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jueves, 24 de enero de 2013

TRATADO DEL CISMA MODERNO (3)

SEGUNDA PARTE 

     En la que se declara quién de los dos elegidos ha de ser aceptado y creído por verdadero papa en todo el pueblo cristiano.

      Después de haber tratado de la fe que todos han de profesar en el legítimo papa, mientras dura el cisma actual, réstanos ver ahora quién de los dos ha de ser aceptado y creído por papa verdadero en todo el pueblo cristiano. Sobre esto hay que averiguar cinco cosas:
     1) Si la elección que recayó en Bartolomé, arzobispo de Bari, es total y absolutamente nula, según el derecho. 2) Si hubo algo en dicha elección por lo que pueda creerse canónica y libre. 3) Si hay que creer infaliblemente cuanto afirman los cardenales sobre el papado. 4) Si a la autoridad o a las palabras de los cardenales puede oponerse algo serio. 5) Si hay que juzgar del papado según ciertas profecías recientes, milagros aparentes o visiones. 


CAPITULO I

     En el que se declara que la primera elección, recaída en Bartolomé, fué, por derecho, total y absolutamente nula.

      A la primera cuestión respondo con firmeza y sin temor que la elección papal de Bartolomé, arzobispo de Bari —si puede llamarse elección—, es, por el derecho, nula y carece de solidez y de firmeza.
     Para demostrar esto, dejando de lado las opiniones de los doctores que podrían servir a nuestro propósito, propongo tan sólo una sólida razón jurídica, en la que todos concuerdan, a saber: toda elección hecha por temor o miedo capaz de influir en un varón fuerte, y que no se haría de no existir dicho miedo, es, por derecho, total y absolutamente nula. Ahora bien, la elección papal del susodicho Bartolomé —si elección puede llamarse— fué hecha por temor o miedo capaz de influir en un varón fuerte, y sin este miedo nunca se hubiera hecho.
     Para explicar este argumento hay que tener en cuenta que, si bien los juristas admiten muchas clases de miedo que influye en el varón constante, admiten especialmente como tal el miedo a la muerte, cuando proviene de una causa próxima y dispuesta. Si este miedo a la muerte proviniera de una causa remota o dispuesta, se diria que no influye en el varon firme; seria un miedo vano, como dice el Salmo de algunos: Tiemblan de miedo donde no hay que temer (Ps. 52, 6). Y los Proverbios: Huye el malvado sin que nadie le persiga (Prov. XXVIII, 1).
     De no elegir un romano o italiano para el papado, los cardenales creaban una disposición muy próxima para temer la muerte, pues en aquellas circunstancias podía pensarse en cualquier cosa. Se dice proverbialmente que quien teme la muerte cavila muchas cosas.


     Primero. Consideraban los cardenales la presión de los romanos. Los rectores y oficiales de la Urbe, inmediatamente después de la muerte de Gregorio, convocaron muchos y diversos consejos, de los que sacaron como consecuencia firme que debían obligar a los cardenales a elegir un romano o un italiano para el papado. Y repetidas veces, acompañados de muchos ciudadanos romanos, les suplicaron que lo hicieran así, conminándoles que, de lo contrario, les provendrían graves peligros e irreparables escándalos. Para reforzar su posición aducían el deseo del pueblo romano, deliberada e inconmoviblemente obstinado en ello. Y así hicieron entrar en la ciudad una multitud de rústicos de su séquito, que son más inclinados al tumulto y a la sedición, más desconsiderados y desvergonzados para el mal. Reforzaron la custodia de la ciudad, poniendo centinelas en los portales para que los cardenales no pudieran escapar. Además, cuando los cardenales se disponían a entrar en conclave para la elección de sumo pontífice, casi todo el pueblo romano, armado y congregado en la plaza de San Pedro, gritaba amenazador: "¡Lo queremos romano; romano lo queremos! O, al menos, italiano". Muchos decían a los cardenales que iban al conclave: "Haced un papa romano o, al menos, italiano, pues de lo contrario seréis destrozados".
     Posteriormente, las campanas del Capítulo de San Pedro, instaladas cerca del palacio, comenzaron repentinamente a sonar, martilleadas, como era costumbre tocarlas en los graves y rápidos casos belicosos para congregar al pueblo. Los regentes de la ciudad, después que los cardenales ingresaron en el conclave para la elección, no quisieron sellar la puerta del mismo, a pesar de que los cardenales se lo habían pedido, ni hacer otras muchas cosas que, según el derecho, debían hacer y observar en la elección de sumo pontífice. Es más, sin miedo a la excomunión, entraron temeraria y tumultuosamente en el conclave, infundiendo un miedo terrible a los cardenales, diciendo: "Mirad, ya no podemos frenar el ímpetu y furor de este pueblo; si no elegís inmediatamente un papa romano o italiano, seréis todos despedazados". Todo lo que acabo de referir y muchas otras cosas graves y violentas que tuvieron lugar en aquella ocasión, son sabidas de todos los que estaban a la sazón en Roma, y los cardenales así lo declaran en sus juramentos.


