CARTA ENCICLICA «AD DIEM ILLUM LAETISSIMUM»
En el 50 aniversario del dogma de la Inmaculada Concepción
Sobre la devoción a la Santísima Virgen
LITTERAE ENCYCLICAE
S. mi: D N. Pi: PP. X Iubilaeum extraordinarium orbi catholico indicentis. occasione quinquagesimi anniversarii a dogmatica definitione immaculatae S. M. V. Conceptionis.
VENERABILIBUS FRATRIBUS PATRIARCHI PRIMATIBUS ARCHIEPISCOPIS EPISCOPIS ALIISQUE LOCORUM ORDINARIIS PACEM ET COMMUNIONEM CUM APOSTOLICA SEDE HABENTIBUS
VENERABILIBUS FRATRIBUS PATRIARCHI PRIMATIBUS ARCHIEPISCOPIS EPISCOPIS ALIISQUE LOCORUM ORDINARIIS PACEM ET COMMUNIONEM CUM APOSTOLICA SEDE HABENTIBUS
Recuerdo de la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción
El paso del tiempo, en el transcurso de unos meses, nos llevará a aquel día venturosísimo en el que, hace cincuenta años, Nuestro antecesor Pío IX, Pontífice de santísima memoria, ceñido con una numerosísima corona de padres purpurados y obispos consagrados, con la autoridad del magisterio infalible, proclamó y promulgó como cosa revelada por Dios que la bienaventurada Virgen María estuvo inmune de toda mancha de pecado original desde el primer instante de su concepción. Nadie ignora con qué espíritu, con qué muestras de alegría y de agradecimiento públicos acogieron aquella promulgación los fieles de todo el mundo; verdaderamente nadie recuerda una adhesión semejante tanto a la augusta Madre de Dios como al Vicario de Jesucristo o que tuviera eco tan amplio o que haya sido recibida con unanimidad tan absoluta.
Y ahora, Venerables Hermanos, después de transcurrido medio siglo, la renovación del recuerdo de la Virgen Inmaculada, necesariamente hace que resuene en nuestras almas como el eco de aquella alegría santa y que se repitan aquellos espectáculos famosos de antaño, expresiones de fe y de amor a la augusta Madre de Dios. Nos impulsa con ardor a alentar todo esto la piedad con la que Nos, durante toda nuestra vida, hemos tratado a la Santísima Virgen, por la gracia extraordinaria de su protección; esperamos con toda seguridad que así será, por el deseo de todos los católicos, que siempre están dispuestos a manifestar una y otra vez a la gran Madre de Dios sus testimonios de amor y de honra. Además tenemos que decir que este deseo Nuestro surge sobre todo de que, por una especie de moción oculta, Nos parece apreciar que están a punto de cumplirse aquellas esperanzas que impulsaron prudentemente a Nuestro antecesor Pío y a todos los obispos del mundo a proclamar solemnemente la concepción inmaculada de la Madre de Dios.
La razón por la que el cincuenta aniversario de la proclamación de la inmaculada concepción de la Madre de Dios debe provocar un singular fervor en el pueblo cristiano, radica para Nos sobre todo en lo que ya Nos propusimos en la anterior carta encíclica: instaurar todas las cosas en Cristo. Pues ¿quién no ha experimentado que no hay un camino más seguro y más expedito para unir a todos con Cristo que el que pasa a través de María, y que por ese camino podemos lograr la perfecta adopción de hijos, hasta llegar a ser santos e inmaculados en la presencia de Dios? En efecto, si verdaderamente a María le fue dicho: Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirá todo lo que el Señor te ha dicho (Lc., I, 45), de manera que verdaderamente concibió y parió al Hijo de Dios; si realmente recibió en su vientre a aquel que es la Verdad por naturaleza, de manera que engendrado en un nuevo orden, con un nuevo nacimiento... se hizo invisible en sus categorías, visible en las nuestras (San León Magno, Serm. 2 de Nativ. Domini, c. 2); puesto que el Hijo de Dios hecho hombre es autor y consumador de nuestra fe, es de todo punto necesario reconocer como partícipe y como guardiana de los divinos misterios a su Santísima Madre en la cual, como el fundamento más noble después de Cristo, se apoya el edificio de la fe de todos los siglos.
¿Es que acaso no habría podido Dios proporcionarnos al restaurador del género humano y al fundador de la fe por otro camino distinto de la Virgen? Sin embargo, puesto que pareció a la divina providencia oportuno que recibiéramos al Dios- Hombre a través de María, que lo engendró en su vientre fecundada por el Espíritu Santo, a nosotros no nos resta sino recibir a Cristo de manos de María. De ahí que claramente en las Sagradas Escrituras, cuantas veces se nos anuncia la gracia futura, se une al Salvador del mundo su Santísima Madre. Surgirá el cordero dominador de la tierra, pero de la piedra del desierto; surgirá una flor, pero de la raíz de Jesé. Adán atisbaba a María aplastando la cabeza de la serpiente y contuvo las lágrimas que le provocaba la maldición. En ella pensó Noé, recluido en el arca acogedora; Abraham cuando se le impidió la muerte de su hijo; Jacob cuando veía la escala y los ángeles que subían y bajaban por ella; Moisés admirado por la zarza que ardía y no se consumía; David cuando danzaba y cantaba mientras conducía el arca de Dios; Elías mientras miraba a la nubecilla que subía del mar. Por último — ¿y para qué más?— encontramos en María, después de Cristo, el cumplimiento de la ley y la realización de los símbolos y de las profecías.
Pero nadie dudará que a través de la Virgen, y por ella en grado sumo, se nos da un camino para conocer a Cristo, simplemente con pensar que ella fue la única con la que Jesús, como conviene a un hijo con su madre, estuvo unido durante treinta años por una relación familiar y un trato íntimo. Los admirables misterios del nacimiento y la infancia de Cristo, y, sobre todo, el de la asunción de la naturaleza humana que es el inicio y el fundamento de la fe ¿a quién le fueron más patentes que a la Madre? La cual ciertamente, no sólo conservaba ponderándolos en su corazón los sucesos de Belén y los de Jerusalén en el templo del Señor, sino que, participando de las decisiones y los misteriosos designios de Cristo, debe decirse que vivió la misma vida que su Hijo. Así pues, nadie conoció a Cristo tan profundamente como Ella; nadie más apta que ella amo guía y maestra para conocer a Cristo.
De aquí que, como ya hemos apuntado, nadie sea más eficaz para unir a los hombres con Cristo que esta Virgen. Pues si, según la palabra de Cristo, esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, solo Dios verdadero y al que tú enviaste, Jesucristo (Jn. XVII, 3), una vez recibida por medio de María la noticia salvadora de Cristo, por María también logramos más fácilmente aquella vida cuya fuente e inicio es Cristo.
¡Cuántos dones excelsos y por cuántos motivos desea esta santísima Madre proporcionárnoslos, con tal que tengamos una pequeña esperanza, y cuán grandes logros seguirán a nuestra esperanza!
¿No es María Madre de Cristo? Por tanto, también es madre nuestra. Pues cada uno debe estar convencido de que Jesús, el Verbo que se hizo carne, es también el salvador del género humano. Y en cuanto Dios-Hombre, fue dotado, como todos los hombres, de un cuerpo concreto; en cuanto restaurador de nuestro linaje, tiene un cuerpo espiritual, al que se llama místico, que es la sociedad de quienes creen en Cristo. Siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo (Rom. XII, 5). Por consiguiente, la Virgen no concibió tan sólo al Hijo de Dios para que se hiciera hombre tomando de ella la naturaleza humana, sino también para, a través de la naturaleza tomada de ella, se convirtiera en salvador de los mortales. Por eso el Ángel dijo a los pastores: Os ha nacido hoy el Salvador, que es el Señor Cristo (Lc. II, 11). Por tanto en ese uno y mismo seno de su castísima Madre Cristo tomó carne y al mismo tiempo unió a esa carne su cuerpo espiritual compuesto efectivamente por todos aquellos que habían de creer en El. De manera que cuando María tenía en su vientre al Salvador puede decirse que gestaba también a todos aquellos cuya vida estaba contenida en la vida del Salvador. Así pues, todos cuantos estamos unidos con Cristo y los que, como dice el Apóstol, somos miembros de su cuerpo, partícipes de su carne y de sus huesos (Efes. V, 30), hemos salido del vientre de María, como partes del cuerpo que permanece unido a la cabeza. De donde, de un modo ciertamente espiritual y místico, también nosotros nos llamamos hijos de María y ella es la madre de todos nosotros. Madre en espíritu... pero evidentemente madre de los miembros de Cristo que somos nosotros (San Agustín, de S. Virginitate, c. 6) En efecto, si la bienaventurada Virgen es al mismo tiempo Madre de Dios y de los hombres ¿quién es capaz de dudar de que ella procurará con todas sus fuerzas que Cristo, cabeza del cuerpo de la Iglesia (Col. I, 18), infunda en nosotros, sus miembros, todos sus dones, y en primer lugar que le conozcamos y que vivamos por él? (1 Jn IV, 9).
