Eclesiásticos diplomados no pueden ejercer más que con el indulto de la Santa Sede. Los no diplomados no lo pueden por la ley civil consagrada por la ley divina y la eclesiástica.
Sacerdotes y religiosos médicos. Sacerdotes y religiosos no médicos.— Ejercicio ilegal de la medicina por eclesiásticos: Consecuencias médicas, judiciales, políticas y religiosas. Monomanía médica de los culpables. — Papel médico legítimo de sacerdotes y religiosos: hacer seguir las indicaciones de los médicos, las medidas de higiene, disipar los prejuicios y evitar el charlatanismo.
La medicina misionera. — Autorización de la Santa Sede. Tolerancia o consentimiento de los poderes civiles. Curso de medicina misionera. Misioneros doctores en medicina. Colaboración con la organización sanitaria colonial.
Los anuncios médico-farmacéuticos de carácter religioso. — Arma antirreligiosa. La confianza en el título de religioso. La interdicción del comercio a los clérigos. Protestas de los farmacéuticos en nombre de la deontología. Protestas de los farmacéuticos católicos. Protesta de la Asamblea de los Cardenales y Arzobispos do Francia. Acción de las Autoridades religiosas. Resistencia y responsabilidad de la Prensa católica.
Los anuncios médico-farmacéuticos de carácter religioso. — Arma antirreligiosa. La confianza en el título de religioso. La interdicción del comercio a los clérigos. Protestas de los farmacéuticos en nombre de la deontología. Protestas de los farmacéuticos católicos. Protesta de la Asamblea de los Cardenales y Arzobispos do Francia. Acción de las Autoridades religiosas. Resistencia y responsabilidad de la Prensa católica.
Bibliografía.
El problema del ejercicio de la medicina por sacerdotes y religiosos debería ser muy sencillo. Nunca deberían verse esos conflictos que oponen a médicos contra sacerdotes y religiosos, y que han llevado a algunos de estos últimos a los tribunales. Realmente la situación es muy neta:
1. Los eclesiásticos, cualesquiera sean, aún diplomados, no pueden ejercer la medicina, más que con indulto de la Santa Sede, generalmente acordado a los misioneros (Can. 139, § 2).
2. Los eclesiásticos no diplomados, por el precepto divino: "Dad a César lo que es de César", y más que nadie, en Francia deben someterse a la ley francesa de 1892 sobre el ejercicio de la medicina: "Nadie puede ejercer la medicina, sin poseer el diploma de doctor en medicina, otorgado por el Gobierno francés". Lo mismo vale por los cirujanos y las parteras.(El ejercicio de la medicina por no diplomados es ilegal y reprimido en todas las naciones civilizadas)
1. Los eclesiásticos, cualesquiera sean, aún diplomados, no pueden ejercer la medicina, más que con indulto de la Santa Sede, generalmente acordado a los misioneros (Can. 139, § 2).
2. Los eclesiásticos no diplomados, por el precepto divino: "Dad a César lo que es de César", y más que nadie, en Francia deben someterse a la ley francesa de 1892 sobre el ejercicio de la medicina: "Nadie puede ejercer la medicina, sin poseer el diploma de doctor en medicina, otorgado por el Gobierno francés". Lo mismo vale por los cirujanos y las parteras.(El ejercicio de la medicina por no diplomados es ilegal y reprimido en todas las naciones civilizadas)
Un eclesiástico no diplomado, pues, salvo el caso naturalmente de emergencia, no tiene nunca el derecho de ejercer la medicina, ni como civil ni como religioso. Y un eclesiástico diplomado no puede hacerlo sino con la autorización de la Santa Sede. Pero la aplicación de estos principios exige un examen de los diferentes casos.
Sacerdotes y religiosos médicos
Hemos visto que en el comienzo del cristianismo, el espíritu de caridad que lo caracteriza, sedujo a numerosos médicos, mientras que el mismo espíritu impulsó a los cristianos al cuidado de los enfermos. La caída del Imperio romano y el desorden de las invasiones concentraron alrededor de las autoridades eclesiásticas y de los monasterios las fuentes del saber. La medicina, por la fuerza de los acontecimientos, fue así ejercida principalmente por los clérigos. Hemos visto que los Concilios de los siglos XII y XIII limitaron o prohibieron a los clérigos el ejercicio de la medicina (Cap. II). Una bula de Honorio III (1216-1227) prohibió a los sacerdotes ser médicos. Benedicto XIV renovó la prohibición y ya conocemos, la disciplina actual.
Observemos que esta disciplina es esencialmente de orden religioso: cuestión de conveniencia en razón de los exámenes que necesita la formulación de un diagnóstico exacto; cuestión de conveniencia en razón de las remuneraciones pecuniarias, convenidas o espontáneas, que responden al servicio rendido; cuestión de disciplina y apostolado, arriesgando el sacerdote-médico de absorberse en el cuidado médico de sus enfermos, en los estudios respectivos, y de perder de vista su verdadero ministerio, sin contar que el público tomará fácilmente el hábito de interesarse más por las palabras del médico del sacerdote-médico que por sus palabras espirituales. Finalmente, el ejercicio de la medicina puede implicar ciertas llamadas ante los tribunales (imprudencias, errores, infracciones a leyes o reglamentos), lamentables para la dignidad del sacerdote.
Se concibe que estos motivos hayan traído las resoluciones restrictivas de la Iglesia, para el ejercicio de la medicina por sacerdotes y religiosos, a pesar de la legalidad civil de ese ejercicio (no hablamos más que de los diplomados) y aun a pesar de ciertas ventajas aparentes: facilidad de abordar a los enfermos, confianza de éstos, que pueden a veces confiar al confesor lo que no confesarían al médico o a la inversa; posibilidad de una acción excepcional, como la referida en la Dépeche médicale de enero de 1923, en que un asesino conquistado por el médico, confesó su crimen al sacerdote y que obtiene su absolución solamente después de una declaración escrita que permitió, después de su muerte, liberar y rehabilitar a un inocente condenado en su lugar.
Observemos que esta disciplina es esencialmente de orden religioso: cuestión de conveniencia en razón de los exámenes que necesita la formulación de un diagnóstico exacto; cuestión de conveniencia en razón de las remuneraciones pecuniarias, convenidas o espontáneas, que responden al servicio rendido; cuestión de disciplina y apostolado, arriesgando el sacerdote-médico de absorberse en el cuidado médico de sus enfermos, en los estudios respectivos, y de perder de vista su verdadero ministerio, sin contar que el público tomará fácilmente el hábito de interesarse más por las palabras del médico del sacerdote-médico que por sus palabras espirituales. Finalmente, el ejercicio de la medicina puede implicar ciertas llamadas ante los tribunales (imprudencias, errores, infracciones a leyes o reglamentos), lamentables para la dignidad del sacerdote.
