SOBRE LA UNIDAD DE LA IGLESIA
Exhortación
Apóstolica del Papa León XIII
promulgada el 20 de Junio de 1894
promulgada el 20 de Junio de 1894
Preclaros testimonios
de felicitación pública son los que en el decurso del año pasado Nos vinieron de todas
partes para celebrar Nuestro jubileo episcopal, testimonios que tuvieron su corona con la
insigne piedad de la nación española: ellos Nos consolaron principalmente porque en
aquella unanimidad de sentimientos se reflejaba la unidad de la Iglesia y su admirable
unión con el Sumo Pontífice.
En aquellos días
parecía como si el mundo católico, olvidado de toda otra preocupación, tuviera fija su
mirada y sus pensamientos en el Vaticano. Embajadas de Príncipes, multitud frecuente de
peregrinaciones, cartas llenas de afecto, augustísimas ceremonias significaban muy
claramente la unidad de los católicos -sólo un corazón y un alma sola- en la reverencia
a la Sede Apostólica.
2. Y aun nos resultaba
ello tanto más acepto, cuanto que mejor respondía a Nuestros pensamientos e intenciones.
Pues, conociendo Nos bien la condición de los tiempos y recordando Nuestro deber, durante
todo Nuestro pontificado siempre hemos tenido como mira, y en lo posible lo hemos
procurado Nos por las enseñanzas y Nuestra actuación, el estrechar con Nos lo más
íntimamente posible a todos los pueblos y a las naciones todas, y poner de relieve la
multiforme acción benéfica del Pontificado romano. Damos, pues, sumas gracias y Nos
declaramos, ante todo, obligados a la divina bondad, por cuyo singular beneficio hemos
podido llegar a tan avanzada edad. Vaya luego Nuestra gratitud a los Príncipes, Obispos,
al clero y a todos cuantos, mediante toda clase de demostraciones de piedad y de homenaje,
honraron la dignidad del ministerio apostólico y ofrecieron, a la vez, oportuno consuelo
a Nuestra persona.
3. Aunque la verdad es
que mucho faltó para que Nuestro consuelo fuera pleno y sólido. En efecto; en medio de
los testimonios de alegría y de amor de los pueblos, en Nuestro ánimo estaba siempre
fija una innumerable multitud, extraña a aquella armonía festiva de todos los
católicos: los unos, por desconocer plenamente el Evangelio; los otros, porque, aun
siendo cristianos, disienten de la fe católica. Grande era, y es aún, Nuestra tristeza
por ello; ni es posible volver a pensar, sin un grande e íntimo dolor, en porción tan
grande del género humano, que por desviado sendero camino alejada de Nos.
4. Ahora bien; puesto
que en la tierra tenemos Nos las veces del Dios omnipotente, que desea que todos los
hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la Verdad [1], y porque años y amarguras
Nos acercan al final de la mortal carrera, Nos place imitar a nuestro Redentor y maestro,
Jesucristo, que, al volverse al cielo, con la más ferviente plegaria pidió al Dios Padre
que sus discípulos y seguidores fueran una sola cosa, en mente y en corazón: Ruego...
que todos sean una cosa, como Tú, Padre, en mí, y yo en Ti, que también ellos sean en
nosotros una cosa [2]. Plegaria y súplica divina que, por haber sido hecha no por los que
ya creían en Cristo, sino por los que debían creer más adelante, no sin razón creemos
que signifiquen bien Nuestros deseos de trabajar a fin de que todos, en toda tierra y
nación, sean llamados y movidos a la unidad de la fe divina.
5. Movidos por la
caridad que acude con mayor premura allá donde mayor es la necesidad, Nuestro espíritu
vuela primero hacia los pueblos más desgraciados de todos, esto es, a los que o nunca
recibieron la luz del Evangelio o, si la recibieron, llegaron a perderla, ya por la propia
inercia, ya por las vicisitudes de los tiempos, de suerte que ignoran plenamente a Dios. Y
porque toda salvación viene de Cristo Jesús, pues ni hay otro nombre bajo el cielo dado
a los hombres, en el que convenga que nos salvemos [3], Nuestro máximo deseo es que todas
las regiones del mundo puedan muy pronto ser penetradas y dominadas por el sacro nombre de
Jesús. Y en ello nunca la Iglesia dejó de cumplir su deber. De hecho, ¿cuál fue su
mayor labor, cuál su mayor entusiasmo y constancia en diecinueve siglos sino el cuidarse
de conducir todos los pueblos a la verdad y vida cristianas? Aun hoy en día, con la
máxima frecuencia, siguen la ruta de todos los mares hasta las tierras más remotas, por
misión recibida de Nos, los heraldos del Evangelio; y no pasa día sin que supliquemos al
Señor se digne piadoso multiplicar sacerdotes dignos de ese apostolado, tales que, para
dilatar el reino de Cristo, no rehuyan sacrificar comodidades, salud y, si fuere preciso,
aun la vida misma.
