Hasta tiempos relativamente recientes, no se tenían apenas otras fuentes de información sobre el martirio de San Apolonio, sino el resumen de Eusebio en su Historia de la Iglesia (V, 21):
"En tiempo del imperio de Cómodo, nuestra situación sufrió un cambio en sentido de más tranquilidad, reinando paz, por la gracia divina, en las Iglesias esparcidas por toda la tierra, cuando la palabra salvadora atraía a toda alma, de todo linaje de bombres, a la piadosa religión del Dios del universo, de suerte que aun muchos de los más ilustres de Roma por su alcurnia y riqueza, corrían en masa a su salvación a una con su familia y parentela entera. Esto, naturalmente, no podía tolerarlo el demonio, aborrecedor de todo lo bueno, y envidioso por naturaleza; como quiera, aprestóse nuevamente a la lucha y excogitó nuevas maquinaciones contra nosotros. El hecho fue que hizo comparecer en Roma ante el tribunal a Apolonio, hombre célebre entre los fieles de aquel tiempo por su instrucción y filosofía, suscitando para delatarle a uno de los ministros que tiene él amaestrados para tales menesteres. Mas el infeliz delator, habiendo presentado inoportunamente su denuncia, en virtud de un decreto imperial que condenaba a muerte a los delatores de hombres de la categoría de Apolonio, fue inmediatamente sentenciado por el juez Perenne a rotura de piernas. Mas el mártir amantísimo de Dios, tras las reiteradas instancias del juez que le pidió pronunciara un discurso delante del Senado, después de dar elocuentisimamente delante de todos razón de la fe por la que moría, terminó decapitado, como por un "senatusconsulto", pues vigía una antigua ley por la que no era posible absolver a los que una vez se presentaban ante un tribunal y no cambiaban de propósito. Ahora bien, las palabras de Apolonio ante el juez, las respuestas a las preguntas de Perenne, y la Apología íntegra pronunciada ante el Senado, quien tenga gusto en conocerlo, lo hallará en la Colección de mártires antiguos por nosotros publicada.
Rufino, con envidiable facilidad, tradujo así este pasaje de la Historia de Eusebio:Verum ea tempestate Commodo Romani regni apicem gubernante pax ecclesiis per omnem terram propagabatur, et sermo Domini ex omni genere hominum ad lugnitionem et pietatem Dei summi animas congregaban Deifique et in Urbe Roma inultos ex illis inlustribus et praedivitibus viris cum liberis et conjugibus ac propinquis atque omni pariter familia sociavit ad fidem. Sed hoc non aequis oculis ille antiquus humanae salutis hostis aspexit. Continuo deifique adgreditur variis nostros maquinis impugnare. Primo in Urbe Roma Apolonium quendam virum in fide nostra et in ómnibus philosophiae eruditionibus inlustrem ad judicium pertrabit, accusatore ei suscitato quodam infelicissimo et desperatae salutis homine. Quisque quoniam lex quae oblatos puniri jusserat christianos, in delatorem prius animadverten-dum censebat, a Perennio judice ut ejus crura comminuerentur sen ten tiara primus excepit. Tum deinde exoratur beatus Apolonius martyr uti defensionem pro fide sua quam audiento Senatu atque omni populo loculenter et splendide habuerat, ederet scriptam. Et post hace secundum senatus consultum caifite plexus est. Itaque a prioribus lex iniquissime promulgata censebat
En el año 392, San Jerónimo dedicaba a Apolonio en su catálogo De viris inlustribus (42), la siguiente nota:
"Apolonio, senador de la ciudad de Roma, delatado bajo el emperador Cómodo, por un esclavo suyo, de ser cristiano, habiendo obtenido permiso para dar razón de su fe, compuso un insigne volumen, que leyó ante el Senado; y, sin embargo, por sentencia del mismo Senado, fue decapitado por Cristo, pues vigía entre ellos una antigua ley por la que no podía absolverse a los cristianos, delatados ante su tribunal, sino a condición de negar la fe".
