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viernes, 27 de abril de 2012

CEREMONIAS

Sacramentales y ceremonias. Catedrales. Incienso. Velas. Vía-crucis. Salir a misa. La señal de la cruz. Agua bendita. La ceniza. Los ramos. Campanas. Escapularios. Medallas.
 
¿Qué diferencia hay entre un sacramento y un sacramental?
Los sacramentos son siete. Los instituyó Jesucristo, y la Iglesia no tiene poder alguno para cambiar la sustancia de ninguno de ellos. Cuando son recibidos dignamente, confieren infaliblemente gracia por virtud propia. Los sacramentales no son más que ritos instituidos por la Iglesia, la cual los puede modificar y aun abolir. No dan gracia por sí mismos, sino que dejan ésta a merced de la devoción personal de los que los usan, mirando siempre a la intención de la Iglesia, manifestada en sus oraciones oficiales. Los sacramentales pueden mover a Dios a que conceda gracias actuales especiales que ayuden a vivir una vida cristiana más arreglada, como serían, entre otros, la bendición nupcial para los casados y la tonsura para los clérigos. Pueden protegernos contra las acometidas de Satanás y arrojar los espíritus malignos, como los exorcismos y el agua bendita. Con ellos dedicamos una cosa al servicio de Dios, como la bendición de una iglesia, de un altar, de un cáliz, etc. Asimismo tienen virtud para perdonarnos los pecados veniales moviendo el alma a penitencia, como la oración del Padrenuestro, el Yo pecador y la señal de la cruz. Finalmente, los sacramentales pueden alcanzarnos de Dios favores temporales si nos conviene, como la bendición, de una casa particular y la bendición de los campos y cosechas.
 
¿Por qué tienen los católicos tantas ceremonias tontas, vacías de todo significado? El culto entre los cristianos primitivos era sencillo; en cambio, hoy día la Iglesia católica tiene un ceremonial complicadísimo, ¿No pueden los cristianos adorar a Dios y darle culto sin ese cúmulo de ceremonias?
Sólo aquellos que ignoran el origen de las ceremonias católicas, o no saben su simbolismo, pueden llamarlas tontas y vacías de todo significado. No se dice una palabra, ni se hace un gesto, ni se ejecuta una acción que no tenga por fin levantar nuestro corazón a Dios y fomentar y aumentar nuestro amor hacia El. Claro está que se puede adorar a Dios y darle culto sin tantas ceremonias. Si un barco se estrella contra las rocas de una isla solitaria y los tripulantes se ven forzados a vivir en aquella isla cierto espacio de tiempo, pueden adorar a Dios allí y crecer más y más su amor sin las ceremonias de la Iglesia. No olvidemos que en los primeros siglos, cuando arreciaban las persecuciones de los Césares, los cristianos estaban dispensados de casi todas las ceremonias. Entonces se veían obligados a decir misa en los establos, en las cavernas de los montes, en casas particulares y dondequiera que podían reunirse sin ser descubiertos. Por eso era tan simple el ritual en los tiempos apostólicos. Aun en las mismás catacumbas no podían extenderse demasiado en ceremonias, pues andaban en su busca los esbirros del emperador para prenderlos y condenarlos a muerte. Si, pues, las ceremonias eran entonces simples y breves, se debía a la necesidad más que a la devoción.
Es de todos sabido que los hombres manifestamos con señales exteriores los sentimientos internos. Así, por ejemplo, un apretón de manos significa amistad; un beso significa amor y cariño, y con un puñetazo expresamos nuestra ira y furor. ¿Por qué, pues, no hemos de manifestar con señales exteriores el amor que profesamos a Dios y el odio que nos causa todo lo que va contra El? Las velas de los altares nos traen a la mente a Jesucristo, que es la luz del mundo, y nos avivan la fe en El; el humo del incienso nos trae a la memoria la oración; el lavatorio de los pies el día de Jueves Santo nos habla de la humildad, y la ceniza que recibimos el Miércoles de Ceniza nos recuerda la hora de nuestra muerte. Mostramos el amor que tenemos a una persona enviándole regalos, ya sea el día de su onomástica, ya con motivo de las Pascuas. Al ejército que vuelve victorioso y al aviador arrojado que atraviesa el océano de un solo vuelo se los agasaja con desfiles y condecoraciones. El hijo ausente envía flores a su madre y a la novia en prueba de que no las olvida. Finalmente, a los héroes de la patria se los honra con estatuas colosales levantadas en las plazas y jardines públicos. Ahora bien: ¿es justo que regateemos a Dios lo que tan profundamente concedemos a los hombres? Jesucristo está real y verdaderamente presente en los altares de las iglesias católicas. Por eso los católicos edificamos catedrales e iglesias suntuosas. Con ellas pretendemos honrar a Jesucristo y en ellas le adoramos y le rendimos vasallaje en mil maneras, enriqueciéndolas con los dones que El mismo se dignó darnos; oro, plata y flores, y los mejores productos del genio del hombre: música. pintura y escultura. Y en cuanto a las ceremonias, decimos que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento abundan en textos donde se describen varias clases de ceremonias. Basta leer los capítulos 26. 27 y 28 del Exodo, el Levítico y el Libro de los Números para ver hasta qué detalles descendía en este punto la ley mosaica. En el Nuevo Testamento leemos que Jesucristo: 
1.° se arrodilló para orar, se tendió en el suelo y miró al cielo para dar gracias (Luc XXII, 41; Marc XIV, 51; VI, 41);
2.° curó al sordomudo metiéndole el dedo en los oídos y tocándole la lengua con saliva. Al ciego también le curó tocándole con lodo hecho de saliva (Marc VII, 33; Juan IX, 6);
3.° alentó sobre los apóstoles y bendijo a sus discípulos cuando se alzó de la tierra para subir al cielo (Juan XXII, 22; Luc XXIV, 50).

