Venerables hermanos, salud y bendición apostólica
En el campo del Señor, cuyo cultivo está a nuestro cargo por disposición de la Divina Providencia, ninguna requiere cuidado tan exquisito y trabajo tan continuado como la defensa de la buena semilla en él sembrada, esto es, de la Doctrina Católica, enseñada por Jesucristo y por los Apóstoles, y a Nos confiada; no sea que, si se abandona por culpable negligencia o por cobarde desidia, mientras duermen (San Mateo XIII, 3) los obreros, siembre cizaña en medio del trigo, el enemigo del humano linaje; de donde resulte que, en la época de la recolección, en vez de grano para guardarlo en las paneras, se halle maleza, que solo sirve para arrojarla al fuego. Y al defender la fe (Jud. 3), enseñada primeramente a los Santos, nos exhorta con energía San Pablo, quien escribe a Timoteo (II Tim. I, 14) que guarde el rico depósito, porque (Id. III, 1) sobrevendrán tiempos peligrosos, en que se levantarán en la Iglesia de Dios (Idem. III, 13) hombres perversos e impostores, por medio de los cuales el astuto tentador se esforzará en corromper las almas incautas con errores contrarios a la verdad del Evangelio. Y si, como sucede con frecuencia, se vertiese en la Iglesia de Dios ciertas doctrinas depravadas, que, aunque opuestas entre sí abiertamente, están, sin embargo, acordes para denigrar de cualquier modo la pureza de la fe católica, es muy difícil en tal caso dirigir los tiros de nuestra argumentación contra uno y otro enemigo con prudencia tal, que se vea claramente, no que volvemos la espalada a ninguno de ellos, sino que rechazamos y reprobamos por igual a entrambos enemigos de Jesucristo. Y, a veces, se presenta de tal suerte el error, que fácilmente se encubre la falsedad diabólica con mentiras disfrazadas bajo cierta apariencia de verdad, corrompiéndose el sentido de los testimonios con alguna pequeña adición o variación, y a las palabras que obraban la salud, por alteraciones a veces ingeniosas, se las hace producir la muerte.
Por esta razón debe apartarse a los fieles, singularmente a los que son de entendimiento rudo y sencillo, de tales caminos peligrosos y resbaladizos, por los cuales apenas podrán estar en pie o andar sin caer; ni deben ser guiadas las ovejas a los pastos por sendas desconocidas, ni proponérseles tampoco ciertas opiniones particulares, aunque sean de doctores católicos; sino que se le ha de enseñar la nota certísima de la verdad católica, esto es, la catolicidad, la antigüedad y la unidad de la doctrina. No pudiendo, además, pues el que traspase los límites para verle perecerá, deberán los doctores señalar al pueblo los límites dentro de sus facultades, para que sus conversaciones no anden errando fuera de lo que es necesario o sumamente útil a la salvación, y los fieles sean obedientes al dicho del Apóstol (Rom. XII, 3): "Que no intentéis saber más de lo que se debe saber, sino que habéis de saber con moderación".
Estando bien persuadidos de esto los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, pusieron todo su cuidado, no sólo en cortar con la espada del anatema las raíces venenosas de renacientes errores, sino también el impedir el curso a ciertas opiniones que subrepticiamente venían introduciéndose, las cuales, o por su exageración impedirían en el pueblo cristiano frutos riquísimos de la fe, o por su proximidad a error podrían perjudicar al alma de los fieles. Por tanto, después de haber condenado el Concilio de Trento las herejías que en aquel siglo habían intentado obscurecer la luz de la Iglesia, y de haber puesto mucho más evidente la verdad católica, habiéndose como desvanecido las tinieblas del error; considerando los mismos Predecesores nuestros que aquella sagrada Asamblea de toda la Iglesia había procedido con tan prudente criterio y con tal moderación, que se abstuvo de reprobar las opiniones apoyadas en autoridades de doctores eclesiásticos, determinaron se escribiese otra obra, según la mente del mismo Santo Concilio, que comprendiese toda la doctrina, según la cual habrían de instruirse los fieles, y que estuviese completamente exenta de todo error, cuyo libro publicaron con el nombre de Catecismo Romano, siendo por esto muy dignos de alabanza por dos razones. Porque, por una parte, encerraron en él la doctrina común en la Iglesia y libre de todo peligro de error; y por otra, porque la expusieron con palabras muy claras, para que fuese enseñada públicamente al pueblo, siguiendo de este modo el precepto de Cristo, nuestro Señor, que mandó a sus Apóstoles (Matt. X, 27) dijeran a la luz del día lo que El les había dicho de noche, y que lo que se les había