Vistas de página en total

miércoles, 23 de enero de 2013

ALBIGENSES

     Nombre que se daba generalmente a los herejes que aparecieron en Francia en los siglos XII y XIII, asi llamados, porque no solo se multiplicaron en la ciudad de Albi sino también en el Bajo Languedoc, cuyos habitantes fueron denominados por los autores de aquel tiempo albigenses.
     Su doctrina era en el fondo el maniqueismo, pero modificada diferentemente por las visiones de los diversos corifeos que la habian modificado en Francia, tales como Pedro de Bruis, Henrique su discípulo, Arnaldo de Bressa; por lo que se les llamó a estos sectarios petrobusianos, henriquianos, arnaldistas o arnodistas; llevaron además otros muchos nombres tomados de sus costumbres de las hablaremos después. No debemos admirarnos de que los autores que expusieron sus errores no hayan guardado uniformidad en su relación; jamás se mantuvo constante en sus opiniones ninguna sicta de herejes; cada uno de sus doctores cree ser el maestro para poder entenderlas y arreglarlas como mejor le agrada. Los albigenses eran un confuso tropel de sectarios, la mayor parte muy ignorantes, y en situación nada satisfactoria para dar razón de su creencia: mas todos se reunían para condenar el uso de los sacramentos y el culto externo de la Iglesia católica para querer destruir la gerarquía y variar la disciplina establecida. Por esta razón les han hecho el honor los protestantes de considerarlos como sus antepasados.
     Alano, monje del Cister, y Pedro, fraile del Vaux-Cernay, que escribieron contra ellos, les imputan:  
haber admitido dos principios o dos criadores, bueno el uno y el otro malo; el primero criador de las cosas invisibles y espirituales; el segundo criador de los cuerpos, autor del antiguo Testamento y de la ley judaica, por cuyos objetos no guardaban ningún respeto estos herejes: ved pues el fondo del antiguo maniqueismo.  
De suponer la existencia de dos Cristos, el uno malo, que había aparecido sobre la tierra con un cuerpo fantástico, y el cual no habia muerto y resucitado sino en apariencia; el otro bueno, mas que no habia sido visto en este inundo; este era el error de la mayor parte de los gnósticos. 
De negar la resurrección futura de la carne, de enseñar que nuestras almas son demonios que están alojados en nuestros cuerpos en castigo de los crímenes que habian cometido; por consecuencia negaban la existencia del purgatorio y la utilidad de orar por los difuntos; también tenían por una locura la creencia de los católicos tocante a las penas del infierno. Estos desvarios son tomados de diferentes sectas de herejes. 
de condenar todos los sacramentos de la iglesia; de desechar el bautismo como inútil; de mirar con horror la Eucaristía; de no practicar ni la confesión ni la penitencia: de creer que estaba prohibido el matrimonio, o por lo menos de mirar la procreación de los hijos como un crimen. También opinaban así los maniqueos. Finalmente refieren estos autores que los Albigenses detestaban a los ministros de la Iglesia, que no cesaban de desacreditarlos y declamar contra ellos; que no respetaban la santa Cruz, ni las imágenes, ni reliquias, que las destruían y quemaban en todos los sitios en que dominaban. 