Veamos, asimismo, que los apóstoles:
a) ungían con óleo a los enfermos y bautizaban con agua    (Marcos VI, 13; Hech II, 41);
b) ordenaban imponiendo las manos (I Tim IV, 14);
c) se valían de reliquias para obrar milagros (Hech XIX, 12), y
d) ejecutaban varias acciones simbólicas (Hech XXI, 11).

No negamos que haya aquí y allá católicos que hacen toda clase de ceremonias y no se resuelven a lo principal, que es confesarse y vivir en gracia; ni negamos que haya católicos que hagan la señal de la cruz y la genuflexión delante del Santísimo Sacramento sin parar mientes en lo que hacen. Pero de esto a decir que los católicos se satisfacen con un exteriorismo farisaico, hay un caos de diferencia. Sabemos, por otra parte, que muchos no católicos han salido de nuestros templos muy edificados de la compostura y recogimiento con que los católicos están en presencia del Santísimo Sacramento. Lo curioso, o por lo menos, lo ridículo, es que los que ponen dificultades contra las ceremonias católicas se complacen en el ritual de los masones y otras sociedades secretas. En cuanto a los reformadores protestantes, privados como fueron el siglo XVI de las ceremonias cristianas, buscan ahora ceremonias que ellos mismos inventan para satisfacer en algún modo el instinto natural del corazón.
 