dicho al oído, lo predicasen desde los terrados; y conformándose con su Esposa, la Iglesia, de quien son estas palabras (Cant. I, 6): "Dime dónde pasas la siesta al medio día; porque, en donde no fuere medio día y no hubiese una luz tan clara que manifiestamente se conozca la verdad, con facilidad se admite por ella la mentira por su semejanza con aquélla, puesto que en la oscuridad difícilmente se distingue de la verdad. Sabían perfectamente que antes hubo y que después habría quienes atraerían a las ovejas, prometiéndoles pastos más abundantes de sabiduría y de ciencia, adonde muchas acudirían, porque (Prov. IX, 7) las aguas hurtadas (o deleites prohibidos) son más dulces, y el pan tomado a escondidas es más sabroso. Con el fin, pues, de que la Iglesia no estuviese incierta, andando engañada tras de los rebaños de sus compañeros, los cuales también andaban errantes, por no estar apoyados en principio alguno cierto de verdad (II Tim., III, 7), estando siempre aprendiendo, sin arribar jamás al conocimiento de la verdad; por esta razón dispusieron que se enseñase al pueblo cristiano solamente las cosas necesarias y sumamente útiles para salvarse, las cuales se hallan expuestas clara y sencillamente en el Catecismo Romano.
Pero este libro, compuesto con no pequeño trabajo y celo, aprobado por general asentimiento y recibido con los mayores encomios, ha sido en los tiempos presentes poco menos que arrebatado de las manos de los párrocos por el amor a la novedad, enamorándose de diversos Catecismos, que de ningún modo pueden compararse con el Romano; de donde se originaron dos males: el uno, haber casi desaparecido la uniformidad en el modo de enseñar, produciéndose cierto escándalo en las almas sencillas, que se figuraban no estar ya en (Gen., XI, 1) en la tierra de un solo lenguaje y de esos mismos pensamientos; y el otro, haber nacido contiendas de los diversos y varios métodos de enseñar la verdad católica; y de la emulación, al andar diciendo uno que (I Cor., III, 4) seguía a Apolo, otro a Cefas y otro a Pablo, nacían divisiones en el juicio y grandes discordias; y no creemos pueda haber nada más pernicioso que estas acres disensiones para disminuir la gloria de Dios, ni más perjudicial para destruir los frutos que los fieles deben sacar de la Doctrina cristiana. Por consiguiente, para poner término a estos dos males de la Iglesia, consideramos necesario volver a la misma enseñanza, de donde hacía tiempo habían apartado al pueblo cristiano, unos con muy poco sano juicio, y otros llevados de soberbia, juzgandose los más sabios de la Iglesia; y resolvimos recomendar de nuevo este mismo Catecismo Romano a los pastores de las almas, para que, del mismo modo con que antiguamente fue confirmada la fe católica, y fortalecidas las almas de los fieles con la doctrina de la Iglesia, que (I Tim., III, 15) es columna de la verdad, por ese mismo modo las aparten ahora también todo lo posible, de las opiniones nuevas, que no tienen a su favor ni el común asentimiento ni la antigüedad. Y para que este libro se pudiera adquirir más fácilmente y resultase mejor corregido de los errores que se habían introducido por defecto de los editores, hemos procurado se publique de nuevo en Roma, con el mayor cuidado, según el ejemplar que publicó nuestro predecesor San Pío V, por Decreto del Concilio Tridentino; el cual, traducido en lengua vulgar, y publicado por orden del mismo San Pío V, en breve saldrá otra vez a la luz, impreso igualmente por nuestro mandato.
Y es cargo vuestro, Venerables Hermanos, procurar que sea recibida por los fieles esta obra, que en tiempos tan trabajosos para la república cristiana os ofrece nuestro cuidado y diligencia, como remedio muy oportuno para librarse de los engaños de las malas opiniones, y para propagar y afirmar la verdadera y sana doctrina. En virtud de lo cual, este libro, que los Romanos Pontífices quisieron proponer a los Párrocos como norma de la fe católica y de la enseñanza cristiana, para que manifestase unánime el consentimiento hasta en el modo de enseñar la doctrina, o le recomendamos ahora muy especialmente, Venerables Hermanos, y os exhortamos en el Señor con no menor encarecimiento que mandéis a todos los pueblos en la verdad católica, con lo cual se conseguirá restablecer así la unidad de la enseñanza, como la caridad y concordia de los espíritus. Pues es vuestro deber mirar por la pureza en todas las cosas que están verdaderamente a cargo del Obispo; el cual, por esto mismo, , debe procurar con mayor cuidado en que nadie, procediendo con soberbia por causa de sus honores, promueva cismas, rompiendo los lazos de unidad.
