Era el año diecinueve del Imperio de Diocleciano, el mes Jántico, que corresponde a abril del calendario romano, en que, al acercarse la fiesta de la Pasión del Señor, siendo Flaviano gobernador de la provincia de Palestino, se proclamaron repentinamente por todas partes letras imperiales, las que ordenaban arrasar hasta sus cimientos las iglesias y destruir por el fuego las Escrituras. Intimábase, además, que cuantos gozaban de algún título de honor lo perdería, y los que estaban en servidumbre quedaban privados del derecho a la libertad, caso de persistir en la profesión de cristianismo. Tal era, en su fondo, el tenor del primer edicto promulgado contra nosotros; pero poco después llegaron otras letras ordenando además que cuantos presidían las Iglesias fueran todos, en todas partes, por de pronto, encarcelados, y obligados luego, por todos los medios, a sacrificar a los dioses.
1. Así, pues, el primer mártir de Palestina fue Procopio. Antes de probar la cárcel, apenas hubo llegado, presentado ante los tribunales del gobernador, intimósele que sacrificará a los llamados dioses. Contestó él que no conocía más que a un solo Dios, a quien es conveniente sacrificar de la manera que Él mismo quiere. Diéronle entonces orden de que, por lo menos, ofreciera una libación a los cuatro emperadores; a lo que replicó con una de las palabras de que menos gustaban, el dicho famoso del poeta:
"No es bueno el mando de muchos;
uno solo sea el soberano, uno solo el rey."
Por semejante respuesta le cortaron inmediatamente la cabeza. Esta primera señal cumplióse en Cesarea de Palestina el día siete del mes Desio, que equivale a siete días antes de los idus de junio del calendario romano (7 de junio de 303), un miércoles.
Después de Procopio fueron muchísimos los dirigentes de las Iglesias locales que, en la misma ciudad de Cesarea, tras soportar animosamente terribles torturas, dieron a quienes lo contemplaban el espectáculo de grandes combates; otros, entorpecida ya de antes su alma por la cobardía, fácil presa, por ello, del enemigo, se mostraron flacos desde el primer ataque. Los que resistieron, sufrieron los más varios suplicios, ya de azotes incontables, ya retorcimientos en el potro, ora desgarramientos con garfios, ora cadenas insoportables, llegando a algunos a entumecérseles por ellas las manos. Mas, como quiera que fuera, todos sufrieron el termino de su vida que en sus secretos juicios les tenía Dios reservado. A uno, en efecto, le sujetaban las manos y, acercándole al altar, le echaban en la diestra el abominable y sacrilego sacrificio, con lo que le despachaban como si hubiera sacrificado; otro, sin haberlo en absoluto tocado, afirmaban haber sacrificado, teniéndose él que retirar en silencio; quién, levantándole medio muerto, era arrojado como un cadáver y hasta se le desataba de sus ligaduras, contándole sin más entre los que habían sacrificado; quién, en fin, gritando y protestando que jamás obedecería, era reducido a silencio a puñetazos en la boca, que le llovían de los que estaban ordenados para sólo este menester, y se le arrojaba con violencia afuera, aun cuando no hubiera sacrificado. En tanto estimaban nuestros enemigos lograr por todos los medios siquiera la apariencia de haber salido con su intento.
Ahora bien: de entre tantos, solos Alfeo y Zaqueo fueron dignos de alcanzar la corona de los santos mártires. En efecto, tras los azotes y garfios, las duras cadenas y los dolores que a todo ello se siguen, y otros diversos tormentos, tendidos un día y una noche en el cepo, con los pies hasta el cuarto agujero, el diecisiete del mes Dío, en el calendario romano quince antes de las calendas de diciembre (17 de noviembre), por haber confesado a un solo Dios y un solo ungido Rey, Jesús, como si hubieran pronunciado una blasfemia, fueron decapitados de modo semejante al primer mártir, Procopio.
Después de Procopio fueron muchísimos los dirigentes de las Iglesias locales que, en la misma ciudad de Cesarea, tras soportar animosamente terribles torturas, dieron a quienes lo contemplaban el espectáculo de grandes combates; otros, entorpecida ya de antes su alma por la cobardía, fácil presa, por ello, del enemigo, se mostraron flacos desde el primer ataque. Los que resistieron, sufrieron los más varios suplicios, ya de azotes incontables, ya retorcimientos en el potro, ora desgarramientos con garfios, ora cadenas insoportables, llegando a algunos a entumecérseles por ellas las manos. Mas, como quiera que fuera, todos sufrieron el termino de su vida que en sus secretos juicios les tenía Dios reservado. A uno, en efecto, le sujetaban las manos y, acercándole al altar, le echaban en la diestra el abominable y sacrilego sacrificio, con lo que le despachaban como si hubiera sacrificado; otro, sin haberlo en absoluto tocado, afirmaban haber sacrificado, teniéndose él que retirar en silencio; quién, levantándole medio muerto, era arrojado como un cadáver y hasta se le desataba de sus ligaduras, contándole sin más entre los que habían sacrificado; quién, en fin, gritando y protestando que jamás obedecería, era reducido a silencio a puñetazos en la boca, que le llovían de los que estaban ordenados para sólo este menester, y se le arrojaba con violencia afuera, aun cuando no hubiera sacrificado. En tanto estimaban nuestros enemigos lograr por todos los medios siquiera la apariencia de haber salido con su intento.
