A todo hombre que quiere hacer algo en este mundo le es preciso un ideal.
Un ideal, es decir, por encima de lo vulgar y la mediocre, un fin elevado y sagrado hacia el cual uno se dirige en constante y pujante aspiración.
Un ideal no es un vano fantasma, nacido de una imaginación calenturienta; no es el irrealizable sueño del poeta a quien el vuelo de sua alas lo transporta por encima de todo lo posible.
Es la concepción clara de una razón segura de si misma y que sabe todo lo que debe querer; es la clara visión del deber total.
Hombre como eres, oh hijo mío, debes tratar de realizar el tipo eterno del hombre perfecto, tal como Dios lo quiso cuando lo creó.
Ciudadano, debes tender a cultivar la justicia y la fraternidad, bases de las sociedades humanas.
Cristiano, debes mirar a Jesucristo y colocarlo en tu corazón, tendiendo siempre hacia la perfección por medio de una lucha Infatigable.
Este último ideal es el mejor y el más completo, pues el más bello esfuerzo del hombre es imitar a Dios.
Feliz tú, hijo mío, si las miradas de tu alma, siempre levantadas hacia lo alto, se emplean en contemplar a Jesús, el Ideal eterna y viviente.
Más feliz aún, en verdad, si tu vida responde a este Modelo sublime; tu vida entonces tendrá a la vez la belleza misma y la fecundidad de la vida de los santos.
Las blancas gaviotas, pájaros viajeros, sin nido, sin apego a la tierra, no se sienten bien en nuestro suelo. Siempre cambiando de horizontes, no aman más que el mar sin límites y se remontan por los espacios inmensos.
Imita a las gaviotas blancas, oh alma joven, sedienta del infinito, a quien nada aquí abajo satisfará.
La tierra es demasiado pequeña para ti; ten la noble ambición de vivir más arriba de la tierra, en esa región más luminosa y pura, donde reina la idea del Bien eterno y de la absoluta perfección; y con toda la fuerza de tus deseos y de tu voluntad, con todo el vuelo de tus alas, tiende hacia el fin supremo.
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