27, a. 3, ad 3). De manera que en este privilegio, como en todos los demás, se cumple el principio según el cual la maternidad divina es el centro y la razón fundamental de todo lo grande, de todo lo bueno, de todo lo hermoso y sublime que hay en María.
Antes de cerrar este capítulo oigamos cómo Bossuet resume en pocas frases todo el misterio de la integridad de María. Queriendo probar, por inefable pureza de la Santísima Virgen, que "su cuerpo sagrado, el órgano del Espíritu Santo y el trono de la virtud del Altísimo no pudo quedar en el sepulcro", nos convida a meditar la sobreeminente perfección de aquella pureza virginal: "Para que nos formemos alguna idea de ella, asentemos primeramente este principio: estando unido Jesucristo, nuestro Salvador, tan íntimamente, según la carne, con la Santísima Virgen, esta unión tan particular forzosamente hubo de ir acompañada de una entera conformidad... Y esto presupuesto, ya se entiende que no se ha de pensar nada común y vulgar cuando se trata de la pureza de María. No, jamás os formaréis una idea exacta de la misma; jamás comprenderéis la perfección que tiene, hasta que hayáis entendido que obró en la Virgen Madre una perfecta integridad de espíritu y de cuerpo. Y esto es lo que ha hecho a los teólogos decir que una gracia extraordinaria derramó sobre ella con abundancia un rocío celestial que no sólo templó, como en los demás elegidos, sino que apagó totalmente el fuego de la concupiscencia; es decir, no sólo las malas obras que son como el incendio que ella excita; no sólo los malos deseos, que son como la llama que ella despide, y las malas inclinaciones, que son como el ardor que ella mantiene, sino también la hoguera misma, como habla la Teología: el fornes peccati; esto es, según su lenguaje propio, la raíz más profunda y la causa más íntima del mal" (Bossuet, I serm. para la Asunción, punt. 2).
J.B. Terrien S.J.
LA MADRE DE DIOS...

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