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jueves, 24 de marzo de 2011

Centro de los Privilegios de María I

TODO EN LA MATERNIDAD DIVINA
La maternidad divina es para la Virgen María el principio, el centro y la clave de sus privilegios de naturaleza, de gracia y de gloria. —Cómo todos estos privilegios están, "virtualmente" al menos, contenidos en el título de Madre de Dios.
I.—Todos los privilegios de la bienaventurada Virgen se refieren a su maternidad como los rayos de luz al foco de donde proceden. Entre todas las consideraciones, ésta es la que realza más la grandeza sin límites de esta maternidad divina. Quien no la mire a esta luz sólo podrá formar una idea incompletísima de la misma. "En verdad —dice un ilustre teólogo—, todo lo que merece nuestras alabanzas y nuestra admiración en la bienaventurada Madre de Dios, todos los dones de la gracia, todos los esplendores de la gloria por los que es la más perfecta de las criaturas, todo esto, repito, se lo debe a su maternidad. De ésta, como de fuente inagotable, dimanan las asombrosas prerrogativas esparcidas en ella y sobre ella con liberalidad sin igual" (Petav., De Incarn., L. XIV, 8, n. 2). Efectivamente, todo esto es la maternidad divina en lo que directamente a ella pertenece y en lo que de ella depende; todo esto es la maternidad divina en sus preludios, en sus propiedades, en su desarrollo.
Pregúntase a veces cuál es el más hermoso de los privilegios de María, cuál el que ella más estima, cuál aquel por el que nosotros sus hijos más debemos darle parabienes y más alegrarnos y regocijarnos con ella. Y ocurre que acerca de esta cuestión son muy varios los pareceres. Para unos, el principal privilegio de María es su virginidad sin mancha; para otros, su concepción inmaculada; quién, juzga que nada hay comparable a su incomparable pureza de corazón; quién, estima que por cima de todos está el privilegio de su humildad. No es maravilla que anden tan divididas las opiniones. Los dones concedidos por la divina bondad a la Virgen muéstranse todos en un grado de perfección tan elevado, que cuando consideramos aisladamente cada uno de ellos, parece que no es posible imaginar nada más excelente. Todos, pues, tienen razón al decir que cada uno de los privilegios excede a todas las alabanzas y a toda nuestra admiración; pero todos igualmente se engañarían si pretendiesen que no hay en María cosa que sobrepuje al privilegio particular que cada cual tiene por más alto y glorioso. Porque en la cumbre de todos sus privilegios se alza su divina maternidad. ¿Por qué? Porque la maternidad divina es la razón última de todos los privilegios de María.
Infinitas son las prerrogativas que admiramos en nuestro Salvador: santidad perfecta, impecabilidad, tal ciencia de las cosas divinas, que es única por su amplitud y profundidad, después de la de Dios. Por su humanidad, el Verbo reconcilió al mundo con su Padre; por ella la majestad divina recibió de la criatura una gloria infinita. Pero por cima de todo hay que colocar el honor que tiene de pertenecer a la persona del Verbo de Dios, de formar su naturaleza humana; en una palabra, el honor de ser el cuerpo y el alma, no de un hombre como nosotros, sino del mismo Dios. Y es muy puesto en razón que así pensemos, porque si por un momento esta humanidad, este cuerpo y esta alma del Hijo único de Dios, en vez de ser de él, fuesen la naturaleza, el cuerpo y el alma de una persona creada, todo aquel inefable conjunto de perfecciones se desvanecería; se habría secado el manantial, porque es la unión hipostática la que reclama aquellas perfecciones y las hace, como si dijéramos, naturales en Cristo.
"La gracia de Cristo —dice Santo Tomás— no es natural en el sentido de que proceda en él los principios constitutivos de su humanidad; pero se la puede llamar natural en cuanto que tiene por causa la naturaleza divina unida en la persona de Cristo a la naturaleza humana" (S. Thom., 3 p., q. 2, a. 12). Y más adelante escribe el mismo santo Doctor: "La gracia es producida en el hombre por la presencia de la divinidad, como la luz es producida en el aire por la presencia del sol. Por esto se dice en Ezequiel: "La gloria de Dios de Israel entraba por el camino de Oriente y resplandecía la tierra con su majestad" (Ezechiel, XLIII. 2). Ahora bien; la presencia de Dios en Cristo no es otra cosa que la unión de la naturaleza humana a la persona divina; por consiguiente, la gracia habitual de Cristo sigue a esta unión como el resplandor nace del sol (S. Thom., 3 p., q. 7, a. 13).
Tal es el ejemplar según el cual debemos formar la noción exacta de la relación que hay entre la maternidad divina y los otros privilegios de la bienaventurada Virgen. Estos son respecto de aquélla lo que la gracia de Cristo es respecto de la unión hipostática y lo que respecto del sol es la luz que nos circunda. Lo que el Doctor Angélico aplicaba a la humanidad de Cristo ha de repetirse proporcionalmente con su divina Madre: la gloria de Dios de Israel entraba por el camino del Oriente... y la tierra (esta tierra virgen de la que fué sacado el cuerpo de Jesús) resplandecía con su majestad.