Ningún fruto provechoso, sin embargo, o muy pequeño, será el que den estos libros, si los que han de exponerlos y explicarlos a los fieles son poco idóneos para la enseñanza. Y así importa muchísimo que elijáis para este cargo de enseñar al pueblo la Doctrina cristiana personas, no solamente dotadas de conocimientos en las ciencias eclesiásticas, sino mucho más que se distingan por su humildad, por su práctica en la santificación de las almas y por su caridad. Porque el mérito de la enseñanza cristiana no está en la influencia de palabras, no en la habilidad para discutir, ni en el deseo de la alabanza y gloria, sino en la humildad verdadera y afectuosa. Pues hay quienes se distinguen por sus grandes conocimientos, pero que desdeñan el trato con los demás, y, cuanto más saben, tanto más les disgusta la virtud de la concordia, a los cuales advierte la misma Sabiduría por medio del Evangelista (Marc., IX, 49): "Tened en vosotros sal de sabiduría y prudencia, y guardad la paz entre vosotros"; porque de modo tal se debe tener la sal de la sabiduría, que se conserve con ella el amor al prójimo y desaparezcan nuestros defectos. Y si de la aplicación a la ciencia y del celo por el bien del prójimo se entregan luego a las discordias, tienen sal sin paz, lo cual no es efecto de virtud, sino señal de reprobación; y cuanto más saben, tanto más delinquen; a los cuales condena la sentencia del Apóstol Santiago por estas palabras (Jacob, III, 14-17)"Más si tenéis un celo amargo, y reina en vuestros corazones el espíritu de discordia, no hay para qué gloriaros y levantar mentiras contra la verdad; porque no es ésta sabiduría que desciende de arriba, sino más bien una sabiduría terrena, animal y diabólica; porque donde hay tal celo y espíritu de discordia, allí reina el desorden y todo género de malas obras; por el contrario, la sabiduría que desciende de arriba, además de ser honesta, es también pacífica, modesta , dócil, inclinada a todo lo bueno, muy misericordiosa y abundante en excelentes frutos de buenas obras, que no se mete a juzgar, ni es hipócrita".
Y en tanto que a Dios rogamos con espíritu humilde y contrito derrame abundancia sobre los esfuerzos de nuestro celo e ingenio su bondad y misericordia, para que la discordia no perturbe al pueblo cristiano, y para que, en unión de paz y caridad de espíritu, tengamos todos una misma aspiración, alabando y glorificando todos solamente a Dios y a Jesucristo, Señor nuestro (Rom., XVI, 16), os saludamos, Venerables Hermanos, con el ósculo santo; y a todos Vosotros, e igualmente a los fieles todos de vuestras Iglesias, os damos muy tiernamente la bendición apostólica.
Dado en nuestro Palacio Pontificio de Castel Gandolfo, día 4 de junio de 1761, año tercero de nuestro Pontificado.
Por esta razón debe apartarse a los fieles, singularmente a los que son de entendimiento rudo y sencillo, de tales caminos peligrosos y resbaladizos, por los cuales apenas podrán estar en pie o andar sin caer; ni deben ser guiadas las ovejas a los pastos por sendas desconocidas, ni proponérseles tampoco ciertas opiniones particulares, aunque sean de doctores católicos; sino que se le ha de enseñar la nota certísima de la verdad católica, esto es, la catolicidad, la antigüedad y la unidad de la doctrina. No pudiendo, además, pues el que traspase los límites para verle perecerá, deberán los doctores señalar al pueblo los límites dentro de sus facultades, para que sus conversaciones no anden errando fuera de lo que es necesario o sumamente útil a la salvación, y los fieles sean obedientes al dicho del Apóstol (Rom. XII, 3): "Que no intentéis saber más de lo que se debe saber, sino que habéis de saber con moderación".