Ahora bien: de entre tantos, solos Alfeo y Zaqueo fueron dignos de alcanzar la corona de los santos mártires. En efecto, tras los azotes y garfios, las duras cadenas y los dolores que a todo ello se siguen, y otros diversos tormentos, tendidos un día y una noche en el cepo, con los pies hasta el cuarto agujero, el diecisiete del mes Dío, en el calendario romano quince antes de las calendas de diciembre (17 de noviembre), por haber confesado a un solo Dios y un solo ungido Rey, Jesús, como si hubieran pronunciado una blasfemia, fueron decapitados de modo semejante al primer mártir, Procopio.
2. Digno de recuerdo es también lo sucedido a Romano, el mismo día, en Antioquía. Romano era oriundo de Palestina y diácono y exorcista de la Iglesia de Cesarea; pero hallándose en Antioquía en el momento en que se derribaban las Iglesias, como viera a muchos hombres que, con sus mujeres e hijos, iban en tropel a sacrificar a los ídolos, no pudiendo soportar semejante espectáculo, encendido en celo por la religión, se acercó a ellos y les increpó a grandes voces. Prendido al punto por este acto de audacia, mostróse, si los hubo, como el más noble testigo de la verdad. Sentencióle el juez a morir por el fuego, y, aceptando con rostro radiante y con el ánimo más sereno la sentencia, fue conducido al suplicio. Le atan al patíbulo; tenia ya en torno a sí la leña; pero los que habían de prenderla fuego estaban esperando la última decisión del emperador, a la sazón en la ciudad. "¿Dónde está el fuego para mí?", gritó Romano. En éstas, es nuevamente llamado a presencia del emperador, para ser sometido al nuevo suplicio de la amputación de la lengua. Sufriólo él con tal valor que mostró a todo el mundo, con la evidencia de los hechos, que, en efecto, una fuerza divina asiste a cuantos sufren cualquier tormento por la religión, aliviándolos en su dolor y fortaleciendo su ánimo. El caso es que apenas supo el nuevo suplicio a que se le condenaba, sin la más leve señal de espanto tendió aquel valiente serenamente su lengua, ofreciéndola con el mayor valor a sus verdugos, en posición cómoda para cortársela. Echáronle tras este tormento a la cárcel, y allí pasó largo tiempo. Por fin, proclamada, con ocasión de las fiestas vicenales del emperador, amnistía general, según supuesta dádiva de éste, para todos los presos del Imperio, sólo él, distendido en el cepo hasta el quinto agujero, fue sobre el leño mismo estrangulado, alcanzando, como deseaba, la gloria del martirio. Éste, aunque muerto en el extranjero, como al fin era palestinense, puede ser dignamente contado entre los mártires de Palestina. Tales fueron los acontecimientos del primer año de persecución, cuando ésta se dirigía sólo contra los presidentes de las Iglesias.