Se concibe que estos motivos hayan traído las resoluciones restrictivas de la Iglesia, para el ejercicio de la medicina por sacerdotes y religiosos, a pesar de la legalidad civil de ese ejercicio (no hablamos más que de los diplomados) y aun a pesar de ciertas ventajas aparentes: facilidad de abordar a los enfermos, confianza de éstos, que pueden a veces confiar al confesor lo que no confesarían al médico o a la inversa; posibilidad de una acción excepcional, como la referida en la Dépeche médicale de enero de 1923, en que un asesino conquistado por el médico, confesó su crimen al sacerdote y que obtiene su absolución solamente después de una declaración escrita que permitió, después de su muerte, liberar y rehabilitar a un inocente condenado en su lugar.
Sacerdotes y religiosos no médicos
"Si Benedicto XIV y muchos concilios —escribe el doctor Padre Debreyne— prohibieron el ejercicio de la medicina a los sacerdotes que conocen a fondo el arte de curar, ¿qué anatemas no deben lanzarse contra todo eclesiástico tan temerario que se atreva a practicar la medicina sin conocerla?" (Théologie morale et les sciences médicales. Obra destinada al Clero, Pous-sielgue, París, 1884).
Y agrega estas consideraciones muy justas: "Nos abstendremos aun de todo pormenor o noción, por fácil y elemental que sea, de medicina práctica, convencidos de que seríamos más perjudiciales que útiles, como toda medicina popular, por popular y fácil que parezca. La razón está en que la gente de mundo, sabios físicos o sacerdotes, hacen de ella casi siempre aplicaciones intempestivas, falsas o peligrosas. Y, supuesto que no hagan más que medicaciones sencillas e inofensivas, su ministerio, generalmente más oficioso que esclarecido, es todavía dañino en el sentido que hace perder un tiempo precioso, deja escapar la ocasión de encarrilar la marcha de la enfermedad, y la torna con eso tal vez incurable o mortal (Anotemos que este pasaje es una verdadera condena del ofrecimiento al público de productos terapéuticos que se emplearían sin contralor médico. La dificultad en medicina reside todo en el diagnóstico. Asombra mucho que productos que llevan el nombre del Dr. Padre Debreyne, hayan sido lanzados con una publicidad intensa para curar toda clase de enfermedades).
Y agrega estas consideraciones muy justas: "Nos abstendremos aun de todo pormenor o noción, por fácil y elemental que sea, de medicina práctica, convencidos de que seríamos más perjudiciales que útiles, como toda medicina popular, por popular y fácil que parezca. La razón está en que la gente de mundo, sabios físicos o sacerdotes, hacen de ella casi siempre aplicaciones intempestivas, falsas o peligrosas. Y, supuesto que no hagan más que medicaciones sencillas e inofensivas, su ministerio, generalmente más oficioso que esclarecido, es todavía dañino en el sentido que hace perder un tiempo precioso, deja escapar la ocasión de encarrilar la marcha de la enfermedad, y la torna con eso tal vez incurable o mortal (Anotemos que este pasaje es una verdadera condena del ofrecimiento al público de productos terapéuticos que se emplearían sin contralor médico. La dificultad en medicina reside todo en el diagnóstico. Asombra mucho que productos que llevan el nombre del Dr. Padre Debreyne, hayan sido lanzados con una publicidad intensa para curar toda clase de enfermedades).
Además la experiencia demuestra todos los días, que las personas de mundo que se dedican a la lectura de los libros de medicina, se tornan a menudo hipocondríacos o enfermos imaginarios. Agreguemos todavía que el sacerdote que transita contra sus costumbres por un terreno desconocido y resbaladizo, puede dar pasos en falso, cometer con la mejor intención del mundo errores graves e irreparables e incurrir por eso en irregularidad eclesiástica". De hecho, el Código de Derecho Canónico prevé que el clérigo, que en el ejercicio ilegal de la medicina causa la muerte de un enfermo, se convierte por eso mismo en irregular (Can. 985, § 6).
Ejercicio ilegal de la medicina por eclesiásticos
Desgraciadamente, se sabe demasiado que hay eclesiásticos que, habiendo leído algún indefinido libro de medicina, creen que eso reemplaza años de estudio, de aprendizaje, bajo la dirección de maestros experimentados, de exámenes de enfermos, y el empleo de aparatos de diagnóstico y las investigaciones de laboratorio y la renovación constante y el aumento de los conocimientos médicos por el trabajo de laboratorio y consultorio. Por esta razón tesis y libros sobre el ejercicio ilegal de la medicina y sobre el "charlatanismo médico", diarios y revistas de medicina y... crónicas de los tribunales, citan en abundancia ejemplos de esta actividad nefasta. El doctor Brouardel, en 1899, refiere la actividad farmacéutica e ilegal de religiosas en el Morbihan, y recuerda "la condena de la Superiora de Port-d'Envaux, cuya medicación con clorato de potasa causó la muerte de cuatro niños".
El doctor Bidault relata en su tesis (1899) dos casos mortales por intervención intempestiva, uno por un sacerdote, otro por una religiosa. El doctor Leliévre, en su tesis (1907), cita el envenenamiento, que llegó a los estrados, de un niño de 10 años, por una buena religiosa que le hizo tomar láudano larga manu para calmar unos cólicos. El doctor Porcheron, en su tesis (1923), recuerda este hecho: "Un niño de pecho fue atacado por diarreas con deposiciones frecuentes, verdes y fétidas. Por todo cuidado y por consejo de un joven párroco, recién salido del seminario, los parientes tomaron cada uno un cirio encendido, impusieron la mano sobre la cabeza del niño y recitaron en voz alta, tres veces, un evangelio, convencidos de que el pobre paciente curaría en seguida. ¡A la mañana siguiente el niño había muerto!".
El doctor Sentourens, en su tesis, cita la condena de un abate X, que estaba asociado con un médico, para la explotación de un Instituto médico en Sens. Un aparato aplicado sobre un brazo por el abate, provocó una gangrena que obligó a la amputación. Cita también la condena en junio de 1899 por el tribunal de Agen de un abate Teodoro X; la de dos religiosas en enero de 1901 por el tribunal de Chateaulin por tratamiento ilegal de numerosas personas atacadas de disentería; la de un párroco del Isére, condenado en 1898. El doctor Cantaloube, también en su tesis, relata la condena de un párroco de los alrededores de Nimes que operaba en la rebotica de un farmacéutico y que no vacilaba en prescribir pociones con 25 gr. de alcoholaturo de acónito o 50 gr. de arsénico. Los enredos del homeopático abate Chaupitre con los sindicatos médicos, la justicia civil y las autoridades religiosas, dieron mucho que hablar a comienzos del siglo y no hay médico que no conozca personalmente a sacerdotes, religiosos o religiosas que infringen las leyes religiosas y civiles acerca del ejercicio de la medicina.