Estando bien persuadidos de esto los Romanos Pontífices, nuestros predecesores, pusieron todo su cuidado, no sólo en cortar con la espada del anatema las raíces venenosas de renacientes errores, sino también el impedir el curso a ciertas opiniones que subrepticiamente venían introduciéndose, las cuales, o por su exageración impedirían en el pueblo cristiano frutos riquísimos de la fe, o por su proximidad a error podrían perjudicar al alma de los fieles. Por tanto, después de haber condenado el Concilio de Trento las herejías que en aquel siglo habían intentado obscurecer la luz de la Iglesia, y de haber puesto mucho más evidente la verdad católica, habiéndose como desvanecido las tinieblas del error; considerando los mismos Predecesores nuestros que aquella sagrada Asamblea de toda la Iglesia había procedido con tan prudente criterio y con tal moderación, que se abstuvo de reprobar las opiniones apoyadas en autoridades de doctores eclesiásticos, determinaron se escribiese otra obra, según la mente del mismo Santo Concilio, que comprendiese toda la doctrina, según la cual habrían de instruirse los fieles, y que estuviese completamente exenta de todo error, cuyo libro publicaron con el nombre de Catecismo Romano, siendo por esto muy dignos de alabanza por dos razones. Porque, por una parte, encerraron en él la doctrina común en la Iglesia y libre de todo peligro de error; y por otra, porque la expusieron con palabras muy claras, para que fuese enseñada públicamente al pueblo, siguiendo de este modo el precepto de Cristo, nuestro Señor, que mandó a sus Apóstoles (Matt. X, 27) dijeran a la luz del día lo que El les había dicho de noche, y que lo que se les había dicho al oído, lo predicasen desde los terrados; y conformándose con su Esposa, la Iglesia, de quien son estas palabras (Cant. I, 6): "Dime dónde pasas la siesta al medio día; porque, en donde no fuere medio día y no hubiese una luz tan clara que manifiestamente se conozca la verdad, con facilidad se admite por ella la mentira por su semejanza con aquélla, puesto que en la oscuridad difícilmente se distingue de la verdad. Sabían perfectamente que antes hubo y que después habría quienes atraerían a las ovejas, prometiéndoles pastos más abundantes de sabiduría y de ciencia, adonde muchas acudirían, porque (Prov. IX, 7) las aguas hurtadas (o deleites prohibidos) son más dulces, y el pan tomado a escondidas es más sabroso. Con el fin, pues, de que la Iglesia no estuviese incierta, andando engañada tras de los rebaños de sus compañeros, los cuales también andaban errantes, por no estar apoyados en principio alguno cierto de verdad (II Tim., III, 7), estando siempre aprendiendo, sin arribar jamás al conocimiento de la verdad; por esta razón dispusieron que se enseñase al pueblo cristiano solamente las cosas necesarias y sumamente útiles para salvarse, las cuales se hallan expuestas clara y sencillamente en el Catecismo Romano.
Pero este libro, compuesto con no pequeño trabajo y celo, aprobado por general asentimiento y recibido con los mayores encomios, ha sido en los tiempos presentes poco menos que arrebatado de las manos de los párrocos por el amor a la novedad, enamorándose de diversos Catecismos, que de ningún modo pueden compararse con el Romano; de donde se originaron dos males: el uno, haber casi desaparecido la uniformidad en el modo de enseñar, produciéndose cierto escándalo en las almas sencillas, que se figuraban no estar ya en (Gen., XI, 1) en la tierra de un solo lenguaje y de esos mismos pensamientos; y el otro, haber nacido contiendas de los diversos y varios métodos de enseñar la verdad católica; y de la emulación, al andar diciendo uno que (I Cor., III, 4) seguía a Apolo, otro a Cefas y otro a Pablo, nacían divisiones en el juicio y grandes discordias; y no creemos pueda haber nada más pernicioso que estas acres disensiones para disminuir la gloria de Dios, ni más perjudicial para destruir los frutos que los fieles deben sacar de la Doctrina cristiana. Por consiguiente, para poner término a estos dos males de la Iglesia, consideramos necesario volver a la misma enseñanza, de donde hacía tiempo habían apartado al pueblo cristiano, unos con muy poco sano juicio, y otros llevados de soberbia, juzgandose los más sabios de la Iglesia; y resolvimos recomendar de nuevo este mismo Catecismo Romano a los pastores de las almas, para que, del mismo modo con que antiguamente fue confirmada la fe católica, y fortalecidas las almas de los fieles con la doctrina de la Iglesia, que (I Tim., III, 15) es columna de la verdad, por ese mismo modo las aparten ahora también todo lo posible, de las opiniones nuevas, que no tienen a su favor ni el común asentimiento ni la antigüedad. Y para que este libro se pudiera adquirir más fácilmente y resultase mejor corregido de los errores que se habían introducido por defecto de los editores, hemos procurado se publique de nuevo en Roma, con el mayor cuidado, según el ejemplar que publicó nuestro predecesor San Pío V, por Decreto del Concilio Tridentino; el cual, traducido en lengua vulgar, y publicado por orden del mismo San Pío V, en breve saldrá otra vez a la luz, impreso igualmente por nuestro mandato.
