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jueves, 10 de enero de 2013

La Iglesia.

     Dios, Jesucristo, Iglesia: toda religión está contenida en estas tres palabras. Si tú crees en Dios y crees en Jesús, creerás en la Iglesia y le serás fiel.
     La Iglesia es obra de Dios, su espíritu la inspira: escucharla es escuchar a Jesucristo; despreciarla, es despreciar a Jesucristo.
     Es la Esposa del Divino Maestro; es la Madre de los elegidos, la tutriz del pobre género humano, la infalible guardiána de las almas.
     Es la Iglesia también el redil donde todo hombre encuentra un abrigo seguro y la nave infrangible que nos lleva a la eterna felicidad.
     Columna de la verdad, puedes apoyarte en ella y no traicionará tus esperanzas; mientras te dejes llevar por ella, no podrás tener miedo al error, y mientras le seas dócil, tu piedad no desfallecerá nunca.
     Es la única que en el mundo conserva la doctrina adorable del Evangelio que has recibido de boca de tus padres y maestros, y que
has abrazado razonable y voluntariamente desde que alcanzaste la edad de la reflexión.
    Sólo la Iglesia tiene palabras de vida, sólo ella posee la verdad total, divina y no obstante humana, inmutable y sin embargo viva, manantial único de la civilización y del verdadero progreso.
     Y no hay religión integral fuera de ella, porque sólo ella ha conservado a Cristo todo entero. Cristo que es el camino, la verdad y la vida.
     Sé orgulloso de pertenecer a esa Iglesia, hijo mío, y ya que has nacido en su seno, quédale fuerte, irrevocablemente unido.
     Sé sumiso a su alta y poderosa dirección, pues el espíritu de sabiduría reside en ella; inclínate ante su Pontífice (cuando lo tengamos) y ante sus obispos, porque su misión viene de lo alto; respeta a sus más humildes ministros, pues el mismo Dios los ha consagrado.
     Que nada te aparte jamás de esta sociedad divina de las almas; que nada te arranque de su infalible y dulce imperio: ni la tribulación, ni la angustia, ni la vida, ni la muerte, ni los principados, ni las autoridades, ni el presente ni el porvenir, ni la fuerza de los perseguidores, ni la altura del mando, ni la profundidad de la astucia.
    Viajero en la tierra, buscas tu patria y estás cerca de llegar a ella si no abandonas nunca la Barca de Pedro. ¿Qué más necesitas?
     Allí está la paz y allí tu esperanza. En medio de las tempestades y sacudimientos, en esa Barca siempre agitada, puedes dormir y reposar: nada detendrá su marcha hasta que ella llegue al cielo.

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