A todo esto hay que añadir, en alabanzas de la santísima Madre de Dios, no solamente el haber proporcionado, al Dios Unigénito que iba a nacer con miembros humanos, la materia de su carne (San Beda, L. 4, in Luc. XI) con la que se lograría una hostia admirable para la salvación de los hombres; sino también el papel de custodiar y alimentar esa hostia e incluso, en el momento oportuno, colocarla ante el ara. De ahí que nunca son separables el tenor de la vida y de los trabajos de la Madre y del Hijo, de manera que igualmente recaen en uno y otro las palabras del Profeta: mi vida transcurrió en dolor y entre gemidos mis años (Salmo XXX, 11). Efectivamente cuando llegó la última hora del Hijo, estaba en pie junto a la cruz de Jesús, su Madre, no limitándose a contemplar el cruel espectáculo, sino gozándose de que su Unigénito se inmolara para la salvación del género humano, y tanto se compadeció que, si hubiera sido posible, ella misma habría soportado gustosísima rodos los tormentos que padeció su Hijo (San Buenaventura, I Sent., d. 48, ad Litt., dub. 4).Y por esta comunión de voluntad y de dolores entre María y Cristo, ella mereció convertirse con toda dignidad en reparadora del orbe perdido (Eadmerio, De Excellentia Virg. Mariae, c. 9), y por tanto en dispensadora de todos los bienes que Jesús nos ganó con su muerte y con su sangre.
Cierto que no queremos negar que la erogación de estos bienes corresponde por exclusivo y propio derecho a Cristo; puesto que se nos han originado a partir de su muerte y El por su propio poder es el mediador entre Dios y los hombres. Sin embargo, por esa comunión, de la que ya hemos hablado, de dolores y bienes de la Madre con el Hijo, se le ha concedido a la Virgen augusta ser poderosísima mediadora y conciliadora de todo el orbe de la tierra ante su Hijo Unigénito (Pío IX, Bula Ineffabilis). Así pues, la fuente es Cristo y de su plenitud todos hemos recibido(Jn. IV, 16) por quien el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo nutren... va obrando su crecimiento en orden a su conformación en la caridad (Efes. IV, 16). A su vez María, como señala Bernardo, es el acueducto (Serm. De temp. In Nativ. B. V. De Aquaeductu, n. 4); o también el cuello, a través del cual el cuerpo se une con la cabeza y la cabeza envía al cuerpo la fuerza y las ideas. Pues ella es el cuello de nuestra Cabeza, a través del cual se transmiten a su cuerpo místico todos los dones espirituales (San Bernardino, Quadrag. De Evangelio aeterni, Serm. X, a. 3. C. 3.). Así pues es evidente que lejos de nosotros está el atribuir a la Madre de Dios el poder de producir eficazmente la gracia sobrenatural, que es exclusivamente de Dios. Ella, sin embargo, al aventajar a todos en santidad y en unión con Cristo y al ser llamada por Cristo a la obra de la salvación de los hombres, nos merece de congruo, como se dice, lo que Cristo mereció de condigno y es Ella ministro principal en la concesión de gracias. Cristo está sentado a la derecha de la majestad en los cielos (Hebr. I, 3); María a su vez está como reina a su derecha, refugio segurísimo de todos los que están en peligro y fidelísima auxiliadora, de modo que nada hay que temer y por nada desesperar con ella como guía, bajo su auspicio, con ella como propiciadora y protectora (Pío IX, Bula Ineffabilis).
Con estos presupuestos, volvemos a nuestro propósito: ¿a quién le parecerá que no tenemos derecho a afirmar que María, que desde la casa de Nazaret hasta el lugar de la Calavera estuvo acompañando a Jesús, que conoció los secretos de su corazón como nadie y que administra los tesoros de sus méritos con derecho, por así decir, materno, es el mayor y el más seguro apoyo para conocer y amar a Cristo? Esto es comprobable por la dolorosa situación de quienes, engañados por el demonio o por doctrinas falsas, pretenden poder prescindir de la intercesión de la Virgen. ¡Desgraciados infelices! Traman prescindir de la Virgen para honrar a Cristo: e ignoran que no es posible encontrar al niño sino con María, su Madre.
Siendo esto así, Venerables Hermanos, queremos detener nuestra mirada en las solemnidades que se preparan en todas partes en honor de Santa María, Inmaculada desde su origen. Y ciertamente ningún honor es más deseado por María, ninguno más agradable que el que nosotros conozcamos bien a Jesús y le amemos. Haya por tanto celebraciones de los fieles en los templos, haya aparato de fiestas, haya regocijos en las ciudades; todos estos medios contribuyen no poco a encender la piedad. Pero si a ellos no se une la voluntad interior, tendremos simplemente formas que no serán más que un simulacro de religión. Y al verlas, la Virgen, como justa reprensión, empleará con nosotros las palabras de Cristo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí (Mt. XV, 8).En definitiva, es auténtica la piedad hacia la Madre de Dios cuando nace del alma; y en este punto no tiene valor ni utilidad alguna la acción corporal, si está separada de la actitud del espíritu. Actitud que necesariamente se refiere a la obediencia rendida a los mandamientos del Hijo divino de María. Pues si sólo es amor verdadero el que es capaz de unir las voluntades, es conveniente que nuestra voluntad y la de su santísima Madre se unan en el servicio a Cristo Señor. Lo que la Virgen prudentísima decía a los siervos en las bodas de Caná, eso mismo nos dice a nosotros: Haced lo que Él os diga (Jn. II, 5). Y lo que Cristo dice es: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos (Mt. XIX, 17).
Por eso, cada uno debe estar persuadido de que, si la piedad que declara hacia la Santísima Virgen no le aparta del pecado o no le estimula a la decisión de enmendar las malas costumbres, su piedad es artificial y falsa, por cuanto carece de su fruto propio y genuino.
Si alguno pareciera necesitar confirmación de todo esto, puede fácilmente encontrarla en el dogma de la inmaculada concepción de la Madre de Dios.
Pues, dejando a un lado la tradición católica, que es fuente de verdad como la Sagrada Escritura, ¿de dónde surge la persuasión de que la Inmaculada Concepción de la Virgen estaba tan de acuerdo con el sentido cristiano que podía tenerse como depositada e innata en las almas de los fieles? Rechazamos —así explicó brillantemente Dionisio el Cartujano las causas de esta persuasión—, rechazamos creer que la mujer que había de pisar la cabeza de la serpiente, haya sido pisada por ella en algún momento y que la Madre del Señor haya sido hija del diablo (5 Sent. D. 3, q. 1). Es evidente que no podía caber en la mente del pueblo cristiano que la carne de Cristo, santa, impoluta e inocente hubiera sido oscurecida en el vientre de la Virgen por una carne en la que, ni por un instante, hubiera estado introducido el pecado. Y esto ¿por qué, sino porque el pecado y Dios están separados por una oposición infinita? De ahí que con razón por todas partes los pueblos católicos han estado siempre persuadidos de que el Hijo de Dios, con vistas a que, asumiendo la naturaleza humana, nos iba a lavar de nuestros pecados con su sangre, por singular gracia y privilegio, preservó inmune a su Madre la Virgen de toda mancha de pecado original, ya desde el primer instante de su concepción. Dios aborrece tanto cualquier pecado, que no sólo no consintió que la futura Madre de su Hijo experimentara ninguna mancha recibida por propia voluntad; sino que, por privilegio singularísimo, atendiendo a los méritos de Cristo, incluso la libró de la mancha con la que estamos marcados, como por una mala herencia, todos los hijos de Adán. ¿Quién puede dudar de que el primer deber que se propone a quien pretende obsequiar a María es la enmienda de sus costumbres viciosas y corrompidas, y el dominio de los deseos que impulsan a lo prohibido?