Y es cargo vuestro, Venerables Hermanos, procurar que sea recibida por los fieles esta obra, que en tiempos tan trabajosos para la república cristiana os ofrece nuestro cuidado y diligencia, como remedio muy oportuno para librarse de los engaños de las malas opiniones, y para propagar y afirmar la verdadera y sana doctrina. En virtud de lo cual, este libro, que los Romanos Pontífices quisieron proponer a los Párrocos como norma de la fe católica y de la enseñanza cristiana, para que manifestase unánime el consentimiento hasta en el modo de enseñar la doctrina, o le recomendamos ahora muy especialmente, Venerables Hermanos, y os exhortamos en el Señor con no menor encarecimiento que mandéis a todos los pueblos en la verdad católica, con lo cual se conseguirá restablecer así la unidad de la enseñanza, como la caridad y concordia de los espíritus. Pues es vuestro deber mirar por la pureza en todas las cosas que están verdaderamente a cargo del Obispo; el cual, por esto mismo, , debe procurar con mayor cuidado en que nadie, procediendo con soberbia por causa de sus honores, promueva cismas, rompiendo los lazos de unidad.
Ningún fruto provechoso, sin embargo, o muy pequeño, será el que den estos libros, si los que han de exponerlos y explicarlos a los fieles son poco idóneos para la enseñanza. Y así importa muchísimo que elijáis para este cargo de enseñar al pueblo la Doctrina cristiana personas, no solamente dotadas de conocimientos en las ciencias eclesiásticas, sino mucho más que se distingan por su humildad, por su práctica en la santificación de las almas y por su caridad. Porque el mérito de la enseñanza cristiana no está en la influencia de palabras, no en la habilidad para discutir, ni en el deseo de la alabanza y gloria, sino en la humildad verdadera y afectuosa. Pues hay quienes se distinguen por sus grandes conocimientos, pero que desdeñan el trato con los demás, y, cuanto más saben, tanto más les disgusta la virtud de la concordia, a los cuales advierte la misma Sabiduría por medio del Evangelista (Marc., IX, 49): "Tened en vosotros sal de sabiduría y prudencia, y guardad la paz entre vosotros"; porque de modo tal se debe tener la sal de la sabiduría, que se conserve con ella el amor al prójimo y desaparezcan nuestros defectos. Y si de la aplicación a la ciencia y del celo por el bien del prójimo se entregan luego a las discordias, tienen sal sin paz, lo cual no es efecto de virtud, sino señal de reprobación; y cuanto más saben, tanto más delinquen; a los cuales condena la sentencia del Apóstol Santiago por estas palabras (Jacob, III, 14-17)"Más si tenéis un celo amargo, y reina en vuestros corazones el espíritu de discordia, no hay para qué gloriaros y levantar mentiras contra la verdad; porque no es ésta sabiduría que desciende de arriba, sino más bien una sabiduría terrena, animal y diabólica; porque donde hay tal celo y espíritu de discordia, allí reina el desorden y todo género de malas obras; por el contrario, la sabiduría que desciende de arriba, además de ser honesta, es también pacífica, modesta , dócil, inclinada a todo lo bueno, muy misericordiosa y abundante en excelentes frutos de buenas obras, que no se mete a juzgar, ni es hipócrita".
Y en tanto que a Dios rogamos con espíritu humilde y contrito derrame abundancia sobre los esfuerzos de nuestro celo e ingenio su bondad y misericordia, para que la discordia no perturbe al pueblo cristiano, y para que, en unión de paz y caridad de espíritu, tengamos todos una misma aspiración, alabando y glorificando todos solamente a Dios y a Jesucristo, Señor nuestro (Rom., XVI, 16), os saludamos, Venerables Hermanos, con el ósculo santo; y a todos Vosotros, e igualmente a los fieles todos de vuestras Iglesias, os damos muy tiernamente la bendición apostólica.
Dado en nuestro Palacio Pontificio de Castel Gandolfo, día 4 de junio de 1761, año tercero de nuestro Pontificado.
1 comentario:
Padre Manuel:
Gracias por publicar este texto y felicitaciones por lo bien que va el Blog y el apostolado de la Fundación San Vicente Ferrer. De hecho en mi Blog he colocado un link especialmente a esta entrada que me parece fundamental.
Que Dios lo guarde.
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