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jueves, 17 de noviembre de 2011

Hermosura de la Madre de Dios


Hermosura arrobadora y purificadora de su cuerpo. Hermosura natural y sobrenatural de su alma.

Los principios expuestos en los anteriores capítulos nos han hecho presentir la inefable hermosura con que el Verbo encarnado adornó el alma de la mujer que había escogido para Madre suya. Jamás criatura alguna mereció ser llamada con tanta razón por el Esposo de las almas "la más hermosa de las mujeres" y "la toda hermosa", en la que la mirada misma de Dios no puede descubrir defecto ni mancha. ¿Podremos, fundándonos en esos mismos principios, atribuir al cuerpo de la Santísima Virgen una hermosura en consonancia con la de su alma? Hablamos del tiempo que precedió a su resurrección gloriosa, cuando aún no se había asentado, adornada como Reina y Madre, al eterno festín del Cordero. Esta es la cuestión que vamos a estudiar en el presente capítulo.

I. Si la antigüedad nos hubiera conservado el retrato verdadero de la Santísima Virgen, sería cosa fácil resolver la presente cuestión. Por desgracia para nuestra piedad filial, no se conserva tal retrato auténtico. Ni la imagen comúnmente atribuida a San Lucas, ni las minuciosas descripciones que nos dejaron los historiadores griegos de fecha posterior, como Jorge Cedrenus y Nicéforo Calixto, ofrecen noticias bastantes para juzgar con seguridad de cómo era la Virgen Santísima. Mas, a falta de datos positivos, tenemos lo que pudiéramos llamar acuerdo unánime de los cristianos. Todos, salvo algunas voces discordantes que apenas se oyen en medio del universal concierto, convienen en afirmar de María cuanto la hermosura humana tiene de más puro, de más armonioso, de más perfecto, de más acabado. Preguntad al pueblo sencillo, a los simples fieles, y tened por seguro que no hallaréis ni uno que, por poco que conozca y ame a la Madre de Dios, admita en Ella la más pequeña imperfección corporal.
Las descripciones y representaciones son diversísimas. Pero ¿por qué? Porque las obras escritas o las obras de arte no se refieren al mismo misterio; sobre todo porque, como el ideal de la belleza no es el mismo para todos, la diversidad de tipos lleva consigo la diversidad de representaciones. Pero esta misma variedad denota con más fuerza una idea común: atribuir a María todo lo que más se aproxima al tipo de perfección soñada por el artista.
Y este acuerdo como instintivo de los fieles, se realza por el testimonio de los Santos Padres, de los teólogos y de los Santos.
El desconocido autor que se atribuyó el nombre y el oficio de Dionisio el Areopagita afirma haber contemplado a María tan majestuosa, tan resplandeciente, tan bella, que él la hubiera tomado por una divinidad, si no hubiera sabido, por las enseñanzas de San Pablo, que Dios no puede ser visto con los ojos de la carne (Carta supuesta del Pseudo-Areopagita dirigida a San Pablo, citada por Dionisio el Cartujano, in 1 Sent., D. 16, q. 2.1). Pero deduzcamos testimonios menos problemáticos. Para San Andrés de Jerusalén, "María, en su cuerpo, es la joya más pura de la virginidad, un cielo espléndido, una imagen viva de la hermosura suprema, una estatua viviente que Dios mismo esculpió" (San Andr. Hier., serm. I de Dormit. SS. Deip. P. G., XCVII, 1068, 1092.). Para otros, María es a la vez la obra maestra de la naturaleza y de la gracia (San Joan. Damasc., serm. I de Nativit. V. Deip., n. 7); una Virgen cuya deslumbradora hermosura no tiene igual (Tragoed., de Christo patiente, Ínter opp. San Greg. Nac., P. G. XXXVIII, 147, 4); toda hermosura de cuerpo, más hermosa de espíritu y de corazón; angélica en su carne y más angélica en su alma (Ricard. a S. Víct., in Cantic., c. 26. P. L-, CXCVI, 482, sqq.).
Son incontables las veces, sobre todo en la Edad Media, que los comentadores y los autores místicos se valieron de las descripciones poéticas del libro del Cantar de los Cantares para expresar la idea que se había forjado de la hermosura perfecta de la Madre de Dios.
San Antonino, arzobispo de Florencia, propone esta cuestión. ¿Por qué los evangelistas no hablan de la "hermosura temporal" de la bienaventurada Virgen? Y he aquí la segunda de las razones que aduce para explicar su silencio: "Quia, cum quidquid bonitatis et pulchritudinis fuit in aliis in ipsa plenius fuerit, tacendo de aliquo particulari (privilegio) de ea, ut de pulchritudine et hujusmodi, magis eam laudat tacite supponendo quam explicando; sicut et angelí summi, quia donis melioribus denominantur et laudantus, non tamen ab inferioribus bonis quae etiam in eis sunt perfectius quam in inferioribus ordinibus, excluduntur." (IV P. Summ. Theol., Tít. 15, c. 10, p. 977. Veronae, 1740.) También prueba esta prerrogativa de María por qué las mujeres que la prefiguraron en la Antigua Alianza fueron todas célebres por su hermosura. Ahora bien —añade el santo arzobispo—; la verdad debe sobrepujar a la figura y la realidad a la sombra. Por tanto, la hermosura de aquellas mujeres es sin brillo comparada con la de la Santísima Virgen. (Idem, ibíd.)

Gerson, en su sermón acerca de la Concepción de María, queriendo pintar la perfección exterior de esta Madre divina, presenta una ficción muy en consonancia con el gusto literario de su época. Imagina que comparece en presencia del Todopoderoso la Naturaleza acompañada de todas sus siervas, es decir, de todas las influencias y causas naturales. Preséntase a ofrecerle sus humildes servicios para formar a la Princesa real que ha de dar a luz al Dios Salvador. La Naturaleza no tiene poder alguno sobre el alma; pero, por lo que se refiere al cuerpo, dice, nosotras nos obligamos con juramento a derramar sobre él, en la medida de nuestro poder, todos los dones capaces de darle justa preeminencia sobre todas las criaturas pasadas, presentes y venideras. Yo derramaré en su faz cierto esplendor de hermosura llena de modestia, sencillez, dignidad y bondad; yo compondré de tal manera su mirada, sus palabras, sus andares, sus maneras, sus ademanes, que Ella servirá de modelo a todos los que la vieren. Será como un espejo perfecto de distinción, de nobleza, de honestidad... Además, nadie podrá verla, aunque sea un envidioso de su perfección, sin decir en su corazón: esta mujer merece verdaderamente ser la Emperatriz del mundo, la Reina triunfante de los cielos. Trabajo costará creer que una criatura tan arrebatadora sea hija de los hombres; como quiera que sea, habrá que tenerla por hija amadísima de Dios, porque excederá a todas las otras criaturas en perfección, como ha de excederlas por la elevación de su dignidad (Gerson, serm. de Concept. B. V. Opp. (edie. Antwerp.), T. III, p. 1.318, saq.).