Acabamos de ver algunos ejemplos de este estado de cosas de consecuencias desastrosas para los enfermos; las que resultan para la religión no son menos deplorables. Los autores antirreligiosos esgrimen el arma de esos ejemplos para motejar a los miembros del clero y a los religiosos de ignorancia y codicia, insinuando que razones de interés impiden a las autoridades eclesiásticas intervenir severamente. El doctor Prat-bernon cita en su tesis al doctor Noir, que al comienzo de sus estudios conoció a una anciana religiosa del Hótel-Dieu que tenía en el hospital una verdadera oficina de consulta y que poseía una magnífica clientela a la que recetaba y distribuía sin distinción ungüentos, pomadas y electuarios. Eso ocurría en el Hótel-Dieu y en París, y ¿quién sabe si numerosas laicizaciones de hospitales no hubieran sido evitadas de parte de las religiosas, por una mejor comprensión de su verdadero papel y del de los médicos? Y lo mismo puede decirse de la clientela de ciudad y de campaña. El doctor Guitón, en su tesis, se pregunta si "no sería necesario caer sin piedad sobre los que imponen las manos y echan la suerte, sobre sacerdotes-médicos y fabricantes de pomadas, y amenazarlos con multas y prisión".
Conocemos a médicos piadosos que concluyeron en un verdadero anticlericalismo, por el hecho de la usurpación incesante de religiosos o sacerdotes en el dominio médico, usurpación a menudo perjudicial para los enfermos y más a menudo fatal para la reputación del médico por críticas más o menos explícitas y que llegan a veces hasta comprometer y hacer insostenible la situación material del práctico. Muchos médicos —nos dice el doctor Sentourens—, especialmente en la Bretaña, debieron abandonar la localidad donde se habían instalado. Conocemos hechos análogos recientes. Cuando se piensa en la importancia política del médico, en su influencia en los electores y en las asambleas, se concibe que el celo médico intempestivo de los párrocos y de las buenas Hermanas tiene su parte de responsabilidad en el voto de las "leyes intangibles" y en su persistencia anacrónica. Vemos a autores, como el doctor Tiffaud en su tesis (París, 1899), vincular superstición religiosa y superstición médica, y preconizar la acción del institutor para esclarecer a los espíritus. El haber llevado a muchos médicos a esta idea de oposición entre el "párroco-curandero" y el institutor propagandista de sanos conceptos médicos, es evidentemente el resultado nefasto de una caridad mal comprendida e indiscreta.
Desgraciadamente, en el ejercicio ilegal de la medicina por eclesiásticos hay dos elementos de los cuales uno solo puede influirse. Este elemento es el espíritu de caridad y apostolado; el sacerdote desea aliviar, desea ser útil y se deja arrastrar en la pendiente de los servicios que puede dar. A favor de la costumbre, ya no se da cuenta de lo que hay de improvisado e imaginario en los conceptos médicos que amontonara en su espíritu, al azar de conversaciones a la cabecera de los enfermos, de las preguntas inesperadas a las que hubo que contestar, de las lecturas de artículos médicos y de prospectos farmacéuticos. Una seria alarma en el seminario contra esos impulsos —sabemos que en muchos seminarios se dan y se repiten serios consejos de prudencia—, llamados a la prudencia por las autoridades eclesiásticas, pacientes exposiciones de parte del médico acerca de las dificultades de la medicina, de su complejidad, de la ambigüedad de los síntomas, del peligro de las terapéuticas intempestivas aun en apariencia anodinas, bastan a mantener el espíritu de caridad y apostolado en sus verdaderos límites; siendo un espíritu de piedad, no habrá dificultad en aceptar las explicaciones dadas, en doblegarse a las instrucciones de los superiores y a las prescripciones de la legislación civil y religiosa. El criterio de la verdadera piedad ha sido constituido siempre por la humildad y la obediencia.
Y es justamente este criterio el que nos permite decir que a menudo en el ejercicio ilegal de la medicina por sacerdotes y religiosos hay otro elemento, además del caritativo: un elemento psíquico morboso. Se ven en efecto sacerdotes, religiosos y Hermanas que parecen piadosos, animados de buenas intenciones, y que dan consejos y remedios, contrariamente a la ley civil y religiosa; se les ve despotricar contra el médico, en oposición a la ley moral; se les ve no tener en cuenta para nada la autoridad eclesiástica, cuando interviene; se les ve llegar hasta la rebelión completa. Se han hecho sacerdotes, han elegido la consagración a la vida de los fieles, y helos ahí en lucha con las bases esenciales de la vida espiritual: humildad y obediencia, en lucha con el buen sentido mismo que les aconsejaría, para hacer obra médica, cumplir primero lo que el médico prescribe.
Hay en esto una anomalía indiscutible: son buenos sacerdotes o religiosos, pero se conducen de manera absolutamente contraria al espíritu de piedad. Se trata de una verdadera idea fija; hemos visto casos en que se les demostró su error de diagnóstico, de terapéutica; se sorprendieron, lo reconocieron y... al día siguiente recomenzaron. No conocemos, en cambio, a uno solo que haya hecho lo elemental: proveerse de los programas pormenorizados de los estudios médicos y someterse a recorrer el ciclo de esos estudios. Ceden a un impulso ciego e irrazonable. Se trata de una verdadera manía.
El doctor Igert, en su tesis sobre Les guérisseurs mystiques (Tolosa, 1929), demostró claramente que muchos curanderos son psicópatas. La "vocación" de algunos floreció en los asilos, donde estaban en tratamiento por trastornos psíquicos. El doctor Fundra, en su tesis, estudia los "delirios de invención médica y de acción curativa", de acuerdo con el doctor Claude. Demuestra que el convencimiento patológico de poseer el poder de curar a los enfermos, ya por acción personal, ya con el recurso de nuevos remedios o tratamientos, puede ser un síndrome psíquico y mental cualquiera, o "constituir lo dominante del cuadro clínico, permitiendo individualizar en ciertos casos un verdadero delirio de acción curativa o invención médica, con exclusión de otros temas delirantes..." Este delirio implica a menudo, escribe, "una necesidad de realización inmediata, generalmente no utilitaria. Es raro que el delirante emplee su descubrimiento para sacar provecho del mismo... Desde el punto de vista médico-legal, las reacciones pueden ser diferentes: ya puramente platónicas (envío de memorias a las Sociedades científicas), ya perturbadoras del orden público (escándalos, etc.). Finalmente, en determinados casos, no es imposible que sus reacciones lleven a los sujetos ante los tribunales (estafas, ejercicio ilegal de la medicina, etc.)" Y termina su tesis con esta conclusión: "Entre los curanderos, al lado de los charlatanes que abusan de la buena fe del público, existen delirantes a veces desconocidos. En los procesos judiciales que los afectan, el peritaje psiquiátrico estará a menudo bien indicado".
Se sabe entretanto que el verdadero equilibrio psíquico es tan raro como el verdadero equilibrio físico; del mismo modo que es necesario saber vivir corrigiendo ciertos puntos débiles del organismo, o contando con ellos, es necesario asegurar su propia vida psíquica con una disciplina de equilibrio del pensamiento, corrigiendo las tendencias morbosas o equilibrándolas. La vida común, con sus limitaciones y sus encuadres en otras personalidades, en horarios y ocupaciones no elegidas, impide que muchas desviaciones se manifiesten. El sacerdote de campaña y ciertos religiosos, por su soledad, sus escasas ocupaciones obligatorias, peligran de ser arrastrados por una inclinación dominante; el espíritu de altruismo que los anima, adquirirá fácilmente la desviación o la amplificación morbosa que los llevará a la práctica ilegal de la medicina.
