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viernes, 18 de noviembre de 2011

La confesión. Su origen divino. El sigilo sacramental. Contrición y satisfacción.

¿Qué partes constituyen el sacramento de la Penitencia?
Por parte del sacerdote, la absolución: "Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo." Por parte del penitente, la contrición, es decir, dolor y arrepentimiento de haber pecado y propósito de no volver a pecar; la confesión, o sea, la manifestación de los pecados a un sacerdote con intención de obtener el perdón de ellos, y la satisfacción, es decir, la penitencia con que pagamos la pena temporal debida por nuestros pecados (Trento, sesión 14, 3).

¿Cómo me prueba usted por la Biblia que la Iglesia católica tiene poder para perdonar los pecados?
Jesucristo prometió a San Pedro y a los apóstoles que les darla poder, para perdonar los pecados (Mat XVI, 18; XVIII, 18), promesa que les cumplió al anochecer del primer día de Pascua (Juan XX, 21-22). Cuando Jesucristo dio a San Pedro las llaves del reino de los cielos, le dio jurisdicción suprema sobre toda la Iglesia, y en esta jurisdicción está necesariamente incluido el poder de perdonar los pecados, pues éstos son los únicos que excluyen al hombre del reino de los cielos. Esto que el Señor dijo a San Pedro: "Lo que atares en la tierra, será atado en el cielo, y lo que soltares en la tierra, será suelto en el cielo" (Mat XVI, 19), fue también dicho en otra ocasión a los demás apóstoles: "Lo que atareis sobre la tierra será también atado en el cielo, y lo que soltareis sobre la tierra será también suelto en el cielo" (Mat XVIII, 18). Esta promesa fue cumplida cuando Cristo dijo más tarde: "Como el Padre me ha enviado, así Yo os envío." Habiendo dicho esto, alentó sobre ellos, y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo. Quedan perdonados los pecados a los que se los perdonareis, y quedan retenidos a los que se los retuviereis" (Juan XX, 21-23).
Preguntamos: ¿A qué envió el Padre a Jesucristo? A salvar a los pecadores, perdonándoles los pecados. "No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores." (Mat IX, 13). "No fui enviado sino para las ovejas que perecieron de la casa de Israel" (Mateo XV, 24). "El Hijo del hombre vino a salvar lo que estaba perdido" (Mat XVIII, 11). "Le llamarás Jesús, porque El salvará a su pueblo de sus pecados" (Mat 1, 21). "Jesucristo vino al mundo a salvar a los pecadores" (1 Tim 1, 15).
Y nótese que Jesucristo perdonaba con frecuencia a los pecadores, por ejemplo, a la Magdalena (Luc VII, 47), a la mujer adúltera (Juan VIII, 11), a Zaqueo (Luc XIX, 9), al paralítico (Mat IX, 2) y al buen ladrón en la cruz (Luc XXIII, 43). Pues este poder de perdonar los pecados fue el que confirió a sus apóstoles. Como el Padre le envió a El a perdonar los pecados, así El envía ahora a sus apóstoles para que perdonen los pecados en su nombre. "Recibid el Espíritu Santo", dijo Jesucristo, porque perdonar los pecados equivale a dar al pecador la vida espiritual de la gracia, que hace de él un templo del Espíritu Santo (1 Cor III, 16). Pero al pecador se le exige buena disposición, es decir, deseo de salir del estado de pecado en que se halla y una confesión en toda forma. Entonces es cuando el apóstol de Jesucristo le perdona los pecados, los cuales quedan perdonados en el cielo; pero si el pecador no tiene las debidas disposiciones, si no le pesa de haber ofendido a Dios ni promete la enmienda, entonces el apóstol de Jesucristo no le perdona los pecados, ni el cielo se los perdonará tampoco. Ahora bien: ¿iba a morir con los apóstoles este poder de perdonar los pecados? ¿O es que después de muertos los apóstoles ya no iban a pecar los hombres? Además, ¿no había de continuar la Iglesia la obra de Jesucristo hasta el fin del mundo? (Mat XXVIII, 20). De donde se deduce que el poder de perdonar los pecados no fue un don personal conferido a los apóstoles, sino una institución permanente que había de durar mientras hubiese pecadores en el mundo (Trento, sesión 14, can. 3).

