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viernes, 20 de abril de 2012

LOS SUFRIMIENTOS Y EL MEDICO CATOLICO

El dolor afecta al hombre en tres formas principales: el dolor físico, el dolor neuropático y el dolor moral. En el dolor físico, un agente traumático o morboso, externo o interno, actúa sobre nuestros elementos nerviosos, en manera de provocar un sufrimiento, proporcionado generalmente a su intensidad. En el dolor neuropático, la acción lesiva puede ser mínima o nula, y sin embargo, el sufrimiento puede alcanzar una agudez extrema, ya sea qué el elemento nervioso periférico sea sumamente afinado (tacto u oído en los ciegos), ya sea que los conductores nerviosos estén ellos mismos excitados (neuritis, neuralgias), ya sea que los centros cerebrales estén sensibilizados o, finalmente, que la sensibilidad psíquica esté llevada a un grado sumo. Finalmente, el dolor moral podrá ser normal: psicológico, o morboso psicopático.
Se ve ya que el alivio del sufrimiento que a menudo será pedido al médico, necesitará los recursos más variados y una serie de actos, que van del acto material completamente exterior hasta las intervenciones de orden puramente psicológico.
No nos corresponde examinar aquí el sentido y el lugar del sufrimiento en la vida humana y en la vida cristiana, en particular. Recordemos solamente la palabra de Cristo: "Bienaventurados los que lloráis..." y la frase de San Pablo: "Yo completo en mi carne lo que falta en la Pasión de Cristo". Muchos enfermos han hallado en ellas la paciencia, la fuerza y la esperanza. Pero, para el médico cristiano, la actitud para con el sufrimiento le es dictada por el deber de caridad y por el deber profesional: aliviar.
Resulta muy extraño ver que esta verdad elemental haya sido impugnada por ciertos autores, tal vez menos imbuidos de una verdadera convicción del carácter obligatorio del dolor mencionado en las Sagradas Escrituras, que laudatores temporis acti (admiradores del pasado) reacios a la adaptación de una idea nueva. Su rigidez es además tanto más exigente en cuanto el dolor en cuestión los atañe menos: "Tú comerás el pan con el sudor de tu frente", es susceptible de interpretación, pero "Tú parirás con dolor" no lo es, y el empleo de la anestesia en el parto ha sido el gran escándalo de esos fanáticos que no son justamente mujeres. En esta cuestión no es permitido vacilar: la aceptación del dolor es asunto del enfermo y de su director de conciencia; el alivio del sufrimiento es asunto del médico. El rechazo formal y absoluto del enfermo, con la condición de que éste se dé cuenta de las consecuencias de su rechazo, es lo único que dispensa al médico de su deber de aliviar.
 