El doctor Bidault relata en su tesis (1899) dos casos mortales por intervención intempestiva, uno por un sacerdote, otro por una religiosa. El doctor Leliévre, en su tesis (1907), cita el envenenamiento, que llegó a los estrados, de un niño de 10 años, por una buena religiosa que le hizo tomar láudano larga manu para calmar unos cólicos. El doctor Porcheron, en su tesis (1923), recuerda este hecho: "Un niño de pecho fue atacado por diarreas con deposiciones frecuentes, verdes y fétidas. Por todo cuidado y por consejo de un joven párroco, recién salido del seminario, los parientes tomaron cada uno un cirio encendido, impusieron la mano sobre la cabeza del niño y recitaron en voz alta, tres veces, un evangelio, convencidos de que el pobre paciente curaría en seguida. ¡A la mañana siguiente el niño había muerto!".
El doctor Sentourens, en su tesis, cita la condena de un abate X, que estaba asociado con un médico, para la explotación de un Instituto médico en Sens. Un aparato aplicado sobre un brazo por el abate, provocó una gangrena que obligó a la amputación. Cita también la condena en junio de 1899 por el tribunal de Agen de un abate Teodoro X; la de dos religiosas en enero de 1901 por el tribunal de Chateaulin por tratamiento ilegal de numerosas personas atacadas de disentería; la de un párroco del Isére, condenado en 1898. El doctor Cantaloube, también en su tesis, relata la condena de un párroco de los alrededores de Nimes que operaba en la rebotica de un farmacéutico y que no vacilaba en prescribir pociones con 25 gr. de alcoholaturo de acónito o 50 gr. de arsénico. Los enredos del homeopático abate Chaupitre con los sindicatos médicos, la justicia civil y las autoridades religiosas, dieron mucho que hablar a comienzos del siglo y no hay médico que no conozca personalmente a sacerdotes, religiosos o religiosas que infringen las leyes religiosas y civiles acerca del ejercicio de la medicina.
Acabamos de ver algunos ejemplos de este estado de cosas de consecuencias desastrosas para los enfermos; las que resultan para la religión no son menos deplorables. Los autores antirreligiosos esgrimen el arma de esos ejemplos para motejar a los miembros del clero y a los religiosos de ignorancia y codicia, insinuando que razones de interés impiden a las autoridades eclesiásticas intervenir severamente. El doctor Prat-bernon cita en su tesis al doctor Noir, que al comienzo de sus estudios conoció a una anciana religiosa del Hótel-Dieu que tenía en el hospital una verdadera oficina de consulta y que poseía una magnífica clientela a la que recetaba y distribuía sin distinción ungüentos, pomadas y electuarios. Eso ocurría en el Hótel-Dieu y en París, y ¿quién sabe si numerosas laicizaciones de hospitales no hubieran sido evitadas de parte de las religiosas, por una mejor comprensión de su verdadero papel y del de los médicos? Y lo mismo puede decirse de la clientela de ciudad y de campaña. El doctor Guitón, en su tesis, se pregunta si "no sería necesario caer sin piedad sobre los que imponen las manos y echan la suerte, sobre sacerdotes-médicos y fabricantes de pomadas, y amenazarlos con multas y prisión".
Conocemos a médicos piadosos que concluyeron en un verdadero anticlericalismo, por el hecho de la usurpación incesante de religiosos o sacerdotes en el dominio médico, usurpación a menudo perjudicial para los enfermos y más a menudo fatal para la reputación del médico por críticas más o menos explícitas y que llegan a veces hasta comprometer y hacer insostenible la situación material del práctico. Muchos médicos —nos dice el doctor Sentourens—, especialmente en la Bretaña, debieron abandonar la localidad donde se habían instalado. Conocemos hechos análogos recientes. Cuando se piensa en la importancia política del médico, en su influencia en los electores y en las asambleas, se concibe que el celo médico intempestivo de los párrocos y de las buenas Hermanas tiene su parte de responsabilidad en el voto de las "leyes intangibles" y en su persistencia anacrónica. Vemos a autores, como el doctor Tiffaud en su tesis (París, 1899), vincular superstición religiosa y superstición médica, y preconizar la acción del institutor para esclarecer a los espíritus. El haber llevado a muchos médicos a esta idea de oposición entre el "párroco-curandero" y el institutor propagandista de sanos conceptos médicos, es evidentemente el resultado nefasto de una caridad mal comprendida e indiscreta.
Desgraciadamente, en el ejercicio ilegal de la medicina por eclesiásticos hay dos elementos de los cuales uno solo puede influirse. Este elemento es el espíritu de caridad y apostolado; el sacerdote desea aliviar, desea ser útil y se deja arrastrar en la pendiente de los servicios que puede dar. A favor de la costumbre, ya no se da cuenta de lo que hay de improvisado e imaginario en los conceptos médicos que amontonara en su espíritu, al azar de conversaciones a la cabecera de los enfermos, de las preguntas inesperadas a las que hubo que contestar, de las lecturas de artículos médicos y de prospectos farmacéuticos. Una seria alarma en el seminario contra esos impulsos —sabemos que en muchos seminarios se dan y se repiten serios consejos de prudencia—, llamados a la prudencia por las autoridades eclesiásticas, pacientes exposiciones de parte del médico acerca de las dificultades de la medicina, de su complejidad, de la ambigüedad de los síntomas, del peligro de las terapéuticas intempestivas aun en apariencia anodinas, bastan a mantener el espíritu de caridad y apostolado en sus verdaderos límites; siendo un espíritu de piedad, no habrá dificultad en aceptar las explicaciones dadas, en doblegarse a las instrucciones de los superiores y a las prescripciones de la legislación civil y religiosa. El criterio de la verdadera piedad ha sido constituido siempre por la humildad y la obediencia.
Y es justamente este criterio el que nos permite decir que a menudo en el ejercicio ilegal de la medicina por sacerdotes y religiosos hay otro elemento, además del caritativo: un elemento psíquico morboso. Se ven en efecto sacerdotes, religiosos y Hermanas que parecen piadosos, animados de buenas intenciones, y que dan consejos y remedios, contrariamente a la ley civil y religiosa; se les ve despotricar contra el médico, en oposición a la ley moral; se les ve no tener en cuenta para nada la autoridad eclesiástica, cuando interviene; se les ve llegar hasta la rebelión completa. Se han hecho sacerdotes, han elegido la consagración a la vida de los fieles, y helos ahí en lucha con las bases esenciales de la vida espiritual: humildad y obediencia, en lucha con el buen sentido mismo que les aconsejaría, para hacer obra médica, cumplir primero lo que el médico prescribe.
Hay en esto una anomalía indiscutible: son buenos sacerdotes o religiosos, pero se conducen de manera absolutamente contraria al espíritu de piedad. Se trata de una verdadera idea fija; hemos visto casos en que se les demostró su error de diagnóstico, de terapéutica; se sorprendieron, lo reconocieron y... al día siguiente recomenzaron. No conocemos, en cambio, a uno solo que haya hecho lo elemental: proveerse de los programas pormenorizados de los estudios médicos y someterse a recorrer el ciclo de esos estudios. Ceden a un impulso ciego e irrazonable. Se trata de una verdadera manía.