¿No es cierto que la confesión auricular fue introducida por el Papa Inocencio II en el IV Concilio de Letrán (1215), como lo defiende Calvino? ¿Sabían los cristianos de los primeros siglos que la Iglesia tenía poder para perdonar los pecados?
Según el Concilio de
Trento, la opinión de Calvino no es más que una "vana calumnia". Luego añade: "La Iglesia no ordenó en el Concilio de Letrán que los fieles debían confesar los pecados—cosa que sabía que era necesaria y de derecho divino—, sino que ordenó que se cumpliese con el precepto de la confesión, al menos una vez al año" (sesión XIV, cap 5). La confesión no es una institución humana puesta en vigor por un Papa o un Concilio, sino una institución divina que se viene guardando en la Iglesia desde sus mismos principios. "Si alguno negare que la confesión sacramental fue instituida o que es necesaria para la salvación por derecho divino, o dijese que la confesión en secreto a un solo sacerdote, como se ha venido observando siempre y ahora asimismo se observa en la Iglesia, es algo ajeno a la institución y al mandato de Jesucristo, y un invento humano: sea anatema" (Trento, sesión XIV, can 6). Es un hecho innegable que en todo el mundo católico se acepta hoy la confesión como una ley divina. Si el Concilio de Letrán o algún otro Concilio o Papa hubiera introducido esta obligación desagradable, se habría levantado una protesta general contra ella y hubiera pasado a las páginas de la Historia eclesiástica. Ahora bien: no se registra semejante protesta en ningún período de la Historia. Al contrario, la Iglesia griega ortodoxa, que se separó de la latina por primera vez en el siglo IX, más las otras Iglesias orientales que se separaron de Roma en el siglo V, han conservado la práctica de la confesión como cosa instituida por Jesucristo.
Los libros penitenciales de la Edad Media contienen directorios y reglas prácticas para oír confesiones. En ellos se aconseja al confesor que amoneste a los penitentes y los instruya para que no callen ningún pecado, ni siquiera los pensamientos y deseos, sino que los confiesen todos como si estuviesen hablando con Dios. El más antiguo, el penitencial de Vinniano, fue escrito en Irlanda (570), y el que más influjo ejerció fue el penitencial del arzobispo griego Teodoro, arzobispo de Cantorbery (690). A principios del siglo VII, San Columbano introdujo estos libros en Francia (615). Los decretos penitenciales de los Concilios de Worms (868), Chalons, Tours y Reims (813) prueban bien a las claras que los católicos se confesaban ya en el siglo IX. Teodolfo, obispo de Orleáns (821), habla del sacramento de la Penitencia con los detalles con que se describe modernamente en los catecismos y manuales de devoción. Habla del examen de conciencia, de la confesión de todos los pecados, del acto de contrición con propósito de la enmienda, de la imposición de la penitencia y de la absolución del sacerdote. Alcuino (735-804) habla de la necesidad de confesar los pecados propios a un sacerdote, y escribió una breve instrucción sobre la confesión para ayudar a confesarse a los niños de la Escuela de San Martín de Tours (Epist 112). San Bonifacio (755), apóstol de Alemania, avisa a los confesores que absuelvan a los penitentes inmediatamente después de la confesión (Statuta 30); San Crodegando (742-764), obispo de Metz, obligaba a sus clérigos a confesarse al menos dos veces al año (Regula Canon 14).
San Isidoro de Sevilla (636) habla de la penitencia que requiere el ministerio del sacerdote, y comprende cuatro actos diferentes, a saber: una confesión fructuosa que devuelva la vida al alma, contrición o dolor por el pecado, reparación por los pecados cometidos y absolución. Esta absolución no es una mera reconciliación con la Iglesia, sino una purificación interior del alma, efectuada por el ministerio del sacerdote, y que se extiende a todos los pecados, por graves que sean (Etymol 6, 19; De Eccl, Off 2, 17).
San Gregorio el Grande (590-604) escribe así en su homilía sobre este pasaje de San Juan (XX, 23): "Los apóstoles, pues, recibieron el Espíritu Santo para soltar a los pecadores de los lazos de sus pecados. Dios los hizo participantes del derecho que El tiene a juzgar, y ellos han de juzgar en su nombre y en su lugar. Ahora bien: como los obispos son los sucesores de los apóstoles, sigúese que tienen el mismo derecho." El obispo debe obrar con justicia cuando ejercita este poder de perdonar y retener los pecados en lugar de Dios. Debe conocer el número y naturaleza de los pecados y la penitencia que ha hecho por ellos el pecador. Pero como esto no lo puede saber si el pecador no lo descubre libre y espontáneamente, sigúese que el obispo no podrá pronunciar su sentencia de absolución si antes no ha precedido la confesión. Luego la confesión es necesaria para obtener la absolución. San Gregorio se dirige luego al pecador, y le dice que no vacile, que cumpla de grado con este precepto de la confesión, pues una confesión humilde y sincera trae como consecuencia la resurrección espiritual del pecador. El pecador que confiesa sus pecados es como Lázaro, que vivía ya, pero estaba envuelto en cien ligaduras que le impedían dar un paso. Es deber de los ministros de la Iglesia librarle de esas ataduras, y sólo lo hace la absolución del sacerdote. Responsabilidad tremenda, ciertamente, esta del sacerdote, pues tiene que dar cuenta a Dios de las razones que le movieron a perdonar o rehusar la absolución. Las cuatro partes esenciales de este sacramento son: contrición, confesión, absolución y satisfacción. Todo esto dice San Gregorio (Homil 26).
San Cesáreo de Arles (470-542) escribe: "Es voluntad expresa de Dios que confesemos nuestros pecados no solamente a El, sino también a los hombres; y, ya que pecamos, no dejemos de acogernos al remedio de la confesión" (Serm 253). En otro sermón, hablando del Juicio final, dice a sus oyentes que para no condenarse es menester hacer una confesión sincera, que salga de lo más íntimo del corazón, con ánimo de cumplir la penitencia impuesta por el sacerdote" (Serm 251).
San León el Grande (440-61) escribe: "Dios, en su infinita misericordia, facilitó dos remedios para librar al hombre de sus pecados: el bautismo, por el cual nace el hombre a la vida de la gracia, y la penitencia, por la cual se repara lo que se pierde después del bautismo. La divina bondad ha ordenado las cosas de manera que el pecador no puede obtener perdón de Dios si no es por las oraciones de los sacerdotes. Jesucristo mismo confirió a los superiores eclesiásticos el poder de imponer penas canónicas a los pecadores contritos y confesos y de permitirles que reciban los sacramentos de, Cristo una vez que hayan purificado sus almas con una satisfacción saludable... Examinen, pues, los cristianos la conciencia y no vayan dilatando de día en día la hora de su conversión; nadie espere a satisfacer a la justicia de Dios en el lecho de la muerte. Es cosa peligrosa para los débiles e ignorantes diferir la conversión para la hora de la muerte, hora incierta, y en la que tal vez sea imposible confesarse y obtener la absolución del sacerdote. Es preferible hacerlo ahora que se puede, para alcanzar perdón de los pecados mediante una plena satisfacción" (Epíst 108).