     Segundo. A la vez que esta grave violencia de los romanos, ponderaban los cardenales la inveterada y habitual malicia de este pueblo. Todo el mundo sabe por experiencia muy vieja que los romanos fueron siempre habituados al mal, fáciles en irritarse, prontos para la sedición y audaces para herir y matar...
     ... ¡Cuántos sumos pontífices y santos cardenales; cuántos santos mártires, hombres y mujeres, niños y ancianos; cuántos buenos reyes, príncipes, emperadores... fueron indecorosamente tratados, golpeados sin reverencia y cruelmente muertos por la malicia y soberbia de los romanos! Nadie que haya leído las Crónicas de los padres y las historias ignora esto. Por lo mismo, San Bernardo escribía a Eugenio, en el libro IV: "¿Qué cosa más notoria para los siglos que el orgullo y arrogancia de los romanos, gente desacostumbrada a la paz, habituada al tumulto, cruel e intratable, que desconoce hasta el presente la sujeción, a no ser cuando no puede resistir?" (De consideratione, I, 4). La malicia de los romanos solía ensañarse de modo especial con las personas eclesiásticas, y muy en particular con los franceses, de cuya nacionalidad eran casi todos los cardenales. 


     Tercero. Juntamente con esta terrible impresión por parte de los romanos y su inveterada malicia y crueldad, no menos que su temeraria audacia cuando entraban en furor, los cardenales consideraban su innata y en cierto modo connatural inclinación al mal. Pues, por naturaleza, son propensos a la sedición, a la traición y a todo mal. De aquí que San Bernardo diga de ellos: "Ante todo, son sabios para hacer el mal, y no saben hacer el bien. Odiosos al cielo y a la tierra, levantaron sus manos contra ambos. Impíos para con Dios, temerarios con lo santo, sediciosos entre sí, rivales con sus vecinos, inhumanos con los extranjeros, por nadie amados, ya que a nadie aman; hay que temerlos, pues procuran por todos los medios ser de todos temidos. Ni sufren la sujeción, ni saben mandar. Infieles a los superiores, insoportables a los inferiores. No tienen vergüenza para pedir y son arrogantes para negar. Impertinentes para que se les dé, inquietos hasta que reciben, ingratos cuando han recibido. Crearon su lengua para narrar grandes gestas, siendo así que nada hacen. Prometen con esplendidez, pero dan con tacañería. Dulcísimos aduladores, pero mordaces infamadores; disimulan con candidez, pero traicionan con refinada malicia". Hasta aquí San Bernardo.
     ¿Quién tiene tanta constancia y firmeza, que en tan terrible impresión y agitación, venida de una gente habituadisima al mal y muy inclinada a la violencia, no teme el grave peligro de muerte? Verdaderamente, es más claro que la luz, para cualquier persona de sano entendimiento, que los cardenales, ponderando estas tres cosas entonces inminentes, tenían justo e inmediato motivo para temer la muerte si no elegían papa a un romano o, al menos, a un italiano, según pedía la obstinación de los pérfidos romanos. Y, llevados precisamente de este miedo tan terrible, los cardenales, que por ciertas razones se habían propuesto elegir papa a un ultramontano y no a un romano o italiano, súbitamente, sin discusión previa sobre la persona y sus méritos, con gran displicencia de corazón y casi sin pensarlo, llevados del miedo terrible a la muerte, eligieron papa a Bartolomé, italiano, arzobispo de Bari, el cual era algo conocido en la curia. Todo ello con protestas y contradiciones de muchos cardenales. Esto lo afirman en sus juramentos los cardenales, quienes, sin duda alguna, expresan mejor que nadie, exceptuando a Dios, el propósito de su corazón, su turbación y estado de ánimo y sus causas; luego se ve claramente que la primera elección papal —si tal puede llamarse— fué hecha sólo por miedo capaz de influir en un varón firme. Y, por consiguiente, fué, por derecho, total y absolutamente nula.