     Se dividían en dos órdenes, a saber: perfectos y creyentes. Los primeros hacían una vida austera en apariencia, vivían en continencia, hacían profesión de aborrecer el juramento y la mentira. Los segundos vivían como los demás hombres, y muchos de ellos tenian costumbres muy desarregladas; creían salvarse por la fe o imposición de manos de los perfectos. Tal era la antigua disciplina de los maniqueos.
     El concilio de Albi, que algunos llaman el concilio de Lombez, celebrado en el año de 1176, en el cual fueron condenados los Albigenses bajo el nombre de hombres buenos, y cuyas actas son citadas por Fleury, Hist. eccles. lib. 72, n. 61, les atribuye los mismos errores segun su propia confesión. Rainerio en la historia que dió de estos mismos herejes bajo el nombre de catharos, expone su creencia con corta diferencia del mismo modo. M. Bossuet, Hist. de las variaciones, lib. 9, citó también a otros autores que confirman todas estas acusaciones.
     Con efecto, la mayor parte de los protestantes que habian querido persuadir de que los Albigenses sostenían la misma doctrina que ellos, acusaron a los escritores católicos de haber atribuido a estos sectarios unos errores que ellos no tenian, con el fin de hacerlos odiosos y justificar el rigor con que se les habia tratado. Mosheim, mejor instruido, no se atrevió a asegurar esto mismo, nada dijo acerca de sus dogmas ni de su conducta, porque conocía muy bien que no era posible justificar ni lo uno ni lo olro. Hist. eccles. siglo XIII, segunda parte, c. 5, & 2 y sig.
     El nombre de hombres buenos se les dió desde luego porque afectaban un exterior sencillo, regular y pacífico, y se dieron a sí mismos el nombre de catharos, que significa puros; mas su conducta les hizo dar bien pronto otros: se les llamó cebones y patarinos, es decir, rústicos y groseros; publícanos o poplicanos, porque se supuso que las mujeres eran comunes entre ellos; pasajeros, porque que enviaban emisarios y predicantes por todas partes para divulgar su doctrina y hacer prosélitos.
     Su condenación pronunciada en el concilio de Albi el año de I176, fue confirmada en el Letran el año de 1179 y en otros concilios provinciales; mas la protección que les dispensó Ramón VI, conde de Tolosa, les hizo despreciar las censuras de la Iglesia haciendoles mas emprendedores, é impidió el fruto de las predicaciones de santo Domingo y demás misioneros que se enviaron para instruirlos y convertirlos. Las violencias que ejecutaron, obligaron a los papas a publicar una cruzada contra ellos el año de 1210. Mas solo a costa de diez y ocho años de guerras y de muertes, abandonados por los condes de Tolosa sus protectores, debilitados por las victorias de Simón de Monfort, perseguidos por los tribunales eclesiásticos y entregados al brazo secular, fueron destruidos los albigenses. Algunos se escaparon y se unieron a los valdenses en los valles del Piamonte, de la Provenza, del Delfinado y de la Saboya; por lo que ciertos autores han confundido algunas veces estas dos sectas, siendo en su origen muy diferentes; los valdenses no han sido jamás maniqueos. 
     Al hacer la pretendida reforma, unos y otros procuraron reunirse a los Zuinglianos, y finalmente se unieron a los calvinistas bajo el reinado de Francisco I. Envanecidos con este nuevo apoyo, se permitieron ejecutar ciertas violencias que atrajeron sobre ellos la sangrienta ejecución de Cabriere y de Merindol: desde este momento han desaparecido, y solo queda de ellos el nombre. 
     La cruzada emprendida contra los albigenses, los suplicios a que se les condenó, y el haber establecido contra ellos la inquisición, han dado amplia materia para declamar a los protestantes y a los incrédulos sus copistas. Los unos y los otros han repetido cien veces que esta guerra fue una escena continua de barbarie; que habia sido una locura querer convertir a los herejes por medio del acero y del fuego; que el verdadero motivo de esta guerra fue la ambición del conde de Monfort, que queria apoderarse de los estados del conde de Tolosa, y la falsa política de nuestros reyes, a quienes agradó el repartirse los despojos.
     No es nuestro designio justificar los excesos que pudieron cometerse de una y otra parte por hombres armados durante una guerra de 18 años; también sabemos que cuando se desenvaina la espada, se cree que todo es permitido; que un rasgo de crueldad cometido por uno de los dos partidos se toma por motivo ó pretexto de represalias sangrientas: esto mismo se ha visto después en nuestras guerras civiles del siglo XVI, no se obró por cierto con mas moderación en el siglo XIII. No pretendemos tampoco sostener que sea laudable y permitido perseguir a sangre y fuego a los herejes, cuya doctrina en nada perjudique al orden y tranquilidad pública, y cuya conducta sea por otra parte pacífica; toda la cuestión se reduce a saber si los albigenses se hallaban en este caso. Esta es una discusión en la que jamás han querido entrar nuestros adversarios.
     Enseñar que el matrimonio ó procreación de los hijos era un crimen; que todo el culto externo de la Iglesia católica era un abuso, y por tanto era preciso destruirle; que todos los pastores son lobos rapaces, y que deben ser exterminados: ¿es esta una doctrina que pueda seguirse y reducirse a práctica sin que se alteren el orden y el reposo público? ¿Pueden creerse obligados en conciencia los pastores de la Iglesia a tolerarla? El conde de Tolosa, cualesquiera que fuesen sus motivos, siendo sabedor de esto, ¿tenia razón alguna para protegerlos? Bien sabemos que a excepción del primer artículo, los protestantes fueron de este modo de pensar; mas nosotros apelaremos al tribunal del buen sentido, y nos someteremos a su decisión. Es cosa muy singular que los católicos hayamos de tolerar unas opiniones que se dirigían nada menos que a hacernos apostatar y blasfemar contra Jesucristo, y se les dispensase a los albigenses de tolerar la doctrina católica, porque no se conforma con la suya.