Estas palabras son tan claras y categóricas, que algunos protestantes han creído que la confesión tuvo su origen en San León Magno. Hay que hacer notar que cuando el santo habla de "las oraciones de los sacerdotes", no quiere decir que los sacerdotes recitan ciertas oraciones indispensables para el perdón de nuestros pecados, no, sino que se refiere a la absolución sacerdotal que se da en este sacramento, y que en su tiempo se daba en forma de plegaria, como aún se estila en la Iglesia oriental ortodoxa. Este mismo Papa, en una carta que escribió a los obispos de Campania, dice que la costumbre de obligar a los penitentes a leer públicamente sus pecados en la Iglesia es contra "la regla de los apóstoles"; les dice que basta una confesión en secreto, como enseñaron los apóstoles.
San Agustín (354-430) avisa a los cristianos "que no den oídos a los que niegan que la Iglesia tiene poder para perdonar todos los pecados" (De Agón Christ 3; Serm 295, 2). Compara el santo la conciencia del pecador a una postema llena de pus, el sacerdote a un cirujano y la confesión a un lancetazo que saca todo el pus de la postema. Luego avisa a los pecadores que no dejen la confesión para la hora de la muerte, no sea que entonces no tengan oportunidad de confesarse (In Ps 66, 5; Serm 393).
San Ambrosio (340-97) dice terminantemente que los sacerdotes pueden perdonar todos los pecados, no en su nombre, sino en calidad de "ministros e instrumentos de Dios" (De Poen 1, 2).
San Paciano de Barcelona (390) respondió así a los novacianos, que decían que sólo Dios podía perdonar los pecados: "Así es, ciertamente; pero lo que Dios hace por medio de sus sacerdotes, se hace por la virtud y poder de Dios. Pues, como dijo el Señor a sus apóstoles: "Lo que ligareis en la tierra, quedará también ligado en el cielo." Es decir, que también los hombres pueden atar y desatar con toda legalidad (Epist ad Sym 1, 6).
San Basilio (331-379) escribe: "La confesión de los pecados tiene muchos puntos de contacto con la enfermedad corporal. Así como no se descubre la enfermedad a cualquiera, sino al médico o cirujano que la puede curar, así el pecador no debiera descubrir sus pecados sino a quien le puede ofrecer remedio contra ellos" (Reg Brev 228).
San Paulino de Milán (395), en la vida que escribió de San Ambrosio, menciona explícitamente el hecho de que el santo oía confesiones, pues dice así: "Cuando venía alguno a confesarse con él para recibir una penitencia, rompía a llorar, de modo que hacía llorar al penitente... Y jamás habló con nadie de los pecados que oía en el confesonario, excepto con el Señor."
El historiador Sócrates nos dice que, con motivo del cisma de los novacianos, los obispos de Tracia resolvieron nombrar penitenciarios, es decir, sacerdotes que en las iglesias habían de hacer las veces del obispo, confesando y cuidando que los penitentes cumpliesen la penitencia que se les imponía (Hist ecles 5, 19). El año 308 estableció en Roma un cargo parecido el Papa Marcelo, quien nombró veinticinco sacerdotes para que se encargasen de administrar los sacramentos del Bautismo y Penitencia en las veinticinco iglesias titulares que entonces había en Roma (Líber Pontificalis 1, 164).
Orígenes (185-254) habla claramente de la confesión secreta en el comentario que escribió sobre el salmo XXVII: "Así como el que ha tomado un alimento indigesto sufre dolores de estómago por el exceso de humor que allí se ha acumulado, y no se alivia hasta que logra echar fuera ese humor, así también los pecadores que guardan en el pecho los pecados y no los descubren, enferman y vienen a punto de morir. Pero si se confiesan y echan fuera esa iniquidad, ahuyentarán de sus almas el principio del mal. Pero considerad despacio y ved a quién acudís para que escuche vuestros pecados. Antes que descubrir tu enfermedad, entérate del carácter del médico... Si os da algún consejo, seguidlo; si juzga que vuestra enfermedad es de tal calidad que conviene descubrirla públicamente en la iglesia para edificación de los fieles y provecho vuestro, hacedlo sin vacilar."
San Cipriano (200-258) habla también de la confesión secreta en el tratado que escribió, De Lapsis, 22, 19. Durante la persecución de Decio apostataron no pocos cristianos ya ofreciendo sacrificio a los ídolos (sacrificati), ya obteniendo certificados oficiales, en los que constaba falsamente que habían ofrecido tales sacrificios (libellatici). Condena el santo a los sacerdotes que admitían de nuevo a la comunión a estos apóstatas sin haber hecho antes penitencia pública (Epist 16, 2), y asevera que aun aquellos que sólo han pecado de pensamiento deben confesarse. "Aunque estos cristianos—escribe—no han cometido los crímenes de los sacrifican, ni siquiera
los de los libellatici, sin embargo, por haber pensado en apostatar, están obligados a confesarse con un sacerdote del Señor, haciendo luego penitencia pública, y librándose asi de la carga de sus pecados... Confiese, pues, cada uno de vosotros sus pecados ahora que puede hacerlo, y que su satisfacción y la absolución del sacerdote son agradables al Señor."
Por un edicto que expidió el Papa Calixto (217-222), mencionado por Tertuliano, se ve que la Iglesia reclamaba ya entonces plenos poderes para perdonar los pecados.
El Pontífice máximo, es decir, el obispo de los obispos, expide un edicto: Perdono los pecados de adulterio y fornicación a los que hayan cumplido (con los requisitos de la) penitencia. Unos creen que este edicto puso fin a la costumbre que hasta entonces se había guardado de excomulgar de por vida a los cristianos que hubiesen cometido los tres pecados famosos: homicidio, apostasía e impureza; otros, por el contrario, creen que es una confirmación de la disciplina tradicional que rechazaban los montanistas del siglo III. Cuando Tertuliano se hizo montanista, negó, como todos los herejes, la autoridad divina de la Iglesia, y, por consiguiente, el poder que tiene de perdonar todos los pecados. Este berrinche de Tertuliano prueba, una vez más, que la Iglesia de Roma reclama para sí la primacía y el poder para perdonar todos los pecados.