Podemos ver prefigurada a María en aquella reina del salmo XLIV, vestida con vestiduras enriquecidas con oro y preciosísimos bordados, símbolo y reflejo de su gloria interior. Es ella; no podemos engañarnos, porque ella es la hija de Dios por excelencia, la esposa cuya hermosura virginal enamoró el corazón del esposo. ¿De dónde le viene todo el esplendor que la rodea y la penetra? Es que, oh, Señor, está a tu derecha, en el lugar que sólo a tu Madre corresponde; y tú, luz increada, al encarnarte en ella, la transformaste en "la mujer vestida del sol": ésta es la razón de toda su grandeza. Por ventura ¿no era necesario que, después de tu humanidad sacratísima, ella fuese la más iluminada con tus divinas claridades, la más abrasada en tu amor, la más enriquecida con tus bienes, siendo así que tú en cierto modo te encontraste en ella con todas tus gracias y con todas tus perfecciones?
Hemos oído al ángel que la saludaba llamándola llena de gracia y bendita entre todas las mujeres. Y al mismo tiempo hemos sabido por Santa Isabel de dónde le viene a María tan inefable abundancia de gracias celestiales: "Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús". De manera que la bendición del Hijo redundó sobre la Madre. Todos los privilegios que María recibió son pago de la hospitalidad que le dio y precio de la púrpura con que le revistió en sus entrañas. Y María, aun siendo su humildad tan profunda como lo es, no sólo no rehusa las alabanzas de su prima, mas antes las confirma, y, por decirlo así, las amplifica. En efecto, es manifiesta la relación entre la salutación de Isabel y los primeros acentos del cántico virginal. Eres bienaventurada por haber creído, le dice Isabel, y María responde: "Todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque aquél que es poderoso ha hecho en mí cosas grandes". Y ¿qué cosas grandes obró en María el Todopoderoso? Ante todo, constituirla Madre Virgen y Madre de Dios.
Esta es, por consiguiente, la fuente de donde manan todas las bendiciones, todas las venturas, todas las prerrogativas de María: su maternidad divina. María puede más aún; debe reconocerlo sin daño de su humildad, porque este reconocimiento va encaminado no a la propia exaltación, sino a la glorificación de Dios.
Mas siendo esto así, ¿no parece que la plenitud de María debió de comenzar en la Encarnación, pues solamente entonces se obró la unión por la que es Madre de Dios? Cierto. María no fue Madre desde el primer instante de su vida; pero lo que no era en el orden de los hechos lo era en el orden de las preordenaciones divinas. Un palacio real no es morada actual del príncipe en el momento en que se echan sus fundamentos ni cuando se le adorna con estatuas y pinturas; mas la razón por la que se le da traza tan majestuosa y se le decora tan maravillosamente, es porque un día será morada del rey para quien únicamente se destina. Así hay que juzgar de la bienaventurada Virgen María.
Más adelante tendremos ocasión de examinar hasta qué punto puede conducirnos esta consideración; pero bien será recordar ya desde ahora que la futura maternidad divina de la Virgen presidió y reguló el origen de la Madre de Dios. María debe a su maternidad divina el haber venido a este mundo, pues, como ya dejamos dicho, el prodigio de su concepción, por el que nació de una madre estéril, tienen su explicación en la maternidad divina futura, y sólo por medio de ella se explica satisfactoriamente.
Tampoco aleguéis que María no llevó a Jesús en sus entrañas sino un tiempo limitado. Si el hecho que la constituyó Madre fue transitorio, la maternidad es permanente, y como quiera que la maternidad sea lo que pide, o como preparación o como consecuencia, aquella abundancia de privilegios, dedúcese que es necesario que éstos duren cuanto aquélla durare, esto es, eternamente. ¿Es que ahora no la llama Jesucristo en el cielo Madre con la misma verdad con que lo hacía cuando aquí en la tierra le mecía sobre sus rodillas? ¿Es que ella no puede siempre decirle: Tú eres mi hijo, en quien yo tengo todas mis complacencias?
Ni habría tampoco más sólido fundamento para objetar que, pues los dones sobrenaturales de la humanidad del Salvador no procedieron, mas ante siguieron a la unión que la hizo tan grande y tan santa, la misma ley debe regular los privilegios concedidos a la Virgen en atención a su maternidad (Los privilegios de la humanidad de Cristo siguieron a la unión hipostática; pero adviértase bien que esto no quiere decir que entre la unión hipostática y la infusión de los dones transcurriese algún tiempo, ni aun el más corto que se pueda imaginar o pensar). Semejante comparación, en vez de atenuar la fuerza de nuestros razonamientos, los confirma. Cierto que todas las prerrogativas con que fue enriquecida físicamente la humanidad de Cristo, Hijo de María, presuponen su unión substancial con la persona divina; pero, ¿por qué? Porque esta humanidad ni debía ni podía preexistir separada del Verbo, como no fuese ella por sí sola una persona humana, porque el honor de pertenecer a la persona del Verbo como su naturaleza propia es de tal manera infinito, que ninguna perfección creada podía, no ya merecerlo, pero ni siquiera ser disposición para llegar a él. Por el contrario, aquella mujer que había de ser Madre de Dios debía, por una parte, ser anterior a su maternidad, si es que había de pertenecer a la familia humana y participar de nuestra sangre, y, por otra parte, su dignidad de Madre, aunque sea don tan prodigiosamente excelso, no excede como la unión hipostática, toda proporción con los dones creados de la gracia.
Dijimos que la comparación confirma nuestros razonamientos. Porque ¿no hay razón para decir que el Verbo de Dios no esperó la plenitud de los tiempos para glorificar su santa humanidad en la forma que podía ser glorificada? ¿A qué se encaminaban, desde los primeros días del mundo y durante una larga serie de siglos, tantas promesas, tantos oráculos, tantas figuras, tantos sacrificios, tantas ceremonias sagradas, sino a anunciar representar y glorificar por anticipado al que había de venir en carne? ¿Por qué separó Dios un pueblo escogido y lo rodeó de una providencia particular y veló sobre él con cuidado celosísimo, constituyéndole en pueblo de su predilección, sino porque en él veía la raíz de la que había de brotar la vara y la flor de José? Y si la Trinidad entera, después de crear todos los seres de la creación con una sola palabra, pone, digámoslo así, diligencia sin igual en formar al hombre, fue, como dice Tertuliano, porque la Trinidad Santísima tenía el pensamiento puesto en Cristo, en el hombre por excelencia que con el discurso de los siglos había de nacer (Christus cogitabatur homo futurus. Tertull., De Resurr. carnis c 6 P L II 802).