Profilaxis del sufrimiento
Debe comenzar desde el interrogatorio del enfermo: debe ser exacto y completo, mas deberá hacerse con delicadeza, sabiendo evitar recuerdos o pormenores penosos; a menudo será posible atenuar con una frase incidental la emoción provocada por una evocación molesta.
Durante el examen, es necesario evitar toda pena física o moral, que no sea real y absolutamente útil: se evitará la luz al fotófobo, las conversaciones ruidosas al torturado por una cefalalgia intensa; el tacto se hará con la intensidad necesaria, pero con la atención y la precisión que permitan reducirlo al mínimo de duración y de desagrado. Se evitarán las sacudidas en el lecho del neurálgico o del reumatizado. Finalmente, se descubrirá al enfermo lo necesario, pero justamente lo que hace falta y solamente por el tiempo imprescindible. Si es necesario un examen ginecológico, no se le practicará más que en el caso de que se crea poder resolver por sí mismo el caso; en caso contrario, se dirigirá la enferma al ginecólogo, si es posible de sexo femenino.
En los actos médicos, se tendrá cuidado de evitar todo dolor inútil: las agujas no deben ser romas, ni más gruesas de lo necesario; los bisturíes deberán estar bien afilados; los termocauterios o cauterios eléctricos se hallarán en buen estado, para reducir al mínimum la sesión de aplicación; los accesorios de una operación: vendas, yeso, agrafes, hilos, etc. deberán prepararse antes, para asegurar la rapidez de la ejecución y evitar las posturas penosas prolongadas. Advirtamos además que todas estas precauciones que responden a un espíritu de caridad, son un deber estrictamente médico: una aguja roma hace fracasar una inyección, destroza una vena, crea un hematoma; una incisión mal hecha prepara una cicatriz defectuosa; una posición cansadora importa una actitud viciosa que el yeso fijará y un dolor demasiado vivo hará rehuir al enfermo una nueva aplicación que sería saludable para él.
En las prescripciones, se evitarán las medicaciones brutales, cuando no son indispensables; se corregirá el sabor desagradable de los medicamentos en todo lo posible; los regímenes se prescribirán tan estrictamente y por tanto tiempo como sea necesario para obtener el resultado deseado, pero se evitarán las restricciones inútiles.
Si el enfermo es azotémico, pero no clorurémico, se le pondrá a un régimen hipoazoado, pero no se le suprimirá la sal; si debe estar a régimen vegetariano, no existiendo trastornos digestivos, no se le condenará solamente a legumbres hervidas. Si necesita insulina, se limitará el régimen en la medida que permita el mejor resultado con el mínimo de incomodidad. También en esto la caridad se encuentra de acuerdo con la sana medicina; un remedio feo corre peligro de no ser tomado. Un régimen no debe excluir más que lo perjudicial, en caso contrario puede provocar carencias.