¿Por qué ha de ser obligatoria la confesión? Algunas sectas protestantes también tienen la confesión, pero es libre.
Según el Concilio de Trento (sesión XIV, cánones 6-7), el sacramento de la Penitencia es necesario por derecho divino. Jesucristo instituyó esta tabla de salvación para que se agarren a ella los que han pecado después del bautismo. Por tanto, todo cristiano está obligado a someterse a este medio que Jesucristo instituyó. Dice San Agustín: "Haz penitencia como se acostumbra en la Iglesia, para que ésta pueda rogar por ti. Nadie diga: Yo hago penitencia en secreto delante de Dios; El lo ve y me perdonará, pues hago penitencia en mi corazón." ¡Ah!, pero ¿y aquellas palabras: ¿"Todo lo que soltareis en la tierra será asimismo suelto en el cielo"? ¿O es que se dieron en vano a la Iglesia las llaves del reino de los cielos? ¿Vamos a frustrar nosotros el Evangelio y las palabras de Jesucristo? (Serm 329).

Las palabras del Evangelio de San Juan (XX, 23) "perdonar los pecados", ¿no son más bien una declaración de que los pecados ya están perdonados, o no pueden significar también la potestad de predicar el Evangelio?
Estas dos interpretaciones de los reformadores fueron expresamente condenadas por el Concilio de Trento: "La absolución del sacerdote no es una mera ceremonia de anunciar el Evangelio o de declarar que los pecados están perdonados, sino que es a la manera de un juicio en el que se pronuncia la sentencia por el juez, que aquí es el sacerdote" (sesión XIV, capítulo 6, canon 9). Estas interpretaciones peregrinas están excluidas por palabras categóricas del Señor a los apóstoles, con las que les dio poder para atar y desatar, para perdonar y retener los pecados. Jesucristo no menciona siquiera la palabra declarar, ni dijo nada de declarar que los pecados estaban perdonados, ni indicó jamás que el perdón de los pecados era un mero poder que daba a sus apóstoles para que predicasen el Evangelio. Claro que si la fe sola justificase— como soñó Lutero, entonces el perdón de los pecados dependería de la predicación del Evangelio. Pero ya dejamos probado que Lutero en esto se equivocó de medio a medio. Terminemos con las palabras de San Jerónimo a Heliodoro: "Los sacerdotes poseen las llaves del reino de los cielos y se han a la manera de jueces juzgando antes del Juicio final."