  2° Apesar de todo cuanto puedan decir en su favor los protestantes, es lo cierto que los albigenses comenzaron a exasperar a los católicos insultándolos, y pasando después a vias de hecho, y empleando contra ellos las violencias, como también contra el clero, desde que se creyeron bastante fuertes. El año de 1117, mas de sesenta años antes de la cruzada, Pedro el Venerable, abad de Cluni, escribía a los obispos de Embrum, de Die y de Gap:   «Se ha mirado como un crimen inaudito entre los cristianos rebautizar a los pueblos, profanar las Iglesias, derribar los altares, quemar las cruces, azotar a los sacerdotes, encarcelar a los monjes, forzarlos a tomar mujeres por medio de amenazas y tormentos". Hablando después con estos herejes les dice: «después de haber hecho una gran pira de cruces hacinadas, la habeis pegado fuego; vosotros habeis hecho cocer carne, y la habeis comido en el dia de viernes santo, después de haber invitado públicamente al pueblo a que comiese.» (Fleury, Hist. eccles. lib. 69, n. 24). Por estas buenas expediciones fué por las que fué quemado Pedro de Bruis en San Gilles, algún tiempo despues. Con dificultad hubiéramos creído todo esto si no hubieran renovado los protestantes estos excesos en el siglo XVI.
     No se puede dudar que todos los libertinos y malhechores de aquellos tiempos, conocidos bajo el nombre de piratas, bandidos y compañias, se uniesen a los albigenses, desde que vieron que bajo pretexto de religión se podía robar, violar, quemar y saquear impunemente. Así es que en el nacimiento de la reforma, se vió a todos los eclesiásticos libertinos, a todos los frailes díscolos y desarreglados, a todos los malos subditos de la Europa, abrazar el calvinismo, con el fin de satisfacer con libertad todas sus pasiones criminales. Un hugonote, que tenia un enemigo católico, se vengaba a su gusto y con honor; los hijos sublevados contra sus padres les amenazaban con que apostataría; un hombre del campo o aldeano que quisiera mal a su señor o a su cura, podía emplear contra ellos todo su odio; los predicantes santificaban todos los crímenes cometidos por zelo contra el papismo; sus sucesores los disculpan aun en el dia.
     4° Antes de encruelecerse contra los albigenses, se habían empleado por espacio de mas de cuarenta años las misiones, las instrucciones y todos los medios que podía sugerir la caridad cristiana. No se apeló a las armas y a los suplicios sino cuando estos herejes intratables y furiosos no dejaron ya esperanza alguna de conversión. Cuando san Bernardo marchó a Languedoc para combatirlos, el año de 1117, no llevaba mas armas que las de la palabra de Dios y las de sus virtudes. El año 1179, el concilio general de Letran pronunció el anatema contra ellos, y añadió: «Cuanto a los brabantinos, aragoneses, navarros, vascongados, cotereses y tríaverdinos, que no respetan ni las iglesias, ni los monasterios, y no perdonan ni a los huérfanos, ni la edad, ni el sexo, sino que roban y todo lo talan como los paganos, ordenamos... a todos los fieles, para la remisión de sus pecados, que se opongan con valor a estos estragos, y que defiendan a los cristianos contra estos desventurados.» (Canon 27). Hé aquí expresado claramente el motivo de la guerra contra los albigenses, y por lo que el legado Enrique marchó contra ellos con un ejército el año de 1181. No era por consiguiente para convertirlos por lo que se empleaba contra ellos la violencia, sino para reprimir sus estragos.
     Los excesos a que se entregaron, están probados:
  Por la confesion misma que hizo el conde de Tolosa públicamente al legado el año de 1209, para alcanzar su absolución; 
      2° por el cánon vigésimo del concilio de Aviñon celebrado en el mismo año; 
     por el testimonio de los historiadores de aquel tiempo, como testigos oculares. ¿Qué deberemos pensar de los albigenses, cuando se vió al conde de Tolosa su protector, llevar la barbarie hasta el punto de mandar ahogar a su propio hermano, porque se había reconciliado con la Iglesia católica? El conde de Foa era un monstruo todavía mas cruel. (Hist. de la Igl. gal. t. 10, lib. 29 y 30).
     Los tejedores, los jornaleros y los labradores de la Provenza y del Languedoc, eran unos doctores muy hábiles en la Escritura santa; en el concilio de Albi, el año de 1170; el obispo de Lodeve les opuso la Escritura santa, y fueron confundidos, como lo acreditan las actas. Sus argumentos se reducían solamente a simples declamaciones, chanzonetas, insultos, calumnias y vias de hecho, como las de los hugonotes. Por otra parte se sabe el uso que sabían hacer los maniqueos de la Sagrada Escritura; ya se ve en las disputas que sostuvo San Agustín contra ellos. Aun cuando hubiera sido cierto que la religion dominante en el siglo XIII era un cumulo de errores y supersticiones, la de los albigenses valía aun menos; puesto que era un caos de los desvarios de dos o tres sectas diferentes. Aun cuando esta última hubiera sido mas pura, no correspondía a unos simples particulares, sin misión alguna, el establecer y aun menos emplear la violencia, el asesinato y el latrocinio, para conseguir su objeto. Porque los protestantes hayan hecho lo mismo, no es esta una razón suficiente para aprobar este extraño método de reformar la Iglesia.