3. El segundo año, la guerra que se nos había declarado creció en violencia, gobernando entonces la provincia Urbano, y habiendo llegado, ante todo, cartas imperiales en que por universal ordenamiento se mandaba a todos, sin distinción, ciudad por ciudad, sacrificar y hacer libaciones a los ídolos. En esta ocasión, Timoteo, en Gaza, ciudad de Palestina, tras soportar infinitos tormentos y ser por último quemado a fuego lento, dió la más noble prueba, por su paciencia en sufrirlos todos, de la generosidad con que abrazara la religión, y alcanzó la corona de los sagrados vencedores en los combates por el culto divino. Juntamente con él, después de mostrar la más generosa constancia, Agapio y Tecla, la de nuestro tiempo, fueron condenados a ser pasto de las fieras. Lo que luego sucedió, ¿quién que lo viera no se maravilló o, sabiéndolo de oídas, no quedó estupefacto? Y fue así que, celebrando los gentiles su fiesta pública y los acostumbrados espectáculos, corrióse insistentemente la voz de que iban a dar también un combate con los que recientemente habían sido condenados a las fieras, aparte los números ordinarios del programa. Creciendo y dilatándose por todas partes el rumor, seis jóvenes, oriundo uno del Ponto, por nombre Timolao; otro de Trípoli de Fenicia, llamado Dionisio; otro, subdiácono de la Iglesia de Dióspoli, por nombre Rómulo; dos egipcios, Paesis y Alejandro, y otro Alejandro, natural de Gaza, cuando Urbano se disponía a subir al anfiteatro para presidir los combates de fieras, se precipitaron sobre él, con las manos previamente atadas, para dar a entender su ardiente deseo del martirio, proclamándose cristianos y demostrando, por su arrojo en afrontar cualquier peligro, que ni los asaltos mismos de las fieras son capaces de intimidar a los que ponen su gloria en la religión del Dios del Universo. El gobernador y su séquito quedaron de pronto atónitos, y aquél dió orden de que fueran metidos en la cárcel. De allí a pocos días se les juntaron otros dos, de los que uno había ya, antes que ellos, en anteriores confesiones de la fe, sufrido varios tormentos; llamábase también Agapio; el otro era el que les servía en lo necesario al cuerpo, y se llamaba también Dionisio. Todos, finalmente, que habían alcanzado el número de ocho, fueron decapitados en un solo día, en la misma Gesarea, el veinticuatro del mes Distro, o sea el nueve de las calendas de abril (24 de marzo).
En esto prodújose un cambio en los supremos gobernantes, pues el que ocupaba el puesto más alto y el que le seguía volvieron a la vida privada, con lo que empezó a resentirse la cosa pública. Poco después, escindido el Imperio romano, estalló una implacable guerra civil, y ya no tuvo término la discordia y su consiguiente perturbación hasta que la paz con la Iglesia dominó en todo el orbe de la tierra sometido al Imperio romano. Apenas la paz brilló para todos como una luz en noche oscura y tenebrosísima, cuando otra vez adquirió firmeza la política del Imperio romano, se gobernó amistosa y pacíficamente y se recuperó la mutua concordia que venía de los antepasados. Mas de todo esto daremos más cabal cuenta en momento oportuno; ahora volvamos al orden de los acontecimientos.
4. El César Maximino, que de allí mismo pasó al mando, como si quisiera dar a todo el mundo muestras de su ingénito odio a Dios e impiedad, prosiguió la persecución contra nosotros con más violencia que todos sus predecesores. No fue pequeña la confusión que se apoderó de todos: cada cual huía por su lado, sin otro cuidado que escapar al peligro, y una terrible perturbación lo invadía todo. En este trance, ¿qué discurso nos bastaría para narrar dignamente el amor divino y la valentía en confesar la Fe de Afiano, mártir bienaventurado y que vino de verdad a ser cordero inocente? Admirable fue el ejemplo de religión del solo Dios que ante las puertas de la ciudad dio a todos los habitantes de Cesarea. Aún no había cumplido los diecisiete años de edad. Digamos, pues, primeramente, que para formarse en la cultura profana de los griegos (pues de saber es que pertenecía a familia rica, según el mundo) pasó largo tiempo en Berito, siendo de maravillar cómo, en semejante ciudad, haciéndose superior a sus juveniles pasiones y no dejándose corromper ni por el vigor de la edad ni por el trato de sus compañeros, abrazó la castidad y llevó una vida templada, grave y piadosa, conforme a la enseñanza del cristianismo. Y si es bien hacer mención de su patria para honrarla con el nombre del generoso atleta de la religión que de ella salió, nosotros la mencionaremos con mucho gusto. Su patria, pues, fue Gagas, ciudad no oscura de la Licia, y de allí salió un día el joven Afiano. Tras la vuelta de Berito, terminada ya su instrucción, su padre le abría camino para los primeros puestos de su patria. Mas él, haciéndosele insoportable la convivencia con su padre y sus demás parientes, pues vivir conforme a las leyes de la religión divina no les parecía merecer nombre de vida, arrebatado como de un espíritu divino y llevado de una natural o, por mejor decir, sobrenatural y verdadera filosofía, teniendo más altos pensamientos que la que se tiene por gloria de la vida y despreciando los placeres del cuerpo, huyó ocultamente de los suyos, y sin pararse a pensar en los gastos de cada día, puestas en Dios su esperanza