¿Se habla acaso en la Biblia de confesión auricular?
No se menciona la confesión auricular con palabras expresas, pero la Biblia supone que tenemos entendimiento y que sabemos sacar la consecuencia si nos dan las premisas. Al dar Jesucristo a los apóstoles poder para perdonar los pecados (Juan XX, 23) instituyó. implícitamente la confesión auricular. Porque, ¿cómo se me van a perdonar a mí los pecados si yo no los descubro al juez (el confesor) que tiene poder para perdonármelos y para retenérmelos? Si yo no se los digo, ¿qué pecados me va a perdonar? Si yo no le digo el número y las circunstancias de ellos, ¿cómo va a pronunciar sobre ellos el fallo de absolución? Ningún juez pronuncia sentencia de muerte ni absuelve al reo sin haber antes oído a los testigos y al mismo procesado. Ahora bien: según el Concilio de Trento (sesión XIV, cánones 6-7), el penitente es a la vez defensor, acusador y testigo de sí mismo en este tribunal divino y secreto. Sigúese, pues, que el pecador debe manifestar al confesor todos los pecados para que éste pueda hacerse cargo del estado de alma del penitente y pueda así aplicarle un remedio oportuno, primero perdonando, luego aconsejando para lo futuro y finalmente imponiendo una penitencia adecuada.

Parece que el confesonario da al confesor un poder excesivo y le permite entremeterse en los negocios privados del hombre.
Eso es falso. El sacerdote no es más que el delegado de Jesucristo (1 Cor IV, 1), con plenos poderes para perdonar los pecados en su nombre, para aconsejar, avisar, amenazar y alentar a las almas en sus luchas diarias con el mundo, el demonio y la carne. No tiene autoridad ninguna para entremeterse en los negocios privados de ningún penitente. Lo único que le está permitido es investigar sobre las circunstancias agravantes o atenuantes, ocasiones, costumbres y número de los pecados, para bien del mismo penitente; y mientras más instruido esté éste, menos tiene que preguntar el confesor. No hay duda de que el confesor tiene autoridad plena para declarar la ley moral y para exigir obediencia a los Mandamientos de Dios y a los preceptos de la Iglesia; y esto, bajo pena de negar la absolución. Pero no tiene derecho a imponer al penitente lo que no es más que mera opinión privada suya.