     Si los príncipes estaban disgustados de la tiranía de los eclesiásticos, ¿cómo pudieron sostener a mano armada los esfuerzos que hacían el papa y los obispos para reprimir a los albigenses?
      No nos tomaremos el trabajo de refutar los motivos odiosos por los que se pretende que nuestros reyes, y sobre todo San Luis, tomaron parte en la guerra contra los albigenses y contra el conde de Tolosa. A la verdad, el tratado por medio del cual hizo este señor su paz con San Luis en 1228, fue muy ventajoso a la corona, pues que en é1 se estipuló que la heredera del conde de Tolosa casaría con uno de los hermanos del rey, y que a falta de hijos varones, vendría a parar este condado al rey. Mas luego que se resolvió la cruzada contra los albigenses, 18 años antes, no se podía preveer esta cláusula, y nos parece que el conde de Tolosa debió tenerse por muy honrado con esta alianza. Pero se sublevó pasados 14 años, cuyo comportamiento no le hizo ningún honor; la victoria de San Luis en Telburgo obligó a este vasallo rebelde a someterse; desde entonces, privados los albigenses de toda protección, fueron fácilmente destruidos. 

     Basnage en su historia de la Iglesia, lib. 24, ha empleado todos sus esfuerzos en refutar la historia de los albigenses delineada por M. Bossuet; ve allí lo que resulta de todas sus indagaciones.
      Antes que los maniqueos, esparcidos por la Lombardía en el siglo XII, hubiesen penetrado en Francia, existían ya en nuestras provincias meridionales ciertos secuaces de Pedro y de Enrique de Bruís, los cuales dogmatizaban y tenían también sus asambleas. Aun cuando no tuvieran las mismas opiniones que los maniqueos no dejaban cuando llegaban estos de unirse a ellos y hacer causa común con ellos, lo mismo que en el siglo XIII se asociaron a los valdenses. Tal ha sido siempre la política de los sectarios, con el fin de formar número, y hacer frente a los católicos. Por la misma razón se reunieron despues los valdenses a los calvinistas, aunque no tuviesen la misma creencia que ellos.
      De aquí mismo resulta que en el siglo XIII los albigenses eran un conjunta de maniqueos, arríanos, petrobusianos, enriquístas y valdenses, bien poco acordes sobre el dogma, mas reunidos por interés y por el odio contra la Iglesia romana y su clero; que la mayor parte de ellos eran tan ignorantes que apenas sabían lo que creian ó no creían. De aquí procede la diversidad de relaciones que han hecho los historiadores de aquel tiempo acerca de la doctrina de estos secuaces.
     En los interrogatorios que se hicieron sufrir á sus jefes, y en los concilios en que fueron condenados, no fue fácil descubrir y distinguir sus diferentes opiniones, ya sea porque estos predicantes no tenían doctrina alguna fija, o bien porque ocultasen con cuidado las de sus errores que podían inspirar el mayor horror a los católicos.
      Por esto mismo se ve el ridículo en que incurren Basnage y los protestantes, que quieren hacer pasar a los albigenses por sus antepasados ó sus mayores: ninguno de estos herejes hubiera querido firmar una profesión de fe luterana o calvinista, y ningún sincero protestante habría querido adoptar todos los desvarios de las diferentes sectas de albigenses.
    5° Gran cuidado tuvo Basnage de disimular las verdaderas razones por las que fué preciso emplear el rigor contra estos impíos, a saber, sus violencias, sus vías de hecho y su furor contra el culto exterior de la Iglesia católica y contra el clero. Quiso persuadir que se los castigaba únicamente por sus errores, lo cual es falso. Si alguna vez se ha condenado al suplicio a los novadores, antes de que hubiesen tenido tiempo para formarse un partido formidable, es porque su doctrina y sus principios tendían directamente a la sedición y a alterar la tranquilidad pública.

No hay comentarios: