Yo he comprendido a tiempo que, entre todos los tesoros de este mundo, uno sólo podía llenar el corazón del hombre: ¡la paz!
La paz es más dulce que la miel, más suave que el perfume, mejor que el oro, mejor que la gloria, mejor que el amor mismo.
Por la paz vale la pena dejarlo todo, y ni con los más heroicos sacrificios se la podrá pagar en su debido precio.
Gozar de la paz es el único consuelo de los que han conocido la vida y que están cansados de ella.
La paz es para ellos como ese soplo acariciador, suave y fresco, que sucede al desencadenamiento de las grandes tempestades.
Pero en ninguna parte la paz es tan profunda y dulce como en el alma creyente y pura.
Creyente, el alma aguarda con calma la realización de celestiales esperanzas; pura, no es turbada por ningún remordimiento ni es agitada por ningún temor.
La paz posee la confianza inmensa y es hija de la confianza en Dios.
¡Oh, vosotros todos, hijos míos, la paz sea con vosotros! La paz en vuestro pensamiento, la paz en vuestro corazón, la paz en vuestra carne también, la paz en todas vuestras potencias y por toda vuestra vida.
¡Este es el mejor voto que un hombre puede dirigir a sus hermanos, el mejor que puedo hacer para ti, hijo mío querido!
Si tú la posees, procura conservarla siempre; si la has perdido, apresúrate a reconquistarla; pues yo te lo digo y no miento: el reino de la paz es lo único que aquí abajo da a nuestro corazón un rudimento de verdadera felicidad, y es como un gusto anticipado de las delicias eternas.
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