CAPITULO II

    En el que se declara que nada hubo en la elección de Bartolomé por lo que pudiera creerse canónica o libre.

     A la segunda cuestión, respondo que nada hicieron, dijeron ni pensaron los cardenales en esta elección, ni antes ni después, por donde pueda juzgarse verdaderamente canónica, libre o segura. Aunque los adversarios de la verdad objeten muchas cosas contra esta proposición, a todo puede responderse con facilidad.

   Primera objeción.—Dicen algunos que antes de la referida impresión que causaron los romanos, dos o tres cardenales anunciaron que iban a elegir papa al dicho Bartolomé. Es más: se dice que, antes de tal impresión, el cardenal Glandecense dijo a Bartolomé: "Aunque ahora sois inferior a mí, pronto seréis mi señor y maestro". Por lo cual parece que los cardenales habían pensado en él para papa y, por tanto, no fueron inducidos por el miedo.
     Esto es una ficción y mentira patente, como puede ver cualquiera que tenga discreción. Porque antes de ser promulgada la elección papal nada hay tan secreto en el mundo para todos los que no son del Colegio Cardenalicio como el propósito de los cardenales sobre el candidato papal. Ciertamente, esto es necesario para evitar muchos males. Y contra esta costumbre se levantan los adversarios de la verdad. Ahora bien, aunque fuese verdad todo lo que dicen, de nada les aprovecharía, ya que dos o tres cardenales no forman colegio, porque los electores eran dieciséis. Y aunque todos, o casi todos los cardenales hubieran dicho lo mismo, en nada prejuzgaría la verdad, pues pudieron decirlo por cautela, esto es, para esquivar la presión de los romanos, los cuales, inmediatamente después de la muerte de Gregorio, comenzaron a moverse para que la elección recayera en un romano o en un italiano, como era el dicho Bartolomé. Aun cuando tales palabras fueran exponente del pensamiento de los cardenales y hubieran sido pronunciadas antes del miedo, todavía sería posible que, por razones oportunas, cambiaran su propósito de elegir al dicho Bartolomé o a algún romano o italiano. Más tarde, cuando medió la terrible impresión, por miedo a la muerte, eligieron a Bartolomé.


     Segunda objeción.—Dicen algunos que ya que los regentes y oficiales de la ciudad juraron y obsequiaron a los cardenales prometiendo custodiarlos de toda violencia e impresión, debían haber confiado en este juramento y palabra de honor, y no temer. Luego su temor fué vano, y no un temor capaz de influir en los fuertes.
     Se responde a esto que los cardenales tenían razón suficiente para no confiar en tal juramento y promesa, por tres causa:
     Primera. Porque inmediatamente comenzaron a quebrantar tal juramento y promesa en muchas cosas, según se desprende de los procesos jurados de los cardenales.
     Segunda. Porque, habiendo aumentado la terrible violencia de los romanos, los mismos rectores de la ciudad anunciaron a los cardenales que no podían frenar el ímpetu del pueblo, según se ha dicho. De este modo intentaban excusarse por impotencia del juramento y promesa.
     Tercera. Porque los rectores de la ciudad estaban absolutamente decididos, más que los otros, a coaccionar a los cardenales para que eligieran un romano o italiano, como se vió más arriba. Y así es evidente que su juramento era más bien cauteloso y engañoso que seguro, como es costumbre entre ellos. San Bernardo enjuiciaba a este pueblo del modo siguiente: "¿A quién me darás, de entre la gran ciudad que te recibió, sin salario o sin esperanza de estipendio? Especialmente cuando quieren dominar, se profesan esclavos; prometen solemnemente fidelidad, para dañar más cómodamente a los confiados. Por lo mismo, no tendrás ninguna asamblea de la que quieran estar ausentes, ni secreto en el que no se entrometan. Si estando cualquiera de ellos en la calle se retrasa un poco el portero, no quisiera yo estar en su lugar".