El doctor Igert, en su tesis sobre Les guérisseurs mystiques (Tolosa, 1929), demostró claramente que muchos curanderos son psicópatas. La "vocación" de algunos floreció en los asilos, donde estaban en tratamiento por trastornos psíquicos. El doctor Fundra, en su tesis, estudia los "delirios de invención médica y de acción curativa", de acuerdo con el doctor Claude. Demuestra que el convencimiento patológico de poseer el poder de curar a los enfermos, ya por acción personal, ya con el recurso de nuevos remedios o tratamientos, puede ser un síndrome psíquico y mental cualquiera, o "constituir lo dominante del cuadro clínico, permitiendo individualizar en ciertos casos un verdadero delirio de acción curativa o invención médica, con exclusión de otros temas delirantes..." Este delirio implica a menudo, escribe, "una necesidad de realización inmediata, generalmente no utilitaria. Es raro que el delirante emplee su descubrimiento para sacar provecho del mismo... Desde el punto de vista médico-legal, las reacciones pueden ser diferentes: ya puramente platónicas (envío de memorias a las Sociedades científicas), ya perturbadoras del orden público (escándalos, etc.). Finalmente, en determinados casos, no es imposible que sus reacciones lleven a los sujetos ante los tribunales (estafas, ejercicio ilegal de la medicina, etc.)" Y termina su tesis con esta conclusión: "Entre los curanderos, al lado de los charlatanes que abusan de la buena fe del público, existen delirantes a veces desconocidos. En los procesos judiciales que los afectan, el peritaje psiquiátrico estará a menudo bien indicado".
Se sabe entretanto que el verdadero equilibrio psíquico es tan raro como el verdadero equilibrio físico; del mismo modo que es necesario saber vivir corrigiendo ciertos puntos débiles del organismo, o contando con ellos, es necesario asegurar su propia vida psíquica con una disciplina de equilibrio del pensamiento, corrigiendo las tendencias morbosas o equilibrándolas. La vida común, con sus limitaciones y sus encuadres en otras personalidades, en horarios y ocupaciones no elegidas, impide que muchas desviaciones se manifiesten. El sacerdote de campaña y ciertos religiosos, por su soledad, sus escasas ocupaciones obligatorias, peligran de ser arrastrados por una inclinación dominante; el espíritu de altruismo que los anima, adquirirá fácilmente la desviación o la amplificación morbosa que los llevará a la práctica ilegal de la medicina.
Es importante que el médico descubra en los sacerdotes y religiosos con que se relaciona, los comienzos de esas desviaciones morbosas; sería necesario que las autoridades eclesiásticas, a cuyo conocimiento lleguen esas pequeñas anomalías, destinen inmediatamente al sujeto a un lugar que imponga una actividad totalmente alejada de la medicina. Sin embargo —y es lo que olvidan los autores que atribuyen a las autoridades religiosas los desaciertos de algunos sacerdotes— la jerarquía eclesiástica no es en absoluto militar y despótica; muchas medidas protegen a los individuos en cada peldaño contra los excesos del poder. Y en ese caso, aun reconocido el estado morboso (la idea de esa morbosidad latente del psiquismo normal es todavía poco familiar a los espíritus), no siempre es fácil actuar en forma adecuada.
Papel médico legítimo de sacerdotes y religiosos
Los sacerdotes y religiosos no médicos, sin invadir el terreno netamente técnico que proviene de estudios especiales, pueden prestar grandes servicios médicos a las poblaciones.
En el siglo XVIII, la legislación era muy severa por lo que se refiere a la salud pública. El edicto francés de 1707 establecía en su artículo 26: "Nadie, bajo ningún pretexto, podrá ejercer la medicina ni dar remedio alguno, aun gratis, en las ciudades y aldeas de nuestro reino, si no ha logrado el grado de licencia en alguna de las Facultades de medicina establecidas, bajo pena de 500 libras de multa". Y el artículo siguiente aplicaba la prohibición a los religiosos, haciendo responsables de la multa a los monasterios. En cambio los reglamentos sobre epidemias preveían que se confiaran al párroco los socorros y los remedios, y que éste sería encargado de su distribución de acuerdo con las indicaciones del médico de las epidemias.
También los edictos concernientes a las nodrizas prescribían las informaciones que se pedirían al párroco y una vigilancia de parte de éste sobre los niños colocados en la parroquia. La legislación era clara: prohibición de hacer medicina, pero colaboración con la acción médica, siendo el párroco la persona instruida y concienzuda, capaz de ejecutar o vigilar de la mejor manera las medidas prescritas.
Y aun actualmente los sacerdotes y los religiosos y religiosas son los más indicados para secundar la acción médica. Su ideal de caridad, su instrucción, los conocimientos médicos, con o sin diploma, que pueden poseer —y para sacerdotes y religiosos el servicio militar que generalmente los convierte en enfermeros y los prepara para este oficio— los habilitan para tal colaboración.
Hacer consultar o llamar al médico a tiempo, vigilar la aplicación de las medidas de higiene, atender a la estricta ejecución de las prescripciones de los médicos, ayudar a su realización, eso será hacer obra realmente útil, y como se procede por indicación médica, el eclesiástico queda librado de toda responsabilidad.
Por otra parte, el sacerdote, como lo sugiere el doctor Leliévre en las conclusiones de su tesis, puede colaborar mucho en la destrucción del charlatanismo y de las supersticiones médicas: "En nuestras campañas, el sacerdote goza de un respeto y de una confianza que lo habilitan para representar un papel muy eficaz en la lucha que emprendemos (contra el charlatanismo). Lo que dice un párroco, ¿no es entre nosotros palabra del Evangelio? Por eso, durante sus visitas, debería tratar sin tregua de hacer comprender a los numerosos enfermos y heridos que encuentra, toda la conveniencia que tienen en dejar de lado las sucias pomadas y los ungüentos que envenenan sus llagas, y dirigirse al médico, que gracias a sus largos estudios hechos, sabe librarlos mejor de sus males, más rápidamente y con mayor seguridad."
En el siglo XVIII, la legislación era muy severa por lo que se refiere a la salud pública. El edicto francés de 1707 establecía en su artículo 26: "Nadie, bajo ningún pretexto, podrá ejercer la medicina ni dar remedio alguno, aun gratis, en las ciudades y aldeas de nuestro reino, si no ha logrado el grado de licencia en alguna de las Facultades de medicina establecidas, bajo pena de 500 libras de multa". Y el artículo siguiente aplicaba la prohibición a los religiosos, haciendo responsables de la multa a los monasterios. En cambio los reglamentos sobre epidemias preveían que se confiaran al párroco los socorros y los remedios, y que éste sería encargado de su distribución de acuerdo con las indicaciones del médico de las epidemias.
También los edictos concernientes a las nodrizas prescribían las informaciones que se pedirían al párroco y una vigilancia de parte de éste sobre los niños colocados en la parroquia. La legislación era clara: prohibición de hacer medicina, pero colaboración con la acción médica, siendo el párroco la persona instruida y concienzuda, capaz de ejecutar o vigilar de la mejor manera las medidas prescritas.