Y, por otra parte, si uno quiere —nadie debe dejar de quererlo— que su piedad a la Virgen sea justa y consecuente, es necesario avanzar más y procurar con esfuerzo imitar su ejemplo.
Es ley divina que quienes desean lograr la eterna bienaventuranza experimenten en sí mismos, por imitación de Cristo, Su paciencia y Su santidad. Porque a los que de antes conoció, a esos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos (Rom. VIII, 29). Pero puesto que nuestra debilidad es tal que fácilmente nos asustamos ante la grandeza de tan gran modelo, el poder providente de Dios nos ha propuesto otro modelo que, estando todo lo cercano a Cristo que permite la naturaleza humana, se adapta con más propiedad a nuestra limitación. Y ese modelo no es otro que la Madre de Dios. María fue tal —dice a este respecto San Ambrosio— que su vida es modelo para todos. De lo cual él mismo deduce correctamente: Así pues, sea para vosotros la vida de María como el modelo de la virginidad. En ella, como en un espejo, resplandece la imagen de la castidad y el modelo de la virtud (De Virginib., I, 2, c. 2).
Y aunque es conveniente que los hijos no pasen por alto nada digno de alabanza de su santísima Madre sin imitarlo, deseamos que los fieles imiten sobre todas, aquellas virtudes Suyas que son las principales y como los nervios y las articulaciones de la sabiduría cristiana: nos referimos a la fe, a la esperanza y a la caridad con Dios y con los hombres. Aunque ningún instante de la vida de la Virgen careció del resplandor de estas virtudes, sin embargo sobresalieron en ese momento en que estuvo presente a la muerte de su Hijo.
Jesús es conducido a la cruz y se le reprocha entre maldiciones que se ha hecho hijo de Dios (Jn. XIX, 7). Pero ella reconoce y rinde culto constantemente en El a la divinidad. Deposita en el sepulcro al cuerpo muerto y sin embargo no duda de que resucitará. La caridad inconmovible con la que vibra respecto a Dios la convierte en partícipe y compañera de los padecimientos de Cristo. Y con él, como olvidada de su dolor, pide perdón para sus verdugos, aunque éstos obstinadamente exclaman: Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos (Mt. XXVII, 25).
Más, para que no parezca que hemos dejado el análisis de la concepción inmaculada de la Virgen, que es la razón de Nuestra carta, ¡qué gran ayuda y qué apropiada la de este dogma para mantener y cultivar fielmente estas mismas virtudes!
Efectivamente, ¿qué fundamentos a la fe ponen estos osados que esparcen tantos errores por doquier, con los que la fe misma queda vacilante en muchos? Niegan en primer lugar que el hombre haya caído en pecado y que en algún tiempo haya permanecido derrocado de su situación. De ahí que interpreten el pecado original y los males que de él surgieron como una ficción mentirosa; para ellos la humanidad está corrompida en su origen y toda la naturaleza humana está viciada; así es como se introdujo el mal entre los mortales y fue impuesta la necesidad de una reparación. Con estos presupuestos, es fácil imaginar que no hay ningún lugar para Cristo ni para la Iglesia ni para la gracia ni para ningún orden que trascienda a la naturaleza; con una sola palabra se desploma radicalmente todo el edificio de la fe.
Pero si las gentes creen y confiesan que la Virgen María, desde el primer momento de su concepción, estuvo inmune de todo pecado, entonces también es necesario que admitan el pecado original, la reparación de la humanidad por medio de Cristo, el evangelio, la Iglesia, en fin la misma ley de la reparación. Con todo ello desaparece y se corta de raíz cualquier tipo de racionalismo y de materialismo y mantiene intacta la sabiduría cristiana en la custodia y defensa de la verdad.
A esto se añade la actividad común a todos los enemigos de la fe, sobre todo en este momento, para desarraigar más fácilmente la fe de las almas: rechazan, y proclaman que debe rechazarse, la obediencia reverente a la autoridad no sólo de la Iglesia sino de cualquier poder civil. De aquí surge el anarquismo: nada más funesto y más nocivo tanto para el orden natural como para el sobrenatural. Por supuesto este azote, funestísimo tanto para la sociedad civil como para la cristiandad, también destruye el dogma de la inmaculada concepción de la madre de Dios; porque con él nos obligamos a atribuir a la Iglesia tal poder que es necesario someterle no solamente la voluntad, sino también la inteligencia; así, por esta sujeción de la razón el pueblo cristiano canta a la Madre de Dios: Toda hermosa eres María y no hay en ti pecado original (Gradual de la Misa de la Inmaculada). Y así se logra el que la Iglesia diga merecidamente a la Virgen soberana que ella sola hizo desaparecer todas las herejías del mundo universo.
Y si la fe, como dice el Apóstol, no es otra cosa que la garantía de lo que se espera (Hebr. XI, 1), cualquiera comprenderá fácilmente que con la concepción inmaculada de la Virgen se confirma la fe y al mismo tiempo se alienta nuestra esperanza. Y esto sobre todo porque la Virgen desconoció el pecado original, en virtud de que iba a ser Madre de Cristo; y fue Madre de Cristo para devolvernos la esperanza de los bienes eternos.
Dejando a un lado ahora el amor a Dios, ¿quién, con la contemplación de la Virgen Inmaculada, no se siente movido a observar fielmente el precepto que Jesús hizo suyo por antonomasia: que nos queramos irnos a otros como él nos amó?
Una señal grande, así describe el apóstol Juan la visión que le fue enviada por Dios, una señal grande apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas (Apoc. XII, 1). Nadie ignora que aquella mujer simbolizaba a la Virgen María que, sin dejar de serlo, dio a luz nuestra cabeza. Y sigue el Apóstol: Y estando encinta, gritaba con los dolores del parto y las ansias de parir (Apoc. XII, 2). Así pues, Juan vio a la Santísima Madre de Dios gozando ya de la eterna bienaventuranza y sin embargo con las ansias de un misterioso parto. ¿De qué parto? Sin duda del nuestro, porque nosotros, detenidos todavía en el destierro, tenemos que ser aún engendrados a la perfecta caridad de Dios y la felicidad eterna. Los trabajos de la parturienta indican interés y amor; con ellos la Virgen, desde su trono celestial, vigila y procura con su asidua oración que se engrose el número de los elegidos.
Deseamos ardientemente que todos cuantos se llaman cristianos se esfuercen por lograr esta misma caridad, sobre todo aprovechando de estas solemnes celebraciones de la inmaculada concepción de la Madre de Dios. ¡Con qué acritud, con qué violencia se combate a Cristo y a la santísima religión por El fundada! Se está poniendo a muchos en peligro de que se aparten de la fe, arrastrados por errores que les engañan: Así pues, quien piensa que se mantiene en pie, mire no caiga (1 Cor. X, 12). Y al mismo tiempo pidan todos a Dios con ruegos y peticiones humildes que, por la intercesión de la Madre, vuelvan los que se han apartado de la verdad. Sabemos por experiencia que tal oración, nacida de la caridad y apoyada por la imploración a la Virgen santa, nunca ha sido inútil. Ciertamente en ningún momento, ni siquiera en el futuro, se dejará de atacar a la Iglesia: pues es preciso que haya escisiones a fin de que se destaquen los de probada virtud entre vosotros (1 Cor. XI, 19). Pero nunca dejará la Virgen en persona de asistir a nuestros problemas, por difíciles que sean, y de proseguir la lucha que comenzó a mantener ya desde su concepción de manera que se pueda repetir cada día: Hoy ella ha pisado la cabeza de la serpiente antigua (Oficio de la Inmaculada, ad Magnificat).
Para que los bienes de las gracias celestiales, más abundantes que de ordinario, nos ayuden a unir la imitación de la santísima Virgen con los honores que le tributaremos con mayor generosidad a lo largo de todo este año; y para lograr así más fácilmente el propósito de instaurar todas las cosas en Cristo, siguiendo el ejemplo de nuestros Antecesores al comienzo de sus Pontificados, hemos decidido impartir al orbe católico una indulgencia extraordinaria, a modo de Jubileo.