Anestesia
A pesar de todo, hay dolores ya espontáneos, ya provocados por intervenciones, que no se pueden evitar sin procedimientos especiales destinados a aminorar la sensibilidad. Esto se consigue con la medicación anestésica.
La más simple consiste en el empleo del calor y del frío: cataplasma o hielo. Cada forma tiene sus indicaciones. Luego vienen las indicaciones locales de un anestésico: proyección de cloruro de etilo (que funde en sí el frío y la analgesia), pinceladas de cocaína. Un grado más arriba están las inyecciones locales de un anestésico, luego las anestesias regionales y finalmente la raquianestesia. No se plantea ninguna dificultad religiosa para estas anestesias que dejan intacto el conocimiento del sujeto. Recordemos solamente que el médico, y sobre todo el médico cristiano, tiene el deber formal, cuando procede a una anestesia, de practicarla correctamente. Si la acción del anestésico requiere algunos minutos para realizarse, el médico debe esperar pacientemente y no someter al enfermo a la ansiedad de ser operado antes de que se haya cumplido la insensibilización o a un dolor que una brevísima espera puede evitar.
En cambio, las controversias surgen cuando llegamos a la anestesia que disminuye o suprime el conocimiento, actuando sobre el sistema nervioso central. Hay que distinguir tres clases de éstas: la morfina y productos análogos; las anestesias generales y la anestesia psíquica.
La morfina, por su facilidad de empleo, su ausencia de peligros inmediatos y el bienestar que causa, implica sin embargo un peligro de acostumbramiento y de entrenamiento. Se conocen su camino y sus consecuencias. En tales condiciones, es evidente que el médico debe ser prudente en su uso y saber alternar o elegir los varios sedativos a su disposición, en forma de evitar los peligros de la morfinomanía. El desastre moral a que llegan los morfinómanos, es un peligro demasiado seguro para que frente al mismo se piense en el alivio inmediato, si no es absolutamente indispensable.
Los anestésicos generales, por la dificultad de su empleo, sus peligros y a menudo por su disgusto, no se prestan a un uso maniático; pero la abolición de la conciencia y del conocimiento provocada por ellos, la intensidad de su acción susceptible a veces de ser fatal, el peligro que la intervención practicada implica por sí misma o por incidentes intercorrientes e imprevisibles, plantean el gran problema religioso del peligro de muerte y de muerte sin preparación. El peligro de muerte puede correrse legítimamente, aun por motivos nada graves (ascensiones, deportes, distracciones diversas); afrontarlo, pues, para evitar un dolor algo intenso y de alguna duración, es perfectamente legítimo. El médico católico no tendrá escrúpulo alguno, por lo mismo, en correr el riesgo anestésico, siempre que la anestesia local o regional no sea susceptible de dar una entera satisfacción al caso. Pero, dado que la muerte puede sobrevenir durante el estado de inconsciencia del sujeto, es necesario que el enfermo se haya preparado perfectamente antes de la operación. El médico no deberá dar por lo tanto una falsa seguridad a su enfermo y deberá evitar las anestesias extemporáneas que sorprendan al paciente sin preparación. Antes de cada operación, aun la más insignificante, se practica la desinfección completa de la piel; antes de toda anestesia general, aun la más breve, se debe hacer la desinfección del alma. En las clínicas y hospitales católicos, salvo el caso de un rechazo formal del enfermo, ésa debe ser la regla.
La anestesia psíquica no ofrece ningún peligro vital. Hemos visto la anestesia de San José de Cupertino, durante un éxtasis, mientras se le aplicaba un cauterio. En los falsos éxtasis de los neurópatas, la insensibilidad, naturalmente, es la misma y ha sido posible efectuar operaciones en condiciones de esa naturaleza, determinándose el éxtasis, por ejemplo, cuando se ordena al enfermo que rece. Si en el éxtasis verdadero, el alma unida a Dios no percibe más lo que actúa sobre el cuerpo; si en el falso éxtasis, el espíritu perdido en la idea fija está alejado de las sensaciones corporales, la sugestión en estado de vigilia o, más fácilmente, en estado de sueño hipnótico puede crear la misma insensibilidad. Hay en ello un uso absolutamente legítimo de la hipnosis, que es lamentable ver tan poco difundida por múltiples beneficios: ningún peligro, ni aun en los cardíacos, hepáticos y ancianos; posibilidad de ordenar al enfermo hipnotizado movimientos útiles; despertar a voluntad, sin náuseas ni vómitos. El médico debe pensar en las ventajas e inconvenientes, y si no coloca en la balanza su comodidad personal (y el médico cristiano no debe hacerlo), se decidirá muy a menudo por la hipnosis.

La anestesia obstétrica
En la medida en que no puede dañar ni a la madre ni al hijo, no sólo es lícita, sino constituye un deber para el médico cristiano. Existe padecimiento físico: como médico y como cristiano, se debe aliviar, mientras ocurra sin peligro; ahora bien, no hay peligro alguno con el cloroformo ni con la anestesia por sugestión. Y lo que impide generalmente el empleo de la anestesia obstétrica, es la pequeña complicación de tener un ayudante. El médico cristiano debe saber resolver las complicaciones, cuando está en juego el interés de su paciente.
Ahora bien, hay en juego algo más que el interés del paciente: su vida moral, la vida moral de su conjunto, la existencia posible de nuevas criaturas de Dios. Una de las causas mayores de la restricción en los nacimientos y del mal uso del matrimonio es indudablemente el temor de los dolores del parto: temor experimentado evidentemente por la mujer, pero a menudo sentido también por el hombre; que no quiere sufrimientos para la mujer que ama, tanto más si ese sufrimiento le parece casi el precio de su propio placer. Lo que provoca una vida equivocada, remordimientos de conciencia y alejamiento de las prácticas religiosas...
En realidad hay que pensar que con todas las comodidades de la vida moderna, con el empleo de la anestesia para las intervenciones menos graves, hay una disminución de aptitud y de entrenamiento al dolor. En cambio, los dolores del parto son aumentados por esta situación. La maternidad no debe ser pues una esclavitud dolorosa y terrible, en medio de la superficie aplacada de las miserias humanas.
El médico partero tiene, pues, un papel de primer plano en el porvenir de la raza y de la familia y, lo que vale mucho más, en el porvenir de la vida moral de los miembros de la familia. Los médicos cristianos deben emplear toda su ciencia y todo su celo para lograr el parto sin dolor.