y su fe, dirigióse, llevado de la mano por el Espíritu divino, a la ciudad de Cesarea, donde le estaba aparejada la corona del martirio por la fe. Vino a vivir a nuestro mismo lado, y era de ver cómo de las divinas palabras, con el máximo fervor, sacaba la perfección de su conducta y cómo, con los convenientes ejercicios, se preparaba para un fin como el que tuvo. ¿Quién que lo haya visto no se pasmó, quién que de oidas lo sepa no se admirará del valor, de la franqueza, de la constancia y, antes que de todo esto, de la audacia y de la hazaña misma intentada, testimonio de un celo de la religión y de un espíritu en verdad sobrehumano? En efecto, cuando Maximino desencadenó su segundo ataque contra nosotros, en el año tercero de la persecución general (305-306), llegaron en primer lugar letras del propio tirano, por las que se ordenaba que todos, en masa, tenían que sacrificar sin remedio a los dioses, quedando al cuidado y celo de los magistrados de cada ciudad el cumplimiento de lo mandado. En consecuencia, por todo lo ancho y largo de la ciudad de Cesarea iban gritando los públicos pregoneros, convocando, por orden del gobernador, a los hombres y a sus mujeres e hijos a los templos de los Ídolos; y, como si ello fuera poco, los tribunos iban llamando uno a uno, por su nombre, según constaba en el censo. Una indescriptible tormenta de calamidades se había abatido por doquiera, llenándolo todo de confusión. Entonces, Afiano, intrépidamente, sin dar parte a nadie de lo que iba a hacer, escabullándose de entre nosotros, que convivíamos con él, y sobre todo, burlando la compacta guardia de soldados que rodeaban al gobernador, se acerca a Urbano mientras estaba haciendo una libación, y, cogiéndole serenamente de la mano derecha, le hace al punto dejar el sacrificio, y en tono del más amigable consejo, con no sé qué de divina firmeza, se puso a exhortarle que abandonara su extravío, pues no estaba bien dejar al uno y solo verdadero Dios y sacrificar a los ídolos y demonios. Impulsaba a esta hazaña al muchacho, según parece, la fuerza divina, que por este hecho parecía como que gritaba a voces cómo los cristianos, por lo menos los que de verdad lo son, están tan lejos de abandonar la piedad para con el Dios de todas las cosas, de que una vez fueron tenidos por dignos, que no sólo se sienten superiores a las amenazas y a los tormentos que a ellas se siguen, sino que en medio de ellos se crece su libertad, y con noble y firme lengua proclaman libremente su fe y llegan a exhortar a sus propios perseguidores a que, deponiendo, si ello fuere posible, su ignorancia, reconozcan al que sólo es Dios. Después de esto, como era de esperar ante semejante atrevimiento, la guardia del gobernador se lanzó sobre él, despedazándole como fieras y descargando sobre todo su cuerpo una tempestad de golpes que él soportó valerosísimamente. Lleváronle, por de pronto, a la cárcel, donde pasó un dia y una noche con ambos pies en el cepo del tormento. Al día siguiente fue conducido a presencia del juez. Quiso éste forzarle a sacrificar; pero él mostró invicta paciencia para todos los tormentos y horripilantes dolores. Desgarráronle, no una ni dos, sino muchas veces, los costados, hasta descubrírsele los huesos y las mismas entrañas, y recibió sobre rostro y cuello tal cantidad de golpes que, hinchándosele la cara, no pudieron reconocerle quienes de antiguo le conocían perfectamente. Mas como ni así se rindiera, dió el juez orden a los verdugos de que empaparan bien unos paños de lino en aceite, le envolvieran con ellos los pies y les prendieran fuego. Qué dolores hubiera, en semejante trance, de experimentar el bienaventurado mártir, paréceme ser cosa que sobrepasa todo discurso. El hecho es que el fuego le penetró las carnes, derritiéndole la medula de los huesos, hasta el punto de verterse y derramarse, como cera, el humor de su cuerpo. Y, sin embargo, ni con tales torturas cedió el mártir, por lo que, vencidos ya y poco menos que fatigados sus contrarios ante su sobrehumana resistencia, le encierran otra vez en la cárcel. A los tres días apareció nuevamente ante el juez; confesó que se mantenía en la misma decisión y, medio muerto ya, se le sentenció a ser arrojado a lo profundo del mar. Lo que inmediatamente se siguió, probablemente no será creído por los que no fueron testigos de vista; mas, créase o no, nosotros, conscientes por lo demás de lo extraordinario del caso, no por eso hemos de dejar de transmitir a la historia el hecho, que tuvo por testigos, para decirlo en una palabra, a todos los habitantes de Cesarea, pues no hubo edad alguna que no presenciara este maravilloso espectáculo. El caso, pues, fue que tan pronto el cuerpo del mártir, santo a la verdad y tres veces bienaventurado, pareció descender a los abismos, repentinamente una agitación y sacudida extraordinaria turbó de tal suerte el mar y toda la región vecina de la costa, que la tierra misma y la ciudad entera sintió el estremecimiento, y a par que se producía este prodigioso y repentino terremoto, el mar, como si no fuera capaz de retenerlo en si, arrojó el cadáver del mártir a las puertas de la ciudad, Tales fueron los acontecimientos atañentes al divino Afiano, cumplidos el día dos del mes Jántico, que corresponde a los cuatro días antes de las nonas de abril (2 de abril), un viernes.