Por lo cual, confiando en la misericordia de Dios omnipotente y en la autoridad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, por la potestad de atar y desatar que a Nos, aunque indignos, nos ha conferido el Señor, concedemos e impartimos indulgencia plenísima de todos los pecados: a todos y cada uno de .os fieles cristianos de uno y otro sexo que viven en esta Nuestra ciudad o vengan a ella y que visiten por tres veces una de las cuatro basílicas patriarca- es desde el Primer Domingo de Cuaresma, es decir desde el día 21 de febrero hasta el día 2 de junio inclusive, solemnidad del Santísimo Corpus Christi, con tal que allí durante un rato dirijan su piadosa oración a Dios según nuestra mente por la libertad y exaltación de la Iglesia católica y de esta Sede Apostólica por la extirpación de las herejías y la conversión de todos los equivocados, por la concordia de los Príncipes cristianos y por la paz y la unidad de todo el pueblo fiel; y que, por una vez, dentro del tiempo antedicho, ayunen, utilizando sólo los alimentos apropiados, fuera de los días no comprendidos en el indulto de la Cuaresma; y que una vez confesados sus pecados, reciban el santísimo sacramento de la Eucaristía. Lo mismo concedemos a todos los que viven en cualquier parte, fuera de la citada Urbe, y visiten por tres veces la Iglesia Catedral, si allí existe, la parroquial o, si falta la parroquial, la iglesia principal dentro del plazo antedicho o en el plazo de tres meses —aunque no sean seguidos— a designar por el criterio de los ordinarios teniendo en cuenta la comodidad de los fieles y siempre antes del ocho de diciembre, con tal de que cumplan con devoción los requisitos antes enumerados. Admitimos además que esta indulgencia, que debe lucrarse solamente una vez, pueda aplicarse a modo de sufragio y sea válida para las almas que unidas a Dios por la caridad salgan de esta vida.
Concedemos también que puedan conseguir la misma indulgencia los navegantes y los viajeros en cuanto lleguen a sus domicilios siempre que cumplan las obras arriba citadas.
Y damos potestad a los confesores aprobados de hecho por los propios Ordinarios para que puedan conmutar las antedichas obras por Nos prescritas por otras obras piadosas a los Regulares de uno y otro sexo y a todos aquellos otros que no puedan ponerlas en práctica, también con la facultad de dispensar de la comunión a los niños que todavía no hayan sido admitidos a recibirla.
Además concedemos a todos y cada uno de los fieles cristianos, tanto laicos como eclesiásticos seculares o regulares de cualquier orden o instituto, aunque deba ser nombrado de un modo especial, licencia y facultad para que a este efecto puedan escoger a cualquier presbítero tanto regular como secular de entre los aprobados de hecho (de esta facultad también pueden hacer uso de las monjas novicias y otras mujeres que vivan dentro del claustro, con tal que el confesor esté aprobado para las monjas) para que los pueda absolver —a todos aquellos o aquellas que en el infradicho espacio de tiempo se acerquen a confesarse con él con intención de conseguir el presente Jubileo y de cumplir con todas las demás obras necesarias para lucrarlo, por esa sola vez y en el fuero de la conciencia—, de las sentencias eclesiásticas o censuras a iure o ab homine, latae o ya infligidas por cualquier causa. También de las reservadas a los Ordinarios de los lugares y a Nos o a la Sede Apostólica y de las reservadas a cualquiera, también las reservadas de especial modo al Sumo Pontífice y a la Sede Apostólica y de todos los pecados y excesos, incluso los reservados a los mismos Ordinarios a Nos y a la Sede Apostólica, después de imponer una penitencia saludable y las demás medidas de derecho y, si se trata de una herejía, después de la abjuración y de la retractación de los errores, como es de derecho. Asimismo podrá conmutar cualquier tipo de votos, incluso los hechos con juramento y reservados a la Sede Apostólica —excepto los de castidad, religión y obligación que haya sido aceptada por un tercero— por otras obras piadosas y saludables. Y podrá del mismo modo dispensar, cuando se trate de penitentes constituidos en las órdenes sagradas, incluso regulares, de irregularidad oculta para el ejercicio de esas órdenes o para la consecución de órdenes superiores, solamente cuando esté contraída por violación de censuras.
No pretendemos por la presente dispensar de cualquier otra irregularidad por delito o por defecto, pública u oculta o de otra incapacidad o inhabilidad, cualquiera que haya sido el modo de contraerla; ni tampoco derogar la constitución y subsiguientes declaraciones publicadas por Benedicto XIV y que empieza: Sacramentum poenitentiae. Ni, por último, puede ni debe esta carta favorecer en modo alguno a aquellos que nominalmente por Nos y la Sede Apostólica o por algún Prelado, o por un Juez eclesiástico hayan sido excomulgados, suspendidos, declarados en entredicho o hayan caído en otras sentencias o censuras o hayan sido denunciados, a no ser que hayan satisfecho dentro del tiempo fijado y, cuando sea preciso, se hayan puesto de acuerdo con la otra parte.
A todo esto Nos es grato añadir que deseamos y concedemos que permanezca, también en este tiempo de Jubileo, íntegro para cualquiera el privilegio de lucrar todas las indulgencias, sin exceptuar las plenarias, que han sido concedidas por Nos o por Nuestros Antecesores.
Ponemos fin a esta carta, Venerables Hermanos, expresando de nuevo una gran esperanza, que efectivamente nos impulsa: ojalá por la concesión de este medio extraordinario del Jubileo, bajo los auspicios de la Virgen Inmaculada, muchos de los que desgraciadamente están separados de Jesucristo vuelvan a Él, y florezca de nuevo en el pueblo cristiano el amor a las virtudes y el gusto por la piedad. Hace cincuenta años, cuando nuestro antecesor Pío declaró que la fe católica debía mantener que la bienaventurada Madre de Cristo había desconocido el pecado desde su origen, pareció, como ya hemos dicho, que una gran cantidad de gracias celestiales se derramó sobre la tierra. Y, una vez robustecida la esperanza en la Virgen Madre de Dios, por todas partes se produjo un gran acercamiento a la vieja religiosidad de las naciones. ¿Qué impide pues el que esperemos cosas más grandes para el futuro? Es claro que hemos llegado a un momento funesto, de modo que con razón podríamos quejarnos con las palabras del profeta: Porque no hay en la tierra verdad, ni misericordia ni conocimiento de Dios. Han inundado la tierra el perjurio, la mentira, el homicidio, el hurto y el adulterio (Os. IV, 1 y 2). Sin embargo, en medio de este diluvio de males, como un arco iris, se presenta a nuestros ojos la Virgen clementísima, como un àrbitro par firmar la paz entre Dios y los hombres. Pondré un arco en las nubes para señal de mi pacto con la tierra. (Gén. IX, 13). Aunque se recrudezca la tempestad y la negra noche se enseñoree del cielo, nadie se desconcierte. A la vista de María, Dios se aplacará y perdonará. Estará el arco en las nubes y yo le veré y me acordaré de mi pacto eterno (Gén. IX, 16).Y no volverán más las aguas del diluvio a destruir toda la tierra (Gén. IX, 15). Si, como es justo, confiamos en María, sobre todo ahora que vamos a celebrar con mayor interés su concepción inmaculada, entonces sentiremos también que ella es Virgen poderosísima que aplastó con pie virginal la cabeza de la serpiente (Oficio de la Inmaculada). Como prenda de estos bienes, Venerables Hermanos, con todo cariño impartimos en el Señor la bendición Apostólica a vosotros y a vuestros pueblos.
Dado en Roma junto a San Pedro, el día 2 de febrero de 1904, primer año de Nuestro Pontificado.
Demostraciones de piedad mariana
Y ahora, Venerables Hermanos, después de transcurrido medio siglo, la renovación del recuerdo de la Virgen Inmaculada, necesariamente hace que resuene en nuestras almas como el eco de aquella alegría santa y que se repitan aquellos espectáculos famosos de antaño, expresiones de fe y de amor a la augusta Madre de Dios. Nos impulsa con ardor a alentar todo esto la piedad con la que Nos, durante toda nuestra vida, hemos tratado a la Santísima Virgen, por la gracia extraordinaria de su protección; esperamos con toda seguridad que así será, por el deseo de todos los católicos, que siempre están dispuestos a manifestar una y otra vez a la gran Madre de Dios sus testimonios de amor y de honra. Además tenemos que decir que este deseo Nuestro surge sobre todo de que, por una especie de moción oculta, Nos parece apreciar que están a punto de cumplirse aquellas esperanzas que impulsaron prudentemente a Nuestro antecesor Pío y a todos los obispos del mundo a proclamar solemnemente la concepción inmaculada de la Madre de Dios.