¿Es sólo esto lo que puede decirse? No. El Apocalipsis nos presenta "al Cordero de Dios como inmolado desde el origen del mundo" (Apoc, XIII, 8). La sangre de Jesucristo, que aún no había sido derramada, santificaba ya a los hombres culpables por medio de la fe en el Redentor futuro. Si entre los hombres había hijos de Dios, era porque un día el hombre vendría a ser Dios por la unión de su carne con el Verbo de Dios.
Y así, guardada la debida proporción, la maternidad de la Virgen refluyó, en cierto modo, sobre los ascendientes de la Virgen. Del misterio de la maternidad divina puede decirse que corre parejas con el misterio de la Encarnación. Cristo futuro santificó por anticipado a su Madre. El sol, antes de aparecer en el horizonte, ya deja sentir su presencia por la luz con que dora las alturas. En forma semejante la unión hipostática y la maternidad divina extendieron su influencia, si bien diversamente, sobre los tiempos que les precedieron. Y para terminar el paralelo, así como la luz es menos intensa al pintar el día, y así como la gracia fué esparcida sobre los hombres antes de la Encarnación con menos abundancia que en los tiempos que sucedieron al Verbo humanado, así también las prerrogativas que proceden de la maternidad divina no debían tener antes de la concepción del Hijo de Dios ni la extensión ni la perfección que alcanzaron desde el día de la Encarnación del Verbo en las entrañas purísimas de la bienaventurada Virgen María.

II.—Esto que hemos afirmado acerca de las fuentes de las gracias y de las prerrogativas de María, enséñanlo a cada paso los Santos Padres y los Doctores de la Iglesia cuantas veces tienen que estudiarlas y describirlas. Para ellos, la maternidad divina es siempre la causa y la medida de las grandezas de la Virgen. "Nadie como tú ha sido bienaventurada; nadie como tú ha recibido la plenitud de la santidad; nadie como tú ha sido elevada a la cumbre de la grandeza; nadie como tú ha sido prevenida por la gracia purificante y santificante; nadie como tú ha brillado con luces celestiales; nadie como tú ha sido exaltada por cima de todas las criaturas. Y, con razón, nadie como tú se ha acercado a Dios... El Creador y Señor de todas las cosas no sólo te hizo templo suyo, sino que tomó su carne de tu carne, y tú lo llevaste en tus entrañas y lo diste a luz de inefable manera" (In SS. Deip. Annunt., n. 25. P. G. LXXXVII, 3248.) Estas palabras que tan enérgicamente ponen de relieve la influencia de la maternidad divina son de San Sofronio de Jerusalén.
El mismo Padre, llevado de su encendido fervor, había exclamado antes en el mismo discurso: "Salve, Virgen purísima antes de tu alumbramiento; salve, espectáculo admirable entre todas las cosas admirables. ¿Quién podrá describir sus esplendores? ¿Quién podrá lisonjearse de expresar con palabras la maravilla que tú eres...? En ti veo el ornamento de la estirpe humana. Tú sobrepujaste los órdenes de los ángeles... Debajo de tus pies están los tronos; el resplandor deslumbrador de los arcángeles es tinieblas comparado contigo, y la alteza de las dominaciones, bajeza. Los serafines con su vuelo no pueden alcanzarte. En una palabra, tú te levantas sobre todas las criaturas hasta perderte de vista, y tu pureza brilla en medio de ellas con claridad que no, tiene semejante, Y todo esto es así, porque tú recibiste en ti al Creador, porque lo llevaste en tu seno, porque, en una palabra, tú sola entre todas las criaturas has llegado a ser la Madre de Dios. Quia sola ex ómnibus creaturis Mater Dei effecta es" (In SS. Deip. Annunt.. n. 18, 3237).
"Pues ¿qué perfección de santidad, de justicia, de religión podía faltar a esta Virgen a quien llenó el río de la gracia divina? ¿No oyó ella misma las palabras del ángel: Salve, llena de gracia; el Señor es contigo? De nuevo pregunto: ¿Qué defecto, ya del alma, ya del cuerpo, podía hallarse en quien mereció ser el santuario en que habitase la Augustísima Trinidad?" (S. Petr. Damián., serm. 46, In Nativ. B. V. 3, P. L. CXLIV, 752). Brevemente: "La maravilla plenitud de dones que admiramos en María, todos los milagros de gracia que Dios obró en ella, bien antes, bien después del nacimiento del Salvador... no tiene nada más que una raíz nobilísima y augustísima: la asunción divina de la naturaleza humana que se obró en las castísimas entrañas de María" (Joann. Euchait., ep., serm. De Dormit. B. V. Deip., n. 17 P. G. CXX, 1093); en otras palabras, su maternidad. "Nadie fuera de ti, oh Soberana nuestra, está libre de culpa; nadie fuera de ti es sin mancha..., porque tú encerraste en tu seno al Creador" (S. Sabbas., Men, 3 jan., Ode 3, de S. Gordio). Por tanto, "oh Madre de Dios, pues has dado a luz al Creador de todos los seres, excedes a todas las criaturas en gloria, en santidad, en gracia, en todo orden de perfección y de virtud. Por lo cual, todos de rodillas delante de ti, te glorificamos y te engrandecemos" (Theophan., Men., 19 jan., Ode 9. Se llaman Mencos los oficios mensuales de la Iglesia griega).
Y debe advertirse que todo cuanto los Santos Padres dicen en general de las perfecciones de María, lo repiten y afirman al tratar en particular de cada una de ellas. De aquí que, sean cuales fueren las excelencias que alaban, siempre brota de su pluma el mismo principio, idéntico en cuanto a su substancia, aunque bajo formas variadísimas: "Sola ella fué escogida para Madre de Dios; sola ella es tabernáculo del Verbo y vaso viviente y dignísimo de reverencial temor, en el que el Padre derramó a su Hijo; vellón misterioso con que el Verbo se tejió la vestidura de nuestra humildad; sola ella mereció llevar a Dios en sus entrañas y cercar con sus costados sacrosantos al Hijo único del Padre" (Cf. Passael., De Inmaculato Conceptus, Sect. 6, n. 1432, sq). Y ésta es también la razón por la que sus privilegios le son propios, bien porque ningún otro los posee, bien porque nadie los posee en la medida incomunicable en que ella los posee: no hay ni puede haber nada más que una Madre de Dios.
III.—De la doctrina expuesta, que es, en verdad, incontestable, se puede sacar una consecuencia muy digna de observación: que no tienen razón para lamentarse ciertas almas piadosas que, por el mismo amor que profesan a la Santísima Virgen, se extrañan y casi se escandalizan de ver la sobriedad con que el Evangelio nos da noticias de la vida de esta Madre admirable. Mirad, dicen, cómo matadores de hombres, cuales Alejandro y César, monstruos cuales Tiberio y Nerón, tuvieron historiadores que nos contasen sus hechos y sus hazañas. Y, en otro orden, casi no hay persona cuya santidad pase un tanto de la medida ordinaria, y sus virtudes, combates y triunfos no se nos refieran puntualmente. Y cuando se trata de la Madre de Dios, de nuestra Madre, de la que ponemos por cima de todos los hombres eminentes, por cima de todos los santos de la tierra y del cielo, ¿qué tenemos? Cuatro frases esparcidas por Los Santos Evangelios.
Hablan, es cierto, de María los Evangelios poco y de tarde en tarde. Su nacimiento, su educación, sus progresos en la santidad, la época y circunstancias de su unión virginal con San José, la fecha, el lugar y los pormenores de su muerte, todo queda en la sombra. Hay, en verdad, algunas tradiciones respetables acerca de sus primeros años; pero estas tradiciones no son historia evangélica y si pretendiéramos en esta materia atenernos únicamente a lo que tiene sólido fundamento, ¡qué pocas cosas nos quedarían entre las manos! San Juan, a quien Jesucristo, al morir, la dio por Madre, sólo dos veces la menciona, y por cierto sin decir siquiera cuál era su nombre. En las epístolas del discípulo amado, ni una palabra de María. Escribió una especie de esquela (su tercera epístola) a Gayo; otra, a una piadosa dama llamada Electa, si es que se trata de una mujer particular y no de alguna iglesia místicamente designada con tal nombre (La de Efeso, por ejemplo, o la de Roma, que San Pedro llama Coelecta (I Petr., V, 13); mas para la Madre de Jesús, ni una línea con la que satisfaciese nuestra filial curiosidad. Y que en todo esto hay lamentables lagunas parecen probarlo las historias apócrifas, imaginadas unas por los herejes y otras por cristianos indiscretos deseosos de llenar esas lagunas.
¿Debemos unir nuestros lamentos a estos lamentos? Líbrenos Dios de pensar que libros escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo puedan ofrecer motivo de justa crítica. ¿Qué deberemos, pues decir para justificar la Providencia, quitar el escándalo, salvar la gloria del Hijo al mismo tiempo que la de la Madre? Diremos que el silencio de que esas almas se lamentan es más aparente que real. No, no es verdad que Dios nos haya dejado en ignorancia que pueda racionalmente provocar y legitimar las quejas a que nos referimos. No se descuidó Dios dejando de consignar en su Evangelio todo lo que es posible decir y pensar para gloria de su bienaventurada Madre, y cuanto nosotros podemos desear conocer acerca de sus perfecciones y virtudes. Nunca fue compuesto acerca de la Santísima Virgen panegírico más espléndido. Nunca se escribió vida más llena, más acabada.
Prueba de esta afirmación es el carácter mismo de los libros Santos. No los consideremos como si fuesen obras salidas de la mano de meros hombres. La forma es, más o menos, del escritor sagrado; pero el autor es el mismo Dios. Ved por qué es una blasfemia pretender señalar en los mismos el menor error. De ahí que el Evangelio, sobre todo cuando se trata de asuntos de capital importancia, ha de reflejar más el estilo de Dios que la manera peculiar del hombre. Ahora bien, el estilo de Dios es poderoso, profundo, substancioso. Las palabras de Dios no son como las nuestras, tan vacías, tan débiles, que es necesario multiplicarlas para expresar muchas ideas. Cuando Dios habla consigo mismo, con una sola Palabra, con su único Verbo, se dice infinitas verdades, se dice toda la verdad.