5. Por el mismo tiempo y los mismos días, en la ciudad de Tiro, un joven, por nombre Ulpiano, después de sufrir también terribles torturas y durísimos azotes, encerrado junto con un perro y un áspid, la serpiente venenosa, en una piel de toro recién despellejado, fue arrojado al mar. De ahí me ha parecido podía con razón recordársele junto a Afiano.
Poco tiempo después, Edesio, hermano de Afiano no sólo según Dios, sino también según la carne, como hijos que eran de un mismo padre, sufrió tormentos semejantes a los de su hermano. Edesio confesó varias veces la fe, sufrió largo tiempo la cárcel y fue condenado por el gobernador a las minas de Palestina. Por fin, tras una vida de filósofo, vestido de su manto (Edesio, en efecto, poseía cultura superior a la de su hermano y se había formado en las escuelas de filosofía), hallándose en Alejandría y viendo cómo el juez que allí entendía en las causas contra los cristianos pasaba en ultrajarlos toda conveniente medida, ora insultando de mil modos a hombres venerables, ora entregando a los lupanares, para ser vilmente deshonradas, mujeres de purísima castidad y vírgenes consagradas a Dios, acometiendo hazaña pareja a la de su hermano, pareciéndole que aquello no era ya soportable, se acercó con intrépida firmeza al juez y le cubrió, por palabras y obras, de vergüenza y vilipendio. Sometido luego a varios tormentos, que sufrió valerosamente, alcanzó al fin remate semejante al de su hermano, arrojado como él al mar. Su martirio, sin embargo, como ya indicamos, sucedió, del modo narrado, algún tiempo después.
6. El año cuarto de la persecución (306-307), a doce días de las calendas de diciembre (20 de noviembre), que corresponde al 20 del mes Dio, un día antes del sábado, sucedió un hecho digno de memoria en la misma ciudad de Cesarea, presente a la sazón en ella el propio tirano Maximino, que ofrecía espectáculos al pueblo para celebrar su llamado natalicio. Siempre había sido uso y costumbre que en presencia de los emperadores, más que en ninguna otra ocasión, los extraordinarios espectáculos habían de procurar a los concurrentes mayores placeres y divertimientos, con programas nuevos y extraños, fuera de lo corriente y acostumbrado.
Así hubo veces en que se trajeron animales de la India o de Etiopia o de otras remotas tierras, o bien hombres adiestrados para ello ofrecían a los espectadores maravillosas atracciones con sus ejercicios de acrobacia. De ahí que entonces era de todo punto necesario que, como espectáculos ofrecidos por el emperador en persona, tuvieran algo de extraordinario y maravilloso. ¿En qué iba a consistir ello? Un mártir de nuestra doctrina fue sacado al medio del anfiteatro, a combatir por la sola y verdadera piedad. Este mártir fue Agapio, de quien ya poco antes contamos cómo fue compañero de Tecla para ser devorado por las fieras. Luego, por tercera vez, y muchas otras, pasó solemnemente de la cárcel al estadio; pero llegado el momento, después de todas sus amenazas, cambiaba el juez de parecer, fuera por compasión, fuera por esperanza de que Agapio tomara otra decisión, reservándole para nuevos combates. Por fin, fue entonces conducido, presente el emperador, como si expresamente se le hubiera guardado para aquel momento, y dar así cumplimiento a la palabra del Salvador, que con divina presciencia anunció a sus discípulos que serían conducidos ante los reyes para dar testimonio de Él (Mt. X, 18). Fue, pues, introducido al medio del estadio junto con un malhechor, que decían haber asesinado a su propio amo. Luego, arrojado el asesino a las fieras, fue juzgado digno de la misericordia y benevolencia imperial, casi a la manera de aquel Barrabás de la Pasión del Salvador, y todo el anfiteatro retumbaba en gritos y aclamaciones por haber sido benignamente salvado un asesino por el emperador y juzgado digno de honor y libertad. En cuanto al atleta de la religión, llámale ante todo el tirano a su presencia, pídele bajo promesa de libertad que reniegue su fe; mas a grandes voces protesta que, no por crimen alguno, sino por la religión del Creador de todas las cosas, está dispuesto a sufrir generosamente y con placer cuantos suplicios se le quieran infligir. Y diciendo y haciendo, se lanza a la carrera derechamente a una osa soltada contra él, y se le entrega gustosísimo para que le devorara. Aun salió con aliento de sus zarpas, y, levantándole del suelo, le echaron nuevamente en la cárcel. Allí vivió todavía un día, y al día siguiente, colgándole unas piedras a los pies, fue arrojado a lo profundo del mar. Tal fue el martirio de Agapio.