La Virgen nos ayuda siempre
No son pocos los que se quejan de que hasta el día de hoy esas esperanzas no se han colmado y utilizan las palabras de Jeremías: Esperábamos la paz y no hubo bien alguno: el tiempo del consuelo y he aquí el temor (Jer., VIII, 15). Pero, ¿quién podría no entrañarse de esta clase de poca je por parte de quienes no miran por dentro o desde la perspectiva de la verdad las obras de Dios? Pues, ¿quién sería capaz de llevar la cuenta del número de los regalos ocultos de gracia que Dios ha volcado durante este tiempo sobre la Iglesia, por la intervención conciliadora de la Virgen? Y si hay quienes pasan esto por alto, ¿qué decir del Concilio Vaticano, celebrado en momento tan acertado?; ¿qué del magisterio infalible de los Pontífices proclamado tan oportunamente, contra errores que surjan en el futuro?; ¿qué, en fin, de la nueva e inaudita oleada de piedad que ya desde hace tiempo hace venir hasta el Vicario de Cristo, para hacerlo objeto de su piedad, a toda clase de fíeles desde todas las latitudes? ¿Acaso no es de admirar la prudencia divina con que cada uno de Nuestros dos predecesores, Pío y León, sacaron adelante con gran santidad a la Iglesia en un tiempo lleno de tribulariones, en un pontificado como nadie había tenido? Además, apenas Pío había proclamado que debía creerse con fe católica que María, desde su origen había desconocido el pecado, cuando en la ciudad de Lourdes comenzaron a tener lugar las maravillosas apariciones de la Virgen; a raíz de ellas, allí edificó en honor de María Inmaculada un grande y magnífico santuario; todos los prodigios que cada día se realizan allí, por la oración de la Madre de Dios, son argumentos contundentes para combatir la incredulidad de los hombres de hoy. Testigos de tantos y tan grandes beneficios como Dios, mediante la imploración benigna de la Virgen, nos ha conferido en el transcurso de estos cincuenta años, ¿cómo no vamos a tener la esperanza de que nuestra salvación está más cercana que cuando creímos?; quizá más, porque por experiencia sabemos que es propio de la divina Providencia no distanciar demasiado los males peores de la liberación de los mismos. Está a punto de llegar su hora, y sus días no se harán esperar. Pues el Señor se compadecerá de Jacob escogerá todavía a Israel (Is., XIV, 1); para que la esperanza se siga manteniendo, dentro de poco clamaremos: Trituró el Señor el báculo de los impíos. Se apaciguó y enmudeció toda la tierra, se alegró y exultó (Is.,XIV, 5 y 7)
María es el camino más seguro hacia Jesús
La razón por la que el cincuenta aniversario de la proclamación de la inmaculada concepción de la Madre de Dios debe provocar un singular fervor en el pueblo cristiano, radica para Nos sobre todo en lo que ya Nos propusimos en la anterior carta encíclica: instaurar todas las cosas en Cristo. Pues ¿quién no ha experimentado que no hay un camino más seguro y más expedito para unir a todos con Cristo que el que pasa a través de María, y que por ese camino podemos lograr la perfecta adopción de hijos, hasta llegar a ser santos e inmaculados en la presencia de Dios? En efecto, si verdaderamente a María le fue dicho: Bienaventurada tú que has creído, porque se cumplirá todo lo que el Señor te ha dicho (Lc., I, 45), de manera que verdaderamente concibió y parió al Hijo de Dios; si realmente recibió en su vientre a aquel que es la Verdad por naturaleza, de manera que engendrado en un nuevo orden, con un nuevo nacimiento... se hizo invisible en sus categorías, visible en las nuestras (San León Magno, Serm. 2 de Nativ. Domini, c. 2); puesto que el Hijo de Dios hecho hombre es autor y consumador de nuestra fe, es de todo punto necesario reconocer como partícipe y como guardiana de los divinos misterios a su Santísima Madre en la cual, como el fundamento más noble después de Cristo, se apoya el edificio de la fe de todos los siglos.
¿Es que acaso no habría podido Dios proporcionarnos al restaurador del género humano y al fundador de la fe por otro camino distinto de la Virgen? Sin embargo, puesto que pareció a la divina providencia oportuno que recibiéramos al Dios- Hombre a través de María, que lo engendró en su vientre fecundada por el Espíritu Santo, a nosotros no nos resta sino recibir a Cristo de manos de María. De ahí que claramente en las Sagradas Escrituras, cuantas veces se nos anuncia la gracia futura, se une al Salvador del mundo su Santísima Madre. Surgirá el cordero dominador de la tierra, pero de la piedra del desierto; surgirá una flor, pero de la raíz de Jesé. Adán atisbaba a María aplastando la cabeza de la serpiente y contuvo las lágrimas que le provocaba la maldición. En ella pensó Noé, recluido en el arca acogedora; Abraham cuando se le impidió la muerte de su hijo; Jacob cuando veía la escala y los ángeles que subían y bajaban por ella; Moisés admirado por la zarza que ardía y no se consumía; David cuando danzaba y cantaba mientras conducía el arca de Dios; Elías mientras miraba a la nubecilla que subía del mar. Por último — ¿y para qué más?— encontramos en María, después de Cristo, el cumplimiento de la ley y la realización de los símbolos y de las profecías.
Pero nadie dudará que a través de la Virgen, y por ella en grado sumo, se nos da un camino para conocer a Cristo, simplemente con pensar que ella fue la única con la que Jesús, como conviene a un hijo con su madre, estuvo unido durante treinta años por una relación familiar y un trato íntimo. Los admirables misterios del nacimiento y la infancia de Cristo, y, sobre todo, el de la asunción de la naturaleza humana que es el inicio y el fundamento de la fe ¿a quién le fueron más patentes que a la Madre? La cual ciertamente, no sólo conservaba ponderándolos en su corazón los sucesos de Belén y los de Jerusalén en el templo del Señor, sino que, participando de las decisiones y los misteriosos designios de Cristo, debe decirse que vivió la misma vida que su Hijo. Así pues, nadie conoció a Cristo tan profundamente como Ella; nadie más apta que ella amo guía y maestra para conocer a Cristo.
De aquí que, como ya hemos apuntado, nadie sea más eficaz para unir a los hombres con Cristo que esta Virgen. Pues si, según la palabra de Cristo, esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, solo Dios verdadero y al que tú enviaste, Jesucristo (Jn. XVII, 3), una vez recibida por medio de María la noticia salvadora de Cristo, por María también logramos más fácilmente aquella vida cuya fuente e inicio es Cristo.
María Santísima es Madre nuestra
¡Cuántos dones excelsos y por cuántos motivos desea esta santísima Madre proporcionárnoslos, con tal que tengamos una pequeña esperanza, y cuán grandes logros seguirán a nuestra esperanza!
¿No es María Madre de Cristo? Por tanto, también es madre nuestra. Pues cada uno debe estar convencido de que Jesús, el Verbo que se hizo carne, es también el salvador del género humano. Y en cuanto Dios-Hombre, fue dotado, como todos los hombres, de un cuerpo concreto; en cuanto restaurador de nuestro linaje, tiene un cuerpo espiritual, al que se llama místico, que es la sociedad de quienes creen en Cristo. Siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo (Rom. XII, 5). Por consiguiente, la Virgen no concibió tan sólo al Hijo de Dios para que se hiciera hombre tomando de ella la naturaleza humana, sino también para, a través de la naturaleza tomada de ella, se convirtiera en salvador de los mortales. Por eso el Ángel dijo a los pastores: Os ha nacido hoy el Salvador, que es el Señor Cristo (Lc. II, 11). Por tanto en ese uno y mismo seno de su castísima Madre Cristo tomó carne y al mismo tiempo unió a esa carne su cuerpo espiritual compuesto efectivamente por todos aquellos que habían de creer en El. De manera que cuando María tenía en su vientre al Salvador puede decirse que gestaba también a todos aquellos cuya vida estaba contenida en la vida del Salvador. Así pues, todos cuantos estamos unidos con Cristo y los que, como dice el Apóstol, somos miembros de su cuerpo, partícipes de su carne y de sus huesos (Efes. V, 30), hemos salido del vientre de María, como partes del cuerpo que permanece unido a la cabeza. De donde, de un modo ciertamente espiritual y místico, también nosotros nos llamamos hijos de María y ella es la madre de todos nosotros. Madre en espíritu... pero evidentemente madre de los miembros de Cristo que somos nosotros (San Agustín, de S. Virginitate, c. 6) En efecto, si la bienaventurada Virgen es al mismo tiempo Madre de Dios y de los hombres ¿quién es capaz de dudar de que ella procurará con todas sus fuerzas que Cristo, cabeza del cuerpo de la Iglesia (Col. I, 18), infunda en nosotros, sus miembros, todos sus dones, y en primer lugar que le conozcamos y que vivamos por él? (1 Jn IV, 9).