     Tercera objeción,—Objetan algunos que los cardenales no debían haber temido a los que movían la sedición o tumulto, porque eran hombres de poca categoría y de ninguna autoridad. Eran rústicos, rebeldes, hasta el punto que asaltaron la despensa del palacio para beber el vino.
     Esta objeción dice más en favor que en contra nuestra. ¿Quién ignora que existen personas que, cuanto más bajas y viles, tanto más se precipitan contra los eclesiásticos, y que son temerarias y audaces para todo mal? Sobre todo cuando se percatan de que los mayores se lo consienten y los provocan con audacia a la sedición. Por eso los cardenales rogaron repetidas veces a los regentes de la ciudad que echaran fuera a los rústicos audaces, introducidos en ella en gran número ante la elección papal; les suplicaron también que tomaran medidas para sosegar y contener al pueblo romano. Pero nada de esto quisieron hacer.


     Cuarta objeción.—Alegan otros que la turbación e impresión causada por los romanos fué posterior a la elección de Bartolomé, por lo que parece evidente que los cardenales lo eligieron espontáneamente, y no por miedo a la muerte.
     Pero la verdad es que dicha turbación e impresión fueron causadas antes y después de dicha elección. Antes que se anunciara al pueblo la elección, la impresión fué más temeraria, pues estando aún en el conclave los cardenales, sin atreverse a publicar la elección de Bartolomé —de cuya absoluta nulidad estaban convencidos—, viendo los romanos que tardaban demasiado en satisfacer su deseo de tener un papa romano o italiano, encendidos en deseo de sedición por instigación de algunos oficiales, clamaron repentinamente a grandes voces y con extremo furor: "¡Mueran, mueran todos! Por el cuerpo de Cristo, que no saldrá ninguno de los franceses". Y precipitándose sobre el conclave, con hachas y picos que tenían preparados, comenzaron a romper los portales y la clausura del mismo y, por distintos lugares, entraron en él con espadas desenvainadas y otras muchas armas, gritando: "¡Mueran, mueran! Por Dios crucificado, lo queremos romano". Entonces un cardenal, queriendo evitar el peligro propio y el de los demás, presentó al pueblo al cardenal de San Pedro, que era romano, como papa, no sin protestas del mismo. Y mientras los romanos le tributaban honores, los cardenales, cada cual como pudo, salieron del palacio y marcharon casi todos a pie, sin capas ni capelos. Al atardecer, algunos, con hábitos disimulados, se encerraron en el castillo de Santángelo. Otros salieron de Roma disfrazados durante la noche, y los demás se escondieron en sus casas.
     Todo esto es notorio a cuantos estaban entonces en Roma, y asi lo aseguran los cardenales en sus juramentos. Por todos estos hechos y otras graves violencias que los romanos perpetraron contra los cardenales y sus familiares, servidores y huéspedes, después de la referida elección, se deduce que antes de la misma podían temer la muerte con fundamento próximo y dispuesto, si no elegían un papa romano o italiano.
     Y aunque no hubiera precedido impresión alguna a la elección, sólo la imaginación y previsión del futuro e inminente peligro de muerte —que era muy justo en los cardenales, que estaban rodeados de enemigos temerarios y audaces, obstinados en sus propósitos— era causa muy suficiente y próxima para temer la muerte. Pues, según Santo Tomás, el objeto del temor o miedo no es el mal presente, sino el futuro. Dice Aristóteles que los reos, en el momento de ser decapitados, no tienen miedo, porque tienen el mal presente. Tienen tristeza y sufrimiento. Por lo mismo, dice el Filósofo que el miedo proviene de la fantasía o captación de un mal corruptivo o aflictivo futuro. De suerte que el miedo es: una turbación de la mente ante la inminencia de un mal futuro.