Claro que al tratar con nosotros ha de acomodarse a nuestra flaqueza. Sin embargo, ved qué sentido tan amplio y tan profundo sabe encerrar en sus menores expresiones. Cuando quiere definir la potestad de aquel que pone al frente de su Iglesia para que la gobierne, le bastan dos frases: "Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y yo te daré las llaves del reino de los cielos" (Matth., XVI, 18, 19). Y en estas palabras encierra todo el primado de Pedro, la inviolable estabilidad de su cátedra apostólica, la soberana amplitud de su autoridad; todo, repetimos, hasta tal punto, que los Concilios no han definido nada, ni los teólogos han escrito nada sobre estos extremos de la doctrina católica que no lo hayan sacado de esta sentencia de Cristo. Pues tan corta y tan substanciosa como la anterior es la carta magna de la vida religiosa: "Si tú quieres ser perfecto, vende lo que tienes y dalo a los pobres... Después, ven y sigúeme" (Matth., XIX, 21).
Y lo mismo acontece con la doctrina de Cristo sobre el camino de la perfección: "Si alguno quiere venir en pos de Mí, niegúese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Luc, IX, 23). Los maestros más esclarecidos e ilustres de la vida espiritual en esta fuente han bebido todas sus enseñanzas, y los más grandes santos la regla de sus heroicas virtudes.
De igual modo, cuando Dios se digna favorecer con sus hablas íntimas a sus amigos predilectos, no les dice en el fondo del corazón sino pocas, muy pocas palabras; pero tanto más eficaces cuanto menos numerosas. La vida de Santa Teresa, para no hablar más que de esta santa, nos ofrece de esto ejemplos abundantes. Además, observemos que esta concisión y brevedad es uno de los signos, y no el de menos valor, para discernir las revelaciones verdaderas de las falsas; la multitud de palabras, la verbosidad no es propia de Dios. Aparte, por tanto, si Dios en la Sagrada Escritura quiso darnos un conocimiento perfecto de su Divina Madre, no esperemos prolijos discursos. No sería éste su estilo. Le bastarán pocas palabras, pero serán palabras llenas de luz, de fuerza y de substancia, tales que los sencillos puedan retenerlas sin trabajo y los ingenios hallen en ellas materia inagotable de meditación.
Y estas palabras, ¿las ha dicho Dios? Sí. Las dijo cuando llamó a María Madre de Jesús, Aquella de quien nació Jesús. ¿Qué más deseáis? Tomad y leed: tolle, lege; pero leed con el corazón y con la mirada de la inteligencia fija en la inconmensurable grandeza y en la no menos inconmensurable bondad del Hijo de Dios, que es también Hijo de María. Leed y ahondad para sacar las consecuencias encerradas en principio tan fecundo.
Dios, cuando Moisés le preguntó su nombre, le contestó: "Yo soy el que soy, ego sum qui sum. Di a los hijos de Israel: "El que es me envía a vosotros" (Exod., III, 14). Con otros términos: Dios es el Ser, el Ser subsistente, el Ser por esencia, el Ser que no es más que ser. Y ved aquí de dónde los filósofos y los teólogos, los verdaderamente filósofos y verdaderamente teólogos, han deducido todas las perfecciones divinas a que la razón humana puede alcanzar. Pero no; no hablemos de deducciones propiamente dichas; digamos, antes bien, una explicación, un desarrollo de la idea primordial, présentado en forma más explícita lo contenido en ella formalmente, pero de una manera implícita.
Así como la Teología natural brota de esta definición de Dios dada por Dios mismo, así también, guardada la debida proporción, la Mariología, si es lícito usar de este término, emana del dogma de la maternidad divina. Amontonad todas las glorias, todas las grandezas, todos los privilegios sobrenaturales, todos los méritos y todas las virtudes; con toda esta suma no llegáis a los que encierran estos dos títulos, o, mejor, este único título, expresado en dos formas: Madre de Jesús, Madre de Dios. Tanto es así, que la Iglesia y los Santos Padres a él recurren cuantas veces tienen que celebrar a María. Vimos en uno de los capítulos precedentes cómo la alianza entre la Virgen y su Hijo, nuestro Salvador, es tan estrecha que María no aparece nunca en los Libros Sagrados separada de Jesús, porque Ella no es sino por Jesús y para Jesús (Cf. L. II, c. I, p. 137). Pues por razón semejante no separemos las perfecciones de María de su maternidad: ésta es el principio, la luz, la medida de aquéllas.
Y esto que decimos no es invención nuestra. Lo hemos hallado en los más ilustres siervos y panegiristas de María. Tenga primeramente la palabra Santo Tomás de Villanueva, teólogo tan renombrado en su Orden (El Orden de los eremitas de San Agustín), predicador de tanta valía, que fue llamado "el nuevo apóstol de España". "No quiero que os fatiguéis —decía— en describirme con términos pomposos cada una de las virtudes, cada una de las gracias, cada una de las excelencias particulares de la Virgen. Trátese de la grandeza que se tratare, trátese de la prerrogativa que fuere, basta y sobra con decir: María, de la que nació Jesús, que se llama Cristo" (Matt., I, 16). Elogio muy corto, es verdad, pero que, dentro de su brevedad, lo encierra todo, y basta plenamente para hacer la historia de María. No; no os detengáis en exponerme en detalle los pormenores de cada una de sus perfecciones. Hay una cosa que nos dice lo que es la Virgen y la pone de manifiesto y la glorifica mejor que millares de libros. ¿Sabéis cuál? "De qua natus est Jesús: aquélla de la que nació Jesús". Y ¿quién es Jesús? El Hijo de Dios, el esplendor del Padre, la irradiación de la luz eterna (Hebr.. I, 3. Sap., VII, 26), el ornamento y la gloria del mundo, aquel cuyo rostro desean los ángeles contemplar (I Petr., I, 12). Es inútil escribir una historia más extensa; ésta es suficiente para exaltar a la Virgen Santísima y elevarla por cima de todas las criaturas. Ved por qué el Evangelio habla de ella raras veces: esto bastaba para declararnos su mérito. En efecto, ¿qué deseáis entender o qué deseáis decir de esta Virgen benditísima: que es humilde, pura, santa, llena de gracias y de virtudes? Pero, ¿es que la Madre de Dios podía ser soberbia, colérica, impura? Además, ¿qué gloria, qué esplendor de belleza, qué candor, qué modestia virginal; en una palabra, qué gracia y qué virtud no corresponde a la Madre de Dios? El hombre nació en ella y el Altísimo la fundó (Psalm. LXXXVI, 5). ¿Qué hubiese hecho con ella este gran Hacedor después de haberla elegido para nacer de ella si no la hubiese hecho partícipe de todas sus cualidades...? Así, pues, formad la imagen de una virgen la más hermosa, la más pura, la más humilde, la más santa, la más perfecta; que sea una virgen acabada por todos conceptos: esa es la Madre de Dios; mejor dicho, esta Madre divina es más grande que todo lo que podéis imaginar... Y es que la gracia que se da a las otras vírgenes por partes, María la recibió en toda su plenitud. ¿Osaré decirlo? Todo lo que puede recibir una pura criatura, todo lo recibió la gloriosísima Virgen María (S. Thom. a Villanova, In festo Nativit. B.M.V. Conc. 3, n. 5, Concionum II, 400. 401 (Mediol. 1760).
No es éste el único lugar en que Santo Tomás de Villanueva desarrolla estos pensamientos en los que tan dulcemente se deleita. Permítasenos traducir otro pasaje que tomamos del sermón segundo para la Natividad de la bienaventurada Virgen María (ídem, ib id., In eodem festo Nativit. Conc. n. 8, 9, 391, 392; col. conc. 4 part. poster., n. 2, c. 333). "Yo me he preguntado: ¿por qué los evangelistas, que tan extensamente hablaron de Juan el Bautista y de los apóstoles, escribieron tan compendiosamente la historia de la bienaventurada Virgen María, siendo así que ella excede casi infinitamente, por su excelencia y por sus virtudes, al Bautista y a los apóstoles? ¿Por qué, me decía, no nos contaron nada de su nacimiento, de su educación, de sus costumbres, de su vida íntima con su Hijo, de las relaciones que tuvo con los apóstoles después de la Ascensión del Señor? Eran éstas cosas grandes, nobles, soberanamente dignas de memoria. ¡Con qué delicia serían leídas por los fieles y abrazadas por los pueblos! Oh, santos evangelistas, ¿por qué callar pormenores tan agradables a nuestros corazones y tan en consonancia con nuestros deseos? No puede ponerse en duda que el nacimiento y los primeros años de la Virgen estuvieron sellados con muchas maravillas y que esta niña venturosa fué, desde los primeros años, desde la edad más tierna, un prodigio de virtudes. Y eso no obstante, en los libros canónicos, ni una palabra se dice de todo esto. Hay un librito que trata de estas cosas y que San Jerónimo tradujo del hebreo; pero según nos dice el Santo Doctor, su autoridad es dudosa (Hállase este opúsculo entre las obras falsamente atribuidas a San Jeronimo, y su título es: Del nacimiento de Santa María. T. V. (edic. P. Martian., París, 1705), p. 445, sq). Por tanto, de nuevo pregunto: ¿por qué no tenemos el libro de los Hechos de la Virgen como tenemos el libro de los Hechos de San Pablo? Sólo se me ocurre una explicación probable. No cabe hablar de negligencia de los evangelistas; sólo pensarlo sería temerario e impío. ¿Cuál es, pues, esa explicación? La providencia del Espíritu Santo. La gloria de Virgen, como se lee en el libro de los Salmos, es toda interior y es más fácil concebirla que describirla. Y es bastante para su historia que se haya escrito que de María nació Jesús. ¿Qué más queréis y qué más podéis preguntar? A María le basta con ser la Madre de Dios. Decidme qué hermosura, qué virtud, qué perfección, qué gracia y qué gloria no son llamadas y exigidas por la divina maternidad. Por tanto, soltad las riendas a vuestros pensamientos, extended los pliegues de vuestra inteligencia; formad en vosotros mismos un retrato de la virgen la más pura, la más prudente, la más hermosa, la más devota, la más dulce; de una virgen en la que sobreabunden todas las gracias, que posea toda la santidad, enriquecida con todas las virtudes, adornada con todos los privilegios; de una virgen, finalmente, que sea la más agradable entre todas a la divina majestad. No temáis llegar hasta el límite de vuestro poder, quantum potes, tantum aude; quantum vales, tantum adde. La Virgen quedará siempre, por su grandeza, por su excelencia, por su sublimidad, por cima de todos vuestros pensamientos. Si el Espíritu Santo no la ha pintado en las sagradas Letras y si ha dejado para vosotros el trabajo de formar su imagen, así lo ha hecho para daros a entender que en ella no falta ninguna de las gracias, ninguna de las perfecciones, ninguna de las glorias que el espíritu humano puede concebir en una pura criatura; más aún, que la realidad en María excede a cuanto la fantasía y el entendimiento pueden imaginar o discurrir. Así, pues, dicho el todo, era inútil describir las partes, cuanto más que hubiéramos podido creer que lo que no había sido escrito no estaba en María. Si Dios, todopoderoso, tan maravillosamente ha adornado con dones y virtudes a los ministros y servidores de su casa, ¿qué habrá hecho, os pregunto yo, en favor de su Madre, esposa única, escogida entre todas las mujeres y amada incomparablemente más que todas... ? De donde se sigue que todo lo que deseáis saber de la Virgen, todo lo hallaréis contenido en estas breves palabras: De la que nació Jesús. Esta es su historia, historia muy larga y muy llena, haec longa et plenissima ejus historia est."
