LEÓN XIII
Sobre
la devoción al Santísimo Rosario
Del
8 de Septiembre
de 1894
I.
La eficacia del Santo Rosario.
Con
la gozosa expectación y alentadora esperanza de siempre vemos volver el mes de
Octubre, en que, consagrado por Nuestra exhortación y mandato a la
Bienaventurada Virgen María, florece desde hace no pocos años en todo el mundo
católico la unánime y ferviente devoción del Rosario. Hemos explicado muchas
veces el motivo de Nuestras exhortaciones.
Como
los calamitosos tiempos porque atraviesa la Iglesia y la sociedad civil
reclamaban con urgencia el socorro inmediatísimo de Dios, hemos pensado que era
preciso implorar ese socorro por la intercesión de su Madre y que debía
conseguirse principalmente de aquella manera cuya eficacia el pueblo cristiano
siempre estimó saludabilísima.
Frutos
de la devoción.
Experimentóla,
en efecto, desde el mismo origen del Rosario mariano, ya en la defensa de la fe
contra los criminales ataques de los herejes, ya en el justo elogio de las
virtudes, el cual habrá de volver a entonarse y refirmarse en medio de un siglo
de corrompidos ejemplos; y la experimentó en privado y en público por la serie
de beneficios cuyo preclaro recuerdo está consagrado por doquiera también en
instituciones y monumentos. Del mismo modo, en nuestra época, agobiada
por los múltiples peligros del mundo, nos regocijamos conmemorando los frutos
que de el provenían. Sin embargo, Venerables Hermanos, paseando la mirada en
torno vuestro, veréis que esos motivos subsisten y en parte se han agravado,
por lo cual, en este año, ha de volver a estimularse en vuestros rebaños el
fervor de las súplicas a la Reina del cielo.
II.
El fruto obtenido, motivo del deseo de un mayor progreso.
Añádase
a esto que, al fijar Nuestro pensamiento en la íntima naturaleza del Rosario,
cuanto más gloriosas se Nos presenten su grandeza y utilidades tanto más se
acucian el deseo y la esperanza de que Nuestra recomendación tenga tanta fuerza
que el amor a esta santísima oración produzca progresos aun más grandes, al
aumentarse su conocimiento en los corazones y al difundirse esa práctica.
Para
ello no queremos repetir las consideraciones de índole varia que en años
precedentes expusimos sobre el tema; más bien conviene explicar y enseñar por
qué sublime disposición divina sucede, que, gracias al Rosario, primero
influya de un modo suavísimo en los ánimos de los que ruegan la confianza de
ser escuchados, y segundo la maternal misericordia de la Virgen Santísima para
con los hombres, responda con suma benignidad a ese ruego.
III.
María Medianera de la divina gracia
El
hecho que busquemos, mediante nuestras oraciones, el auxilio de María se basa,
ciertamente, en el oficio, que Ella constantemente desempeña cerca de Dios, de
obtenernos la gracia divina, por ser María en sumo grado acepta a Dios a raíz
de su dignidad y méritos y por aventajar por mucho el poder de todos los
santos. Este oficio, empero, no está, quizás, tan manifiestamente expresado en
ningún modo de oración como en el Rosario en que la participación que tuvo la
Santísima Virgen en la obtención de la salvación, está explicado casi con
efectos tangibles, lo cual redunda en eximia ventaja para la piedad, ya
contemplando los sucesivos misterios, ya repitiendo con labios piadosos las
preces.
IV.
Los misterios gozosos.
Primero
vienen los misterios gozosos. El Hijo Eterno de Dios se inclina hacia la
humanidad, haciéndose hombre, consintiendo, empero, María y concibiendo del
Espíritu Santo [i].
Luego, Juan, por una gracia insigne, se santifica en el seno de su madre,
favorecido con escogidos dones para preparar los caminos del Señor [ii];
todo ello, empero, gracias a la salutación de María que por divina
inspiración visita a su prima. Finalmente, Cristo, el Esperado de las
Naciones [iii]
viene al mundo y nace de María; los pastores y
los magos, primicias de la fe, apresurándose piadosamente para llegar al
pesebre, encuentran allí al Niño con María, su madre [iv].
Jesús para ofrecerse a Dios como víctima en una ceremonia pública, quiere
ser llevado al Templo, por el ministerio de María a fin de ser allí presentado
al Señor [v].
La misma Virgen en la misteriosa pérdida del Niño, buscándolo con
solícita inquietud, lo encuentra con inmensa alegría.
