Cien años ha, que al eco de un potente ¡viva!
nuestra águila en su jaula de hierro despertó:
rompió de un aletazo las rejas, la cautiva,
lanzó un grito de triunfo, y, majestuosa, altiva,
cual flecha disparada partió, derecho al sol.
Ha poco, recordando aquel feliz momento,
su grito de victoria triunfante repitió,
lo llevo a todas partes estremecido el viento;
la tierra, al escucharlo, sintió un sacudimiento
como el que siente el alma con el primer amor.
Lo oyeron los mortales, y todos hacia arriba
sus ojos levantaron, y allá cerca del sol,
la vieron balancerse, sublime cuanto altiva,
mordiendo la cabeza de una serpiente viva,
que en vano entre sus garras, furiosa se enrosca.
La vieron... y los reyes, tomando la diadema,
se juzgaron muy grandes al írsela a ofrecer;
cantaron los poetas mangnífico un poema,
y todos, poseídos de inspiración suprema,
las lágrimas secaban... para poderla ver.
En un aplauso inmenso moviéronse las manos
los labios prorrumpieron en cánticos de amor,
y todos, no contentos con ser nuestros hermanos,
deseaban con anhelo poder ser méxicanos,
para llevar la sangre del héroe Cuauhtémoc.
Y las naciones todas del Viejo Continente,
cruzando el océano, vinieron hasta aquí:
cantaron a la Patria con entusiasmo ardiente,
coronas de laureles ciñéronle a la frente,
y un ósculo fraterno le dieron al partir.
Y a todas sus banderas la América Latina
mandó, que ante la nuestra se vinieran a inclinar,
y el sol de Uruguay, y el sol de la Argentina,
y del egregio Chile, la estrella matutina,
cayeron ante el águila soberbia de Anáhuac.
Tendiendo ésta sus alas, sintió que bajo de ellas
iban los mismos soles en busca de calor...
Y tuvo como alfombra para estampar sus huellas,
el cielo azul cuajado de fúlgidas estrellas
que adornan los pendones de Honduras y Ecuador.
¿Qué más?... Los méxicanos en lágrimas deshechos,
ellos que por la Patria siente adoración,
al ver tanta grandeza, quedaron satisfechos...
Cumplido está el anhelo de sus amantes pechos
de engrandecer la Patria, el de la Reina, no.
No le bastó que el mundo frenético, aplaudiera,
que el orbe se llenara de cánticos de amor;
no le bastó que todos al ver nuestra bandera
lloraran de entusiasmo; y quiso que tuviera
el último homenaje: La muda adoración...
Ved, ante el estandarte de nuestros insurgentes,
primero que la aurora de libertad bañó,
los pueblos de la América se inclinan reverentes,
sus párpados se nublan de lágrimas ardientes,
y, puestos de rodillas, le dan el corazón.
¡Oh! bardos, que a la sombra de palamas centenarias
de ceibas y algarrobos vuestro laúd templáis,
que llene un himno a México. En selvas solitarias
templad el alma ardiente... Sí... porque las plegarias
sólo con esa lira, se puede modular.
Decid a vuestros ríos, decid a vuestras aves,
decid a vuestros bosques que entonen un cantar,
que se oigan sus acordes tan dulces y tan suaves,
que imiten de los órganos las melodías más graves,
porque es Templo la América... Su ara, el Tepeyac.
Decid de vuestras noches al astro solitario:
tú eres la lamparita de moribunda luz
que brilla entre las sombras augustas del santuario.
Decid a los volcanes: "Tú eres el incensario"
Luego a nuestra bandera decid: "La reina, tu".
Hombres de heroicas razas latino-americanas:
Resuenen de los libres el épico cantar.
Tenemos una Madre; por fin somos hermanos.
No lograrán vencernos ni todos los tiranos.
¡Con sólo nuestra sangre, podémoslos ahogar!
La Religión Divina, nos puso en el regazo
de la Morena Madre que a todos nos unió.
¡Seremos siempre libres con ese dulce abrazo!
Fe, Unión, Independencia... Forman un solo lazo,
forman nuestra sublime Bandera tricolor.
Ella será de toda la América Latina
el sol de la esperanza, de libertad el sol
la nube que ha nosotros calienta e ilumina,
la nube que despide el rayo que calcina
a todo el miserable que osado la ultrajó.
¡Paloma de alas nítidas, levanta ya tu vuelo
llevando a todas partes la oliva de la paz;
derrama por doquiera la dicha y el consuelo.
Pero no olvides nunca que en nuestro heroico suelo
tu nido está en la roca del Santo Tepeyac!
Que todos los que se empalaguen en la sin par dulzura
llamándote su madre, muriéndose de amor.
Pero aunque todos gocen mirando tu hermosura,
tus mas dulces caricias, tus besos de ternura,
son para el pequeñuelo, para nosotros son.
Excmo. y Rvmo. Sr. Dr. D. Vicente M. Camacho
Diciembre de 1910.
Diciembre de 1910.
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