A estos textos de Santo Tomás de Villanueva añadamos un fragmento de un discurso, pronunciado por el canciller Gersón delante de los Padres del Concilio de Constanza, acerca de la Natividad de la bienaventurada Virgen María. Para insertarlo aquí tenemos dos motivos muy dignos de consideración. El primer motivo es que en este pasaje Gersón da la medida justa a ciertas reglas que trazó en otro lugar, donde parece que disminuye demasiado el valor de las razones sacadas de la conveniencia. El otro motivo es que extiende a San José los razonamientos en los que basa los elogios de su virginal esposa. Gersón tomó como texto aquellas palabras del Evangelio: "Jacob engendró a José, esposo de María, de la que nació Jesús, que se llama Cristo" (Matth. I, 16), y ved en qué forma las comenta:
"Estas palabras del evangelista San Mateo ponen delante de nuestros ojos dos principios de nuestra fe. Primer principio: de María nació Jesús, el Cristo, y, por consiguiente, es Madre de Dios, porque Cristo es Dios. Segundo principio: José fue esposo de María, y por consecuencia, cabeza, caput, de María, porque el esposo es cabeza de la esposa. Ahora bien; de estos dos principios se deducen dos conclusiones. La primera es que convenía, según el testimonio de San Anselmo, que María brillase con una pureza tan singular que fuese imposible imaginar otra mayor después de la de Dios. La segunda conclusión es que convenía también que San José tuviese las prerrogativas en tal medida que lo conformasen y adaptasen como esposo a la gloria de su esposa, la Madre de Cristo Dios. Por tanto, como la gloria de María es la gloria de Cristo, Hijo de Dios e Hijo suyo, así también las alabanzas dadas a San José suben a Jesús y a María, al Hijo y a la Madre... Y esto ofrece una respuesta a aquellos que preguntan por qué las Sagradas Escrituras se extendieron tan poco en las alabanzas, dignidad, virtudes, excelencias, hechos y trabajos de María y José, siendo así que el mundo entero no bastaría para contener los libros en que se escribiesen. En efecto, de estos cuatro principios, como de amplísimo y fecundísimo plantel de elogios, el alma contemplativa puede sacar alabanzas sin fin para María, la esposa, y para José, su bienaventurado esposo. Puede, digo con toda verdad, apoyándose en los indicados principios, donde se contienen, por lo menos virtual-mente, atribuirles las prerrogativas que admira en las otras criaturas, aun en las angélicas. Porque es ley del orden jerárquico, ley formulada por San Dionisio, que las virtudes inferiores se hallan en forma eminente en las virtudes superiores; y así, la sabiduría es más perfecta en los serafines que en los querubines. Ahora bien; la Virgen está, en cuanto a la gracia y a la gloria, situada por cima de todos los coros de los ángeles. ¿Ha de admitirse algo así también respecto de San José? Yo no me atrevo ni a negarlo ni tampoco a afirmarlo. Por consiguiente, a los dos, pero sobre todo a María, podéis atribuir en forma más elevada las perfecciones de todas las otras criaturas racionales o no, incluso las perfecciones que son patrimonio de los ángeles, Ved qué campo tan dilatado, inmensamente dilatado, de dones, de bienandanzas, de frutos del Espíritu Santo y de otros semejantes privilegios se abre delante de los ojos que saben mirar y considerar las cosas para gloria de María y para honor de José" (Gersón., serm. De Nativit. B. M. V. Opp. III, 136 (Antverp., 1709).
Gersón, aplicando los principios establecidos, deduce de ellos la Concepción inmaculada de María (Gersón., serm. De Nativit. B. M. V. Opp. III. 1349). María, por una ley particular y de privilegio, fue de tal manera prevenida, que no contrajo el común pecado de origen. Porque se podía hacer y era conveniente que se hiciera, hoc et potuit et decuit fieri, para que el Salvador perfectísimo ejerciese en favor de su Madre el modo de salvación más perfecto; es decir, que impidiese, por la infusión de su gracia, la caída que la amenazaba y que hiciese que María aplastase la cabeza de la serpiente antes que sufriese sus mortales acometidas.
Un teólogo muy conocido de la Edad Media había hecho ya antes aplicación de estos mismos principios a la santificación de la Madre de Dios. "La razón por la cual la Sagrada Escritura no testifica expresamente que la Virgen fuese santificada en el seno de su madre es muy sencilla: quiso darnos a entender que es tanta la excelencia del título de Madre de Dios, que, una vez atestiguado este título por la Escritura divina, no podría nadie que estuviese en su seso dudar de la santificación de María antes de su nacimiento" (Ricardo de Mediavilla. ¡n III, D. 3, a. 1, q. 1).