     Quinta objeción.—Los romanos no pedían en concreto a Bartolomé, Es más: era casi desconocido entre ellos. Luego parece que no lo eligieron para complacer a los romanos, sino espontáneamente, sobre todo teniendo en cuenta que presentaron en su lugar al cardenal de San Pedro, romano.
     A esto hay que decir, según se deduce de lo expuesto, que los romanos pedían primera y principalmente un romano, pero indirecta y secundariamente querían un italiano, sin nombrar a nadie en particular. Por tanto, eligiendo un romano o un italiano satisfacían el deseo del pueblo. Y así, aunque Bartolomé no fuera pedido nominalmente, siendo italiano estaba incluido en la petición general.
     Con todo, como hemos dicho, primera y principalmente pedían un romano. Por lo mismo, en la sedición terrible que sucedió a la elección, presentaron al pueblo al cardenal de San Pedro, romano —como dice la objeción segunda—, a fin de que los romanos creyeran satisfecho su principal deseo, y de este modo los cardenales pudieran esquivar más fácilmente su perversa crueldad. Los cardenales, sabiendo muy bien que Bartolomé no era papa —porque su elección fué defectuosa— y que tampoco lo era el cardenal de San Pedro, la presentación de cualquiera de ellos sería simulatoria. Y así, con mucho acierto, eligieron para esta simulación al romano, al cardenal de San Pedro.


     Sexta objeción.—Los cardenales declaran que eligieron papa a Bartolomé porque les era más conocido y porque era más experimentado en la práctica y costumbres curiales. Luego parece que lo eligieron libremente, en atención a sus méritos, a su inteligencia y experiencia.
     Hay que responder que los cardenales sabían muy bien que ningún romano o italiano elegido en tales condiciones de miedo terrible a la muerte, sería verdadero papa. Mas, por el mismo miedo, nombraron a Bartolomé, creyéndolo inteligente, piadoso y bastante experimentado en asuntos curiales, a fin de que, conociendo él mismo por su ciencia y experiencia la nulidad de la elección, no la aceptara, posesionado del temor de Dios; o la aceptara, o simulara aceptarla, durante un tiempo solamente, y de este modo podría librar a los cardenales. Sin embargo, olvidándose de su salvación, arrojada lejos toda su ciencia, poseído repentinamente del ardor de ambición, aceptó temerariamente la elección nula que se le brindó, y en ella se aferra obstinadamente hasta hoy.

     Séptima objeción.—Se dice en el proceso de los cardenales que algunos declararon en la elección que daban el sufragio a Bartolomé con ánimo de que fuera verdadero papa, Por lo que parece que no lo eligieron simulada y ficticiamente, sino de verdad y de corazón.
     Pero los que esto dicen no constituyen las dos partes de electores, que en total eran dieciséis, y, por tanto, dichas palabras no prejuzgan en nada la verdad. Es más: aunque todos los cardenales hubiesen hablado de modo parecido, está claro que, siendo absolutamente nula la elección —por el miedo terrible que se les causó—, las frases proferidas en estas circunstancias no podían revalidarla. Lo cual era sabido muy bien por todos los cardenales. Por tanto, todo lo que dijeron e hicieron fué simulación, con el fin de evitar el grave e inminente peligro de muerte. Quienes así hablaron esperaban tal vez que sus palabras, proferidas en un estado de miedo mortal, llegaran a oídos de los romanos, y así, cuando llegara el momento de publicar la elección, contento y apaciguado el pueblo, les perdonara más fácilmente la vida. Sin embargo, si bien se piensa, como tales palabras eran superfluas y desacostumbradas en la forma electiva, demuestran que tal elección fué violenta y sospechosa, y de ningún modo válida o segura.


     Octava objeción.—Como se deduce del proceso de los cardenales, después de la primera elección recaída en Bartolomé, se hizo otra, cuando estaba ya frenado el ímpetu y el furor del pueblo. Por lo cual, al menos en virtud de la segunda elección, sería papa el dicho Bartolomé, ya que en la segunda no hubo violencia.
     A esto hay que decir que, viendo los cardenalés que la primera elección, recaída en el italiano, era absolutamente nula, alguno de ellos propuso una nueva reunión, que se haría lo más pronto posible y en un lugar defendido y seguro, y en la que por las buenas y según las vías normales, se elegiría al mismo, evitando que naciera un cisma en la Iglesia. Tal vez por esta razón se expresaron del modo apuntado en la objeción precedente, diciendo que lo elegían con ánimo y propósito de que fuera verdadero papa, pero no hablaron de que lo fuera en virtud de aquella simulada y coaccionada elección, que sabían era nula. Querían decir que si era posible, en virtud de una nueva elección pudiera quedar en el papado, si Dios y el derecho lo permitían, y con ello evitar el cisma o el error. Por ello, cuando a la hora de comer cesó el tumulto habido antes de la primera elección, un cardenal italiano dijo a los demás: "Ahora que ha cesado el tumulto, reelijámoslo". A lo cual respondió un cardenal ultramontano: "Hay ahora más violencia que antes, y cuanto hagamos mientras permanezcamos entre los romanos, no tendrá valor". Pero presionando algunos, a los que los demás no osaban contradecir, sin plena deliberación y coaccionados por el miedo, sin convocar a tres cardenales, al de Aragón con otros dos —que nada supieron, a pesar de estar en palacio—, sin guardar la forma jurídica, tristes y desolados y sin pensar, nombraron de nuevo papa al dicho Bartolomé. Juzgue quien quiera de la nulidad de esta elección.