María, corredentora
A todo esto hay que añadir, en alabanzas de la santísima Madre de Dios, no solamente el haber proporcionado, al Dios Unigénito que iba a nacer con miembros humanos, la materia de su carne (San Beda, L. 4, in Luc. XI) con la que se lograría una hostia admirable para la salvación de los hombres; sino también el papel de custodiar y alimentar esa hostia e incluso, en el momento oportuno, colocarla ante el ara. De ahí que nunca son separables el tenor de la vida y de los trabajos de la Madre y del Hijo, de manera que igualmente recaen en uno y otro las palabras del Profeta: mi vida transcurrió en dolor y entre gemidos mis años (Salmo XXX, 11). Efectivamente cuando llegó la última hora del Hijo, estaba en pie junto a la cruz de Jesús, su Madre, no limitándose a contemplar el cruel espectáculo, sino gozándose de que su Unigénito se inmolara para la salvación del género humano, y tanto se compadeció que, si hubiera sido posible, ella misma habría soportado gustosísima rodos los tormentos que padeció su Hijo (San Buenaventura, I Sent., d. 48, ad Litt., dub. 4).Y por esta comunión de voluntad y de dolores entre María y Cristo, ella mereció convertirse con toda dignidad en reparadora del orbe perdido (Eadmerio, De Excellentia Virg. Mariae, c. 9), y por tanto en dispensadora de todos los bienes que Jesús nos ganó con su muerte y con su sangre.
Cierto que no queremos negar que la erogación de estos bienes corresponde por exclusivo y propio derecho a Cristo; puesto que se nos han originado a partir de su muerte y El por su propio poder es el mediador entre Dios y los hombres. Sin embargo, por esa comunión, de la que ya hemos hablado, de dolores y bienes de la Madre con el Hijo, se le ha concedido a la Virgen augusta ser poderosísima mediadora y conciliadora de todo el orbe de la tierra ante su Hijo Unigénito (Pío IX, Bula Ineffabilis). Así pues, la fuente es Cristo y de su plenitud todos hemos recibido(Jn. IV, 16) por quien el cuerpo, trabado y unido por todos los ligamentos que lo nutren... va obrando su crecimiento en orden a su conformación en la caridad (Efes. IV, 16). A su vez María, como señala Bernardo, es el acueducto (Serm. De temp. In Nativ. B. V. De Aquaeductu, n. 4); o también el cuello, a través del cual el cuerpo se une con la cabeza y la cabeza envía al cuerpo la fuerza y las ideas. Pues ella es el cuello de nuestra Cabeza, a través del cual se transmiten a su cuerpo místico todos los dones espirituales (San Bernardino, Quadrag. De Evangelio aeterni, Serm. X, a. 3. C. 3.). Así pues es evidente que lejos de nosotros está el atribuir a la Madre de Dios el poder de producir eficazmente la gracia sobrenatural, que es exclusivamente de Dios. Ella, sin embargo, al aventajar a todos en santidad y en unión con Cristo y al ser llamada por Cristo a la obra de la salvación de los hombres, nos merece de congruo, como se dice, lo que Cristo mereció de condigno y es Ella ministro principal en la concesión de gracias. Cristo está sentado a la derecha de la majestad en los cielos (Hebr. I, 3); María a su vez está como reina a su derecha, refugio segurísimo de todos los que están en peligro y fidelísima auxiliadora, de modo que nada hay que temer y por nada desesperar con ella como guía, bajo su auspicio, con ella como propiciadora y protectora (Pío IX, Bula Ineffabilis).
Con estos presupuestos, volvemos a nuestro propósito: ¿a quién le parecerá que no tenemos derecho a afirmar que María, que desde la casa de Nazaret hasta el lugar de la Calavera estuvo acompañando a Jesús, que conoció los secretos de su corazón como nadie y que administra los tesoros de sus méritos con derecho, por así decir, materno, es el mayor y el más seguro apoyo para conocer y amar a Cristo? Esto es comprobable por la dolorosa situación de quienes, engañados por el demonio o por doctrinas falsas, pretenden poder prescindir de la intercesión de la Virgen. ¡Desgraciados infelices! Traman prescindir de la Virgen para honrar a Cristo: e ignoran que no es posible encontrar al niño sino con María, su Madre.
La devoción a la Virgen nos tiene que acercar a la santidad
Siendo esto así, Venerables Hermanos, queremos detener nuestra mirada en las solemnidades que se preparan en todas partes en honor de Santa María, Inmaculada desde su origen. Y ciertamente ningún honor es más deseado por María, ninguno más agradable que el que nosotros conozcamos bien a Jesús y le amemos. Haya por tanto celebraciones de los fieles en los templos, haya aparato de fiestas, haya regocijos en las ciudades; todos estos medios contribuyen no poco a encender la piedad. Pero si a ellos no se une la voluntad interior, tendremos simplemente formas que no serán más que un simulacro de religión. Y al verlas, la Virgen, como justa reprensión, empleará con nosotros las palabras de Cristo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí (Mt. XV, 8).En definitiva, es auténtica la piedad hacia la Madre de Dios cuando nace del alma; y en este punto no tiene valor ni utilidad alguna la acción corporal, si está separada de la actitud del espíritu. Actitud que necesariamente se refiere a la obediencia rendida a los mandamientos del Hijo divino de María. Pues si sólo es amor verdadero el que es capaz de unir las voluntades, es conveniente que nuestra voluntad y la de su santísima Madre se unan en el servicio a Cristo Señor. Lo que la Virgen prudentísima decía a los siervos en las bodas de Caná, eso mismo nos dice a nosotros: Haced lo que Él os diga (Jn. II, 5). Y lo que Cristo dice es: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos (Mt. XIX, 17).
Por eso, cada uno debe estar persuadido de que, si la piedad que declara hacia la Santísima Virgen no le aparta del pecado o no le estimula a la decisión de enmendar las malas costumbres, su piedad es artificial y falsa, por cuanto carece de su fruto propio y genuino.
Si alguno pareciera necesitar confirmación de todo esto, puede fácilmente encontrarla en el dogma de la inmaculada concepción de la Madre de Dios.
Pues, dejando a un lado la tradición católica, que es fuente de verdad como la Sagrada Escritura, ¿de dónde surge la persuasión de que la Inmaculada Concepción de la Virgen estaba tan de acuerdo con el sentido cristiano que podía tenerse como depositada e innata en las almas de los fieles? Rechazamos —así explicó brillantemente Dionisio el Cartujano las causas de esta persuasión—, rechazamos creer que la mujer que había de pisar la cabeza de la serpiente, haya sido pisada por ella en algún momento y que la Madre del Señor haya sido hija del diablo (5 Sent. D. 3, q. 1). Es evidente que no podía caber en la mente del pueblo cristiano que la carne de Cristo, santa, impoluta e inocente hubiera sido oscurecida en el vientre de la Virgen por una carne en la que, ni por un instante, hubiera estado introducido el pecado. Y esto ¿por qué, sino porque el pecado y Dios están separados por una oposición infinita? De ahí que con razón por todas partes los pueblos católicos han estado siempre persuadidos de que el Hijo de Dios, con vistas a que, asumiendo la naturaleza humana, nos iba a lavar de nuestros pecados con su sangre, por singular gracia y privilegio, preservó inmune a su Madre la Virgen de toda mancha de pecado original, ya desde el primer instante de su concepción. Dios aborrece tanto cualquier pecado, que no sólo no consintió que la futura Madre de su Hijo experimentara ninguna mancha recibida por propia voluntad; sino que, por privilegio singularísimo, atendiendo a los méritos de Cristo, incluso la libró de la mancha con la que estamos marcados, como por una mala herencia, todos los hijos de Adán. ¿Quién puede dudar de que el primer deber que se propone a quien pretende obsequiar a María es la enmienda de sus costumbres viciosas y corrompidas, y el dominio de los deseos que impulsan a lo prohibido?