V.
Los misterios dolorosos.
Ni
de otro modo nos hablan los misterios dolorosos. En el jardín de Getsemaní,
donde Jesús se aflige y se entristece hasta la muerte; y en el Pretorio, donde
es azotado, coronado de espinas, condenado a muerte, María está,
ciertamente, ausente, pero, mucho tiempo ha, que conoce todo ello y lo medita,
porque al ofrecerse a Dios como sierva para ser su madre, y al consagrarse
enteramente a Él en el Templo con su Hijo, ya se asoció, en ambos actos, a ese
Hijo en la laboriosa expiación del género humano; y por esto, no es dudoso que
se haya condolido íntimamente con Él en sus acerbísimas angustias y
tormentos.
Por
lo demás, en presencia y a la vista de María había de consumarse el Divino
Sacrificio para el cual había alimentado la víctima de sí mismo, lo cual en
el último y más enternecedor de los misterios se nombra, diciendo: junto a
la Cruz de Jesús, estaba María su madre [vi],
la que, movida de inmenso amor hacia nosotros para acogernos como hijos,
ofreció voluntariamente el suyo a la justicia divina, muriendo en su corazón
con Él, traspasada por una espada de dolor.
VI.
Los misterios gloriosos
Finalmente,
en los misterios gloriosos que siguen, se confirma más el mismo oficio
misericordioso de la Santísima Virgen, por los mismos hechos. Goza en silencio
la gloria de su Hijo, que triunfa de la muerte; al que sube a su trono celestial
le sigue con el afecto de madre; mereciendo el cielo, se halla retenida en la
tierra, la mejor consoladora y maestra de la naciente Iglesia, penetrando en
los insondables abismos de la divina sabiduría, más allá de cuanto pudiera
creerse [vii].
Mas como el sagrado misterio de la redención no se había de cumplir antes que
viniera el Espíritu Santo, prometido por Cristo, hallamos por eso a la Virgen
en el memorable Cenáculo donde, orando, en unión con los Apóstoles y por
ellos, con inefables gemidos va madurando para la Iglesia la gloria del mismo
Consolador, don supremo de Cristo, tesoro que jamás había de faltar ya. Ella
trasladada al cielo corona y perpetúa su misión pidiendo por nosotros, la
contemplamos subiendo del valle de lágrimas a la ciudad santa de Jerusalén,
rodeada de coros de ángeles; la honramos, exaltada en la gloria de los Santos,
coronada por su Hijo divino con la diadema de estrellas y sentada cerca de Él,
Reina y Señora de los Universos.
Todas
estas cosas, Venerables Hermanos, en que se manifiesta el designio de Dios,
designio de sabiduría, designio de piedad [viii]
y en que brillan al mismo tiempo los grandísimos beneficios de la Virgen Madre
en favor nuestro, no pueden menos de causar en todos una honda alegría,
inspirándoles la firme confianza de que, por la mediación de María, se
obtendrá la divina clemencia y misericordia.
VII.
Oración vocal
La
oración vocal que está en apropiada consonancia con los misterios, obra en el
mismo sentido. Precede, como es justo, la oración dominical, dirigida al Padre
celestial; después de haberle invocado con eximias peticiones, la voz
suplicante se vuelve del trono de su Majestad a María, Pues, no hay otra ley
que la llamada ley de reconciliación y de petición que San Bernardino de Sena
ha formulado en esta sentencia: "Toda gracia que se comunica a este
mundo llega por tres pasos: es decir de Dios a Cristo, de Cristo a la Virgen y
de la Virgen a nosotros; así se dispensa la gracia con toda regularidad" [ix];
de éstos, que son, ciertamente, de diversa naturaleza, aquel grado en que
solemos reposar más larga y gustosamente, es el último, mediante el Rosario,
en que la salutación angélica se recita por decenas, como si, de este modo,
subiéramos más confiadamente a los otros grados, es decir, por Cristo a Dios.
VIII.
El por qué de las repeticiones
Elevamos
tantas veces la misma salutación a María para que nuestra oración imperfecta
y débil sea sostenida por la necesaria confianza, suplicando a María que
ruegue a Dios por nosotros, como en nuestro nombre. Pues, a nuestras plegarias
se añade una mayor gracia y eficacia cuando se recomiendan por las súplicas de
la Virgen Santísima, a quien dirige de continuo el soberano Señor aquella
tierna invitación del libro de los Cantares: "Suene tu voz
perpetuamente en mi oído; porque es dulce el sonido de tu voz" [x].
