La vida cristiana consiste, no en las obras raras y extraordinarias, sino en el exacto cumplimiento de los deberes de cada día.
Estos deberes son a menudo humildes, molestos, monótonos; desagradan a la comodona y orgullosa naturaleza, amante de brillo y ávida de novedades y de cambios.
Es preciso, sin embargo, cumplirlos, hijo mío, esos deberes fatigosos y obscuros, porque tal es la santa voluntad de Dios.
La Providencia nos ha señalado a cada quien su lugar, a cada uno nos ha preparado nuestro trabajo, a cada uno impone deberes particulares.
Cumplirlos es montar guardia a Dios; violarlos es desertar de su puesto, traicionar su misión y cometer una cobardía.
¡Joven estudiante, a tus libros! Joven obrero, a tus herramientas. Tú, imita la atención de Jesús delante de los doctores, y tú imita la aplicación ardiente en el taller de Nazaret.
No distingas entre tus obligaciones: escrupuloso cuando se trate de las grandes, negligente cuando se trate de las pequeñas.
Desde el momento que el deber forma parte de un proceso, no hay grande ni pequeño, todo es igualmente sagrado.
Fíjate en los santos. ¿Habrá alguno que haya vacilado en cumplir las tareas más humildes y más duras?
Mientras la Santísima Virgen hila, lava y se ocupa de los quehaceres más obscuros y humildes de la casa, San José trabaja la madera como buen obrero que es.
San Pablo, con los mismos dedos que escribe las sublimes Epístolas, teje esteras y fabrica tiendas.
Un San Buenaventura monda las legumbres de su monasterio, olvidando que es uno de los más famosos doctores de su tiempo.
No; Dios no se fijó en la dignidad de los empleos, no ve más que el apego al deber y la sumisión a Su voluntad, y es esta disposición sobrenatural la que premia su justicia.
Hay en esta disposición una fuente inagotable de méritos, y puede decirse que uno se puede salvar cumpliendo fielmente los deberes de su estado.
Estos deberes son a menudo humildes, molestos, monótonos; desagradan a la comodona y orgullosa naturaleza, amante de brillo y ávida de novedades y de cambios.
Es preciso, sin embargo, cumplirlos, hijo mío, esos deberes fatigosos y obscuros, porque tal es la santa voluntad de Dios.
La Providencia nos ha señalado a cada quien su lugar, a cada uno nos ha preparado nuestro trabajo, a cada uno impone deberes particulares.
Cumplirlos es montar guardia a Dios; violarlos es desertar de su puesto, traicionar su misión y cometer una cobardía.
¡Joven estudiante, a tus libros! Joven obrero, a tus herramientas. Tú, imita la atención de Jesús delante de los doctores, y tú imita la aplicación ardiente en el taller de Nazaret.
No distingas entre tus obligaciones: escrupuloso cuando se trate de las grandes, negligente cuando se trate de las pequeñas.
Desde el momento que el deber forma parte de un proceso, no hay grande ni pequeño, todo es igualmente sagrado.
Fíjate en los santos. ¿Habrá alguno que haya vacilado en cumplir las tareas más humildes y más duras?
Mientras la Santísima Virgen hila, lava y se ocupa de los quehaceres más obscuros y humildes de la casa, San José trabaja la madera como buen obrero que es.
San Pablo, con los mismos dedos que escribe las sublimes Epístolas, teje esteras y fabrica tiendas.
Un San Buenaventura monda las legumbres de su monasterio, olvidando que es uno de los más famosos doctores de su tiempo.
No; Dios no se fijó en la dignidad de los empleos, no ve más que el apego al deber y la sumisión a Su voluntad, y es esta disposición sobrenatural la que premia su justicia.
Hay en esta disposición una fuente inagotable de méritos, y puede decirse que uno se puede salvar cumpliendo fielmente los deberes de su estado.
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