Si los sacerdotes católicos tienen poder de perdonar los pecados, como los apóstoles, ¿por qué no tienen también poder de hacer milagros, como lo tenían los apóstoles? (Mat X, 1-8; Mar XVI, 17-18; Lucas IX, 12; Juan XIV, 12).
Porque el poder de perdonar los pecados es una cosa esencial para santificar las almas, instruirlas y gobernarlas, mientras que el don de hacer milagros es extraordinario y sólo accidental. Los apóstoles necesitaban este don extraordinario para probar al mundo que había llegado ya el reino de Dios, cuyos mensajeros eran ellos. Pero una vez que este reino quedó establecido; una vez que la Iglesia quedó consolidada, los milagros ya no eran necesarios, generalmente hablando. Sin embargo, Dios prometió a su Iglesia el don de hacer milagros como nota característica de su santidad y de la santidad de los santos. El sacramento de la Extremaunción, que Jesucristo instituyó para sanar el alma, y el cuerpo si conviene, obra milagros con cierta frecuencia; pero, repetimos, los milagros son una cosa excepcional, no una prerrogativa ordinaria de los sacerdotes o de los cristianos en general. Sin embargo, ¿quién podrá contar el número de milagros que han hecho y hacen nuestros santos? Pero deducir de los textos arriba citados que Jesucristo dio a cierta clase de hombres el don de curar, o que se lo dio a sus seguidores, como aseguran ciertos curanderos modernos que dicen curar con sola la fe, es tan ilógico y tan opuesto a la tradición de la Iglesia, que no merece refutarse. Si insisten esos señores en tomar a la letra todas las palabras del Señor, los invitamos a que tomen en sus manos serpientes venenosas, a que beban bebidas envenenadas y a que se pongan a hablar lenguas desconocidas. Asimismo, la Iglesia católica reprueba la conducta de los incrédulos que niegan la posibilidad del milagro, y la de no pocos modernos tan supersticiosos que quieren ver en cada cristiano un taumaturgo.

¿Está obligado el confesor a guardar secreto sobre lo que oye en el confesonario? ¿No debería estar obligado a delatar al criminal?
La ley natural, la ley divina y el Derecho canónico obligan al confesor a guardar secreto absoluto sobre todo aquello que oyere en el confesonario.
Ya en el siglo VI decretó el Sínodo de Dovin, en Armenia, que "el sacerdote que revelase la confesión de los penitentes fuese depuesto y excomulgado".
El IV Concilio de Letrán (1215) mandó a los confesores que no descubriesen en modo alguno los pecados del penitente "ni con palabras ni por señas ni por ningún otro medio", y ordenó que el confesor que fuese reo de este crimen "se le depusiese y se le encerrase de por vida en un monasterio".
El Derecho canónico actual dice así: "El sacerdote que osare violar directamente el secreto de la confesión, incurre en excomunión, reservada de una manera especialísima a la Santa Sede" (canon 2369).
Más aún: en una instrucción que publicó el Santo Oficio el 19 de junio de 1915, se prohibe a los sacerdotes hablar de lo que han oído en las confesiones, de suerte que ni en conversaciones privadas ni en sermones les es lícito hablar de esta materia. Y nótese que esta regla no admite excepción. El sacerdote no puede violar el secreto de la confesión ni para salvar la propia vida. Tampoco puede violarlos para salvar la vida de otro o para delatar a la Policía el verdadero reo. La conveniencia de este proceder salta a la vista. Ningún criminal se confesaría si supiese que el confesor estaba autorizado para descubrir a otros lo que oye en el confesonario. Esto lo sabe todo el mundo y lo reconocen todos los Gobiernos civilizados.

Parece que la confesión debilita el carácter. Además, ¿no es cierto que la confesión, al facilitar tanto el perdón de los pecados, es un nuevo incentivo para pecar?
Todo lo contrario. La confesión fortalece el carácter, pues en ella el pecador se duele y arrepiente de sus pecados por motivos sobrenaturales y cobra nuevas fuerzas para no caer de nuevo, ya que ahora conoce mejor que antes los efectos desastrosos del pecado en esta vida, y, sobre todo, en la otra. Nada ayuda tanto al alma como la reflexión, y ésta encuentra campo dilatadísimo en el sacramento de la Penitencia. No es la confesión incentivo de pecado, como lo demuestra la experiencia. Los católicos tibios y los que lo son sólo de nombre se confiesan rara vez; mientras que los católicos fervorosos frecuentan este sacramento, y, mientras lo frecuentan, nunca pierden el fervor. Los padres se regocijan cuando ven que sus hijos se acercan a menudo al confesonario, y se entristecen cuando ven que a duras penas cumplen con Pascua. El número de conversiones efectuadas por una confesión humilde y contrita es inmenso. Hablamos de conversiones a mejor vida, claro está.
Lo que nos parece excesivamente fácil y sospechoso es la confesión de los pecados a Dios directamente, pues el pecador se puede ilusionar creyendo que ha obtenido pleno perdón con sola una jaculatoria, sin parar mientes en las condiciones que se necesitan para alcanzar perdón de Dios. En la confesión al sacerdote, el pecador tiene que obligarse a restituir lo robado, a perdonar al enemigo, a evitar la ocasión peligrosa, etc., etc., y sólo entonces recibe la absolución. Pero en la confesión a Dios..., ¿quién le recuerda esas obligaciones al pecador? Porque no estará de más notar que hay pecadores tan empedernidos que ni ruegos ni promesas ni amenazas logran hacerles proponer seriamente un cambio de vida, y salen del confesonario sin la absolución. Pues si no hay un confesor amable y prudente que exhorte y aliente, mucho nos tememos que la confesión a Dios directamente sea una ceremonia, o poco menos, sin dolor, sin propósito de la enmienda y sin satisfacción. No negamos que algunos católicos se confiesan mucho y se enmiendan poco. Allá ellos. El sacramento de la Penitencia les pone en las manos un arma eficaz con la que se pueden defender fácilmente contra el mundo, el demonio y la carne. Si arrojan de sí el arma y caminan desarmados, ellos tienen la culpa de lo que les pueda venir. Pero el sacramento es un arma.