Y tú, salvador y padre
de la familia humana, Cristo Jesús: date prisa para no retardar el cumplimiento de
aquella promesa tuya de que, luego de alzado sobre la tierra, lo atraerías todo a ti
mismo. Ven pues, y revélate ya a esas muchedumbres privadas todavía de los beneficios
tan preciosos que con tu sangre ganaste para los mortales; despierta a quienes aun moran
en las tinieblas y en la sombra de la muerte, de modo que, iluminados por el resplandor de
tu sabiduría y de tu virtud, en ti y por ti se reúnan en unidad [4].
6. Y parándonos ya en
el pensamiento de este misterio de la unidad, a Nuestra mirada se ofrecen también, todos
juntos, aquellos pueblos a quienes la piedad divina condujo hace ya mucho tiempo de los
antiguos errores a la sabiduría evangélica. Cierto que nada hay más alegre en el
recuerdo, ni de mayor alabanza para la providencia de Dios, que la memoria de aquellas
épocas antiguas, cuando la fe cristiana era considerada universalmente como un patrimonio
común e indiviso; cuando las naciones civilizadas, aunque separadas por tierras, razas y
costumbres, y aun estando algunas veces, con harta frecuencia, en lucha las unas con las
otras, sin embargo, en materia de religión todas se mantenían unánimes en la fe de
Cristo. Al recordar esto, es muy doloroso pensar que, con el correr de los tiempos, la
desconfianza y la enemistad, engendro de desgraciados acontecimientos, han ido arrancando
del seno de la Iglesia romana a pueblos enteros y florecientes. Mas, sea de ello lo que
quiera, confiados en la gracia y misericordia del Dios omnipotente, único que conoce el
momento oportuno para socorrer, y en cuyas manos está el inclinar la voluntad de los
hombres a donde más le agrada, Nos dirigimos a esos mismos pueblos, y con paternal amor
los exhortamos y conjuramos para que, compuestas en paz las discordias, se vuelvan a la
unidad.
7. Ante todo, una
mirada de intenso afecto que dirijimos hacia el Oriente, allá donde tuvo principio la
salvación del mundo. Sí, el ansia de Nuestros deseos Nos hace concebir alegre esperanza
de que las Iglesias orientales, ilustres por la fe añeja y por las glorias antiguas, no
deberán continuar ya, sino que se volverán allá de donde partieron; y tenemos mayor
confianza de ello porque no es muy grande la distancia que las separa de nosotros; más
aún, con tal de quitar un poco, en lo que resta se está de acuerdo, de suerte que para
la misma defensa de las doctrinas católicas, tomamos testimonios y pruebas así de la
liturgia y de la enseñanza como de la práctica de los orientales.
8. El punto principal
de la discordia es el primado del Romano Pontífice. Pero escudríñense los orígenes, se
investigue el sentimiento de los primitivos, consúltense las tradiciones de la edad que
siguió a los orígenes. Y como consecuencia aparecerá luminosa la prueba de cómo en
realidad pertenece a los Romanos Pontífices aquel divino oráculo de Cristo: Tú eres
Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia [5]. De hecho, en el número de los
Pontífices durante la antigüedad, se cuentan no pocos procedentes del Oriente mismo, un
Anacleto, un Evaristo, un Aniceto, un Eleuterio, un Zósimo, un Agatón; a la mayoría de
los cuales hasta les tocó el sellar, mediante su sangre derramada, aquel gobierno de toda
la Iglesia cristiana, por ellos mantenido con tanta sabiduría como santidad.
9. El tiempo, la
ocasión, los autores de tan infausta discordia, bien conocidos son de todos. Antes que el
hombre separase lo que Dios había unido, venerado era el nombre de la Sede Apostólica
entre los pueblos todos del mundo cristiano; y al Pontífice Romano, como a sucesor
legítimo de San Pedro, y por consiguiente Vicario de Jesucristo en la tierra, Oriente y
Occidente le obedecían concordes y sin titubeo alguno.