Y no termina aquí la ficción del piadoso canciller. "Hablando estaba aún la Naturaleza —continúa—, cuando de la parte del Cielo vino otra dama, cuyo aire, talle y porte eran de reina. Era su rostro más radiante que el sol, señal incontestable de origen más divino que humano. Su nombre era Amor de Caridad, la primera hija del verdadero amor de Dios, la reina de todas las virtudes, la señora y soberana de la misma Naturaleza. Llámase también la gracia. Hermoso sin comparación es su cortejo; todas las virtudes van en pos de ella. Ha venido para ofrecerse, con sus compañeras, a perfeccionar la obra maestra esbozada por la Naturaleza, y la Sabiduría, su hermana, habla en su nombre para alcanzar de Dios un favor tan ardientemente deseado. De esta suerte, la Naturaleza y la Gracia van desplegando en competencia todo su arte y todas sus riquezas para embellecer a María. ¿Cómo, pues, no ha de ser hermosa sobre todo lo que puede ser admirado, excepto Dios; hermosa con todas las hermosuras naturales y sobrenaturales, hasta llegar a ser una maravilla capaz de arrebatar el corazón mismo del Verbo? (Gerson, serm. de Concept. B. V. Opp. (edic. Antwerp.), T. III, p. 1.318, sqq.).
Y otro antiguo autor dice: "Desde los pies a la cabeza, no hay mancha alguna en María, ni en su cuerpo, ni en su alma... Todo su ser fue trabajado por la Sabiduría divina con extremada diligencia. Y necesario era que así fuese. Porque, de la misma manera que convenía que la humanidad de Cristo fuese enriquecida con todos los dones de naturaleza y gracia, por razón de su unión personal con la divinidad, así también convenía que la Madre de Dios fuese en todos los órdenes hermosa y perfecta; porque, fuera de la unión hipostática, no hay unión entre la criatura y el Creador tan íntima como la que hay entre Jesús y María, entre la Madre y su Hijo" (Dionys. Carthus., de Laúd. B. V., L. I, a. 35. Cf. Ricard. a S. Laurent., de Laúd. B. V., L. V. 2, Ínter opp. Alberti M., t. XX. "Quid aliud illius membra erant nisi quaedam spirituales linguae quas Spiritus Sanctus sui plectro temperans modulaminis, suae praesentia majestatis movebat in harmoniam angelicae similitudinis ?" (L. c., p. 160.)).
Añadamos a tantas autoridades una consideración que les dará nueva fuerza. Es cosa muy usual en los escritos que tratan de la gloriosa Virgen el mostrar sus perfecciones proféticamente figuradas en las mujeres más ilustres del Antiguo Testamento, particularmente en aquellas que, por diferentes títulos, concurrieron con más eficacia al crecimiento del pueblo hebreo o a su conservación. Considéraselas como tipos de aquella que había de ser, juntamente con su Hijo, libertadora del linaje humano.
Arduo negocio es saber si estas mujeres fueron realmente, en el pensamiento de Dios, figuras anticipadas de María, como lo fueron de Jesucristo Abel, Isaac, David y Salomón. No sería cosa de maravilla que lo fuesen, mayormente si se considera la unión entre el Hijo y la Madre, unión cuyo origen se pierde en las profundidades de la eternidad. ¿No era la Antigua Alianza imagen de la Nueva? San Pablo nos dice expresamente que todas aquellas cosas acontecían a los hebreos en figura (I Cor., X, 6, 11). De aquí aquel pensamiento tan profundo, atribuido a San Agustín: "El Nuevo Testamento está oculto en el Antiguo, y el Antiguo se revela en el Nuevo" ("Novum Testamentum in veteri latet, et vetus in novo patet."). No es éste el lugar de resolver este problema, que, según nuestra humilde opinión, ha de ser resuelto en sentido afirmativo. Sea como fuere, muchos Santos y Doctores vieron a la Santísima Virgen representada en Sara, en Rebeca, en Raquel, en Abigail, en Judith, en Esther y en otras varias. Sus cualidades, sus grandes obras eran para ellos como lineamentos con que el Verbo divino iba dibujando de antemano la grande y celestial imagen de su Madre.
Pues bien; a ninguna de estas heroínas deja de atribuir la Sagrada Escritura expresamente, como propiedad distintiva, una belleza singular. Hermosa entre todas, excelentemente hermosa, de gracia y hermosura y elegancia increíbles, tales son los calificativos con que designa a cada una de ellas (Sara, "pulchra nimis" (Gen., XII, 14) ; Rebeca, "pulcherrima" (Gén., XXIV, 16) ; Raquel, "virgo decora facie et venusto aspectu" (Gén., XXIX, 17) ; Abigail, "mulier produentissima et speciosa" (I Reg., XXV, 3) ; Judith, "eleganti aspectu nimis" (Judith, VIII, 7) ; Esther, "fermosa valde et ineredibili pulchritudine" (Esth., II, 15)). No podemos persuadirnos de que la Sagrada Escritura haya puesto tan constantemente este rasgo de la hermosura en el retrato de aquellas insignes mujeres de la Antigua Alianza sin un designio misterioso, y si, como nosotros creemos, prefiguraban a María, ¿no era ésta una revelación profética de su angelical y suprema hermosura? En todo caso, si Dios quiso realzar con la hermosura y con otros dones exteriores la misión que les había confiado, ¿no era sobremanera conveniente que también tuviera idéntico designio respecto de su Madre, a la que honró con la misión más excelsa de todas? Por lo cual la Iglesia la saluda en sus himnos como a la toda hermosa y hermosa sobre todas: valde decora, super ommes speciosa.
Podemos, pues, concluir con Suárez: "En cuanto a la perfección natural de la Virgen, se ha de afirmar que, por lo que se refiere a su cuerpo, fue completa en todos los órdenes, en la medida y proporciones convenientes a su sexo. Así lo enseñaron los Padres que escribieron acerca de este particular, y sería negarlo, porque ni la autoridad ni la razón son contrarias, fuera de que esta perfección se hermana maravillosamente con el misterio de la Encarnación" (Suár., de Myster. vitae Christi, D. 2, s. 2).

II. Las últimas palabras del célebre teólogo nos indican dónde hemos de buscar las razones del acuerdo tan perseverante y tan general que hemos comprobado entre los fieles; el estudio de esas razones demostrará cuán fundado es este acuerdo.
En efecto, veremos que tales razones arrancan de la consideración del misterio de la Encarnación o, lo que es lo mismo, de la maternidad divina de María, a la que es necesario recurrir para explicar la virginal hermosura de la Madre de Dios.