¿Por qué gastan los católicos millares y millones de pesetas en levantar iglesias suntuosas, cuando alrededor de esas iglesias se amontonan las chozas y casas miserables de los pobres, que apenas tienen lo necesario para vivir?
Porque los católicos están persuadidos de que esas iglesias son la casa de Dios, y de que Jesucristo está en ellas real y verdaderamente presente. Los ricos del mundo levantan casas primorosas para dar en ellas la hospitalidad regia a sus esposas e hijos; .justo es, pues, que los católicos levantemos iglesias costosas para hospedar en ellas a nuestro Rey y Señor Jesucristo. Los judíos de la ley antigua contribuían magnánimamente con el oro y piedras preciosas que poseían, y así edificaron el magnífico templo (2 Paral III, 5), que, al fin y al cabo, no era más que una figura de las iglesias de la ley nueva. Esta pregunta nos trae a la memoria la escena de Judas Iscariote y la Magdalena. María Magdalena no vaciló en derramar sobre los pies de Jesús todo el vaso de ungüento precioso. Judas se malhumoró por esto, objetando que aquel ungüento podía haber sido vendido para dar el precio a los pobres (Juan XII, 3-8). No decía eso Judas porque a él le diesen cuidado los pobres, sino porque era ladrón, y pensaba quedarse con todo o parte del dinero. Pero Jesucristo, lejos de vituperar la acción de María, alabó a ésta por su amabilidad y generosidad.
La Iglesia católica ha sido siempre la defensora y remediadora universal de los pobres, y los sacerdotes católicos tienen siempre entrañas de caridad para los pobres y necesitados. El dinero gastado en la erección de los templos bien gastado está, pues es una prueba práctica del amor que la Iglesia tiene a Cristo y a los pobres, que son siempre bien venidos dentro de los templos católicos. Estos cristianos modernos que se excusan de ir a la iglesia, porque dicen que hacen oración fuera y se encomiendan a Dios en todas partes, en realidad de verdad ni hacen jamás oración ni se les ocurre nunca encomendarse a Dios. En cuanto a los incrédulos que prefieren dar el dinero a los pobres antes que darlo para la erección de una iglesia, decimos que lo que a ellos menos les interesa son los pobres; lo que les duele es que se dé culto externo a Dios, en quien no quieren creer, ni es raro descubrir en ellos un corazón de piedra para con los necesitados, imitando en esto a aquellos paganos de la antigüedad, que condenaban la limosna, porque con ella sólo se conseguía que los pobres alargasen más años su vida de padecimientos y miseria.
 
¿Por qué queman los católicos resinas olorosas durante los divinos oficios? ¿Qué es incienso?
Incienso es una sustancia aromática que se obtiene de una clase de árboles resinosos muy comunes en ciertos países tropicales de Oriente. Puesto sobre carbones encendidos, despide un humo abundante y de olor muy agradable. Es un símbolo de la oración del cristiano que sube a lo alto hasta el trono de Dios, y es agradable a sus ojos. El Salmista cantaba así: "Ascienda mi oración ante tu acatamiento, ¡oh Señor!, como el incienso" (Salmo 140, 2). Leemos que Moisés, por mandato de Dios, levantó un altar para ofrecer en él incienso (Exodo XXXI, 9), y había nombrado levitas especiales que tenían a su cargo ese altar (I Paral IX, 29). En el ritual judío el incienso desempeñaba un papel muy importante (Lev VI, 15); y aunque los escritores cristianos no nos hablan de él hasta el siglo IV (Egeria, Peregrinatorio, 2), la Iglesia primitiva debió de tomarlo de las ceremonias del templo (Apoc VIII, 3).

¿Por qué se encienden las velas durante el día en los altares católicos? ¿Por qué se encienden velas en los santuarios de los santos y alrededor de los cadáveres?
Cuando, en el siglo IV, Vigilancio, hereje, hizo esta misma pregunta, le respondió San Jerónimo que se encendían las velas durante el Evangelio "no para ahuyentar las tinieblas, sino en señal de gozo". San Lucas nos habla del "gran número de lámparas" que ardían en una estancia superior de Tróade, mientras San Pablo predicaba hasta la medianoche (Hech XXII, 7-8). Durante los primeros siglos se dio al bautismo el nombre de "iluminación", por el gran número de velas que ardían durante las ceremonias bautismales el Sábado Santo. Del emperador Constantino nos dice Eusebio que "transformó en luz meridiana la noche de la vigilia sagrada, encendiendo por toda la ciudad cirios gigantescos, al mismo tiempo que las lámparas iluminaban hasta los rincones más apartados, de suerte que esta vigilia mística vino a quedar más iluminada que el mismísimo día" (De Vita Const 4, 22). Según la tradición cristiana, la cera blanca de la vela simboliza la pureza de la carne de Jesucristo, la torcida es imagen de su alma santísima y la llama es figura de la personalidad divina del Verbo hecho carne, "la Luz verdadera que ilumina a todo hombre" (Juan I, 9; VIII, 12). Las velas que arden en los santuarios de los santos simbolizan la plegaria y el sacrificio. En la Edad Media se usaba ofrecer a cierta ermita o santuario velas de la misma estatura del que esperaba obtener de Dios algún favor por intercesión del santo. Las velas que se ponen a los cadáveres simbolizan la fe del católico manifestada delante de los hombres por sus buenas obras. "Luzca vuestra luz delante de los hombres, de suerte que éstos vean vuestras buenas obras y glorifiquen a nuestro Padre, que está en el cielo" (Mat V, 16).
 