10. Por ello, cuando se
piensa en los comienzos del cisma, aun Focio mismo se dio gran prisa por enviar a Roma
legados que expusieran sus cosas; y el sumo pontífice Nicolás I, sin oposición por
parte de nadie, desde Roma envió sus representantes a Constantinopla, para que
investigaran sutilmente en la causa del patriarca Ignacio, y con verdad y plenitud de
testimonios informaran luego a la Sede Apostólica; de donde resulta que la historia
íntegra de aquel hecho claramente confirma el primado de la Sede Romana, de la cual
comenzaba entonces la separación.
11. Por último, en los
dos Concilios ecuménicos, el II de Lyón y el de Florencia, nadie ignora cómo
espontánea y unánimemente todos -latinos y griegos- sancionaron como dogma la suprema
potestad de los Pontífices de Roma.
12. Y Nos place
recordar estos hechos, precisamente porque suponen una invitación para de nuevo entrar en
la paz; tanto más cuanto que los orientales parece que ahora -así al menos lo creemos-
alimentan mejor ánimo hacia los católicos y aun cierta inclinación de benevolencia.
Buena prueba de ello se ofreció no hace mucho cuando, con motivo de piadosas
peregrinaciones, los católicos fueron muy bien recibidos en Oriente, con singulares
muestras de cortesía y amistad.
13. A vosotros, pues,
se abre Nuestro corazón [6], a todos vosotros, sin distinción alguna, de rito griego o de
cualquier otro oriental, pero diferentes de la Iglesia católica. Deseamos bien que cada
uno recuerde aquel discurso tan afectuoso como grave de Besarión a vuestros antepasados:
¿Qué excusa tendremos ante Dios por estar separados de nuestros hermanos, cuando por
recogernos y unirnos en un solo redil bajó El del cielo, se encarnó y fue crucificado?
¿Cuál será nuestra defensa ante la posteridad? Padres óptimos, lejos de nosotros
vergüenza tal; lejos de nosotros tal pensamiento siquiera; no proveyamos tan mal a
nosotros y a los nuestros.
14. Pensad seriamente
ante el Señor cuáles son Nuestros deseos. No son razones humanas, sino el amor divino lo
que Nos mueve a exhortaros a la paz y unión con la Iglesia de Roma; unión, que la
entendemos perfecta y total, pues no sería tal toda otra que consigo trajera tan sólo
una cierta comunidad de dogmas y una correspondencia en el amor fraternal. La verdadera
unión entre los cristianos es la que quiso e instituyó Jesucristo mismo, fundador de su
Iglesia; esto es, la constituida por la unidad de la fe y la unidad del régimen. No
tenéis por qué temer que Nos o Nuestros sucesores vayamos a disminuir vuestros derechos,
las prerrogativas patriarcales, las costumbres litúrgicas de cada una de las Iglesias.
Pues tal fue el pensamiento -es ahora, y será en lo futuro-, el criterio y la conducta de
la Sede Apostólica: adaptarse ampliamente y con equidad a los orígenes y costumbres de
los diversos pueblos.
15. Por lo contrario,
una vez restablecida la comunión con nosotros, sería maravillosa la floración y la
gloria de vuestras Iglesias. Que Dios, benignísimo, acoja vuestra misma oración: Señor,
aniquila los cismas de las iglesias [7]; y, además: Congrega a los dispersos y haz que
vuelvan los errantes, y únelos a tu santa Iglesia católica y apostólica [8]. Ea, pues,
volveos a aquella fe una y santa, que la más remota antigüedad nos ha trasmitido
inalterablemente así a vosotros como a nosotros: es la fe que guardaron inviolada
vuestros padres y antepasados; es la misma que con el esplendor de las virtudes y la
grandeza del ingenio y la excelencia de la doctrina ilustraron a porfía Atanasio,
Basilio, Gregorio de Nacianzo, Juan Crisóstomo, los dos Cirilos, y muchísimos otros,
cuya gloria común pertenece igualmente al Oriente y al Occidente.