Para ilustrar esta doctrina mostremos primeramente cómo María, por razón de su maternidad, debía asemejarse a su Hijo. Es ley de la naturaleza que los hijos se parezcan a su madre; además es un hecho, que con más facilidad se comprueba que se explica, que los hijos varones son los que principalmente reproducen la imagen de la madre. Filii matrizant, dice un proverbio antiguo. La carne, la sangre, la leche con que la Santísima Virgen formó y nutrió a Jesucristo debieron producir en Él lo que vemos producen en otros casos, a saber: cierta semejanza de temperamento, de complexión, de carácter y de fisonomía; ese no sé qué hace decir de una mujer que es madre de tal niño, y de tal niño que es hijo de tal madre. La regla, bien lo sabemos, no es rigurosamente exacta y tiene muchas excepciones; pero son motivadas por causas que no se dieron en María.
Lo primero, porque María fue Madre Virgen. En los niños nacidos de una unión ordinaria, la influencia se divide entre el padre y la madre. Y ocurrirá que un niño tomará más del padre y otro tomará más de la madre, y en un tercero quizá el influjo se distribuya de suerte que no pueda decirse cuál de los dos predomina. María es virgen; por tanto, hay que descartar toda influencia extraña que comparta o modifique la suya. Este fruto es de Ella sola; esa flor germinó y creció en la vara de José con el fecundante calor del Espíritu de Dios. Así, pues, por esta panela semejanza entre la Santísima Virgen y Jesucristo hubo de ser más perfecta que suele serlo entre las demás madres y sus hijos.
Además, y esto merece ser bien considerado, la Virgen fue Madre, en medio de la calma más profunda de su ser y de su naturaleza inmaculada; en Ella no hubo turbación de la sensibilidad, ninguno de esos desvarios de la imaginación que se escapar, del dominio del libre albedrío, ningún soplo de fuera vino a mezclarse en la virginal transmisión de su naturaleza ni a alterar su carácter.
Levantemos aún más el vuelo del pensamiento y, para formarnos idea más noble de esta semejanza de la Virgen Madre con su Hijo, consideremos la generación eterna del Verbo de Dios. Nacido de un Padre virgen, es su imagen adecuada: "espejo sin mancha de la majestad paterna, representación perfecta de la divina bondad" (Sap., VII, 26). Así, pues, cuando el Apóstol Felipe dijo a nuestro Salvador: "Señor, muéstranos al Padre, y esto nos bastará". Nuestro Señor le dió esta respuesta: "Felipe, quien me ve a mí ve a mi Padre" (Joan., XIV, 8, 9); tanta es la semejanza que hay entre el Hijo y el Padre. Pues siendo la maternidad de María una participación de la divina paternidad, en ésta tenemos un ejemplar de lo que es Jesucristo, en cuanto a su humanidad, con relación a la Virgen, su Madre. María es de la estirpe humana, y como Ella, Jesucristo, tomando "la forma de esclavo, vino a ser semejante a los hombres", con todo lo exterior del hombre (Philipp., II, 7). Esta es la conveniencia específica. Jesucristo hecho hombre es, por su humanidad, como una copia y traslado de su Madre, así como el mismo Jesús, en cuanto Dios, es el retrato consubstancial y viviente de su Padre. Pero, del mismo modo que la comunión de esencia no basta al Verbo de Dics para ser Hijo, así, guardada la debida proporción, María no sería Madre perfecta si rasgos particulares de semejanza no viniesen a completar la semejanza entre Ella y Jesucristo.
A estas dos causas añaden los autores una tercera. Ningún amor creado, según ya vimos, igualó nunca al amor recíproco de Jesús y de María. Ahora bien; el amor nace de la semejanza y tiende a perfeccionar la semejanza entre aquellos que ligó con les vínculos del afecto: semejanza en los modales, en los gustos, en las costumbres y hasta en las perfecciones del cuerpo. Presupuestas estas dos leyes conocidas, la conclusión que se deduce es evidente. Puesto que Jesucristo amó, en cuanto a Dios, a su Madre con un amor eterno; puesto que Él la amó con su amor de hombre más que a todas las criaturas, y recibir de Ella un amor correspondiente al suyo, debió también procurar entre Él y su Madre esa semejanza perfecta de la cual son un elemento la conformación de los miembros y de las facciones.
Sin extrañeza alguna hemos leído, entre las innumerables salutaciones que San Juan Damasceno dirige a la Santísima Virgen, la siguiente: "Ave, flos prae cunctis tinctorum coloribus varium omni virtute condimentum, ex qua flos flori similis, matrem exacte referens, eonsurgit." (Hom. 2 in Nativit. B. M. V., n. 7. P. G., XCVI, 692.)

Tomemos de Bossuet otra consideración que encaja aquí muy bien. El gran orador comienza su primer discurso acerca de la Natividad de la Virgen "con una hermosa meditación de Tertuliano en el libro que escribió sobre la resurrección de la carne" (Tertull., de Resurrect. carnis, c. 6. P. L., II, 802). Y ¿cuál es el asunto de esta meditación? Dios, recogiendo la carne humana del polvo húmedo, endureciéndola y puliéndola con afecto sin igual. Y si preguntáis por qué tanta solicitud y tanto afecto, cuando se había contentado con una palabra para hacer todos los demás seres, la respuesta es que entonces Dios quería hacer al hombre a su imagen y semejanza, y, sobre todo, que al formar al primer hombre recreábase de antemano haciendo como un esbozo de Jesucristo, que había de nacer de la estirpe del primer hombre. "En aquel barro que amasa y modela —dice Tertuliano—, Dios piensa darnos una imagen viva de su Hijo, que ha de hacerse hombre. Quodcumque limus exprimebatur, Christus cogitabatur homo futurus." Y prosigue Bossuet: "Si desde el origen del mundo, Dios, al crear al primer hombre, pensaba esbozar en él al segundo; si, mirando al Salvador Jesús, Dios formó con tanto cuidado a nuestro primer padre, porque de él había de salir su Hijo al cabo de una serie tan larga de siglos y de generaciones intermedias, hoy, que vemos nacer a la dichosa María que ha de llevarlo en sus entrañas, ¿no tenemos más razón para concluir que Dios, al crear esta divina niña, tenía su pensamiento en Jesucristo y que no trabajaba sino para Él? Christus cogitabatur. Así, pues, cristianos, no os maravilléis de que la formase con tanto cuidado, ni de que la adornase con tanta gracia: es que la formaba teniendo la vista fija en el Salvador. Para hacerla digna de su Hijo, la modeló conforme a su mismo Hijo, y habiendo de darnos muy pronto a su Verbo encarnado, nos da anticipadamente un Jesucristo esbozado, si así podemos hablar; un Jesucristo comenzado por una expresión viva y natural de sus perfecciones infinitas: Christus cogitabatur homo futurus" (Bossuet. Exordio del serm. 19 sobre la Nativ. de María).