7. Entraba ya la persecución en el año quinto (307-308), cuando el dos del mes Jántico, que corresponde al cuarto antes de las nonas de abril (2 de abril), el domingo mismo de la Resurrección de nuestro Salvador, también en Cesarea, Teodosia, virgen de Tiro, muchacha fiel y modestísima, que no había aún cumplido los dieciocho años, se acercó a un grupo de prisioneros, que confesaban el reino de Cristo y estaban sentados delante del tribunal, para darles una prueba de su amor y, juntamente, como es natural, para rogarles se acordaran de ella cuando estuvieran en presencia del Señor. Hecho esto, como si acabara de cometer una acción sacrilega e impía, le echaron mano los soldados y la condujeron delante del gobernador. Éste, como loco, furioso y encendido en ira más que una fiera, la somete a terribles torturas que hacen estremecer, desgarrándole costados y pechos hasta los huesos, y, respirando aún y manteniendo ella el rostro risueño y radiante, aparejada para todo, la mandó arrojar a las olas del mar. Luego, pasando de ella a los demás confesores, los condenó a todos a las minas de cobre de Feno, en Palestina. Despues de esto, el cinco del mes Dio, que corresponde entre los romanos a las nonas de noviembre (año 307), en la misma ciudad, los compañeros de Silvano—éste era todavía presbítero, que había confesado la fe, y no mucho después fue honrado con el episcopado y coronado con el martirio—, tras haber dado pruebas de la más generosa constancia por la religión, fueron condenados por el mismo juez a trabajos forzados en las mismas minas de cobre, dando antes orden de que se les inutilizaran, por medio de cauterios, las articulaciones de los pies. A, par de esta sentencia, condenó al suplicio del fuego a un hombre que en mil otras ocasiones se había distinguido por sus confesiones de la fe. Tal era Domnino, a quien toda Palestina conocía por su extraordinaria libertad. Ejecutado éste, el mismo juez, terrible inventor de maldad y excogitador incansable de nuevos modos de ataque contra la doctrina de Cristo, se puso, en efecto, a discurrir nunca oídos suplicios contra los adoradores de Dios. Tres de ellos los condenó a luchar como gladiadores en un combate de pugilato; a Aujencio, venerable y santo anciano, lo mandó arrojar a las fíeras; a otros, hombres ya maduros, tras mutilarlos como a eunucos, los envió a las ya dichas minas; a otros, en fin, tras graves torturas, los encerró nuevamente en la cárcel. Entre éstos se contaba Panfilo, el más querido de mis amigos y, por su excelencia en toda virtud, el más glorioso de los mártires de nuestro tiempo. Urbano empezó por examinar a Pánfilo en sus conocimientos retóricos y filosóficos; luego trató de forzarle a sacrificar; mas como viera que se negaba a sacrificar y todas sus amenazas le dejaban absolutamente indiferente, irritado en extremo, ordenó que se le sometiera a los más violentos tormentos. Y, en efecto, cuando aquel hombre ferocísimo estuvo como harto de desgarrarle los costados con tenaces y porfiados garfios, cubierto él mismo, en definitiva, de su propia vergüenza, le destina con los otros confesores que estaban en la cárcel. Qué castigo le tenga reservado la divina justicia por su crueldad con los santos, que le llevó a cometer tamañas atrocidades contra los mártires de Cristo, fácil es barruntarlo por los preludios con que ya en esta vida, inmediatamente después de sus desmanes con Pánfilo, le alcanzó la misma justicia divina, cuando aún desempeñaba el gobierno de la provincia. Ella fué la que, de repente, al que el día antes se sentaba en alto estrado para juzgar, y se veía rodeado de una compacta escolta de soldados, y mandaba sobre toda la provincia de Palestina, y acompañaba como amigo intimo y comensal al propio tirano, en una noche le desnudó de todo y, dejándole sin ninguna de tan altas dignidades, le cubrió de vergüenza y vilipendio entre los mismos que antes se agachaban ante él como gobernador. Mostróse, en efecto, Urbano como hombre vil y cobarde, lanzando gritos mujeriles y súplicas ante el pueblo todo que antes mandara, cuando el mismo Maximino, tras el cual orgullosamente se parapetaba antes, alardeando de su particular amistad por el trato que a nosotros nos daba, se constituyó, en la propia Cesarea, juez suyo inexorable y durísimo, condenándole al último suplicio, tras llenarle de infamia por los muchos crímenes de que fue convicto. Mas esto quede dicho como de pasada. Tal vez algún día venga momento oportuno en que podamos contar despacio cómo terminaron trágicamente sus vidas los impíos que más encarnizada guerra nos hicieron, y entre ellos el propio Maximino y sus ministros.
8. Soplaba ya tenazmente por seis años (308-309) la tormenta contra nosotros. Ya de antes, la mina de la Tebaida que lleva el nombre del pórfido que se cría en ella contenía una enorme muchedumbre de confesores de la religión, y de ellos fueron mandados al gobernador de Palestina noventa y siete hombres, juntamente con sus mujeres e hijos todavía pequeñitos. Llegados a Cesarea, todos confesaron al Dios del universo y a Cristo, por lo que Firmiliano, que había sido mandado aquí como sucesor de Urbano en el gobierno de la provincia, afectando obrar por mandato imperial, ordenó que por medio de cauterios se les cortaran las articulaciones del pie izquierdo con sus mismos tendones, y con puñales se les arrancara primero el ojo derecho, con sus membranas y niñas, y luego, a hierro rusiente, se lo cauterizaran hasta la raíz; y en este estado los mandó a que se consumieran de miseria y de dolor en las minas de la provincia. Mas no fueron éstos sólo los que nos fue dado contemplar con nuestros ojos sufrir tamañas atrocidades. Los palestinenses que poco ha dijimos haber sido condenados a luchar como gladiadores en un combate, como se negaron a tomar el alimento que se les daba de la intendencia imperial y no aguantaran los ejercicios convenientes al pugilato, hubieron de comparecer no sólo ante los procuradores y gobernadores, sino ante el mismo Maximino. Mostraron en todo momento la más generosa constancia en confesar la fe, resistiendo el hambre y soportando los azotes, y, por fin, con otros confesores que se les agregaron en la misma Cesarea, sufrieron los mismos suplicios que acabamos de describir. Otro grupo, sorprendido en la ciudad de Gaza en plena reunión de las divinas lecturas, sufrieron, unos, los mismos suplicios descritos, en pies y ojos; otros, todavía mayores, por medio de los espantables tormentos de los costados a que fueron sometidos. De entre éstos, una mujer, que lo era de cuerpo, pero hombre por su decisión, como no pudiera soportar la amenaza de prostitución, dijo alguna palabra contra el tirano, como quien había sido capaz de encomendar el gobierno a jueces tan crueles. Por ello, es primero azotada, y levantada luego sobre el caballete, le desgarran los costados. Los encargados de este menester seguían, por orden del juez, aplicándole continuos y violentos tormentos; y entonces, con valor muy por encima del de los famosos luchadores por la libertad, celebrados entre los griegos, otra mujer, que como la primera había abrazado el trabajo de la virginidad, de apariencia exterior completamente mezquina y de vista despreciable, pero de alma robusta y de decisión más firme que su cuerpo, no pudiendo soportar lo despiadado, lo cruel, lo inhumano de aquel espectáculo: "¿Hasta cuándo—le gritó al juez de en medio de la muchedumbre— estarás tan cruelmente atormentando a mi hermana?"
Picado el juez por la palabra, da orden de que prendan inmediatamente a la mujer; arrástranla al medio; inscribe ella sobre sí el nombre venerando de nuestro Salvador, y ante la indicación que aquél le hace de que sacrifique se niega ella resueltamente. Entonces la arrastran a la fuerza ante el altar. Mas ella, obrando como a su valor correspondía y manteniendo firme su primera decisión, con firme e intrépido pie pegó un puntapié al altar, echándolo a rodar todo, junto con el hornillo o incensario que tenía encima. Fuera de sí, lleno de coraje, el juez, furioso como una fiera, le aplica a los costados tales torturas cuales jamás se vieran antes, bien así como si tuviera gana de hartarse de las carnes crudas de la mujer. Saciada su furia, uniendo a las dos en la misma sentencia, a ésta y a la que por ésta fué llamada hermana, las condena a morir por el fuego. La primera decíase originaria de la región de Gaza; la otra es de saber que procedía de Cesarea, era de muchos conocida y se llamaba Valentina.