16. Os queremos hablar
de modo especial a vosotros, los pueblos todos de los Esclavos, de nombre tan glorioso en
la historia. Bien sabéis cuán bien merecieron de los Eslavos los santos Cirilo y
Metodio, vuestros padres en la fe, a los que, no hace muchos años, Nos hemos tributado
singulares honores. Por sus virtudes y sus trabajos, algunos pueblos de vuestra estirpe
tuvieron la cultura y la salvación. De donde nació, y duró largamente entre los Eslavos
y los Pontífices de Roma una hermosa y singular relación, de beneficios por una parte,
de piedad fidelísima por la otra. Y si la malicia de los tiempos ha apartado a una gran
parte de vuestros antepasados de la fe de Roma, pensad cuán gran mérito sería para
vosotros si os volvierais a la unidad. Porque la Iglesia jamás se cansa de volver a
llamaros a su seno, dispuesta siempre a ofreceros todo auxilio de salud, prosperidad y
grandeza.
17. Con igual caridad
hemos de recordar a aquellos otros pueblos, a quienes en época más cerca las vicisitudes
de las cosas y de las personas separaron de la Iglesia romana. Olvidando las distintas
circunstancias de los siglos pasados, se sobrepongan a toda consideración humana; y con
un espíritu ansioso de verdad y de salud, se dispongan a considerar la Iglesia, tal como
fue establecida por Cristo. Y si quisieran parangonar con ella sus iglesias particulares,
y examinar en qué parte se encuentra la religión, muy pronto habrán de conceder que,
olvidando la creencia primitiva, a través de sucesivas variaciones se fueron llegando a
erróneas novedades en muchos puntos y de gran importancia; y no querrán negar que de
aquel patrimonio de verdad que los novadores llevaron consigo en su separación, quede ya
ni siquiera fórmula alguna de fe entre ellos, que sea indudable y tenga autoridad. Más
aún, las cosas han llegado a tal punto que muchos no temen ya destruir el fundamento
mismo, sobre el que se apoya toda religión y la esperanza toda del género humano, es
decir, la dignidad de Jesucristo mismo. Igualmente, los libros del Antiguo y del Nuevo
Testamento, que antes reconocían como divinamente inspirados, los despojan ya de dicha
autoridad; cosa que necesariamente había de suceder, luego de haber concedido a cada uno
la facultad de interpretarlos a su gusto.
18. De aquí el que la
conciencia privada de cada uno sea la única guía y norma moral, rechazándose toda otra
regla en el obrar; de aquí las opuestas opiniones y las múltiples sectas, que con
frecuencia saben a doctrinas del naturalismo y del racionalismo. Y por ello, desesperando
ya de encontrarse acordes en la doctrina, andan exaltando la fraternal unión por la
caridad, para recomendarla a todos. Que buena razón tienen para ello, pues todos hemos de
estar unidos por la mutua caridad; es lo que, sobre toda cosa, mandó Jesucristo, que el
amor mutuo fuese siempre el distintivo de sus discípulos. Mas ¿cómo una caridad
perfecta podrá jamás unir a los corazones, cuando la fe no haya puesto en concordia a
los espíritus?
19. La verdad es que
muchos de los que hablamos, sanos en su juicio y amantes de la verdad, rebuscaron en el
catolicismo el seguro sendero de la salvación, entendiendo ya bien que no podían estar
unidos a Jesucristo como a su cabeza, si al mismo tiempo no estaban unidos a su cuerpo,
que es la Iglesia; y que no podían conseguir la verdadera fe de Cristo mientras
rechazaban el legítimo magisterio confiado por El a Pedro y a sus sucesores. Y es que
vieron ellos claramente realizado en la Iglesia de Roma el tipo ideal de la verdadera
Iglesia, fácilmente recognoscible por las notas que le puso Dios su fundador. Y entre
ellos se enumeran no pocos, hombres de ingenio agudo y sutil para investigar las
antigüedades, los cuales con extraordinarios escritos ilustraron la ininterrumpida
sucesión apostólica de la Iglesia romana, la integridad de los dogmas en ésta, la
constancia en su disciplina. Ante ejemplos tales, más aún con el corazón que con las
palabras, os llamamos a vosotros, hermanos Nuestros, que hace ya tres siglos andáis
separados de nosotros sobre la fe de Cristo, y también a todos los demás, quienesquiera
séais, que luego por cualquier razón os hayáis separado de nosotros: Encontrémonos
todos en la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios [9]. Unidad ésta, que
nunca faltó en la Iglesia católica, y que jamás faltará en modo alguno: dejad que Nos
os invitemos a ella, y que con amor os tendamos la mano. Mirad que la Iglesia, madre
común, os está llamando hace ya mucho tiempo; pensad que con ansia fraternal os están
esperando todos los católicos, a fin de que santamente honréis a Dios con nosotros,
profesando un solo Evangelio y una sola fe, manteniéndonos en una sola esperanza, y
unidos por una sola caridad perfecta.