¿Cree usted que si un católico a la hora de la muerte no se puede confesar porque no tiene a mano un sacerdote se condena? ¿Y qué me dice usted de los no católicos que no creen en la confesión?
Es sabido que Dios no pide a nadie lo imposible. El católico que en el lecho de muerte no puede confesar sus pecados porque no tiene ningún sacerdote, está obligado a hacer un acto de perfecta contrición, en virtud del cual queda inmediatamente reconciliado con Dios (Trento, sesión XIV, capítulo 4). Pero nótese que el acto de contrición implica una promesa seria de confesarse cuando haya oportunidad de hacerlo. En cuanto a los que no son católicos, si ignoran sin culpa suya que el sacramento de la Penitencia es necesario para borrar los pecados mortales cometidos después del bautismo, se salvan con un acto de caridad perfecta, que incluye amor a Dios sobre todas las cosas, y dolor y arrepentimiento de haberle ofendido por ser quien es.

Parece que la confesión degrada y envilece al hombre.
Al contrario, lo exalta y ennoblece, pues nada hay tan noble y viril como aceptar de buen grado lo que Dios instituyó y en la forma en que lo instituyó. No negamos que la confesión supone humillación, pero recuérdese que la soberbia del pecado se vence con la humildad.
"Aprended de Mí—dijo Jesucristo—, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas" (Mat XI, 29). El fariseo soberbio que entró en el templo y se vanagloriaba de lo bueno que hacía, desagradó a Dios; mientras que el humilde publicano que se golpeaba el pecho y con los ojos bajos decía: "Señor, compadeceos de mí, que soy un pecador", volvió a su casa justificado. La razón la dio el mismo Jesucristo: "Porque todo aquel que se humilla, será ensalzado, y el que se ensalza, será humillado" (Lucas XVIII, 13-14). Es falso que la confesión rebaje a nadie; al revés, requiere en el hombre cualidades muy viriles, como inteligencia, audacia, humildad, energía y determinación. El soldado que sucumbe peleando con bravura al pie del cañón no pierde nada, antes gana a los ojos de sus compañeros, si tiene valor para llamar al capellán y confesarse.
Por si alguno no lo sabe, sepa ahora que les está prohibido a los sacerdotes cobrar nada por confesar. Así que nadie se acobarde por este lado. El sacerdote confiesa de balde.

Yo no me puedo resolver a arrodillarme delante de un hombre de carne y hueso como yo, y menos para descubrirle todos mis pecados. Me parece que esto es exigir demasiado.
Aquí entra de lleno la fe. Que a usted le cueste o no le cueste confesarse, es indiferente para lo que venimos tratando. El sacerdote, cuando confiesa, no es un hombre a secas; es el legado de Jesucristo y perdona los pecados en nombre de Jesucristo. Claro está que un mero hombre no tiene poder para perdonar los pecados. Pero Jesucristo revistió de plenos poderes a sus sacerdotes para que nos perdonasen en su nombre. Para cumplir menos indignamente con este ministerio tan elevado y de tanta responsabilidad, el sacerdote se prepara concienzudamente durante diez o doce años. No es, pues, un hombre cualquiera.
Por lo demás, para el que quiera salir del estado de pecado en que vive y arreglar definitivamente sus cuentas con Dios, la confesión es una cosa muy consoladora; pero para el pecador que no se decide a dejar su mala vida y ha echado raíces profundas en el pecado, no hay duda, la confesión tiene que ser algo muy cuesta arriba. Para uno que no sea católico, la confesión debe ser algo poco menos que imposible. Sin embargo, yo he tratado con no pocos convertidos que, después de haberse confesado, me han dicho con toda franqueza: "Padre, no es tan difícil como me había imaginado." Pues ofrezcamos a Dios este pequeño sacrificio en satisfacción por nuestras ofensas, que, como dice el refrán, el que algo quiere, algo le cuelta. El pecado es un acto de soberbia. Curemos esa soberbia con un acto de humildad.