     Novena objeción.—Después de dicha elección, todos los cardenales, tanto los que estaban en el castillo de Santángelo como los de Roma y los de fuera, se unieron a Bartolomé, y durante casi cuatro meses le obedecieron como a papa verdadero, entronizándolo, coronándolo, pidiéndole beneficios y aceptando sus ofrecimientos, bendiciones, absoluciones, indulgencia... y comunicaron a sus príncipes y familiares por el mundo entero que la elección fué hecha según el Espíritu Santo, y cumplieron, en general, todas las obligaciones que se tienen con el papa legítimo. Es más: según dicen, habiendo salido de Roma algunos de los cardenales, escribieron a Bartolomé, con honores papales, desde Anagni, en donde hicieron algunas cosas en su nombre. Luego lo creyeron verdadero papa, o debieron sufrir la muerte corporal antes que prestarse a simulaciones tan vituperables,
     A esto se responde que todas estas cosas no le hicieron verdadero papa. Pues si a mí, o a cualquier otro, hicieran los cardenales tales deferencias, con todas las reverencias y solemnidades y otras circunstancias, ni el otro ni yo seríamos por ello papas, ya que sólo la elección canónica es la que hace papa legítimo. Y mucho menos lo era el dicho Bartolomé, el cual, por aceptar temerariamente una elección que sabía claramente era coaccionada y absolutamente nula por el derecho, fué privado en justicia de todo grado o beneficio que antes poseyera, quedando totalmente inhábil para el papado, según aquel capítulo del decreto: "En el nombre del Señor" (J. Gratianus, Decretum, I, dist. 23, c. 1), y por otros muchos cánones.


     A cualquiera se le ocurre la razón por la que los cardenales hicieron todo esto. Porque habiendo corrido antes de la elección tan grave peligro de muerte, si no se determinaban por un romano o italiano, como queda dicho, nadie puede dudar que después de la elección de un italiano corrían todavía mayor peligro si llegaba a saberse que se retractaban. Y por eso no se atrevieron a comunicar, ni en secreto siquiera, la verdad del hecho a los príncipes y familiares, ni por escrito, ni por legación verbal. Tampoco osaban hablar entre sí de este asunto, mientras no salieran de Roma. Por esta razón, durante casi cuatro meses, es decir, mientras estuvieron inseguros (ya en Roma, o en el castillo de Santángelo, que está a las puertas de Roma y no estaba aprovisionado de comida ni de armas, ya en la ciudad de Anagni, antes de contratar soldados de armas, ya entre los romanos), era necesario que cumplieran con Bartolomé todo lo que era costumbre observar con el papa verdadero, máxime obligándolos a ello él mismo con ambición censurable y con ruegos importunos, con muchos nombramientos, con el afán de que los cardenales aprobaran de nuevo, de palabra o de obra, su nulísima elección. Pero cuando se rodearon de comitiva armada y se creyeron seguros y gozando de plena libertad, lo antes posible, previa deliberación, publicaron toda la verdad del hecho, declarando que Bartolomé ni fué ni era verdadero papa, sino apostático e intruso, por coacción de todos conocida.
     No quiero poner el grito en el cielo, juzgando a mis señores y jueces, discutiendo si debían haber preferido la muerte corporal antes que someterse a tales ficciones, llevados de miedo mortal. Con todo, hay que notar unas palabras de San Jerónimo acerca de la utilidad de la simulación temporal, de la que Jehú, rey de Israel, nos da ejemplo. Pues no pudiendo matar a los sacerdotes de Baal, sin que fingiera adorar al ídolo, dijo: Traedme a todos los sacerdotes de Baal. Ajab le sirvió en lo poco, pero yo le serviré más (IV Reg. X, 18-19). Y David, habiendo cambiado su rostro Ajimelech, lo dejó y marchó. No es de extrañar que los justos simulen durante cierto tiempo para la salvación propia y ajena, cuando el mismo Señor nuestro, que no tuvo pecado ni carne de pecado, tomó la simulación de carne pecadora, a fin de que, condenado en su carne el pecado, hiciera con nosotros justicia divina.