20. Para completar la
armonía de unidad tan deseada, Nos resta dirigirnos a todos aquellos a quienes en el
mundo entero, hace ya tiempo que Nos consagramos solicitud, pensamientos y preocupación
en afán sólo de su salvación, es decir, a los católicos, a quienes la profesión de su
fe, al hacerles obedientes a la Sede Apostólica, los mantiene unidos con Cristo. Y no es
que se les deba exhortar a la unidad, puesto que por divina benignidad participan ya de
ella; pero conviene avisarles, puesto que por todas partes aumentan los peligros, para que
no se dejen perder aquel tan gran don de Dios, por su inercia o por su descuido.
21. Por ello, deben
ajustar su pensamiento y su acción, en cada caso, a las enseñanzas que ya hemos dado
otras veces, ya al dirigirnos a los pueblos católicos todos, ya a algunos de ellos: pero,
sobre todo, cuiden bien de tener como norma y ley para sí mismos el obedecer en todas y
cada una de las cosas al magisterio eclesiástico y a la autoridad de la Iglesia, y ello
no con restricciones y desconfianza, sino con todo su ánimo y con toda su voluntad.
22. Para ello, piensen
seriamente cuán pernicioso sea a la unidad cristiana aquel error que bajo las más
diversas formas de pensar ha oscurecido la mente de muchos, y hasta les ha borrado el
carácter especial esencial y la verdadera noción de la Iglesia. Esta, por voluntad y
disposición de Dios que la ha formado, es sociedad perfecta en su género; tiene como
oficio propio el enseñar a la humana familia los preceptos y doctrinas del Evangelio, y,
al tutelar la santidad de las costumbres y el ejercicio de las cristianas virtudes,
conducirla a aquella felicidad que a cada uno le espera en el cielo. Por ser sociedad
perfecta, tiene un principio de vida suyo plenamente, no recibido de fuera, sino innato en
ella por voluntad divina; por su virtud tiene innata la potestad de hacer leyes, sin que
ni en el hacerlas ni en el interpretarlas dependa de nadie; en consecuencia, también debe
ser libre en todas las materias que la pertenecen. Mas tal libertad sea tal que no admita
ni rivalidad ni odio, pues la Iglesia misma no se mueve ni por ambición ni por mira
alguna particular: su única voluntad y su único propósito es el mantener en los hombres
los deberes de las virtudes, y de ese modo proveer a su eterna salvación. Sin embargo,
fue siempre su costumbre mostrarse maternalmente beniga e indulgente; más aún, no pocas
veces, cediendo a las necesidades y circunstancias de los pueblos, deja de usar sus
derechos: buena prueba de ello son los Concordatos.
23. Nada tan ajeno a
ella como invadir los derechos del Estado; justo es, por lo tanto, que el Estado respete
los derechos de la Iglesia, guardándose muy bien de tocar ni una parte de ellos. Mas,
atendiendo a la realidad de las cosas, ¿cuál es la verdad de los tiempos? Es un continuo
sospechar de la Iglesia, desdeñarla, odiarla, calumniarla odiosamente; y lo que aun es
más grave, por todos medios y con todo empeño se busca el someterla plenamente a la
autoridad de los Gobiernos. Así se le han quitado sus bienes, y se le ha restringido la
libertad; de aquí las dificultades rebuscadas para impedir la educación de los
seminaristas; leyes excepcionales contra el clero; disueltas o prohibidas las órdenes
religiosas, firme defensa de la Iglesia; en una palabra, se han renovado con mayor
aspereza los principios y actuación de los regalistas. Todo esto no es sino violar los
sacrosantos derechos de la Iglesia; y de ello se han derivado inmensos daños para la
sociedad civil, por su oposición abierta a la divina voluntad. Porque, la verdad es que
Dios, soberano autor del universo, que con suma providencia puso -al frente de la humana
sociedad- la potestad civil y la eclesiástica, quiso también que permanecieran
distintas, no las quiso separadas, ni tampoco en mutuo conflicto. Más aún, como la
voluntad de Dios mismo, así también la común utilidad de la humana sociedad requiere
absolutamente que la autoridad civil, al regir y gobernar, se mantenga en armonía con la
eclesiástica. Tenga, pues, sus derechos y sus deberes el Estado; los tiene también la
Iglesia; mas todo ello de modo tal que uno y otro estén unidos por vínculos de
concordia. Así es como en las relaciones entre Iglesia y Estado tendrá fin aquella
tensión, que al presente las perturba, impróvida por muchas razones, y deplorada por
todos los buenos. Y a la par se logrará que, sin confundirse ni separarse la naturaleza
de ambos, los ciudadanos den al César lo que es del César, y a Dios lo que es de
Dios [10].
24. Muy grande es el
daño que a la unidad religiosa viene de la secta de la Masonería, cuya funesta fuerza
hace ya tanto tiempo que pesa sobre las naciones, singularmente sobre las católicas.
Gozando de la perturbación de los tiempos, audaz por el crecer de su poderío y por el
éxito de sus intentos, se empeña por todos medios en confirmar y ensanchar aun más su
propio dominio. Ya de los escondrijos y de las celadas salió a plena luz; y, como
desafiando a Dios mismo, se ha asentado en esta misma Roma, capital del catolicismo. Y, lo
que es peor, doquier que pone su pensamiento, se introduce por todas las clase e
instituciones sociales, atenta solamente a dominarlas y señorearlas. Gravísimo daño en
verdad: clara es la malicia de sus principios, y la perversidad de sus intentos. So
pretexto de defender los derechos del hombre y restaurar la civil coexistencia, ataca
enemistosamente al catolicismo; rechaza la revelación; los deberes religiosos; trata con
todo vilipendio los sacramentos y todas las cosas sagradas, que califica de
supersticiones; cuanto al matrimonio, a la familia, a la educación de la juventud, a toda
institución privada o pública, cuida bien de arrancarles su impronta cristiana, y borra
del corazón de los pueblos toda reverencia a la autoridad humana y a la divina. Proclama
el culto de la naturaleza, y que solamente por los principios de ésta se ha de regular la
verdad, la honestidad, la justicia. Así es como, con toda certeza, el hombre viene como
devuelto de nuevo a las costumbres del vivir pagano, más corrompido todavía por el
refinamiento de los placeres. -Aunque sobre esta materia ya otras veces hemos alzado con
energía Nuestra voz [11], sentimos, sin embargo, deber de Nuestro apostólico Ministerio
el insistir una vez más, y con la mayor seriedad, en avisar que en peligro tan grave son
pocas las cautelas todas. Que Dios, en su bondad, confunda propósitos tan nefarios, mas
vea seriamente el pueblo cristiano y comprenda que debe sacudir, ya de una vez, yugo tan
indigno como el de la secta; cuiden, sobre todo, de sacudirlo con más empeño los que
más se resienten de su opresión, esto es, los pueblos de Italia y de Francia. Los medios
y maneras con que mejor puedan hacerlo, ya Nos mismo lo indicamos. Ni es incierta la
victoria, si se confía en Aquel que es guía y que dijo: Yo he vencido al mundo [12].
Desaparecidos ambos
peligros, un vez vueltos a la unidad de la fe los Estados y las Naciones, grande sería el
remedio eficaz para los males y grande la abundancia de bienes. Señalemos los
principales.
25. Ante todo, la
dignidad de la Iglesia y de su actuación: volvería ella a tener el grado de honor que le
es debido; y, al no ser ya ni odiada ni impedida, recorrería su camino comunicando la
verdad y la gracia del Evangelio a todos, con suma ventaja para las naciones mismas.
Porque, al estar destinada por Dios para guía y maestra de los hombres, se encuentra ella
en grado de prestar el más eficaz concurso al bien común en medio de las graves
transformaciones de los tiempos, a resolver los más complicados problemas sociales, y
promover la rectitud y la justicia, bases inconmovibles de los Estados.
26. De donde se
seguiría la máxima unión entre los pueblos, que tan de desear es en nuestros tiempos, a
fin de conjurar los horrores de la guerra. Contemplamos ahora mismo la situación de
Europa. Hace ya muchos años que se vive en una paz más aparente que real. Dominadas por
las mutuas desconfianzas y sospechas, casi todas las naciones luchan a porfía febrilmente
en la carrera de los armamentos. La inexperta juventud, alejada de la paternal vigilancia
y dirección, se ve lanzada en medio de los peligros de la vida militar; en la flor de la
edad y de su vigor, del cultivo de los campos, de la paz de los estudios, de los negocios,
de las artes, es arrancada y lanzada a las armas. Y, en consecuencia, los erarios se
hallan agotados por los enormes dispendios, aniquiladas las riquezas públicas,
disminuidas las fortunas familiares; y, en consecuencia, tal estado de paz armada ha
llegado ya a ser casi intolerable. Pero ¿será tal la naturaleza de la humana sociedad?