Y aun actualmente los sacerdotes y los religiosos y religiosas son los más indicados para secundar la acción médica. Su ideal de caridad, su instrucción, los conocimientos médicos, con o sin diploma, que pueden poseer —y para sacerdotes y religiosos el servicio militar que generalmente los convierte en enfermeros y los prepara para este oficio— los habilitan para tal colaboración.
Hacer consultar o llamar al médico a tiempo, vigilar la aplicación de las medidas de higiene, atender a la estricta ejecución de las prescripciones de los médicos, ayudar a su realización, eso será hacer obra realmente útil, y como se procede por indicación médica, el eclesiástico queda librado de toda responsabilidad.
Por otra parte, el sacerdote, como lo sugiere el doctor Leliévre en las conclusiones de su tesis, puede colaborar mucho en la destrucción del charlatanismo y de las supersticiones médicas: "En nuestras campañas, el sacerdote goza de un respeto y de una confianza que lo habilitan para representar un papel muy eficaz en la lucha que emprendemos (contra el charlatanismo). Lo que dice un párroco, ¿no es entre nosotros palabra del Evangelio? Por eso, durante sus visitas, debería tratar sin tregua de hacer comprender a los numerosos enfermos y heridos que encuentra, toda la conveniencia que tienen en dejar de lado las sucias pomadas y los ungüentos que envenenan sus llagas, y dirigirse al médico, que gracias a sus largos estudios hechos, sabe librarlos mejor de sus males, más rápidamente y con mayor seguridad."
El médico misionero
Es bien evidente que donde los cuadros médicos son insuficientes para asegurar una medicina verdaderamente científica, como en muchas colonias, las limitaciones de que acabamos de hablar, ya no tienen aplicación.
En primer lugar, la Santa Sede acuerda a los misioneros el derecho de ejercer de acuerdo con los diplomas que poseen. Además, aun sin diploma, el blanco tendrá a menudo conocimientos médicos superiores a los de los indígenas. Y los servicios prestados en este sentido lo ayudarán a tomar mejor contacto y abrirán el camino a su apostolado.
Pero no ha tardado en aparecer claro y evidente, que aun para los indígenas, una medicina intuitiva o fundada en un formulario, en un diccionario o en artículos de diario, es realmente insuficiente (y esto condena netamente el ejercicio ilegal en Francia) y se han instituido cursos de medicina misionera. Veremos en otro lugar esta organización. Pero cabe comprobar que puestas a prueba, las misiones se han dado cuenta de que la medicina no se puede practicar por afición, como un deporte, que no se pueden prestar buenos servicios más que aprendiendo medicina, y las mismas impulsan a muchos de sus miembros a adquirir los conocimientos y los diplomas correspondientes, comprendiendo el de doctor en medicina.
En muchas ocasiones, las misiones, gracias a sus médicos diplomados, a sus misioneros recibidos en diferentes grados, se encuadran en la organización sanitaria colonial. Su autoridad aumenta, las poblaciones se benefician, su apostolado sale ganando y la madre patria les debe una valorización de la colonia.
En primer lugar, la Santa Sede acuerda a los misioneros el derecho de ejercer de acuerdo con los diplomas que poseen. Además, aun sin diploma, el blanco tendrá a menudo conocimientos médicos superiores a los de los indígenas. Y los servicios prestados en este sentido lo ayudarán a tomar mejor contacto y abrirán el camino a su apostolado.
Pero no ha tardado en aparecer claro y evidente, que aun para los indígenas, una medicina intuitiva o fundada en un formulario, en un diccionario o en artículos de diario, es realmente insuficiente (y esto condena netamente el ejercicio ilegal en Francia) y se han instituido cursos de medicina misionera. Veremos en otro lugar esta organización. Pero cabe comprobar que puestas a prueba, las misiones se han dado cuenta de que la medicina no se puede practicar por afición, como un deporte, que no se pueden prestar buenos servicios más que aprendiendo medicina, y las mismas impulsan a muchos de sus miembros a adquirir los conocimientos y los diplomas correspondientes, comprendiendo el de doctor en medicina.
En muchas ocasiones, las misiones, gracias a sus médicos diplomados, a sus misioneros recibidos en diferentes grados, se encuadran en la organización sanitaria colonial. Su autoridad aumenta, las poblaciones se benefician, su apostolado sale ganando y la madre patria les debe una valorización de la colonia.
Los anuncios médico-farmacéuticos de carácter religioso
Si el ejercicio ilegal de la medicina por sacerdotes y religiosos es un gran factor de anticlericalismo, los anuncios médico-farmacéuticos de carácter religioso hacen un daño considerable a la religión. Los diarios antirreligiosos hacen de ello periódicamente el tema de artículos que tachan al clero de codicia y atribuyen la responsabilidad a la jerarquía eclesiástica. En los periódicos médicos, se oye el mismo repique de campanas, sin parcialidad, por la simple comprobación de hechos cuya apariencia es la más vergonzosa.
Así, en el número de diciembre de 1933 de la Quinzaine médicale, en la crónica automovilística, redactada por el doctor Bommier, para hacer comprender el charlatanismo de ciertos productos pretendidos milagrosos para los automóviles, hallamos una comparación con el charlatanismo de anuncios de carácter religioso. Vulgo vult decipi (el vulgo quiere ser engañado), recuerda el doctor Bommier y escribe: "Legiones de sacerdotes abandonan las letanías por la terapéutica transcendental y se dirigen especialmente a las mujeres embarazadas o en la menopausia". Cita en seguida algunos ejemplos y agrega: "Cuando se ven personas sagradas vender su nombre y prostituir sus sotanas a "fumistas", sin que la autoridad sagrada superior que los rige, se ofusque y anule sus funciones, cabe asombrarse..."
Sin duda, sacerdotes y farmacéuticos de buena fe se sorprenden de estas consecuencias de sus anuncios y dicen: "Mi producto es bueno...- Y es una satisfacción muy legítima para el autor dar su nombre al producto que ha inventado... El nombre del convento es una garantía de la conciencia con que se recogen las plantas, se seleccionan y se preparan los productos..." Sí, pero olvidan que la ley ha previsto para los productos farmacéuticos la garantía técnica del farmacéutico que los cubre con su nombre. ¿Qué agregará la garantía del convento? Conciencia no quiere decir competencia, y si un farmacéutico poco concienzudo atribuye a un producto fabricado por un convento virtudes de medicación utópicas, los monjes y el público pueden creer en esas virtudes. Uno y otros son engañados: la garantía del convento no garantiza nada.
Mas para el farmacéutico la misma es una garantía para la atracción del público, y son numerosos los productos cuyo título religioso es simplemente imaginario y constituye un vulgar abuso de confianza. Como dice el doctor Cantaloube en su tesis, "para la mayoría del público, el gran seminario inicia a los sacerdotes simultáneamente en la teología y en la medicina. De ello proviene la confianza extrema que le asignan los parroquianos toda vez que se trata de una enfermedad cualquiera..." De hecho, el fabricante de un producto cuyo inventor es un médico-monje, no insiste sobre la reputación profesional de éste, al reproducir su retrato de monje, sino que especifica que el remedio no debe ser confundido "con ciertos productos del comercio que toman el nombre de abadías u órdenes religiosas, para engañar la confianza del público, y que no poseen realmente ni origen monástico, ni garantía de autenticidad." Involutario o no, el empleo de un título religioso para productos farmacéuticos, realiza pues a menudo una especie de simonía.