La eutanasia
La eutanasia, la buena muerte, es una palabra engañosa. No es la buena muerte de la que hemos hablado, la muerte cristiana aceptada en la confianza de la bondad de Dios que nos espera, el alma purificada y reconfortada por los Sacramentos de la Iglesia, el cuerpo aplacado por el cuidado del médico y los ojos abiertos a la "inmensa aurora" (Ver Cap. XIII). La eutanasia no es eso. Es la muerte provocada que libra del sufrimiento, es el suicidio o el asesinato por compasión. Santo Tomás Moro hizo de ella una institución en su Utopía pagana y Mons. Benson en su sociedad materialista del Maitre de la Terre. ¿Es necesario insistir? La Iglesia, como lo demuestra el doctor Siegfried en su tesis, no ha podido conciliar nunca el suicidio con la ley de Dios: "Tú no matarás". Le es imposible conciliar con esta ley el asesinato por piedad.
Y sin embargo, muchos enfermos, débiles, moribundos, pedirán: "¡Doctor, os lo pido, matadme; no puedo más!". Dilema atroz para el corazón del médico: la piedad es tentadora, el deber parece cruel. Y luego los accidentes: el minero en el desastre, el herido aplastado en un choque de ferrocarril y que no se puede retirar a tiempo. Luego la guerra, el herido caído en la tierra de nadie, entre las líneas, el colonial en manos de indígenas salvajes y bárbaros. En esos casos la muerte parecería una buena muerte: la eutanasia.
No sabríamos discutir la eutanasia militar: parece privilegiada; los "héroes" que perecen con su fortaleza o su navio, no parecen haber sido contemplados muy severamente por la casuística; por otra parte, la autoridad que declara la guerra, que coloca al traidor contra el muro y hace lo mismo con el rebelde o simplemente con el indisciplinado, ¿puede ordenar la muerte por piedad? Hablaremos de ellos cuando tratemos de la medicina militar.
La eutanasia médica no es admitida ni por la Iglesia ni por la ley civil, ni por la deontología médica clásica. La prohibición de la Iglesia se funda, como hemos visto, en la ley divina. Desde el punto de vista médico, la prohibición se basa en el fin de la medicina misma que es el de conservar la vida todo lo que sea posible, por la posibilidad de errores de diagnóstico, por la posibilidad de descubrimientos que pueden cambiar aún in extremis la situación de un enfermo. Finalmente, no debemos olvidar la posibilidad del milagro, ya sea del milagro completo que da la curación, ya sea del parcial que da la supresión del dolor, ya sea del milagro moral que da la resignación y la gracia de soportar el sufrimiento; y ya se sabe que ese milagro moral es muy frecuente, sobre todo en Lourdes.
Esperando la ayuda de Dios, que el médico debe saber pedir para su enfermo, un empleo juicioso de la anestesia en las condiciones que hemos indicado anteriormente (Cap. XIII), permitirá actuar para alivio del paciente, casi tan bien como con la eutanasia.

Dr. Henri Bon
MEDICINA CATOLICA

BIBLIOGRAFIA
Tesis de medicina:
Castex, Jorge: Le douleur physique, París, 1904. 
Sicard, Emile: Essai sur l'enthanasie, Montpellier, 1912. 
Siegfried, G. C.: Considerations medico-legales sur le meurtre par pitié, Bordeaux, 1930.

Obras varias:
Mignon, Dr.: La douleur et le médecin catholique, en Bull. Soc. Méd. St. Luc., 1930, pág. 41. 
Regnier, Dr.: L'Euthanasie, id. id. 1924, pág. 65.

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