Salir, pues, de semejante estado y conseguir la verdadera paz no puede lograrse sino por
beneficio de Jesucristo. Para refrenar la ambición y la codicia, así como las
rivalidades, que son las antorchas que encienden la guerra, nada vale tanto como las
virtudes cristianas, sobre todo la justicia: gracias a ésta se mantienen intactos los
derechos de cada nación y la santidad de los tratados, y duran estables los vínculos de
la fraternidad humana, cuando en los ánimos está grabada aquella verdad, que la justicia
hace grandes a las naciones [13].
27. Y no será otra la
condición en el interior de los Estados, donde la salvaguardia del bien público quedará
mucho más asegurada y firme que lo fuera por las leyes o las armas. Nadie deja de ver
cómo cada día creen amenazadores los peligros de la pública seguridad y tranquilidad,
mientras, por desgracia, la frecuencia de los más atroces crímenes es testimonio de que
las sectas subversivas están conspirando para ruina y destrucción de todos. Con
encendido calor se debaten hoy los dos problemas de la cuestión social, y la política.
Gravísimas, en verdad, las dos: por más que a ambas se hayan dedicado, para resolverlas
con sabia prudencia, loables estudios, modificaciones y ensayos, nada tan oportuno como
educar las muchedumbres en el sentimiento recto del deber, por principio interno de la fe
cristiana. Del problema social tratamos ya de propósito en este sentido, no hace mucho,
buscando los verdaderos principios en el Evangelio y de la razón natural [14]. Cuando al
problema político, que se agita tratando de conciliar la libertad con la autoridad, que
muchos confunden en la teoría y, lo que es mucho peor, separándolas de hecho, tan sólo
de la revelación puede lograrse un oportuno auxilio. Porque, puesto y reconocido
universalmente que, en cualquier forma de gobierno, la autoridad viene sólo de Dios,
pronto la razón encuentra legítimo en los unos el derecho de mandar, y connatural en los
otros el deber de obedecer, sin que esto sea disconforme a la dignidad personal, porque se
obedece más bien a Dios que al hombre. Dios hará juicio severísimo a los que tienen
autoridad [15], siempre que no le representen a El con rectitud y con justicia. La
libertad, además, de los individuos no podrá ser sospechosa ni odiada por nadie, porque,
sin dañar a ninguno, su acción no se alejará de la verdad, de la rectitud, de todo
cuanto va ligado a la tranquilidad pública. Por último, si se reflexiona en todo lo que
puede la Iglesia, madre y reconciliadora de los pueblos y de los príncipes, nacida para
ayudar a unos y a otros con la autoridad y con su consejo, entonces será muy evidente
cuánto contribuya a la común salvación el que las gentes todas sometan su ánimo a los
mismos principios y a la profesión misma de la fe cristiana.
Pensando Nos en todas
estas cosas con inflamado deseo, vemos ya de lejos el orden de cosas que reinaría
doquier, y sentimos la más dulce alegría al contemplar los bienes que de allí se
derivarían. Apenas puede imaginarse el feliz progreso que toda grandeza y prosperidad
lograría inmediatamente doquier que, reordenadas las cosas en tranquilidad y en paz, se
promovieran los nobles estudios literarios, y, además, se constituyeran cristianamente, o
multiplicadas según Nuestros documentos, las sociedades de agricultores, obreros,
industriales, por medio de las cuales sea comprimida la voraz usura y ampliado el campo de
los útiles trabajos.
28. Abundancia tal de
semejantes beneficios ya no quedaría limitada a los confines de las naciones civilizadas
y cultas, sino que, a guisa de abundantísimo río, se expansionaría por todas partes.