Esta doctrina es gloriosísima para la Santísima Virgen. Mas, por ahora, no queremos considerar en la misma sino lo que puede darnos a conocer la hermosura virginal de la Madre de Dios, aunque más se relaciona con las perfecciones de alma que con las del cuerpo. ¿Cómo era, en cuanto a las cualidades del cuerpo, Jesús, a quien María debía comunicar su semejanza al comunicarle el ser; el Verbo encarnado, del que María era, en el plan divino, esbozo y copia? El dechado de la hermosura humana, cuanto podía serle dentro de las condiciones del estado de vía en que se dignó nacer de María. Speciosus forma prae filiis hominum, el más hermoso de los hijos de los hombres, nos dice el Profeta Rey, en el Salmo XLII. en que se cantan sus combates, sus glorias y sus triunfos. Es verdad que Isaías lo retrató muy de otra manera: "En él, ninguna hermosura; lo hemos visto y no lo hemos reconocido. Pareció como un objeto de desprecio, el último de los hombres, un varón de dolores ... Lo hemos considerado como un leproso, un hombre herido de Dios y humillado" (Is., LIII, 2-4). Pero este Jesús de Isaías es el Jesús cargado con los pecados del mundo, encorvado debajo del peso de la cólera divina; desfigurado, triturado por los padecimientos; aquel que ni aun es hombre, sino un gusano a quien se aplasta. Los autores que negaron a Jesucristo la perfección de su rostro, de su continente, de toda su persona exterior, confundieron lo que fué accidentalmente en el día de su Pasión con lo que era en sí mismo en el orden regular de su vida.
Ved a nuestro Salvador tal cual lo formó su Madre, no la sinagoga, madrastra inhumana, que le deformó durante algún tiempo; vedlo cual lo formó su verdadera Madre, la Virgen amantísima y santísima. Y si deseáis saber por qué los Doctores y los Santos tan unánimemente concuerdan en reconocer a Jesucristo como modelo y ejemplar acabado de toda hermosura, considerad su origen divino y su origen humano.
Su origen divino: La fuente infinita de donde fluye sobre todos los seres creados toda la hermosura, como todas las demás perfecciones que descienden sobre ellos, ya sean de la naturaleza, ya del arte, ¿no es Dios? ("Égo, Deus meus et decus meum, etiam hinc dico tibi hymnum, et sacrifico laudem sanctificatori meo; quoniam pulchra trajecta per animas in manus artificiosas ab illa pulchritudine veniunt, quae super animas est, cui suspirat anima mea die ac nocte." (San August., Confess., L. X, n. 53. P. L., XXXIII, 801.) "Omnium pulchritudo quodam modo vox eorum est confitentium Deo." (Ibíd., Enarrat. in ps. 148, n. 15. T.). Por eso el Verbo eterno es la hermosura por esencia, porque recibió la divinidad en su plenitud, en virtud de su generación eterna. Por consiguiente, cuanto un ser creado participa más de cerca del principio de la soberana hermosura, con más abundancia recibe sus efusiones. Júzguese, pues, a la luz de esta doctrina, lo que debe ser la humanidad de nuestro Salvador, unida, en unidad de persona, con la naturaleza del mismo Dios.
Su origen humano: Jesucristo fue formado por la operación del Espíritu Santo, y aun sólo considerando la manera de su concepción y el modo con que nació, debía estar libre de la caída original: dos causas por las que convenía que apareciese ante el mundo perfecto, así en cuanto al cuerpo como en cuanto al alma. Las obras que Dios hace inmediatamente por sí mismo están exentas de los defectos cuya causa suele ser la imperfección de los agentes secundarios. Además, si nos remontamos al manantial primero de los vicios de conformación que afean a nuestra naturaleza, la hallaremos en el pecado original, del cual estas imperfecciones son como naturales consecuencias. Si la naturaleza no hubiere caído miserablemente de su estado primitivo, el hombre, al nacer, por el mero hecho de nacer, tendría todas las perfecciones, así naturales como sobrenaturales, que el Creador puso en Adán para que las transmitiese a toda su descendencia.
Y no se objete que Jesucristo quiso tomar sobre sí mismo todas nuestras flaquezas y miserias. Lo concedemos de buen grado, porque es punto de nuestra fe; pero es cuando se trata de aquellas imperfecciones, miserias y flaquezas que pueden concurrir a la obra de la redención (S. Thom., 3 p., q. 14, a. 1 et 4). Mas lo que no puede concederse es que tomase nuestras deformidades, porque era necesario que el esplendor y la santidad de su alma irradiase de dentro afuera, y que el hombre exterior expresase y pusiese delante de los ojos la perfección del hombre interior, y esto, lejos de dañar a la eficacia de su misión, cooperaba a su buen éxito.
Por tanto, si María, en el orden de la ejecución, había de ser la criatura privilegiada que imprimiese su semejanza a Jesús; si el Verbo eterno, en el orden de la intención, la moldeó, en cierta manera, en el molde y diseño de su futura humanidad, ¿cómo no entender de Ella lo que el Esposo del Cantar de los Cantares dice a la Esposa y de la Esposa: "Eres toda hermosa, amada mía, y no hay mancha en ti?" Cuanto más, que las razones por que Jesucristo es el más hermoso de los hijos de los hombres: unión íntima de su naturaleza humana con el manantial de toda hermosura, influencia del Espíritu Santo en la primera formación de su organismo, exención de todo pecado, aun del original, se aplican a María en grado tal, que, después de su Hijo, sólo a Ella conviene.
Hay, por fin, otra consideración, que se endereza casi tan directamente como las anteriores a nuestra conclusión. ¿Qué es María, en sus relaciones con Jesús? El templo vivo en que había de habitar corporalmente el Verbo encarnado. Ahora bien; lo primero que a la morada de Dios conviene es la santidad (Psalm. XCII, 8). Pero el Salmista se complace también en el esplendor externo de la casa de Dios (Psalm. XXV, 8). Y el mismo Dios, cuando se trata de santuarios consagrados a su gloria, aprueba la piadosa magnificencia con que se decoran y, a veces, aun la exige. Así aconteció con el templo que Salomón le edificó en Jerusalén, y con el Arca y con el Tabernáculo que fueron construidos en el desierto, conforme refiere Moisés en el libro del Éxodo (Exod., XXV, 10, 11; XXXV, 19). Y siendo esto así, Dios, principal y supremo arquitecto del Santuario animado en que su Hijo había de habitar corporalmente en medio de los hombres, ¿había de descuidar lo que Él manda a los demás? ¿Había de desdeñar, para adornar este divino palacio, todas las preciosidades y todas las hermosuras que existen en la naturaleza y en el mundo de la gracia?