Imitar a María
Y, por otra parte, si uno quiere —nadie debe dejar de quererlo— que su piedad a la Virgen sea justa y consecuente, es necesario avanzar más y procurar con esfuerzo imitar su ejemplo.
Es ley divina que quienes desean lograr la eterna bienaventuranza experimenten en sí mismos, por imitación de Cristo, Su paciencia y Su santidad. Porque a los que de antes conoció, a esos los predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos (Rom. VIII, 29). Pero puesto que nuestra debilidad es tal que fácilmente nos asustamos ante la grandeza de tan gran modelo, el poder providente de Dios nos ha propuesto otro modelo que, estando todo lo cercano a Cristo que permite la naturaleza humana, se adapta con más propiedad a nuestra limitación. Y ese modelo no es otro que la Madre de Dios. María fue tal —dice a este respecto San Ambrosio— que su vida es modelo para todos. De lo cual él mismo deduce correctamente: Así pues, sea para vosotros la vida de María como el modelo de la virginidad. En ella, como en un espejo, resplandece la imagen de la castidad y el modelo de la virtud (De Virginib., I, 2, c. 2).
La fe, la esperanza y la caridad de la Santísima Virgen
Y aunque es conveniente que los hijos no pasen por alto nada digno de alabanza de su santísima Madre sin imitarlo, deseamos que los fieles imiten sobre todas, aquellas virtudes Suyas que son las principales y como los nervios y las articulaciones de la sabiduría cristiana: nos referimos a la fe, a la esperanza y a la caridad con Dios y con los hombres. Aunque ningún instante de la vida de la Virgen careció del resplandor de estas virtudes, sin embargo sobresalieron en ese momento en que estuvo presente a la muerte de su Hijo.
Jesús es conducido a la cruz y se le reprocha entre maldiciones que se ha hecho hijo de Dios (Jn. XIX, 7). Pero ella reconoce y rinde culto constantemente en El a la divinidad. Deposita en el sepulcro al cuerpo muerto y sin embargo no duda de que resucitará. La caridad inconmovible con la que vibra respecto a Dios la convierte en partícipe y compañera de los padecimientos de Cristo. Y con él, como olvidada de su dolor, pide perdón para sus verdugos, aunque éstos obstinadamente exclaman: Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos (Mt. XXVII, 25).
Más, para que no parezca que hemos dejado el análisis de la concepción inmaculada de la Virgen, que es la razón de Nuestra carta, ¡qué gran ayuda y qué apropiada la de este dogma para mantener y cultivar fielmente estas mismas virtudes!
Nuestra fe
Efectivamente, ¿qué fundamentos a la fe ponen estos osados que esparcen tantos errores por doquier, con los que la fe misma queda vacilante en muchos? Niegan en primer lugar que el hombre haya caído en pecado y que en algún tiempo haya permanecido derrocado de su situación. De ahí que interpreten el pecado original y los males que de él surgieron como una ficción mentirosa; para ellos la humanidad está corrompida en su origen y toda la naturaleza humana está viciada; así es como se introdujo el mal entre los mortales y fue impuesta la necesidad de una reparación. Con estos presupuestos, es fácil imaginar que no hay ningún lugar para Cristo ni para la Iglesia ni para la gracia ni para ningún orden que trascienda a la naturaleza; con una sola palabra se desploma radicalmente todo el edificio de la fe.
Pero si las gentes creen y confiesan que la Virgen María, desde el primer momento de su concepción, estuvo inmune de todo pecado, entonces también es necesario que admitan el pecado original, la reparación de la humanidad por medio de Cristo, el evangelio, la Iglesia, en fin la misma ley de la reparación. Con todo ello desaparece y se corta de raíz cualquier tipo de racionalismo y de materialismo y mantiene intacta la sabiduría cristiana en la custodia y defensa de la verdad.
A esto se añade la actividad común a todos los enemigos de la fe, sobre todo en este momento, para desarraigar más fácilmente la fe de las almas: rechazan, y proclaman que debe rechazarse, la obediencia reverente a la autoridad no sólo de la Iglesia sino de cualquier poder civil. De aquí surge el anarquismo: nada más funesto y más nocivo tanto para el orden natural como para el sobrenatural. Por supuesto este azote, funestísimo tanto para la sociedad civil como para la cristiandad, también destruye el dogma de la inmaculada concepción de la madre de Dios; porque con él nos obligamos a atribuir a la Iglesia tal poder que es necesario someterle no solamente la voluntad, sino también la inteligencia; así, por esta sujeción de la razón el pueblo cristiano canta a la Madre de Dios: Toda hermosa eres María y no hay en ti pecado original (Gradual de la Misa de la Inmaculada). Y así se logra el que la Iglesia diga merecidamente a la Virgen soberana que ella sola hizo desaparecer todas las herejías del mundo universo.
Nuestra esperanza
Y si la fe, como dice el Apóstol, no es otra cosa que la garantía de lo que se espera (Hebr. XI, 1), cualquiera comprenderá fácilmente que con la concepción inmaculada de la Virgen se confirma la fe y al mismo tiempo se alienta nuestra esperanza. Y esto sobre todo porque la Virgen desconoció el pecado original, en virtud de que iba a ser Madre de Cristo; y fue Madre de Cristo para devolvernos la esperanza de los bienes eternos.
Nuestra caridad
Dejando a un lado ahora el amor a Dios, ¿quién, con la contemplación de la Virgen Inmaculada, no se siente movido a observar fielmente el precepto que Jesús hizo suyo por antonomasia: que nos queramos irnos a otros como él nos amó?
Una señal grande, así describe el apóstol Juan la visión que le fue enviada por Dios, una señal grande apareció en el cielo: una mujer vestida de sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas (Apoc. XII, 1). Nadie ignora que aquella mujer simbolizaba a la Virgen María que, sin dejar de serlo, dio a luz nuestra cabeza. Y sigue el Apóstol: Y estando encinta, gritaba con los dolores del parto y las ansias de parir (Apoc. XII, 2). Así pues, Juan vio a la Santísima Madre de Dios gozando ya de la eterna bienaventuranza y sin embargo con las ansias de un misterioso parto. ¿De qué parto? Sin duda del nuestro, porque nosotros, detenidos todavía en el destierro, tenemos que ser aún engendrados a la perfecta caridad de Dios y la felicidad eterna. Los trabajos de la parturienta indican interés y amor; con ellos la Virgen, desde su trono celestial, vigila y procura con su asidua oración que se engrose el número de los elegidos.
Deseamos ardientemente que todos cuantos se llaman cristianos se esfuercen por lograr esta misma caridad, sobre todo aprovechando de estas solemnes celebraciones de la inmaculada concepción de la Madre de Dios. ¡Con qué acritud, con qué violencia se combate a Cristo y a la santísima religión por El fundada! Se está poniendo a muchos en peligro de que se aparten de la fe, arrastrados por errores que les engañan: Así pues, quien piensa que se mantiene en pie, mire no caiga (1 Cor. X, 12). Y al mismo tiempo pidan todos a Dios con ruegos y peticiones humildes que, por la intercesión de la Madre, vuelvan los que se han apartado de la verdad. Sabemos por experiencia que tal oración, nacida de la caridad y apoyada por la imploración a la Virgen santa, nunca ha sido inútil. Ciertamente en ningún momento, ni siquiera en el futuro, se dejará de atacar a la Iglesia: pues es preciso que haya escisiones a fin de que se destaquen los de probada virtud entre vosotros (1 Cor. XI, 19). Pero nunca dejará la Virgen en persona de asistir a nuestros problemas, por difíciles que sean, y de proseguir la lucha que comenzó a mantener ya desde su concepción de manera que se pueda repetir cada día: Hoy ella ha pisado la cabeza de la serpiente antigua (Oficio de la Inmaculada, ad Magnificat).