Por
esto, vuelven tantas veces, enunciados por nosotros, los que son para Ella
títulos gloriosos para suplicar. Saludamos a la que ha encontrado gracia
delante de Dios, y especialmente, la que la sido llena de gracia, cuya
sobreabundancia se derrama sobre todos; a aquella con quien el Señor está
unido en la unión más intima que pueda darse; a la bendita entre todas
las mujeres que sola soportó la maldición y trajo la bendición [xi],
aquel fruto dichoso de sus entrañas, en quien serán bendecidas todas
las naciones. La invocamos, por último, como a Madre de Dios, y
amparada con esta sublime dignidad, ¿qué no podrá alcanzar ella para
nosotros, pobres pecadores?, y ¿qué no podremos esperar nosotros de sus
ruegos en toda la vida y en la última agonía de nuestro espíritu?
IX.
Fuente de confianza y de impetración.
Imposible
es que el hombre que con fe y fervor se dedique a estas oraciones y misterios,
no se sienta arrebatado en admiración, contemplando los designios de Dios,
realizados en la Santísima Virgen para la salvación de todos los pueblos;
imposible que no se regocije en pronta confianza de que sea recibido en su
protección y regazo maternal, repitiendo las palabras de San Bernardo: ¡Acordaos,
oh piadosísima Virgen María, que jamás se oyó decir que ninguno de cuantos
han acudido a vuestra protección, implorado vuestro socorro y pedido vuestros
auxilios haya sido des oído ni abandonado!
La
misma virtud que el Rosario posee para persuadir a la confianza de ser
escuchados a los que rezan, la tiene también para mover a la misericordia al
corazón de María. Le causa, sin duda, una gran alegría el vernos y oírnos
cuando, según corresponde, vamos tejiendo la corona de las honrosas peticiones
y de las más bellas alabanzas. Pues, cuando, rezando de esta manera, damos a
Dios la debida gloria y la anhelamos para Él; cuando buscamos únicamente el
cumplimiento de su deseo y voluntad; cuando exaltamos su bondad y munificencia,
dándole el nombre de Padre e implorando en nuestra indignidad, los más
preciosos dones, entonces María se complace sobremanera en ello, y,
verdaderamente, glorifica al Señor mediante nuestra piedad. Pues, al
recitar la oración dominical rezamos una oración digna.
X.
La oración dominical.
A
las peticiones que en ella formulamos, de suyo tan rectas y bien ordenadas como
conformes a la fe, esperanza y caridad cristianas, viene a juntarse el peso de
cierta recomendación que es gratísima a la Santísima Virgen, por cuanto a
nuestra voz parece asociarse la voz de Jesús su Hijo, quien, siendo su autor,
entregó esa oración a sus discípulos en términos precisos, prescribiendo su
rezo al decir: Así habéis de rezar [xii].
Cuando, pues, obedecemos a tal prescripción, en la devoción del Rosario,
María se hallará, sin duda, más inclinada a ejercer su misión, llena de amor
y solicitud, y aceptará benévola esta mística guirnalda, recompensándonos
con abundancia de dones.
XI.
Escuela de oración.
Por
eso, una no despreciable razón de poder esperar su liberalísima bondad se
halla en el mismo método del Rosario, tan apto para rezar bien; porque muchos y
variados intereses suelen apartar de Dios al que reza y frustrar su sincero
propósito, pagando así el tributo a la fragilidad humana. Pero quien pondere
esto debidamente, comprenderá en el acto cuánta eficacia se encierra en el
Rosario para despertar, por un lado, la acción del espíritu y para expulsar la
desidia del corazón; por otro lado, para excitarnos a saludable dolor sobre los
pecados cometidos y elevar nuestro espíritu hacia las cosas celestiales; puesto
que el Santo rosario como todos bien saben, consta de dos partes, distintas
entre sí y, a la vez unidas: de la meditación de sus misterios y de la
oración vocal.
XII.
Frutos de la meditación
de los más grandes misterios de la fe.
Por
esta razón, este método de rezar pide la especial atención del hombre por
cuanto no sólo dirige de algún modo a Dios al espíritu humano sino que ocupa
en tal forma de lo que considera y medita que logrará también enseñanza para
la enmienda de la vida y alimento para toda clase de piedad, dado que no hay
nada más grande ni admirable que aquellas verdades en torno de las cuales gira
la esencia de la fe cristiana y de cuya luz y fuerza surgieron la verdad, la
justicia y la paz, las cuales crearon un nuevo orden de cosas en la tierra,
produciendo los más gozosos resultados.