Así, pues, cuando oímos a Gabriel decir a la Virgen, en nombre de Dios: "Yo te saludo, llena de gracia", no restrinjamos la significación de la palabra gracia, pues que este vocablo, aunque en boca del Ángel y en el lenguaje de la Iglesia, expresa principalmente los dones interiores sobrenaturales, también puede significar el encanto exterior que nace de la verdadera hermosura (Judith., X, 10, 11; Psalm. XLIV, 3; Eccli., XL, 22, etc.), tomémoslo en toda su amplitud.
Mas, para tener idea de la hermosura celeste de la Madre de Dios, no basta haberla considerado en sus causas exteriores; dábase en Ella una causa más próxima y eficacísima, a saber: la incomparable hermosura de su alma. Es ley, que se cumple aun en nuestra vida terrestre, que el cuerpo sea como espejo del alma, y que ésta, moldeándolo más o menos a su imagen, se manifieste por medio de él. ¡Qué transformaciones ofrece a veces bajo la acción de emociones generosas y puras! Y, por el contrario, ¡qué estigmas imprimen ciertos vicios a algunos desdichados que, por otra parte, están bien conformados! ¡ Cuántas veces una santidad heroica extendió sobre rostros consumidos por el ayuno, ajados por la enfermedad, un inefable esplendor de hermosura que arrebataba a los dichosos mortales que podían presenciar tales maravillas! Y ¿podremos dudar que el alma de la Madre de Dios, alma tan pura, tan recta, tan santa, pusiese en el cuerpo virginal de María el sello de su propia perfección? Lo hubiera hecho, aunque esta carne hubiera sido pura y simplemente en su origen carne de pecado; carne que hubiera estado, por consiguiente, sujeta, como la nuestra, a las desgracias que el pecado trae en pos de sí (27).
La carne de Jesucristo no fue en manera alguna carne de pecado, porque la concupiscencia no tuvo parte en su formación, ni por parte del principio ni por parte del término. En todas las demás generaciones, por santos que sean los padres, la concupiscencia tiene su influjo, transmitiendo la naturaleza y el pecado y siendo transmitida con la una y con el otro. De aquí viene que nuestra carne sea, en virtud de su origen, carne de pecado pura y simplemente. La carne de María participa de la índole de la carne de Cristo y de nuestra carne. De la nuestra, porque la concupiscencia intervino en su formación; de la carne de Cristo, porque un privilegio sin par la hizo por preservación lo que la carne de su Hijo fue por derecho. Y esto es lo que se quiere significar cuando se dice que la carne de la Santísima Virgen no es ni pura ni simplemente carne de pecado.
Con más poderosa razón lo hizo uniéndose con un cuerpo en el que el pecado no tuvo imperio alguno.
He aquí, acerca del mismo tema, un texto de Dionisio el Cartujano (alias Dionisyus Richelius, Dionisio Rickell), que merece ser transcrito íntegramente. El piadoso autor recuerda, en primer lugar, que, según el sentir de muchos, la Santísima Virgen estaba como envuelta por un esplendor divino y que salía de su persona como un perfume sobrenatural; por lo menos desde que concibió al que es Luz eterna y llevó en su seno y nutrió al que es principio de toda dulzura. Después prosigue en estos términos: "Es cosa creíble y aun cierta que la plenitud de gracia en María sé desbordaba de su alma sobre su cuerpo y se reflejaba muy particularmente en el rostro. ¿No vemos todos los días cómo las malas pasiones imprimen sensiblemente sus tristes estigmas sobre sus víctimas? ¿Por qué, pues, la limpidez, la serenísima y gozosísima conciencia de la Virgen no había de manifestarse al exterior por una celestial hermosura? Se lee de muchos Santos que en sus rostros, ya marchitados por la ancianidad, llevaban un no sé qué de angelical, indicio y prueba de la gracia que adornaba sus almas de manera excelentísima. ¿No había de darse algo mucho más sublime en la Madre de la Santidad, en la Madre del Santo de los Santos? ¿Qué, pues? Una graciosísima y divina serenidad, que se pintaba en toda su persona, pero sobre todo en sus facciones. Y así, todo en Ella era perfectamente casto; tanto, que nunca fue ocasión de emoción malsana; la pureza de su corazón irradiaba sobre su rostro y tenía la virtud de apagar en cuantos la miraban cualquier pensamiento o sentimiento carnal, esta gracia del cuerpo de la Virgen no hay duda que recibió como nuevo acrecentamiento después de la glorificación del Salvador; de suerte que María tuvo en esta vida como un esbozo de la gloria consumada en su Hijo. Por lo cual es de creer que la sola vista de María tocaba el corazón de los Gentiles y de los Judíos y los convertía." (L. II, de Laudibus B. V., a. 40.)

III. Aquí pudiéramos terminar este capítulo; antes tenemos que resolver una dificultad y notar una cualidad admirable de la hermosura de María. La objeción se toma del libro de los Proverbios: "Engañosa es la gracia y vana la hermosura; lo que merece alabanza en la mujer es el temor y el amor de Dios" (Prov., XXXI, 30). No permita Dios que estemos, ni una vez, en desacuerdo con la palabra de Dios. Lo que el Sabio condena en el lugar citado no son los dones exteriores, y mucho menos aquellos que son efecto y reflejo de las perfecciones del alma. El sagrado texto en cuestión sólo intenta enseñarnos que no debemos igualar los dones exteriores a los interiores, y que debemos tener por dañosa la hermosura que no tiene la virtud por compañera, por señora y por guardiana.
Mas no fue de esta manera la hermosura de la Santísima Virgen. Y aquí es donde resplandece el más admirable de sus privilegios. No; la hermosura de María no era como esas otras hermosuras cuya vista, lejos de elevar las almas hacia Dios, principio y centro de toda hermosura perfecta, las deprime, despertando en ellas los instintos bajos de la naturaleza. Ver a María era sentir elevado el corazón. Leemos de muchos Santos, por ejemplo, del joven Estanislao de Kostka, que bastaba mirarles para sentir pensamientos castos y santos. Así, y más purificadora aún, era la hermosura virginal de la Madre de Dios.
En las Meditaciones que compuso el angelical religioso San Juan Berchmans, y que tituló Corona de las doce estrellas de la bienaventurada Virgen María, en la octava se lee: "En tercer lugar, la bienaventurada Virgen ahuyentaba los pensamientos impuros con sola su presencia; pidele que tu trato derrame en torno de ti el amor de la castidad." (Cepari, Vita del B. Giov. Berckmans d. C. d. G., p. 346. Roma, 1865) Esta plegaria fue escuchada. El santo el pudo escribir el último año de su vida: "Circa castitatem nihil sensi... beneficio beatissimae Virginis". El mismo santo traducia estas palabras al autor de su Vida, al P. Virgili Cepari, de esta manera: "Ni de noche ni de día, ni durante la vigilia, ni durante el sueño, he tenido nunca ni pensamientos en el espíritu, ni representaciones en la imaginación, ni turbaciones en el cuerpo que fuesen contrarias a la castidad." (Ibíd., P. 11, § 8, p. 88.) Además, sabemos, por testimonios incontestables, que quienquiera le mirase no podía concebir ni imaginar cosa que no fuera santa y casta. Lo cual hizo decir entre lágrimas al B. Cardenal Belarmino: "Privilegio fue éste de la Madre de Dios; ¿qué mucho que se lo comunicase a un tal servidor e hijo suyo?" (Ibídem, pp. 92-93) Conocidos son también los testimonios que dieron en favor de Juana de Arco, en cuanto a su pureza, hombres de guerra. Nunca acerca de ella se levantó en sus almas pensamiento o deseo culpable contra la castidad.