Concesión solemne del jubileo
Para que los bienes de las gracias celestiales, más abundantes que de ordinario, nos ayuden a unir la imitación de la santísima Virgen con los honores que le tributaremos con mayor generosidad a lo largo de todo este año; y para lograr así más fácilmente el propósito de instaurar todas las cosas en Cristo, siguiendo el ejemplo de nuestros Antecesores al comienzo de sus Pontificados, hemos decidido impartir al orbe católico una indulgencia extraordinaria, a modo de Jubileo.
Por lo cual, confiando en la misericordia de Dios omnipotente y en la autoridad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, por la potestad de atar y desatar que a Nos, aunque indignos, nos ha conferido el Señor, concedemos e impartimos indulgencia plenísima de todos los pecados: a todos y cada uno de .os fieles cristianos de uno y otro sexo que viven en esta Nuestra ciudad o vengan a ella y que visiten por tres veces una de las cuatro basílicas patriarca- es desde el Primer Domingo de Cuaresma, es decir desde el día 21 de febrero hasta el día 2 de junio inclusive, solemnidad del Santísimo Corpus Christi, con tal que allí durante un rato dirijan su piadosa oración a Dios según nuestra mente por la libertad y exaltación de la Iglesia católica y de esta Sede Apostólica por la extirpación de las herejías y la conversión de todos los equivocados, por la concordia de los Príncipes cristianos y por la paz y la unidad de todo el pueblo fiel; y que, por una vez, dentro del tiempo antedicho, ayunen, utilizando sólo los alimentos apropiados, fuera de los días no comprendidos en el indulto de la Cuaresma; y que una vez confesados sus pecados, reciban el santísimo sacramento de la Eucaristía. Lo mismo concedemos a todos los que viven en cualquier parte, fuera de la citada Urbe, y visiten por tres veces la Iglesia Catedral, si allí existe, la parroquial o, si falta la parroquial, la iglesia principal dentro del plazo antedicho o en el plazo de tres meses —aunque no sean seguidos— a designar por el criterio de los ordinarios teniendo en cuenta la comodidad de los fieles y siempre antes del ocho de diciembre, con tal de que cumplan con devoción los requisitos antes enumerados. Admitimos además que esta indulgencia, que debe lucrarse solamente una vez, pueda aplicarse a modo de sufragio y sea válida para las almas que unidas a Dios por la caridad salgan de esta vida.
Concedemos también que puedan conseguir la misma indulgencia los navegantes y los viajeros en cuanto lleguen a sus domicilios siempre que cumplan las obras arriba citadas.
Y damos potestad a los confesores aprobados de hecho por los propios Ordinarios para que puedan conmutar las antedichas obras por Nos prescritas por otras obras piadosas a los Regulares de uno y otro sexo y a todos aquellos otros que no puedan ponerlas en práctica, también con la facultad de dispensar de la comunión a los niños que todavía no hayan sido admitidos a recibirla.
Además concedemos a todos y cada uno de los fieles cristianos, tanto laicos como eclesiásticos seculares o regulares de cualquier orden o instituto, aunque deba ser nombrado de un modo especial, licencia y facultad para que a este efecto puedan escoger a cualquier presbítero tanto regular como secular de entre los aprobados de hecho (de esta facultad también pueden hacer uso de las monjas novicias y otras mujeres que vivan dentro del claustro, con tal que el confesor esté aprobado para las monjas) para que los pueda absolver —a todos aquellos o aquellas que en el infradicho espacio de tiempo se acerquen a confesarse con él con intención de conseguir el presente Jubileo y de cumplir con todas las demás obras necesarias para lucrarlo, por esa sola vez y en el fuero de la conciencia—, de las sentencias eclesiásticas o censuras a iure o ab homine, latae o ya infligidas por cualquier causa. También de las reservadas a los Ordinarios de los lugares y a Nos o a la Sede Apostólica y de las reservadas a cualquiera, también las reservadas de especial modo al Sumo Pontífice y a la Sede Apostólica y de todos los pecados y excesos, incluso los reservados a los mismos Ordinarios a Nos y a la Sede Apostólica, después de imponer una penitencia saludable y las demás medidas de derecho y, si se trata de una herejía, después de la abjuración y de la retractación de los errores, como es de derecho. Asimismo podrá conmutar cualquier tipo de votos, incluso los hechos con juramento y reservados a la Sede Apostólica —excepto los de castidad, religión y obligación que haya sido aceptada por un tercero— por otras obras piadosas y saludables. Y podrá del mismo modo dispensar, cuando se trate de penitentes constituidos en las órdenes sagradas, incluso regulares, de irregularidad oculta para el ejercicio de esas órdenes o para la consecución de órdenes superiores, solamente cuando esté contraída por violación de censuras.
No pretendemos por la presente dispensar de cualquier otra irregularidad por delito o por defecto, pública u oculta o de otra incapacidad o inhabilidad, cualquiera que haya sido el modo de contraerla; ni tampoco derogar la constitución y subsiguientes declaraciones publicadas por Benedicto XIV y que empieza: Sacramentum poenitentiae. Ni, por último, puede ni debe esta carta favorecer en modo alguno a aquellos que nominalmente por Nos y la Sede Apostólica o por algún Prelado, o por un Juez eclesiástico hayan sido excomulgados, suspendidos, declarados en entredicho o hayan caído en otras sentencias o censuras o hayan sido denunciados, a no ser que hayan satisfecho dentro del tiempo fijado y, cuando sea preciso, se hayan puesto de acuerdo con la otra parte.
A todo esto Nos es grato añadir que deseamos y concedemos que permanezca, también en este tiempo de Jubileo, íntegro para cualquiera el privilegio de lucrar todas las indulgencias, sin exceptuar las plenarias, que han sido concedidas por Nos o por Nuestros Antecesores.
Imploramos de nuevo la intercesión de la Virgen Inmaculada
Ponemos fin a esta carta, Venerables Hermanos, expresando de nuevo una gran esperanza, que efectivamente nos impulsa: ojalá por la concesión de este medio extraordinario del Jubileo, bajo los auspicios de la Virgen Inmaculada, muchos de los que desgraciadamente están separados de Jesucristo vuelvan a Él, y florezca de nuevo en el pueblo cristiano el amor a las virtudes y el gusto por la piedad. Hace cincuenta años, cuando nuestro antecesor Pío declaró que la fe católica debía mantener que la bienaventurada Madre de Cristo había desconocido el pecado desde su origen, pareció, como ya hemos dicho, que una gran cantidad de gracias celestiales se derramó sobre la tierra. Y, una vez robustecida la esperanza en la Virgen Madre de Dios, por todas partes se produjo un gran acercamiento a la vieja religiosidad de las naciones. ¿Qué impide pues el que esperemos cosas más grandes para el futuro? Es claro que hemos llegado a un momento funesto, de modo que con razón podríamos quejarnos con las palabras del profeta: Porque no hay en la tierra verdad, ni misericordia ni conocimiento de Dios. Han inundado la tierra el perjurio, la mentira, el homicidio, el hurto y el adulterio (Os. IV, 1 y 2). Sin embargo, en medio de este diluvio de males, como un arco iris, se presenta a nuestros ojos la Virgen clementísima, como un àrbitro par firmar la paz entre Dios y los hombres. Pondré un arco en las nubes para señal de mi pacto con la tierra. (Gén. IX, 13). Aunque se recrudezca la tempestad y la negra noche se enseñoree del cielo, nadie se desconcierte. A la vista de María, Dios se aplacará y perdonará. Estará el arco en las nubes y yo le veré y me acordaré de mi pacto eterno (Gén. IX, 16).Y no volverán más las aguas del diluvio a destruir toda la tierra (Gén. IX, 15). Si, como es justo, confiamos en María, sobre todo ahora que vamos a celebrar con mayor interés su concepción inmaculada, entonces sentiremos también que ella es Virgen poderosísima que aplastó con pie virginal la cabeza de la serpiente (Oficio de la Inmaculada). Como prenda de estos bienes, Venerables Hermanos, con todo cariño impartimos en el Señor la bendición Apostólica a vosotros y a vuestros pueblos.
Dado en Roma junto a San Pedro, el día 2 de febrero de 1904, primer año de Nuestro Pontificado.
PIO PAPA X
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