Mas ¿cómo narraré de modo digno el martirio que se siguió a éste, y de que fue digno el tres veces bienaventurado Pablo? Condenado a muerte en el mismo momento que las vírgenes mencionadas, e incluido en una sola y misma sentencia, poco antes de la ejecución pidió al verdugo, que estaba ya para cortarle la cabeza, un breve espacio de tiempo; y, obtenido, con clara y sonora voz suplicó a Dios, en primer lugar, por los de su propio pueblo, pidiéndole se reconciliara con él y le concediera lo más pronto posible la libertad; luego, pidió por los judíos que se acercaran a Dios por medio de Jesucristo, y la misma gracia suplicó en su oración para los samaritanos; para los gentiles, que estaban en el error y desconocían a Dios, suplicóle les concediera vinieran a conocerle y abrazar la verdadera piedad, sin olvidar siquiera a la turbamulta que en aquel momento le rodeaba. Después de todos éstos, ¡oh grande e inefable resignación!, se puso a suplicar a Dios por el mismo juez que le había condenado a muerte, por los supremos gobernantes y por el verdugo que le iba, de allí a un momento, a cortar la cabeza, rogándole, con voz que podía oír éste y todos los presentes, no les imputara el pecado que con él cometían. Toda esta letanía hizo en voz alta, y poco faltó que no moviera a lástima y lágrimas a todos, por darse cuenta que moría injustamente. En fin, colocándose él mismo en la postura que es de ley, ofreciendo su cuello desnudo al filo de la espada, fue adornado con el divino martirio el quince del mes Panemo, que corresponde al ocho antes de las calendas de agosto (25 de julio).
Tal fue el término de éstos. No había transcurrido mucho tiempo cuando los admirables luchadores de la confesión de Cristo, de la tierra de Egipto, en número de ciento treinta, después de sufrir por orden de Maximino los mismos suplicios en ojos y pies que los antes mentados, allí en Egipto mismo, fueron enviados, unos, a las tantas veces citadas minas de Palestina, y otros, a las de Cilicia.
Picado el juez por la palabra, da orden de que prendan inmediatamente a la mujer; arrástranla al medio; inscribe ella sobre sí el nombre venerando de nuestro Salvador, y ante la indicación que aquél le hace de que sacrifique se niega ella resueltamente. Entonces la arrastran a la fuerza ante el altar. Mas ella, obrando como a su valor correspondía y manteniendo firme su primera decisión, con firme e intrépido pie pegó un puntapié al altar, echándolo a rodar todo, junto con el hornillo o incensario que tenía encima. Fuera de sí, lleno de coraje, el juez, furioso como una fiera, le aplica a los costados tales torturas cuales jamás se vieran antes, bien así como si tuviera gana de hartarse de las carnes crudas de la mujer. Saciada su furia, uniendo a las dos en la misma sentencia, a ésta y a la que por ésta fué llamada hermana, las condena a morir por el fuego. La primera decíase originaria de la región de Gaza; la otra es de saber que procedía de Cesarea, era de muchos conocida y se llamaba Valentina.
Mas ¿cómo narraré de modo digno el martirio que se siguió a éste, y de que fue digno el tres veces bienaventurado Pablo? Condenado a muerte en el mismo momento que las vírgenes mencionadas, e incluido en una sola y misma sentencia, poco antes de la ejecución pidió al verdugo, que estaba ya para cortarle la cabeza, un breve espacio de tiempo; y, obtenido, con clara y sonora voz suplicó a Dios, en primer lugar, por los de su propio pueblo, pidiéndole se reconciliara con él y le concediera lo más pronto posible la libertad; luego, pidió por los judíos que se acercaran a Dios por medio de Jesucristo, y la misma gracia suplicó en su oración para los samaritanos; para los gentiles, que estaban en el error y desconocían a Dios, suplicóle les concediera vinieran a conocerle y abrazar la verdadera piedad, sin olvidar siquiera a la turbamulta que en aquel momento le rodeaba. Después de todos éstos, ¡oh grande e inefable resignación!, se puso a suplicar a Dios por el mismo juez que le había condenado a muerte, por los supremos gobernantes y por el verdugo que le iba, de allí a un momento, a cortar la cabeza, rogándole, con voz que podía oír éste y todos los presentes, no les imputara el pecado que con él cometían. Toda esta letanía hizo en voz alta, y poco faltó que no moviera a lástima y lágrimas a todos, por darse cuenta que moría injustamente. En fin, colocándose él mismo en la postura que es de ley, ofreciendo su cuello desnudo al filo de la espada, fue adornado con el divino martirio el quince del mes Panemo, que corresponde al ocho antes de las calendas de agosto (25 de julio).
Tal fue el término de éstos. No había transcurrido mucho tiempo cuando los admirables luchadores de la confesión de Cristo, de la tierra de Egipto, en número de ciento treinta, después de sufrir por orden de Maximino los mismos suplicios en ojos y pies que los antes mentados, allí en Egipto mismo, fueron enviados, unos, a las tantas veces citadas minas de Palestina, y otros, a las de Cilicia.
Continuará...
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