Santo Tomás, hablando de la primera santificación de María, enseña que, "según la persuasión común, no tuvo solamente por efecto el prevenir en Ella todo movimiento, por poco desordenado que fuese, sino también el impedir que su hermosura, más humana, fuese para alguien incentivo de pecado" (s. Thom., in III, D. 8, q. 1, a. 2, sol. 1, ad 4). La misma afirmación hace San Buenaventura (in III, D. 3, p. I, a. 2, q. 3). Este último pudo recibir esta doctrina de labios de su ilustre maestro Alejandro de Hales, que expresamente dice que "la Bienaventurada Virgen, con sólo su aspecto apagaba en quienes sobre Ella ponían los ojos toda impresión de concupiscencia" (3 p., q. m. 2, a. 5). Si quisiéramos recoger todos los testimonios, sería menester citar a toda la Escolástica. De acuerdo con ella, decía el Sabio Idiota a la Virgen: "Tu vida toda entera fue un ejemplo admirable, y tal era el esplendor de tus virtudes, que tu sola presencia bastaba para apartar de los pecadores los pensamientos perversos" (Raim. Jordán., Contempl. de B. V. M. P. 9, cont. 10, n. 1) Y antes de los escolásticos, los griegos y los latinos habían enseñado lo mismo. Recordemos, en primer lugar, al Monje Santiago, que nos muestra a la Santísima Virgen al presentarse en el Templo: "La tierra que pisa es purificada por sus pasos, y de su castísimo cuerpo emana un perfume de virtud con que el aire queda embalsamado." "Pero, ¿qué mucho es que aquella que fue llena de resplandor del Padre brillase con tan puros esplendores, que aquella que llevó en su seno a la Luz eterna recibiese de ella esta perfección hasta en su mismo cuerpo? No es posible dudarlo: el fuego del amor divino que ardía en María se reflejaba en todo su ser exterior, de suerte que, poseyendo la pureza de los ángeles, tenía también un rostro angelical." Así se expresaba Ricardo de San Víctor (in Cant., c. 25. P. L., CXCVI, 483). Ya a fines del siglo IV, San Ambrosio hizo mención de este privilegio de María: "Tan grande era su gracia, que no sólo por ella conservó la flor de su virginidad, sino que, además, a quien se le llegaba le inspiraba el amor de la castidad. Visitó a San Juan Bautista, y no es maravilla que éste quedase puro en su cuerpo, pues la Madre de Dios lo embalsamó, por discurso de tres meses, con el óleo de su presencia y con el aroma de su propia integridad" (San Ambros., L. de Instituí. Virg., c. 7, n. 50. P. L. XVI, 319).
Si la hermosura de María arrebataba los corazones, era para llevarlos a Dios. Muéstralo el ejemplo del Precursor, citado por San Ambrosio. El esposo de esta Virgen benditísima, el justo José, es aún más claro argumento. Nadie en el mundo, excepto Jesucristo, vivió con María en tan íntima familiaridad; nadie tampoco imitó con tanta perfección la pureza angelical de la Madre de Dios. Y es que Ella lo envolvía como en una atmósfera de modestia, de pudor, de recogimiento, de castidad virginal, de suerte que aunque él, por su parte, no hubiera recibido con medida tan prodigiosa una pureza digna de María, ni el pensamiento del mal podía deslizarse y llegar hasta él.
¿Y ¿de dónde le venía a la hermosura exterior de la Virgen esta insigne prerrogativa? De que era reflejo purísimo de la hermosura inmaculada de su alma; aún más: de la hermosura del mismo Dios; la una y la otra atravesaban la envoltura corporal de María, como el sol ilumina la nube ligera que lo oculta y vela a nuestra mirada. ¿Qué podía nacer de tales fuentes, sino una influencia purificadora y santificadora? La carne de nuestro Salvador, porque es la carne de Dios; es carne no solamente viva, sino también vivificante, instrumento de vida para los cuerpos y para las almas: Virtus de illo exibat et sanabat omnes (Luc., VI, 19).
Y ¿Por qué ha de extrañarnos que la carne de María, tan íntimamente unida con la de Jesús, participase en alguna manera de privilegio tan glorioso? "Bien creo —dice un piadoso y sabio obispo francés— que de los ojos de la Virgen se escapaba una irradiación de la divinidad escondida en Ella, y de sus labios, como un vapor divino".
Petr. Collens., serm. 75, de B. Virg. P. L., CCII, 871. Que es lo mismo que los Santos Padres habían escrito de Nuestro Señor: "In ejus humana facie fulgor et divina gestas et quiddam sidereum ita refulgebat, quod ex primo aspectu videntes ad se trahere poterat", dice San Jerónimo en su comentario de San Mateo, 1. I, c. 9. P. L., XXVI, 56.

Una triste experiencia enseña que no es lo más peligroso en la hermosura humana la perfección de las facciones, sino yo no sé qué seducción, cuya causa ha de buscarse en el desorden de nuestra naturaleza. Cuanto la naturaleza está más purificada de los atractivos engañadores, menos fuerza tiene para perder a las almas (Por esto no hemos podido leer sin disgusto aquel pasaje de la Dolorosa Pasión de Nuestro Señor (§23) en el que Catalina Emmerich presenta criaturas innobles acercándose al Salvador atado a la columna de la flagelación, para mirarle con miradas que causan gnancia, mientras los soldados ríen burlonamente. Esto es un ultraje, aunque involuntario, a la pureza de nuestro divino Maestro). Ni el Paraíso terrestre, ni el Cielo, después de la resurrección, conocen esta clase de tentación, porque de uno y otro lugar está desterrada la concupiscencia. Ahora bien; no lo olvidemos: la carne de la Virgen era, como su alma, inmaculada. En ella no se daba la concupiscencia, extinctus fomes; era una carne virginal, una carne angelizada (Angelificata caro, como dijo Tertuliano, con su enérgico lenguaje, en su obra De Resurrect. carn., c. 26, P. L., II, 832). ¿Podía, pues, encender o avivar en los demás una llama que en Ella estaba totalmente extinguida?