Porque no ha de olvidarse lo que al principio ya dijimos, esto es, que gentes
innumerables, ya desde hace muchos siglos, se hallan suspirando por que les llegue la luz
de la verdad y de la civilización. En verdad que, en lo que toca a la eterna salvación
de las naciones, los designios de la mente divina se hallan muy alejados de la
inteligencia humana: sin embargo, si todavía por las más diversas regiones de la tierra
se halla tan difundida la infeliz superstición, ello ha de atribuirse precisamente en no
pequeña parte a las diferencias surgidas por motivos religiosos. Y en verdad, si es dado
a la mente humana el discurrir por los acontecimientos, la misión de Dios confiada a
Europa parece haber sido ésta, la de propagar por todo el mundo la verdad de la religión
cristiana y su civilización. Los comienzos y progresos de empresas tan magnífica,
laboriosamente realizados en los tiempos pasados, caminaban hacia los más alegres
incrementos, cuando en el siglo XVI surgió improvisada discordia. Desgarrada la
cristiandad por disputas y disensiones, debilitada Europa en su vitalidad por las luchas y
las guerras, se resintieron las sacras misiones en la forma más funesta. Y ahora, pues
que duran todavía las causas de la discordia, ¿por qué maravillarse de que parte tan
grande de los hombres continúe sojuzgada, esclava de bárbaras costumbres y de ritos
vesanos? Con todo empeño y como a porfía dediquémonos todos, por lo tanto, a
restablecer la antigua concordia, en pro del bien común. Para tal fin, y para ensanchar
ampliamente los beneficios de la religión cristiana, parecen todavía muy oportunos los
tiempos; porque el sentimiento de la fraternidad humana nunca jamás antes penetró tan
profundo en los espíritus, y jamás en época alguna se vio al hombre caminar con tanto
entusiasmo en busca de sus semejantes, a fin de conocerles y de ayudarles. Con increíble
celeridad se recorren las mayores distancias por tierra y por mar; de donde vienen sumos
beneficios, no sólo para el comercio y para las investigaciones científicas, sino
también para que desde el nacimiento del sol hasta su ocaso se propague la palabra de
Dios.
29. Ciertamente no
ignoramos cuán largo sea el trabajo y cuán arduo habrá de ser hasta que se reconstruya
el suspirado orden de las cosas; y hasta tal vez no faltará quien juzgue excesivas
Nuestras esperanzas, como si se tratara de cosas que sean más de desear que de esperar.
Pero es que Nos colocamos toda esperanza, toda confianza en Jesucristo Salvador del linaje
humano, recordando muy bien cuántas y cuán grandes cosas llegaron a triunfar en otro
tiempo por la necedad de la Cruz y de su predicación, para estupor y confusión de la
humana sabiduría del mundo.
30. Conjuramos de modo
especial a los Príncipes y a los gobernantes, apelamos a su prudencia política y a su
amorosa preocupación por los pueblos, a que quieran ponderar la verdad de Nuestros
pensamientos, y a que con el favor de su autoridad los secunden. Aunque se recogiese sólo
una parte de los frutos ansiados, no sería sino un gran beneficio en medio de una
decadencia tan universal, cuando al insoportable peso de lo presente acompaña el terror
de lo futuro.
El fin del pasado siglo
dejó a Europa agotada por las ruinas y temblorosa por las revoluciones. Al contrario, el
siglo que está acabando, ¿por qué no deberá trasmitir como herencia al género humano
auspicios de concordia, con la esperanza de los bienes inestimables que se encierran en la
unidad de la fe cristiana?
Dios, rico en
misericordia, en cuyo poder están los tiempos y los momentos, favorezca benigno Nuestros
votos y Nuestros deseos, y se apresure a concedernos con su benignidad suma el
cumplimiento de aquella promesa de Jesucristo, de que habrá un solo redil y un solo
pastor: Fiet unum ovile et unus Pastor [16].
Dado en Roma, junto a
San Pedro, a 20 de junio de 1894, de Nuestro Pontificado año décimoséptimo.
[1] Cf. 1 Tim. 2, 4.
[2] Io. 17, 20-21.
[3] Act. 4, 12.
[4] Io. 17, 23.
[5] Mat. 16, 18.
[6] 2 Cor. 6, 11.
[7] II (In liturg. S. Basilii).
[8] (Ibid.).
[9] Eph. 4, 13.
[10] Mat. 22, 21.
[11] Cf. Humanum genus.
[12] Io. 16, 33.
[13] Prov. 14, 34.
[14] Cf. Rerum novarum.
[15] Sap. 6, 6.
[16] Io. 10, 16.
[2] Io. 17, 20-21.
[3] Act. 4, 12.
[4] Io. 17, 23.
[5] Mat. 16, 18.
[6] 2 Cor. 6, 11.
[7] II (In liturg. S. Basilii).
[8] (Ibid.).
[9] Eph. 4, 13.
[10] Mat. 22, 21.
[11] Cf. Humanum genus.
[12] Io. 16, 33.
[13] Prov. 14, 34.
[14] Cf. Rerum novarum.
[15] Sap. 6, 6.
[16] Io. 10, 16.
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