Volvamos al resumen de Eusebio. A la verdad, este relato no peca de claridad, si se exceptúa la introducción sobre la paz efectiva de que goza, de hecho, la Iglesia bajo Cómodo, que pudo tener por consecuencia un más acelerado movimiento de conversiones, aun dentro de las clases superiores. Esto no lo tolera el demonio, causante de toda persecución, en común sentir de los primeros apologistas y de Eusebio que los sigue. Como ejemplo, nos presenta el historiador el martirio de Apolonio, cristiano culto y filósofo, pero no senador, como se adelanta a hacerle San Jerónimo. Según Eusebio, le delata un ministro del demonio. San Jerónimo interpreta, aquí con razón, indudablemente, el tal ministro por simple esclavo de Apolonio. Si ello es así, queda el camino abierto para soltar una nueva dificultad del reíalo eusebiano. El delator sufre la terrible pena del crurifragium por haber delatado a su propio amo. Mas, por el mismo hecho, la delación era nula y no había lugar a proceso alguno. ¿Cómo se explica que éste se entable y tenga por desenlace la condenación a muerte de Apolonio? La única explicación a esta dificultad, sin duda, la más grave de todas, es que Apolonio confesó espontáneamente su fe y ello le constituía en flagrante delito, que podia y debía ser judicialmente perseguido, aun desaparecido el delator. El proceso, pues, sigue adelante, y Eusebio nos habla de la elocuentísima apología de la fe que pronuncia Apolonio ante el mismo Senado. San Jerónimo, que, como tantas veces en su De viris depende de Eusebio, completó y exornó la cosa, atribuyendo a Apolonio la composición de un "insigne volumen", en latín, sin duda, que lee ante el Senado, y le vale la gloria de ser uno de los primeros escritores eclesiásticos latinos. Mas ¿existió este insigne volumen apologético fuera de la fantasía de San Jerónimo? Puede afirmarse que no. San Jerónimo mismo no tiene ideas fijas sobre Apolonio como escritor y ya le pone entre los latinos (¿cómo imaginar una apología en griego pronunciada ante el Senado?), ya entre los griegos. Eusebio da a entender que la tal Apología está contenida en las actas incluidas por él en su Colección de antiguos mártires. Hay, pues, que identificarla con las respuestas de Apolonio a su interrogatorio por Perenne y explicar el lenguaje de Eusebio por el hecho de que el mismo mártir califique sus respuestas de apología. Y, efectivamente, lo son, y de tal modo ocurren los pensamientos corrientes de la apologética del siglo II en las explicaciones de Apolonio, que ha podido pensarse—sin razón suficiente—que las actas no son sino artificial taracea compuesta en tiempos posteriores, sin valor histórico alguno.
Finalmente, Eusebio remite a las actas por él insertadas en su mentada Colección. Estas actas se dieron durante siglos por perdidas, hasta que el año 1874 los mekhitaristas de Venecia publicaban una colección armenia de vidas de santos, que contenía una versión de las actas de San Apolonio (X, I, pp. 138-143). La identificación fue hecha por E. C. Comybeare en 1893. En 1895, los bolandistas descubrieron, en el códice 1.219 de la Biblioteca Nacional de París, un texto griego sensiblemente divergente del armenio, pero de alto valor en cuanto a la transcripción del proceso verbal. Tras estos hallazgos afortunados, los estudios sobre la nueva pieza hagiográfica se han multiplicado. Recojamos sólo la conclusión de Delehaye (An. Boíl. 1904, pp. 345 y s.), que ni la versión armenia ni el texto griego pueden tenerse por genuinos, pero sí derivados de un original genuino. En el análisis, pues, que sigue, damos por supuesta una autenticidad sustancial, y ésta es, en efecto, la impresión que deja la lectura de estas actas. El título de la redacción griega reza así: "Martirio del santo y nobilísimo apóstol Apolo, por sobrenombre Sakkeas. Señor, bendice." El redactor, pues, tuvo a Apolonio por el Apolo del libro de los Hechos (18,24), y de ahí el darle título de "apóstol" y hacerle poco más adelante alejandrino de origen. Apolo se le sigue llamando en todo el curso de la narración; pero nuestra versión traduce siempre Apolonio. Esta confusión, no suficientemente explicada, no invalida la autenticidad general de las Actas. Tampoco se ve claro lo que quiera decir el sobrenombre de Sakkeas, y de él se han propuesto varias explicaciones. La más verosímil es la que deriva Sakkeas de sakkos, por ser el saco vestido de los ascetas o penitentes y tenerse a Apolonio por asceta.