Oigamos otra vez a San Ambrosio, que dibuja el retrato de María, no como lo pintaron ciertas tradiciones más que dudosas, sino tal cual lo sugieren las consideraciones hasta aquí expuestas. El santo Doctor no se detiene en las facciones puramente exteriores: esto fuera cumplir muy imperfectamente el oficio que se impuso. Cierto que la delicadeza de los rangos, la finura de las formas, la feliz proporción de los miembros, un armonioso colorido con elementos de la belleza física; pero la belleza de la Madre de Dios pide otra cosa más esencial, y ésta es la que principalmente estudia San Ambrosio.
"Nada —dice— sombrío ni duro en la mirada; nada inmoderado en las palabras o en el tono de la voz; nada libre en las acciones; nada chocante en los gestos; nada muelle ni afeminado en los andares: tanto era el exterior de esta Virgen, la imagen de su alma y la figura misma de sus virtudes. Porque una casa buena debe conocerse desde el vestíbulo, y ya desde la entrada ha de mostrar que su interior no es tenebroso ni desordenado... De manera que ninguna guardiana mejor para hacerse respetar que ella misma; y en su porte tenía un algo tan de allá arriba, que al andar no tanto parecía que se apoyaba en la tierra, cuanto que con cada paso subía un nuevo grado por la escala de la perfección"
San Ambros., de Virgin., L. II, c. 11, § 2, n. 7 et 9. P. L., XVI, 209. El santo, en este capítulo, describe magníficamente no sólo la persona exterior, sino la persona interior de María, para proponerla como modelo perfecto a las vírgenes cristianas. (Cf. San Joan. Damasc., hom. 1 in Nativit. B. V. M., n. 9. P. G., XCVI, 676.)

¿Qué habrá de hacer, pues, el artista que con piedad filial intente expresar esa obra maestra de gracia, de modestia virginal, de candor inocente, de bondad, de hermosura celestial? Lo primero, elevar su pensamiento, persuadido de que no va a pintar una mujer vulgar, por renombrada que fuere por su hermosura. Es caso de pintar a la Mujer y a la Virgen por excelencia, a la Madre de su Dios; ésta es la que tiene que copiar en el mármol o en el lienzo: mujer, virgen, madre, hermosa por la simetría de sus miembros, pero aún más hermosa por la perfecta armonía de sus potencias inferiores; hermosa por la justa proporción de rasgos y de colores, pero aún más hermosa por la reunión y el esplendor de todas las virtudes; hermosa por todos los dones que puede conceder la naturaleza, pero aún más hermosa por todas las perfecciones con que la plenitud de la gracia puede enriquecer a una criatura de Dios. No olvide el artista que la hermosura de esta Reina se acomodó a todos los períodos de su vida mortal: graciosa en su infancia, más grave y noble en su ancianidad; pero siempre la misma pureza, la misma inocencia, la misma benignidad.
Si tal fue la perfección de María durante su destierro, ¿quién podrá declarar cuál es hoy en la tierra de los vivientes? Si la Naturaleza y la Gracia, trabajando de concierto, produjeron obra tan perfecta, ¿qué tal será la obra producida por la Gloria? Y si el esbozo tiene tantas excelencias, ¿cómo estimar en su justo valor la obra ya en el término y ápice de su perfección? Parécenos oír a los ángeles de Dios que desde lo alto de los cielos le envían este mensaje del Cantar de los Cantares: "Ven, ven, oh, Sulamitis, para que también nosotros gocemos de tu vista. Muéstranos tu rostro..., que es de gracia incomparable" (Cant., VI, 12; II, 14); y al mismo Jesucristo, admirado y suspenso ante la obra más insigne de su amor, repetirle, con el Esposo del mismo Cantar de los Cantares: "¡Qué hermosa eres y qué arrebatadora, oh, Amada mía, entre delicias!" (Cant., VI, 6).
No intentaremos describir esta perfección final, porque sobrepuja por modo incomparable a cuanto nuestros ojos pueden contemplar y nuestra imaginación soñar. Así que, aunque nos complace el sentimiento que lo inspiró, no nos atrevemos a suscribir este pensamiento de un antiguo escritor: "Algunos de ellos llegan a decir que cuando su cuerpo se reunió con su alma para ser colocado en el Cielo, fue hallado tan hermoso y tan bien proporcionado, que no hubo necesidad de corregirlo o reformarlo, como a los otros; por manera que fue juzgado capaz de recibir, tal como estaba, las dotes de la Gloria y de ser revestido con la vestidura de la inmortalidad" (P. Poiré, La triple couronne, I traité, c. 9, § 2, n. 1).

IV. No es menester alargarnos en decir de la hermosura del alma de la Santísima Virgen, como quiera que casi todo lo que pudiéramos decir está ya dicho.
La primera y suprema hermosura del alma virginal de María es la belleza sobrenatural que le viene de la gracia, es decir, de su semejanza con la Naturaleza divina, arquetipo y fuente de toda perfección. Ahora bien: ya sabemos cuán grande y cuán intensa fue en María esta gracia, y pronto se ofrecerá ocasión de meditar acerca de este mismo tema. Por tanto, aquí sólo habríamos de tratar de las perfecciones naturales del alma de María. Pero, ¿no es verdad que los principios de donde se deduce la perfección corporal de la Santísima Virgen demuestran con plena certeza las perfecciones de naturaleza con que fue adornada su alma santísima? Si convenía que en lo exterior se asemejase en el más alto grado posible al hombre perfecto, que era su Hijo, ¿no convenía, por el mismo título, y aun con mayor razón, que se le asemejase en cuanto al alma? Negarlo sería inconsecuencia. Si fué voluntad de Jesucristo que su Madre fuese retrato vivo de su propia naturaleza humana, justo era que moldease el alma de su Madre en su propia alma antes de imprimir en ella lo rasgos de su envoltura corporal.
Y confírmase esto con la consideración del origen de las fealdades. Ya dijimos que las imperfecciones que afean al cuerpo humano proceden, como de primera causa, del pecado. Y, ¿no es también en el pecado donde hemos de buscar la razón última de los defectos que vemos en las almas? "¿No sucedía así al principió?" (Matth., XIX, 8). El hombre entero "fue creado recto por su Autor" (Eccli., VII, 30). Si, pues, María no tuvo nunca que ver con el pecado, ni en su origen, ni en el discurso de su vida, nada impidió que llevase en su alma la perfección, que era privilegio del hombre antes de su caída. Por tanto, no sufrió en ninguna de sus facultades las deformaciones que el pecado de origen causó en la nuestra; deformaciones que ya hemos explicado y que son heridas aún sangrantes del pobre linaje humano.