¿Cómo se nos van a perdonar los pecados con sólo descubrirlos a un confesor?
El sacramento de la Penitencia requiere, además de la confesión de boca, contrición de corazón, propósito firme de la enmienda y satisfacción de obra.
La Sagrada Escritura está llena de textos en los que se nos dice que Dios no perdona al pecador si éste no se arrepiente seriamente de sus pecados (Isaí XXXVIII, 15; Ezeq XVIII, 33; Mat XVI, 25; Hech II, 37 y otros muchos). El dolor del pecador tiene que ser un dolor que afecte a la muerte y a la voluntad; un dolor universal que abarque todos los pecados mortales: supremo, es decir, que se odie el pecado como el mayor de los males; inspirado en la gracia sobrenatural y basado en la fe, que es "el principio, la raíz y el fundamento de toda justificación" (Trento, sesión VI, cap 8).
Se puede detestar el pecado por varios motivos, como por su misma vileza y por temor al infierno y otros castigos (atrición), o también por ser ofensa a Dios, a quien amamos sobre todo (contrición). La contrición reconcilia al hombre con Dios "antes de recibir el sacramento de la Penitencia" (sesión XIV, capítulo 4), aunque incluye necesariamente el deseo de recibir este sacramento.
Así lo dijo Jesucristo: "El que ha oído mis mandamientos y los guarda, ése me ama. Y a aquel que me ame, le amará mi Padre, y Yo también le amaré" (Juan XIV, 21). Estrictamente hablando, el sacramento de la Penitencia es válido con sola atrición; y así veremos que las Sagradas Escrituras se valen con frecuencia del temor de Dios para apartar al hombre del pecado. Dijo el Señor: "No temáis a los que matan el cuerpo...; temed más bien al que puede mandar al infierno el cuerpo y el alma" (Mat X, 28).
El Concilio de Trento condenó a Lutero por decir, entre otras cosas, "que el motivo de temor ha hecho al hombre pecar más". El Concilio declaró que este temor "es un don de Dios y un impulso del Espíritu Santo".
Ni basta sólo el dolor; es menester, además, satisfacer por los pecados. Aun cuando Dios nos haya perdonado los pecados, queda todavía la posibilidad del castigo temporal para expiar la injuria que le hemos inferido pecando, y para acelerar la reforma que pretendemos. Dios exige con frecuencia del pecador satisfacción por la transgresión de sus mandamientos y la exige así en el orden natural como en el sobrenatural. Al deshonesto e impuro le puede Dios perdonar el pecado, y castigarle al mismo tiempo con una enfermedad. El homicida puede ser que tenga que expiarlo en la horca o con otro género de muerte.
Sabemos por la Escritura que Dios perdonó a Adán su desobediencia, a los israelitas su murmuración e idolatría en el desierto, la falta de fe a Moisés, y a David el homicidio, el adulterio y el orgullo; sin embargo, todos ellos fueron castigados por Dios severísimamente. Asimismo, San Pablo, hablando de los castigos temporales que se pueden seguir de una comunión indigna, menciona dos: la enfermedad y la muerte (1 Cor XI, 30-32). El mero hecho de aceptar con humildad la penitencia impuesta por el confesor es prueba manifiesta de que el penitente es sincero, y eso le da derecho a disfrutar de todos los beneficios del sacramento.
La penitencia se impone "no sólo para curar las enfermedades del alma—dice el Concilio de Trento—y para preservar la vida nueva, sino también para satisfacer por los pecados pasados" (sesión XIV, capítulo 8).
En otra parte dice que por el sacramento no se perdona toda la pena temporal debida por los pecados, y que puede quedar algo cuyo perdón final se alcanza con oraciones, limosnas y ayunos (sesión VI, canon 30). Esta doctrina está sólidamente basada en la Escritura, que nos habla del ayuno de los ninivitas (Jonás III, 5), de las oraciones y penitencia de Manasés (2 Paral XXXIII, 12-13) y de las limosnas de Job (IV, 11).
San Agustín escribe a este propósito: "El pecado es la causa de que el hombre haya caído en tanta miseria. Aun después de haber obtenido perdón de los pecados, el hombre no puede evitar el sufrimiento. El castigo tiene que durar más que la culpa, no sea que si el castigo termina con el perdón de la culpa, ésta sea tenida en poco" (In Joan 124, 5).

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