Por último, para que nadie pueda creer que estas ideas son propias de los escritores occidentales, citemos el testimonio de uno de los Padres más antiguos de la Iglesia griega, San Anfiloquio, contemporáneo y amigo de los santos Basilio y Gregorio Nacianceno. Mirad en qué términos hace hablar al anciano Simeón con la Virgen el día de la Purificación: "Os basta, oh Virgen, ser llamada Madre de Dios; es bastante para vos haber sido nodriza de aquél que nutre el mundo" (S. Amphiloch., Orat. in occurs. Domin., n. 8. P. G. XXXIX, 56). "Ved por qué —dirá más tarde otro obispo de Oriente— las alabanzas de la Virgen Madre de Dios deben tomar su carrera y tener su origen en aquello mismo por lo que es y por lo que es llamada madre, y Madre de Dios" (Basil. Seleuc. or. 29, In Annuntiat., n. 2. P. G. LXXXV, 429). De manera que, resumiendo en pocas palabras todo lo dicho, la maternidad es para María el centro de donde confluyen todos sus privilegios y el manantial de donde manan todas sus gracias. Plega a Dios darnos a sentir y gustar la maternidad divina, y así, cuanto la Iglesia y los Santos dijeren de sus grandezas, todo nos parecerá natural, porque nada es demasiado para la que es Madre de Dios.
De lo que precede sacó Suárez esta conclusión: la dignidad de Madre de Dios es, en orden a las otras perfecciones creadas con que la Virgen fué tan liberalmente enriquecida, lo que es la forma específica de un ser en orden a las propiedades del mismo ser, y, recíprocamente, las otras gracias guardan con la gracia de la maternidad la proporción que las disposiciones con la forma. Lo cual se declarará mejor con un ejemplo. El alma humana es la forma del ser humano; por ella somos substancias vivientes y racionales. Esta forma es principio de numerosas propiedades: inteligencia, voluntad, sensibilidad, libertad, todo esto procede del alma. Pero para que el alma haga su oficio en la constitución del hombre o, en otras palabras, para que se una a la materia y forme con ella un nuevo ser, es necesario que la materia tenga una disposición especial, porque no todo cuerpo, no cualquier materia son aptas para unirse con el alma humana en unidad de substancias. No es éste el lugar de investigar qué grado de organización ni qué medida de preparación se requiere; pero lo que no puede ponerse en duda es que el alma, una vez unida substancialmente a la materia, tiene un influjo importantísimo en la conservación de las disposiciones por las que se mantiene la unión entre los principios constitutivos de nuestro ser. Por aquí, analógicamente, podemos formarnos idea de lo que es la maternidad divina en relación con los otros principios de la bienaventurada Virgen y cuál sea la dependencia que éstos tienen de aquélla. "Por tanto —añade en el mismo lugar el citado teólogo—, la dignidad de Madre aventaja a todas las demás en excelencia, como la forma de un ser es más perfecta que las disposiciones y que las propiedades de las que es raíz. Si. no fuese así, los santos discurrirían falsamente, pues deducirían de una dignidad menor otra dignidad mucho más grande y más excelente".
De muy buen grado concedemos que el Evangelio, con decirnos que María es la Madre de Dios, agota con estas solas palabras, si llegamos a entenderlas bien, todo cuanto se puede decir en gloria de María. Con esas solas palabras el Evangelio la coloca a la altura que excede a todos los homenajes del Universo. También concedemos de buen grado que todas las grandezas y todos los privilegios que podemos imaginar en María están encerrados en germen en esta palabra, Deipara, Madre de Dios, que leemos equivalentemente en el Evangelio. Y si de esto no estuviéramos convencidos, nuestra ignorancia se referirá más a Jesús que a su Madre.
Mas, sea como quiera, por hermoso, por lleno, por completo que sea el panegírico, ¿por qué no plugo al Señor, siendo tan grande su amor hacia su Madre, declararnos expresamente en el Evangelio todo lo que, más o menos implícitamente, se presupone por la divina maternidad o en ella se encierra? Cierto, pudo hacerlo, y aun lo hizo, por lo que toca a algunos de sus privilegios, por ejemplo, la virginidad. Pero no olvidemos el carácter especial del lenguaje divino, según lo que dejamos dicho. No olvidemos tampoco que la Sagrada Escritura no es la única fuente de la revelación, sino que junto a ella existe la tradición divina. Por último, recordemos la gran ley de la evolución en el orden de la doctrina y en el orden del culto, evolución cuyo agente principal, vivo y perpetuo es la Santa Iglesia bajo la mirada y dirección del Espíritu Santo. ¿No os parece que hubiera sido privar a los hijos de María de una ocupación gratísima para su inteligencia y para su corazón el no dejar nada por adivinar, nada por descubrir en el tesoro evangélico de lo que cede en alabanza de su madre?
El piadoso autor del Espejo de la Bienaventurada Virgen (No es de San Buenaventura, sino más probablemente de Conrado de Sajonia. También se han de excluir del número de los opúsculos del Santo Doctor los que tienen por título Laus B. Virginis y Psalterium minus, etc.) parece que fue el primero que interpretó de la Santísima Virgen el texto tan conocido del Eclesiastés: "Los ríos entran en el mar y el mar no se desborda" (40) Eccl., I, 7). Este océano, según él, no es otro nue la divina maternidad; los ríos que en él desaguan sin forzarlo a traspasar sus riberas son los torrentes de gracia y de privilegios concedidos liberalmente a la Madre de Dios. Sí; tan grande es esta dignidad, tan incomparablemente superior a toda otra grandeza fuera de la de Dios, que ninguna gracia, ninguna prerrogativa, ninguna gloria es sobreabundante para ella. Imaginad todo lo grande, todo lo hermoso, todo lo excelente que queráis en el orden sobrenatural de la gracia, y nunca podréis decir: esto es demasiado, ni siquiera: esto es bastante para la Madre de Dios.
Estas verdades tan sencillas y tan claras nos servirán en el capítulo siguiente para responder a dos cuestiones relativas a la excelencia incomparable de la divina maternidad.

J.B. Terrien S.J.

LA MADRE DE DIOS...

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