¿Qué me dice usted de la ceremonia por la que "salen a misa" las madres que han dado a luz?
Esta ceremonia no es más que una bendición que da el sacerdote a las madres poco después de haber dado a luz. Probablemente, no es más que una reminiscencia del rito judaico de la purificación de las mujeres después de haber dado a luz (Lev 12). El contraste, sin embargo, de estos ritos es muy significativo; pues mientras que la madre judía recibía la bendición para quedar limpia de la mancha legal, la madre cristiana se presenta ante el altar para dar gracias a Dios por haber sobrevivido al parto. La ceremonia se reduce a recitar el salmo 23, más una bendición con el hisopo, y por fin esta hermosa oración: "Poderoso y eterno Dios, que por el parto de la Santísima Virgen María has cambiado en gozo los dolores de las que dan a luz; vuelve amable tus ojos sobre tu sierva que ha venido a tu templo gozosa para darte gracias, y concédela que después de esta vida, por los méritos e intercesión de la misma bienaventurada Virgen, tanto ella como su criatura merezcan alcanzar los gozos de la eterna bienaventuranza. Por Jesucristo Nuestro Señor." Esta ceremonia no es en modo alguno obligatoria. El ritual la llama "costumbre piadosa y laudable" que se viene celebrando desde los primeros siglos del cristianismo.
 
¿Cuál es el origen y el significado del vía-crucis? 
El vía-crucis, o calvario, como le llaman en ciertas regiones, es una serie de cuadros o esculturas puestas en las paredes de las iglesias, aunque también pueden estar al aire libre, como puede verse en el Coliseo de Roma y otros sitios, y representan escenas de la Pasión. Las estaciones son catorce. Los católicos las recorren privada y públicamente en procesión, cantando himnos apropiados, rezando preces y meditando en los sufrimientos de Jesucristo durante su sagrada Pasión. Ya en los días del emperador Constantino se acostumbraba ir en peregrinación a Tierra Santa. San Jerónimo nos habla de las muchedumbres de peregrinos que iban a Jerusalén cuando él estaba allí. Para satisfacer la devoción de los católicos que no podían tomar parte en las peregrinaciones, San Petronio, en el siglo V, erigió en el monasterio de San Esteban, de Bolonia, varias capillas imitando las principales ermitas de Jerusalén. Al volver de Tierra Santa el beato Alvarez, en el siglo xv, levantó varias capillas en el monasterio de los dominicos de Córdoba, y pintó en las paredes las escenas principales de la Pasión. La erección de estaciones en las iglesias, tal como las vemos hoy, no se generalizó hasta fines del siglo XVII, cuando el Papa Inocencio XI concedió especiales indulgencias a los fieles que siguiesen a Cristo en el camino de la cruz.