El nombre de Perennis (en el texto griego Perennios) es también histórico, pues, efectivamente, Perennis fue praefectus praetorio durante los años de 183-185, Este dato determina con suficiente precisión la fecha del martirio de Apolonio. El compilador comete el error de hacerle procónsul de Asia, que no consta lo fuese Perennis. Las actas revelan una singular simpatía de este prefecto del Pretorio para con su reo. Apenas éste confiesa su fe cristiana, el prefecto, con palabras deferentes, le exhorta a cambiar de opinión, y jurar por el genio del emperador. No parece oír con desagrado las largas explicaciones de Apolonio y, al no lograr de pronto su retractación, le concede un plazo para reflexionar.
En la segunda audiencia, le recuerda que hay un "senaconsulto" que le fuerza a condenarle a muerte si no reniega de la fe y adora a los dioses. Se lo vuelve a recordar más explicitamente al final del alegato de Apolonio contra la idolatría, como diciéndole: "Todas esas lucubraciones estarán muy bien, Apolonio; pero yo soy juez que tengo que aplicar la ley, y la ley dice que no puede haber cristianos: Christiani nont sint". Era anticiparle la sentencia de muerte. Un filósofo cínico interrumpe groseramente un discurso del mártir, y Perenne, volviendo al hilo del discurso, se pone en el mismo terreno de Apolonio y le dice que también él sabe algo de la doctrina del Logos, corriente en los ambientes estoicos de la época. En fin, Perenne confiesa su desilución al no lograr un cambio de sentir en Apolonio, y le manifiestaque le condena a muerte contra su voluntad, en virtud de la ley o decreto de Cómodo, la que antes llamara "senatusconculto". Y ya que no pueda absolverle, por lo menos no le tortura para arrancarle la apostasía, y le promete el más rápido género de muerte: la decapitación. Perenne, pues, debió de pertenecer a aquel grupo de representantes del poder que se veían a su pesar envueltos en asuntos de cristianos. Hombres cultos o indiferentes en religión, veían, sin duda, con íntimo desagrado una persecución contra gentes que no cometían otro crimen que el de llamarse cristianos. Un Marco Aurelio, con toda su filosofia, no había llegado a este sentido de tolerancia. Perenne que, por lo menos, siente pena de condenar a muerte a un cristiano, merece nuestra lejana simpatía.
Presentado Apolonio ante el tribunal de Perenne, todo el proceso gira, conforme a la jurisprudencia trajánica, en torno a la sola cuestión de ser o no ser cristiano. Apolonio confiesa desde el primer momento que lo es, y Perenne le aconseja primero que jure por el genio del emperador Cómodo y luego que sacrifique a los dioses, como signos de apostasía, o con el suave término del juez. Con ello, todo el proceso estaba concluido. Apolonio hace, su propia apología, explicándose primero sobre el juramento y su inutilidad para un cristiano, y luego sobre el sacrificio, que no puede ofrecerse sino a Dios. En cuanto a jurar está dispuesto a hacerlo por el Dios verdadero para atestiguar la lealtad de los cristianos al emperador. Perenne no recoge este testimonio de lealtad y repite su orden de sacrificar a los dioses y a la estatua del emperador Cómodo. Evidentemente, la causa era puramente religiosa. Lo dirá luego Perenne: el decreto del Senado, y, por ser del Senado, también del emperador, es que no haya cristianos. Si Apolonio no cambia de opinión, no hay otro remedio que condenarle a muerte. Eusebio—y tras él San Jerónimo—habla de una antigua ley que se aplica en el caso de Apolonio. Esta ley es, indudablemente, el decreto o "senatusconsulto" de las actas; y este "senatusconsulto" no puede ser otro que la primera ley de excepción dada contra los cristianos, es decir, el institutum Neronianum, que está aquí citado, probablemente, en sus mismos términos:
Christiani non sint. Dentro de esta cuestión fundamental, la Apología de Apolonio se encuadra con suficiente naturalidad para que, en sustancia también, la podamos tener por auténtica y, si hemos de sentir con Harnack, la más noble que de los antiguos hayamos recibido. Notemos, ante todo, cómo el espíritu apologético encaja en el ambiente del siglo II y su peculiar manera de persecución de los cristianos. Ante un edicto de persecución como el de Decio, toda defensa holgaba. Y en el comienzo mismo de la Apología de Apolonio hallo un rasgo típico también del ambiente del siglo II: los cristianos son corrientemente tenidos por ateos. Mas el verdadero ateo, dice Apolonio, sería el que abandonara los santos y maravillosos mandamientos que el cristiano aprendió de labios del Verbo de Dios. La lealtad de los cristianos para con el Imperio y su representante es tema de insistencia en los apologistas del siglo II, seguramente porque la acusación de públicos enemigos era de las más insistentes y tenía su apariencia de fundamento en la total negativa cristiana sobre participación en el culto imperial. Y, sin embargo, ¡con qué nitidez distinguen los maestros de la Iglesia entre el culto y adoración suprema, debida a solo Dios, y el honor y obediencia al emperador, como lugarteniente de Dios; he aquí un texto ni tido de Teófilo de Antioquía, que lo mismo puede servir de comentario a las ideas de Aipolonio que recibir él nueva ilustración de éstas:
En la segunda audiencia, le recuerda que hay un "senaconsulto" que le fuerza a condenarle a muerte si no reniega de la fe y adora a los dioses. Se lo vuelve a recordar más explicitamente al final del alegato de Apolonio contra la idolatría, como diciéndole: "Todas esas lucubraciones estarán muy bien, Apolonio; pero yo soy juez que tengo que aplicar la ley, y la ley dice que no puede haber cristianos: Christiani nont sint". Era anticiparle la sentencia de muerte. Un filósofo cínico interrumpe groseramente un discurso del mártir, y Perenne, volviendo al hilo del discurso, se pone en el mismo terreno de Apolonio y le dice que también él sabe algo de la doctrina del Logos, corriente en los ambientes estoicos de la época. En fin, Perenne confiesa su desilución al no lograr un cambio de sentir en Apolonio, y le manifiestaque le condena a muerte contra su voluntad, en virtud de la ley o decreto de Cómodo, la que antes llamara "senatusconculto". Y ya que no pueda absolverle, por lo menos no le tortura para arrancarle la apostasía, y le promete el más rápido género de muerte: la decapitación. Perenne, pues, debió de pertenecer a aquel grupo de representantes del poder que se veían a su pesar envueltos en asuntos de cristianos. Hombres cultos o indiferentes en religión, veían, sin duda, con íntimo desagrado una persecución contra gentes que no cometían otro crimen que el de llamarse cristianos. Un Marco Aurelio, con toda su filosofia, no había llegado a este sentido de tolerancia. Perenne que, por lo menos, siente pena de condenar a muerte a un cristiano, merece nuestra lejana simpatía.