Por otra parte, el amor propio de los autores no necesita en absoluto el empleo de su título religioso. Su nombre basta. Finalmente, la calidad del producto nada tiene que ver con la cualidad de Abad, de Padre, de Hermana, etc. Además, dado que la legislación de la Iglesia prohibe (Cán. 142) a los clérigos el ejercicio del comercio, su nombre no se halla en los diarios en el debido lugar más que en las páginas de doctrina o de ciencia, y no en las páginas de anuncios. El día en que los fabricantes de esos productos que llenan las páginas de los diarios con cogullas, cofias, siluetas de abates y misioneros, quieran evitar las interpretaciones vergonzosas y quitar a la antirreligión un arma de primer orden, les bastará suprimir el elemento religioso en sus anuncios, etiquetas y prospectos, dejando cuanto quieran el solo nombre del presunto inventor.
Advirtamos que sin preocupación religiosa, sino por simple espíritu de dignidad profesional, el Comité disciplinario de la Cámara sindical de los Farmacéuticos del Sena, decidió en 1930 insertar en el Manual de Deontología:
"1. Una nota concerniente a los productos farmacéuticos que no tienen ningún origen religioso real y que a pesar de ello hacen una publicidad de esta naturaleza, empleando sin derecho alguno nombres o emblemas religiosos; esta nota condenará netamente actos que son verdaderos engaños acerca de la mercancía vendida.
"2. Una nota concerniente a los productos farmacéuticos que tienen realmente un origen religioso (autor de la fórmula, preparación, etcétera).
Sin duda, sacerdotes y farmacéuticos de buena fe se sorprenden de estas consecuencias de sus anuncios y dicen: "Mi producto es bueno...- Y es una satisfacción muy legítima para el autor dar su nombre al producto que ha inventado... El nombre del convento es una garantía de la conciencia con que se recogen las plantas, se seleccionan y se preparan los productos..." Sí, pero olvidan que la ley ha previsto para los productos farmacéuticos la garantía técnica del farmacéutico que los cubre con su nombre. ¿Qué agregará la garantía del convento? Conciencia no quiere decir competencia, y si un farmacéutico poco concienzudo atribuye a un producto fabricado por un convento virtudes de medicación utópicas, los monjes y el público pueden creer en esas virtudes. Uno y otros son engañados: la garantía del convento no garantiza nada.
Mas para el farmacéutico la misma es una garantía para la atracción del público, y son numerosos los productos cuyo título religioso es simplemente imaginario y constituye un vulgar abuso de confianza. Como dice el doctor Cantaloube en su tesis, "para la mayoría del público, el gran seminario inicia a los sacerdotes simultáneamente en la teología y en la medicina. De ello proviene la confianza extrema que le asignan los parroquianos toda vez que se trata de una enfermedad cualquiera..." De hecho, el fabricante de un producto cuyo inventor es un médico-monje, no insiste sobre la reputación profesional de éste, al reproducir su retrato de monje, sino que especifica que el remedio no debe ser confundido "con ciertos productos del comercio que toman el nombre de abadías u órdenes religiosas, para engañar la confianza del público, y que no poseen realmente ni origen monástico, ni garantía de autenticidad." Involutario o no, el empleo de un título religioso para productos farmacéuticos, realiza pues a menudo una especie de simonía.
Por otra parte, el amor propio de los autores no necesita en absoluto el empleo de su título religioso. Su nombre basta. Finalmente, la calidad del producto nada tiene que ver con la cualidad de Abad, de Padre, de Hermana, etc. Además, dado que la legislación de la Iglesia prohibe (Cán. 142) a los clérigos el ejercicio del comercio, su nombre no se halla en los diarios en el debido lugar más que en las páginas de doctrina o de ciencia, y no en las páginas de anuncios. El día en que los fabricantes de esos productos que llenan las páginas de los diarios con cogullas, cofias, siluetas de abates y misioneros, quieran evitar las interpretaciones vergonzosas y quitar a la antirreligión un arma de primer orden, les bastará suprimir el elemento religioso en sus anuncios, etiquetas y prospectos, dejando cuanto quieran el solo nombre del presunto inventor.
Advirtamos que sin preocupación religiosa, sino por simple espíritu de dignidad profesional, el Comité disciplinario de la Cámara sindical de los Farmacéuticos del Sena, decidió en 1930 insertar en el Manual de Deontología:
"1. Una nota concerniente a los productos farmacéuticos que no tienen ningún origen religioso real y que a pesar de ello hacen una publicidad de esta naturaleza, empleando sin derecho alguno nombres o emblemas religiosos; esta nota condenará netamente actos que son verdaderos engaños acerca de la mercancía vendida.
"2. Una nota concerniente a los productos farmacéuticos que tienen realmente un origen religioso (autor de la fórmula, preparación, etcétera).
"Se aconsejará a los colegas evitar en lo posible esta forma de publicidad, suprimir los emblemas religiosos de sus anuncios y etiquetas, sin dejar subsistir, por lo menos en lo que se refiere a los caracteres aparentes, más que los nombres de los inventores o preparadores, sin su cualidad religiosa.
"Se sobreentiende que entre los fabricantes de esos diversos productos, los que utilizan excesivamente el llamado a la credulidad pública y prometen curaciones manifiestamente exageradas, caen en el caso general de charlatanismo farmacéutico y son por eso doblemente reprochables".
"Se sobreentiende que entre los fabricantes de esos diversos productos, los que utilizan excesivamente el llamado a la credulidad pública y prometen curaciones manifiestamente exageradas, caen en el caso general de charlatanismo farmacéutico y son por eso doblemente reprochables".
Conclusiones análogas resultaron en 1927 para la Association des Pharmaciens catholiques, que se declaró dispuesta a solicitar a sus adherentes, dueños de una marca religiosa auténtica, la supresión de todo emblema de esa especie en la presentación de sus productos, y que se asoció por otra parte a la Societé médicale de St. Luc, "para pedir a la Prensa católica el rechazo de todo anuncio farmacéutico que invoque en cualquier forma el sentimiento religioso".
Desde el punto de vista religioso, la Asamblea de los Cardenales y Arzobispos de Francia, en 1927, "puso en guardia a la Prensa y a las Sociedades publicitarias contra la propaganda farmacéutica que a menudo cubre de descrédito y ridículo a la Religión". En 1930, se tomó la siguiente, resolución: "Una vez más, la Asamblea protesta contra el abuso de las propagandas farmacéuticas con emblemas religiosos, y también con nombres supuestos de religiosos o religiosas."
Además, los Arzobispados de Besanzón, Auch, Aviñón, París, los Obispados de Estrasburgo, Agen, Dijón, Maurienne, Moulins y otros muchos han eliminado esos anuncios de sus publicaciones.