Con
esto dice también relación la forma en que estos puntos importantísimos se
presentan a los devotos del Rosario; es decir, de tal forma que se adapten
convenientemente a las inteligencias aun de los menos instruidos por cuanto el
rezo está dispuesto de tal modo que casi no se proponen a consideración
las verdades principales de la fe y doctrina sino que, más bien se presentan
como si los hechos aconteciesen y se repitiesen a la vista del que reza, porque
cuando se ofrecen casi con las mismas circunstancias de lugar, tiempo y personas
con que sucedieron un día, impresionan mucho más los corazones y los mueven a
recoger mayor fruto. Mas como, ordinariamente, penetraron y se imprimieron en,
alma desde la más tierna infancia, resulta que, apenas enunciados los
misterios, aquel que realmente se preocupa de la oración, los recorra, sin
esfuerzo alguno de imaginación, con fácil pensamiento y corazón, y, con la
bendición de María, se impregna del rocío de la gracia celestial.
XIII.
Los recuerdos de los misterios agradarán a María
y la
dispondrán a la benevolencia.
Hay,
además, otra ventaja que vuelve más agradables a esas coronas y las hace más
dignas de recompensa. Pues, cuando piadosamente recitamos el triple orden de
misterios, testimoniamos más vivamente nuestro sentimiento de gratitud hacia
Ella, porque así declaramos que nunca nos cansamos del recuerdo de aquellos
beneficios con que Ella, para contribuir a nuestra salvación, se ha abrazado
con insaciable amor.
Apenas
podemos imaginarnos en nuestra mente con qué nuevo gozo y alegría se llene su
alma bienaventurada, cuando frecuente y fervorosamente celebramos ante sus ojos
la memoria de tantos y tan grandes misterios. Por otra parte, estos mismos
recuerdos comunican a nuestras súplicas un más vehemente ardor y le dan una
mayor fuerza impetratoria, de tal modo que cuantas veces se repita cada uno de
los misterios tantas razones de ser oídos se presentan, lo cual tendrá,
indubitablemente, un gran influjo sobre el corazón de la Virgen. Pues, a
vuestro amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no abandones a los
desgraciados hijos de Eva. Os imploramos, reconciliadora de nuestra salud, tan
poderosa como clemente, y os suplicamos fervorosamente por las dulzuras de las
alegrías que os vienen de vuestro Hijo Jesús, por vuestra unión con sus
indecibles dolores y por el esplendor de su gloria. Pese a nuestra indignidad,
¡oídnos benignamente y atendednos!
XIV.
Las bendiciones del Rosario para las aflicciones actuales.
La
excelencia del Rosario mariano, considerado desde el doble punto de vista que
acabamos de exponer, os hará comprender más claramente, Venerables Hermanos,
por qué Nuestra solicitud no cesa de recomendar y de hacer progresar su
práctica. El siglo en que vivimos necesita, día a día, como Nos ya lo hemos
advertido al empezar, de los favores del cielo, principalmente, porque por
doquiera hay muchas cosas que afligen a la Iglesia lesionando sus derechos y su
libertad, y muchas, que destruyen radicalmente la prosperidad y la paz de los
Estados.
Pues
bien, repetimos, afirmamos y proclamamos que tenemos cifradas Nuestras mejores
esperanzas en merecer por el rezo del Rosario los auxilios que necesitamos.
¡Quiera Dios que, en todas partes, se restablezca, según Nuestros deseos, el
prístino honor de esta sagrada devoción! ¡Que en las ciudades y aldeas, en
las familias y talleres, entre los nobles y modestos se ame entrañablemente y
se practique, como preclaro santo y seña de la fe cristiana y óptima
protección para el otorgamiento de la divina clemencia.
XV.
Nuevo Motivo: Las afrentas hechas a la Virgen.
En
esto debemos insistir todos, cada día con mayor urgencia, porque la frenética
perversidad de los impíos no omite intriga alguna ni perdona audacia para
irritar la cólera de Dios y hacer caer el peso de su justa ira sobre la Patria.
Pues, entre todas las demás causas, existe ésta, -deplorada por Nos y con Nos
por todos los buenos-, que en el seno de los pueblos cristianos hay demasiados
hombres que se recrean en las afrentas con que, de cualquier modo, se insulta la
Religión; son los mismos que, amparados por cierta increíble licencia de
publicar cualquier cosa, parecen empeñados en exponer al ridículo y al
desprecio de la multitud las cosas más sagradas y la confianza en la
protección de la Virgen; justificada por la experiencia.