Presentado Apolonio ante el tribunal de Perenne, todo el proceso gira, conforme a la jurisprudencia trajánica, en torno a la sola cuestión de ser o no ser cristiano. Apolonio confiesa desde el primer momento que lo es, y Perenne le aconseja primero que jure por el genio del emperador Cómodo y luego que sacrifique a los dioses, como signos de apostasía, o con el suave término del juez. Con ello, todo el proceso estaba concluido. Apolonio hace, su propia apología, explicándose primero sobre el juramento y su inutilidad para un cristiano, y luego sobre el sacrificio, que no puede ofrecerse sino a Dios. En cuanto a jurar está dispuesto a hacerlo por el Dios verdadero para atestiguar la lealtad de los cristianos al emperador. Perenne no recoge este testimonio de lealtad y repite su orden de sacrificar a los dioses y a la estatua del emperador Cómodo. Evidentemente, la causa era puramente religiosa. Lo dirá luego Perenne: el decreto del Senado, y, por ser del Senado, también del emperador, es que no haya cristianos. Si Apolonio no cambia de opinión, no hay otro remedio que condenarle a muerte. Eusebio—y tras él San Jerónimo—habla de una antigua ley que se aplica en el caso de Apolonio. Esta ley es, indudablemente, el decreto o "senatusconsulto" de las actas; y este "senatusconsulto" no puede ser otro que la primera ley de excepción dada contra los cristianos, es decir, el institutum Neronianum, que está aquí citado, probablemente, en sus mismos términos:
Christiani non sint. Dentro de esta cuestión fundamental, la Apología de Apolonio se encuadra con suficiente naturalidad para que, en sustancia también, la podamos tener por auténtica y, si hemos de sentir con Harnack, la más noble que de los antiguos hayamos recibido. Notemos, ante todo, cómo el espíritu apologético encaja en el ambiente del siglo II y su peculiar manera de persecución de los cristianos. Ante un edicto de persecución como el de Decio, toda defensa holgaba. Y en el comienzo mismo de la Apología de Apolonio hallo un rasgo típico también del ambiente del siglo II: los cristianos son corrientemente tenidos por ateos. Mas el verdadero ateo, dice Apolonio, sería el que abandonara los santos y maravillosos mandamientos que el cristiano aprendió de labios del Verbo de Dios. La lealtad de los cristianos para con el Imperio y su representante es tema de insistencia en los apologistas del siglo II, seguramente porque la acusación de públicos enemigos era de las más insistentes y tenía su apariencia de fundamento en la total negativa cristiana sobre participación en el culto imperial. Y, sin embargo, ¡con qué nitidez distinguen los maestros de la Iglesia entre el culto y adoración suprema, debida a solo Dios, y el honor y obediencia al emperador, como lugarteniente de Dios; he aquí un texto ni
—Apolonio, ¿eres cristiano?
2. Apolonio respondió:
Leídas las actas, el procónsul Perenne dijo:
—¿Qué determinación has tomado, Apolonio?
12. Y Apolonio respondió:
—En atención al "senatusconsulto", te aconsejo que cambies de sentir y veneres y adores a los mismos dioses que nosotros, los hombres todos, adoramos, y vivas con nosotros.
14. Apolonio respondió:
18. Los atenienses, hasta el día de hoy, adoran el cráneo de un buey de bronce y lo denominan "Fortuna de los Atenienses". Y así, ya no les queda lugar para sus propios dioses. Todo lo cual acarrea, sin duda, daño principalmente al alma de los que tales cosas creen.
19. Pues ¿qué diferencia hay de todo esto a un pedazo de barro cocido o de una teja seca? Y dirigen sus oraciones a las estatuas de los demonios que no oyen, como si oyeran; que nada reclaman, como nada devuelven, pues, a la verdad, su figura es pura mentira: tienen orejas y no oyen, tienen ojos y no ven, tienen manos y no las extienden, tienen pies y no andan. Y es que, naturalmente, la figura no altera la sustancia. Y, a mi parecer, para burlarse de los atenienses, Sócrates juraba por el plátano, árbol silvestre.
25. Ahora bien, lo que yo quiero que sepas, Perenne, es que sobre emperadores y sobre senadores y demás que ejercen autoridad, por grande que sea; sobre ricos y pobres, sobre libres y esclavos, sobre grandes y pequeños, sobre sabios e ignorantes, Dios ha establecido una sola muerte, y, después de la muerte, un juicio que alcanzará también a todos los hombres.
—Con estas ideas, ¿sientes gusto en morir, Apolonio?
30. Apolonio contestó:
—No sé lo que estás diciendo, ni se me alcanza sobre qué ley me quieres dar noticia.
32. Apolonio contestó:
39. Sobre lo cual hay una palabra sobre lo que los insensatos dicen sin juicio: Atemos al justo, porque nos es molesto (Is. 3, 10).
46. Apolonio, por sobrenombre Saqueas, dijo:
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