Amonestaciones y penas disciplinarias fueron impuestas por las autoridades eclesiásticas a miembros del clero complicados en tales empresas comerciales. Pero, como para el ejercicio ilegal de la medicina, la desobediencia, la insubordinación y aun la rebelión siguieron como contestación a esas medidas.
Las autoridades religiosas han hecho, pues, lo que han podido para la protección de la salud pública y por la dignidad del carácter eclesiástico. Se olvida, cuando se les reprocha un estado de cosas contra el cual son los primeros en protestar, como hemos visto, que la ley civil les ha quitado o prohibido determinados medios de acción eficaz. Se trata de ignorar que un obispo emitió en nuestros días una sentencia de excomunión análoga a la pronunciada el 18 de febrero de 1312, por él Prior de Santa Genoveva, contra una mujer, Clarisa de Ruán, culpable de práctica ilícita de la medicina. La sentencia dice que está prohibido, bajo pena de la excomunión, tener alguna relación con ella "yendo o viniendo, de pie o de sentado, bebiendo o comiendo, preparando alimentos, bebidas o cocinando, dándole fuego o agua, ayudándola con consejos o materialmente, vendiéndole o comprándole pan, vino, pescado, vestidos y cualquier otra cosa". Una acción por daños y perjuicios correría el riesgo de contestar a esta excomunión y ser aceptada por los tribunales. ¡Como si un obispo invitara a boicotear los productos de un eclesiástico rebelde a sus consejos y a sus prohibiciones! La responsabilidad del escándalo de los anuncios médico-farmacéuticos recae, pues, esencialmente sobre los religiosos que prestan sus nombres y sus títulos y sobre los farmacéuticos editores del remedio o autores de una calificación religiosa falsa.
Pero recae también muy gravemente sobre los diarios católicos que acogen esos anuncios. En 1930 la Societé medícale de St. Luc quiso interesar acerca del problema al Congreso Internacional de la Prensa católica, que debía realizarse en Bruselas, y obtener del mismo una resolución que respondiera al llamado de la Asamblea de los Cardenales y Obispos de Francia. Por ejemplo, la supresión de los títulos y emblemas religiosos hubiera podido lograrse de los anunciadores por un entendimiento colectivo, sin el menor inconveniente para la Prensa católica. Pero los organizadores del Congreso opusieron la simple exclusión del pedido, como no recibido. Cabe esperar que una mayor conciencia de su responsabilidad, para con los lectores y para con la religión, lleve a los directores de los diarios católicos a tener el gesto necesario.
Desde el punto de vista religioso, la Asamblea de los Cardenales y Arzobispos de Francia, en 1927, "puso en guardia a la Prensa y a las Sociedades publicitarias contra la propaganda farmacéutica que a menudo cubre de descrédito y ridículo a la Religión". En 1930, se tomó la siguiente, resolución: "Una vez más, la Asamblea protesta contra el abuso de las propagandas farmacéuticas con emblemas religiosos, y también con nombres supuestos de religiosos o religiosas."
Además, los Arzobispados de Besanzón, Auch, Aviñón, París, los Obispados de Estrasburgo, Agen, Dijón, Maurienne, Moulins y otros muchos han eliminado esos anuncios de sus publicaciones.
Amonestaciones y penas disciplinarias fueron impuestas por las autoridades eclesiásticas a miembros del clero complicados en tales empresas comerciales. Pero, como para el ejercicio ilegal de la medicina, la desobediencia, la insubordinación y aun la rebelión siguieron como contestación a esas medidas.
Las autoridades religiosas han hecho, pues, lo que han podido para la protección de la salud pública y por la dignidad del carácter eclesiástico. Se olvida, cuando se les reprocha un estado de cosas contra el cual son los primeros en protestar, como hemos visto, que la ley civil les ha quitado o prohibido determinados medios de acción eficaz. Se trata de ignorar que un obispo emitió en nuestros días una sentencia de excomunión análoga a la pronunciada el 18 de febrero de 1312, por él Prior de Santa Genoveva, contra una mujer, Clarisa de Ruán, culpable de práctica ilícita de la medicina. La sentencia dice que está prohibido, bajo pena de la excomunión, tener alguna relación con ella "yendo o viniendo, de pie o de sentado, bebiendo o comiendo, preparando alimentos, bebidas o cocinando, dándole fuego o agua, ayudándola con consejos o materialmente, vendiéndole o comprándole pan, vino, pescado, vestidos y cualquier otra cosa". Una acción por daños y perjuicios correría el riesgo de contestar a esta excomunión y ser aceptada por los tribunales. ¡Como si un obispo invitara a boicotear los productos de un eclesiástico rebelde a sus consejos y a sus prohibiciones! La responsabilidad del escándalo de los anuncios médico-farmacéuticos recae, pues, esencialmente sobre los religiosos que prestan sus nombres y sus títulos y sobre los farmacéuticos editores del remedio o autores de una calificación religiosa falsa.
Pero recae también muy gravemente sobre los diarios católicos que acogen esos anuncios. En 1930 la Societé medícale de St. Luc quiso interesar acerca del problema al Congreso Internacional de la Prensa católica, que debía realizarse en Bruselas, y obtener del mismo una resolución que respondiera al llamado de la Asamblea de los Cardenales y Obispos de Francia. Por ejemplo, la supresión de los títulos y emblemas religiosos hubiera podido lograrse de los anunciadores por un entendimiento colectivo, sin el menor inconveniente para la Prensa católica. Pero los organizadores del Congreso opusieron la simple exclusión del pedido, como no recibido. Cabe esperar que una mayor conciencia de su responsabilidad, para con los lectores y para con la religión, lleve a los directores de los diarios católicos a tener el gesto necesario.
BIBLIOGRAFIA
Tesis de medicina:
Cantaloube, Paul: L'exercice illégal de la médecine et les medicastres des Cévennes, Montpellier, 1903.
Cantaloube, Paul: L'exercice illégal de la médecine et les medicastres des Cévennes, Montpellier, 1903.
Fundra, Uszer: Le delire d'invention medícale et d'action curatrice, París, 1934.
Leliévre, Marcel: De l'exercice illégal de la médecine en Bretagne, París, 1906.
Porcheron, E. J. E.: Les Braconniers de la Medicine au pays de Poitou, Bordeaux, 1922.
Sentourens, Georges Aimé: L'exercise illegal de la médecine et le charlatanisme medical, París, 1903.
Obras varias:
Bon, Dr. Henri: L'Exploitation medícale et pharmaceutique du sentiment religieux, en Bull. Soc. med. St. Luc., 1927, pág. 35, y 1928, pág. 23.
Bon, Dr. Henri: L'Exploitation medícale et pharmaceutique du sentiment religieux, en Bull. Soc. med. St. Luc., 1927, pág. 35, y 1928, pág. 23.
L'elément relígieux dans les reclames pharmaceutiques, id., id., 1929, pág. 129.
L'exploitation medícale et pharmaceutique du sentiment religieux: décisions officielles, id. id. 1930, pág. 253.
Mathieu, Cardenal: La condition du pretre a notre epoque, en La Nouvelle Revue, 15-XII-1911 (informe dirigido en 1904 a la Santa Sede).
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