¿Por qué se rocían los católicos con agua bendita, tanto en casa como al entrar en la iglesia? ¿No es ésta una superstición? ¿Dónde nos habla la Biblia de esta práctica?
Los católicos toman agua bendita para ahuyentar a los espíritus malignos y para traer a la memoria la pureza de corazón con que se deben presentar ante Jesucristo, que está real y verdaderamente presente en nuestros altares. El sacerdote, al bendecirla, echa en ella un poco de sal, que es símbolo de incorrupción e inmortalidad. Tomar agua bendita no es ninguna superstición, pues los católicos saben perfectamente que la virtud no está en el agua misma, sino en las oraciones de la Iglesia, que Dios escucha, y en la devoción del que la toma. San Pablo nos dice que: "Todas las criaturas de Dios son buenas..., pues son santificadas por la palabra de Dios y por la oración" (1 Tim IV, 4 5). La razón misma sugirió a los griegos y a los romanos que el agua, el elemento natural para limpiar, era símbolo de la pureza interior. Por eso la usaban frecuentemente en las ceremonias religiosas, así como para bendecir los campos, las ciudades y los ejércitos. Los judíos usaban con mucha frecuencia el agua bendita en el ritual, por ejemplo, en la ordenación de los sacerdotes y levitas (Exo XXIX, 4; Lev VIII, 6), antes de ofrecer el sacrificio (Exo XXX, 17), al acusar a uno de adulterio (Núm V, 17) y en las abluciones antes de las comidas y de las oraciones (Mar VII, 13). Entre el altar y el tabernáculo había una pila de bronce para las abluciones, bendecida con una bendición especial (Lev VIII, 11; Exo XXX. 18). En el templo de Salomón había diez pilas (3 Rey VII, 38). Siguiendo el mandato de Cristo, la Iglesia bautiza siempre con agua, y siguiendo el consejo del mismo Señor, acostumbra lavar los pies por devoción el día de Jueves Santo (Juan XIII, 8). De la bendición de la pila bautismal nos hablan San Agustín (serm 81) y San Ambrosio (Me Myst 3, 14). De la bendición del agua bendita con una oración para ahuyentar a los malos espíritus, nos hablan varios documentos del siglo IV, como las Constituciones apostólicas, el Testamento del Señor y el Pontifical de Serapión. San Epifanio habla de una cura milagrosa que se efectuó por el uso del agua bendita (Adv Haer 1, 30). En el siglo IV había en los vestíbulos de las iglesias cántaros con agua para lavarse las manos. Esto era muy natural, pues entonces la hostia no se depositaba en la boca, sino en la mano derecha. "Esté limpia—escribe San Jerónimo—esa mano que toca el Cuerpo de Jesucristo, y esté asimismo limpio el corazón que le recibe" (In Epist ad Tit). La pila de agua bendita que vemos hoy en nuestras iglesias data del siglo VI.
 
¿Por qué se les pone a los católicos ceniza en la cabeza el Miércoles de Ceniza?
La ceniza ha simbolizado siempre el llanto y el arrepentimiento (Jonás III, 5-0; Jer VI, 26). El Miércoles de Ceniza el sacerdote pone ceniza en la cabeza de los fieles diciendo al mismo tiempo estas palabras: "Acuérdate, hombre, de que eres polvo, y que en polvo te has de convertir", para recordar a los fieles que ya están en la Cuaresma, que es tiempo de ayuno y penitencia. Esta costumbre piadosa nació del deseo que tenían los fieles de participar, por devoción, en la humillación de los penitentes públicos de la Iglesia primitiva. Los penitentes entonces se vestían con sacos y se teñían con ceniza. Luego el obispo los expulsaba de la iglesia, en la que no eran admitidos hasta el día de Jueves Santo.
 
¿Por qué bendicen en las iglesias católicas ramos y palmas el domingo que precede a la Pascua?
El fin de esta ceremonia es recordar a los fieles la entrada triunfal de Jesucristo en Jerusalén el primer Domingo de Ramos (Marc XI, 8). La romera española Egeria, que visitó Jerusalén el año 380, nos ha dejado una descripción muy viva sobre la procesión que allí tenía lugar el Domingo de Ramos. Dice así: "Después de largas oraciones, a eso de las seis se lee en voz alta aquel pasaje del Evangelio en que se dice que los niños con ramos y palmas alaban al Señor, gritando:"¡Bienaventurado el que viene en nombre del Señor!" A continuación se levanta el obispo, y con él todo el pueblo, y van en procesión hasta la cumbre del monte de los Olivos, todos a pie, precediendo el pueblo al obispo, y cantando salmos y antífonas, repitiendo siempre la estrofa: "¡Bendito el que viene en nombre del Señor!" Y van todos los niños de los contornos con ramos y palmas, y los niños que no pueden aún andar son llevados en brazos. De esta manera vuelven a la ciudad trayendo en medio al obispo, como las turbas trajeron en otro tiempo al Señor."
 