Añadamos otra consideración, la última, que es no menos decisiva. Todas las almas humanas son iguales, en cuanto a la esencia. No hay, ni puede haber entre ellas diferencia específica. ¿De dónde, pues, procede el que se manifiesten tan diferentes en cuanto a su perfección natural? De la constitución de los cuerpos orgánicos a que están unidas substancialmente. De aquí infiere el Doctor Angélico las razones que explican las desproporciones que se dan, aún antes de cultivarlas, entre las inteligencias (S. Thom., 1 p. q. 85, a. 7). La más sencilla experiencia basta para comprobar la influencia del cuerpo sobre las facultades superiores del hombre. ¿Es, por ventura, caso raro ver espíritus de gran capacidad intelectual reducidos a impotencia por trastornos sobrevenidos al organismo, y voluntades fuertes y varoniles que quedan como aniquiladas bajo las ruinas del cuerpo? El hombre no es, como los ángeles, espíritu puro. Estando compuesto de dos elementos, uno espiritual y otro corporal, no llega a las cosas espirituales e inteligibles sino partiendo de las cosas sensibles; en otros términos: para que las facultades superiores entren en acto han de apoyarse en las facultades orgánicas imaginación y sentidos. Esta dependencia es ley de nuestra naturaleza (Declaramos más ampliamente estas ideas en nuestra obra Le dévotion au Sacre Coeur de Jesús, L. II, c. 3). Por consiguiente, aunque todo lo demás sea igual, cuanto más perfecto y mejor concertado esté el organismo, tanto será para el alma racional instrumento y cooperador más eficaz, y tanto más el alma podrá ejercitar su actividad.
Esta doctrina basta por sí sola para dar razón de la desigualdad que se da en las almas, pues se manifiesta en el ejercicio de su actividad. Pero esta misma doctrina basta para explicarnos la perfección natural del alma de la Santísima Virgen, pues, según dejamos demostrado, nada faltaba a la perfección de su organismo, como quiera que estaba formado conforme al modelo del organismo de su divino Hijo.

V. Decíamos al principio de este capítulo que algunos escritores habían intentado hacer el retrato auténtico de María. Para terminar, permítasenos citar otro retrato más fiel, en el que se describen las bellezas espirituales de esta Madre divina. Es de San Juan Damasceno: "Alégrate, bienaventurada Ana, de haber dado a luz una hija, porque esta hija será Madre de Dios, puerta de la luz, fuente de la vida; por Ella será aniquilado el crimen de las mujeres. Todos los ricos de la tierra se postrarán delante de Ella (Psalm. XLIV, 13), y todos los reyes de las naciones le ofrecerán el homenaje de sus presentes (Psalm. LXVII, 30). Tú ofrecerás esta mujer a Dios, Rey de todas las criaturas; la ofrecerás, repito, engalanada con las más hermosas virtudes, como con otras tantas franjas de oro, y coronada con la gracia del Espíritu Santo. Su gloria será toda interior (Psalm. XLIX, 14). La gloria de las demás mujeres les viene de fuera, es decir, del hombre su esposo; pero la gloria de la Madre de Dios le viene de dentro, del fruto de sus entrañas.
"¡Oh, mujer amabilísima y tres veces dichosa! Bendita eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tus entrañas. ¡Oh, mujer, hija del Rey David y Madre de Dios, del Rey universal! Estatua divina y viviente; Dios, tu creador, se complació en tu hermosura, porque Él gobierna tu corazón, y Tú a nadie estás adherida sino a Él. Todos los movimientos de tu alma se enderezan únicamente hacia aquellos bienes que son dignos de ser amados; y no tienes ira sino contra el mal y contra el primer padre del pecado. Tú tendrás una vida superior a la naturaleza; pero no la tendrás para ti misma, porque no has nacido para ti. La tendrás para Dios, porque para Dios has entrado en el mundo, para cooperar a la salud del mundo, y para que por ti se cumpla el antiguo designio de Dios, el de la Encarnación del Verbo y de nuestra deificación. Alimentada con la divina palabra, crecerás como un olivo fecundo en la casa de Dios, como árbol plantado junto a la corriente de las aguas del Espíritu Santo (Psalm., I, 3); como el árbol de la vida, que a su tiempo da frutos de vida, es decir, al Verbo encarnado, que es vida de todas las cosas. Tus pensamientos no tendrán otro blanco que aquello que sea de provecho para el alma, y cualquier idea, no sólo perniciosa, sino inútil, la rechazarás, aun antes de haberla gustado. Tus ojos estarán siempre vueltos hacia el Señor, contemplando la eterna e inaccesible luz. Tus oídos se abrirán para escuchar la palabra divina y el laúd del Espíritu Santo, cuya deliciosa armonía hizo que en Ti penetrase, para tomar de Ti carne, al Verbo eterno de Dios. Con el olfato gozarás de los perfumes del Esposo; perfumes sagrados cuya efusión espontánea penetra, embalsamándola, a la humanidad que Él recibió de Ti (Cant, I, 2). Tus labios, pegados a los de Dios, no sabrán más que cantar sus alabanzas.
"¿Qué más diré de esta Virgen? Con su lengua discurrirá la palabra del Señor y la gustará deliciosamente. Corazón puro y sin mancha, verá a Dios, soberanamente puro, y arderá en su único amor. En sus entrañas encerrará al que ningún lugar puede contener; con la leche de su pecho amamantará al mismo Dios hecho niño... Sus manos sostendrán al Eterno, y sus rodillas serán un trono más sublime que los querubines; manos benditas y rodillas sagradas, gracias a las cuales las manos débiles y las rodillas que desfallecen hallarán fuerza nueva. Para sus pies, la ley de Dios será como una antorcha: iluminados por ella, ni aflojarán en su carrera, ni se apartarán del camino hasta que hayan conducido a la Amante hasta su Amado. Toda Ella será tálamo nupcial del Espíritu Santo; toda entera, ciudad del Dios vivo, que se alegra con la impetuosidad de las aguas del río, es decir, con los raudales de la gracia derramados por el Espíritu Santo. Toda hermosa, toda vecina de Dios; por cima de los querubines, más alta que los serafines, muy cercana del Dios mismo.
"¡Oh, María, dulcísima hija de Ana, he aquí que mi amor me trae de nuevo a Ti! ¿Cómo describir tus andares, llenos de santa gravedad, la hermosura de tu rostro y la prudencia propia de los ancianos, en un cuerpo tan tierno? Todo es modestia en tus vestidos; nada de lujo, ni de molicie. Paso moderado, sin precipitación; nada de afeminación, ni de indolencia. Un no sé qué de austero y serio, pero templado con una dulce alegría... El alma, humilde en medio de las más sublimes contemplaciones. La conversación, afable, pues fluía de un corazón totalmente lleno de bondad suavísima. ¿Qué eras Tú, sino una morada digna de Dios? Con razón todas las generaciones te proclaman Bienaventurada, pues eres el ornamento y la flor privilegiada del género humano" (S. Joan. Damasc., hom. I in Nativit. M. V. M„ n. 9 et 11. P. G., XCIV, 673, sqq.).

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