XVI.
La profanación del nombre del Salvador.
En
estos últimos meses no se ha perdonado siquiera a la augustísima Persona de
Jesucristo, Salvador Nuestro. No ha habido la menor vergüenza en llevarla a
escenas escabrosas del teatro, éste no pocas veces contaminado por obscenidades
y en representarla despojada de la majestad propia a su divina naturaleza,
quitada la cual ya no hay necesidad de negar la redención misma del género
humano. No se han avergonzado de intentar arrancar de su eterna infamia a
aquel hombre que es reo del crimen y de la perfidia muy aborrecible por su
suprema monstruosidad, la mayor de que haya memoria entre los hombres, al
traidor de Cristo.
A
raíz de lo que se ha perpetrado o se intenta perpetrar a través de las
ciudades de Italia, se ha desatado una ola de general indignación,
deplorándose amargamente que se haya violado el sacratísimo derecho de la
Religión, violado y conculcado precisamente en aquel pueblo cuyos habitantes
principalmente y con razón se glorían de su nombre católico. La vigilante
solicitud de los Obispos, como era su deber, se enardeció entonces, dirigiendo
sus protestas justísimas a quienes incumbe el sagrado deber de proteger la
dignidad de la Patria y de la Religión. No sólo advirtieron a su grey de la
gravedad del peligro sino que también la exhortaron a reparar con especiales
solemnidades religiosas la nefanda injuria hecha al amantísimo Autor de nuestra
salvación.
XVII.
Renovada protesta por estos sacrilegios.
Nos,
ciertamente, aprobamos íntegramente el fervor de los buenos, gloriosamente
manifestado de muchas: maneras lo cual contribuyó a suavizar el dolor que
sentíamos por ello en lo más íntimo del corazón. En esta oportunidad en que
os dirigimos la palabra, ya no podemos sujetar la voz de Nuestro supremo cargo,
y, con las protestas de los Obispos y fieles, Nos unimos Nuestras más
enérgicas protestas. Por
Por
virtud de este mismo sentimiento que Nos mueve a quejarnos del atentado
sacrílego y de execrarlo, Nos exhortamos vivamente a las Naciones cristianas, y
en particular a la Italiana, a que guarden incólume la Religión de sus padres
que es su herencia más preciosa, que la defiendan con decisión y no cesen de
propagarla con la honestidad de sus costumbres y su gran piedad.
XVIII.
Celebración fervorosa del mes de Octubre.
Por
eso, Nos deseamos que por esta razón también, se empeñen a porfía, en el mes
de Octubre, los fieles y las cofradías, mostrando un fervor constante para
honrar a la Augusta Madre de Dios, poderosa protectora de la sociedad cristiana
y gloriosísima Reina del Cielo. Nos, con todo corazón confirmamos las mercedes
de las sagradas indulgencias que, a este efecto, hemos concedido en años
anteriores.
El
Dios, empero, Venerables Hermanos, que nos había reservado con toda su
misericordiosa providencia al medianera [xiii],
y que ha querido que todo lo recibamos por María [xiv]
se digne por medio de su intercesión y gracia atender Nuestros ruegos comunes y
colmar Nuestras esperanzas. Para ayudar a su realización, Nos os impartimos de
todo corazón la Bendición Apostólica a vosotros, al Clero y al rebaño
confiado a cada uno de vosotros.
Dado
en Roma, cerca de San Pedro, el 8 de Septiembre de 1894, en el decimoséptimo de
Nuestro Pontificado. LEÓN PAPA XIII
[i]
Lc. 1, 35.
[ii]
Lc. 1, 76; Mc. 1, 2.
[iii]
Ageo. 2, 8.
[iv]
Lc. 2, 16.
[v]
Lc. 2, 22.
[vi] Juan
19, 25.
[vii] San
Bernardo, De prerrogativ. B.M.V. n. 3.
[viii]
San Bernardo, Serm In Nativ. B.M.V. n. 6.
[ix] S.
Bernardino Serm. VI in festis B.M.V. de Annunc., a. 1. c. 2.
[x]
Canto 2, 14.
[xi]
S. Thomas op. VIII super salut. angel.
n. 8.
[xii] Mat.
6, 9.
[xiii] S.
Bernardino. De las 12 Prerrog. BMV n. 2
[xiv]
S. Bernardino Serm. in Nativ. BMV n. 7
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