¿Por qué bautizan los católicos las campanas? ¿No es esto una profanación del sacramento del Bautismo?
Nosotros no bautizamos a las campanas, las bendecimos, que no es lo mismo. A esta bendición se la suele llamar impropiamente "bautismo". La Iglesia jamás ha reconocido oficialmente esta expresión popular. Cierto que hay algún parecido superficial entre los dos ritos, como, por ejemplo, los exorcismos, el agua, la sal, la unción, la imposición del nombre, etc.; pero no hay en esta ceremonia nada que equivalga a la forma del bautismo.
 
¿Por qué llevan escapularios los católicos? Realmente, eso es una superstición, pues creen que con ellos se van a ver libres de todos los males.
Los católicos no creen, ni mucho menos, que el escapulario que llevan es una especie de panacea universal contra todos los males. El escapulario de lana, o la medalla, que desde 1910 le puede sustituir, no es más que una insignia de una fraternidad religiosa, asociada con alguna Orden religiosa, como los carmelitas, los servitas, los trinitarios, los pasionistas o los dominicos. Tiene la forma del escapulario monástico que esos religiosos llevan sobre la sotana. Los fieles que lo llevan participan en las obras buenas de la Orden, ganan indulgencias especiales y dan con eso muestras de ser devotos de Nuestro Señor, de la Virgen y de los santos.
 
Parece que la práctica de llevar medallas, como hacen los católicos, es una práctica supersticiosa, parecida a la costumbre pagana de llevar amuletos contra las enfermedades y peligros.
No hay tal superstición. Los paganos, ciertamente, atribuyen a sus amuletos un poder mágico contra las enfermedades, peligros y la misma muerte. Los católicos llevan medallas para honrar a Dios y a sus santos, para recordar con ellas ciertos artículos de la fe, o en señal de que son miembros de alguna cofradía piadosa. No atribuyen virtud alguna a la medalla; la llevan, sí, para fomentar la devoción. ¿Quién va a llamar supersticioso al hombre que lleva eri el ojal el retrato de su mujer? ¿O quién va a condenar al soldado que lleva una medalla ganada bizarramente en el campo de batalla? Entre las medallas más antiguas que se conocen está un medallón de bronce con los apóstoles San Pedro y San Pablo, descubierto en el cementerio de Domitila y atribuido por De Rossi al reinado de Alejandro Severo (220-235). En muchos de los vasos dorados de las catacumbas pueden verse las imágenes de Moisés, Tobías, la Santísima Virgen y Santa Inés. Los distintivos que los peregrinos medievales llevaban, ya en el sombrero, ya en el pecho, tenían con frecuencia la forma de medallas. Eran comunes entonces las ampollas de Cantorbery, las insignias de Asís, las conchas de Santiago de Compostela y las llaves de San Pedro. Las medallas modernas, llevadas por devoción, se generalizaron en el siglo xv, cuando las medallas del jubileo papal se extendieron por toda Europa. Un siglo más tarde, los Papas las bendijeron de una manera especial y las enriquecieron con muchas indulgencias.

                                                            BIBLIOGRAFIA.
Alameda, El Breviario romano
Besalduch, Enciclopedia del escapulario del Carmen
Cirera, Razón de la liturgia católica. 
Ferreres. El Breviario y las nuevas rúbricas. 
Idem, Las campanas.
Fisher, El culto católico
Lobera, El porqué de las ceremonias.
Malou, Práctica del vía-crucis
Prado, Curso popular de liturgia
R. L. H., El escapulario de la Virgen del Carmen
Gomá, La liturgia católica.

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