     Décima objeción.—Dicen que los dos cardenales italianos, que murieron después de la elección, el cardenal de San Pedro y el de los Ursinos, testificaron con juramento en el lecho de muerte que Bartolomé fué elegido canónicamente y era verdadero papa, como lo fué San Pedro.
     A esto hay que decir que, aunque fuera verdad que lo dijeron, el juramento de dos no puede desvirtuar la verdad tan conocida, ni siquiera los juramentos contrarios de todo el colegio apostólico. Sin embargo, todo lo objetado es ficticio y engañoso. Como el dicho Bartolomé no tiene fundamento firme en el papado, es natural que sus defensores, para su defensa colorada, inventen, muchas mentiras, de palabra y de obra, aduciendo testimonios de algunas personas que tenían buena reputación en el pueblo, pero que ahora han degenerado en sus errores traidores, enseñando cartas falsas a modo de públicos instrumentos. Y por esas mentiras coloradas intentan defender y enraizar en el corazón de los simples e indoctos al dicho Bartolomé,
     Pero cualquiera que tema a Dios en un asunto de fe tan grave, debe temblar, no sea que cualquier ficción le desvíe del camino de la verdad. Dice el apóstol: Que nadie os engañe con palabras mentirosas, pues por esto viene la cólera de Dios sobre los hijos de la rebeldía. No tengáis parte con ellos (Eph. V, 6).


CAPITULO III 
     En el que se declara el deber de creer infaliblemente cuanto los cardenales afirman sobre el papado 

     Respecto a la tercera cuestión, digo decididamente que, aun cuando no constara en ninguna parte la coacción o miedo que tuvo lugar en la elección de Bartolomé, había que creer llana e infaliblemente al colegio cardenalicio en las cosas que firmemente publica sobre el papado, a saber: que el primer elegido, Bartolomé, ni es ni fué nunca verdadero papa, sino un intruso en el papado por el miedo y la violencia de los romanos. Y que el segundo electo, Clemente VII, es sumo pontífice y verdadero papa, vicario universal de Jesucristo en este mundo.
     Esto consta claramente por las doce razones siguientes:
     Primera. Según determinación de la Iglesia universal, expresada por el derecho, la elección de sumo pontífice pertenece íntegra y exclusivamente al colegio cardenalicio, y sólo de él debe esperar el mundo la elección papal, creyendo simplemente y sin dudar su declaración. Ahora bien, es cierto que, por nuestros pecados, se eligió sucesivamente a dos, y ambos fueron anunciados al mundo como verdaderos papas. Si es de fe —como se demostró en el primer capítulo de la primera parte— que no pueden ser dos simultáneamente los papas, sino que es necesario que, al menos, uno de ellos sea falsa y fingidamente elegido y publicado, no hay duda que hemos de asegurarnos a través de los mismos electores y anunciadores sobre cuál de los dos fué falsa y simuladamente elegido y anunciado, y quién lo fué en verdad y de corazón.
     Segunda. Es evidente que cuando se da crédito a alguien en un asunto principal, hay que dárselo también en lo menos importante, esto es, en las circunstancias y accidentes del mismo. Así dice el derecho: "A quien se le permite lo más, se le permite lo menos". Es cierto que hemos de dar crédito a los cardenales en lo principal, o sea en la elección papal. Luego mucho más en las cualidades y en el modo de la misma. A saber: si eligieron por miedo a la muerte, y si hubieran elegido de no haber intervenido el miedo; si el miedo, que no les dejaba, fué motivo de que hicieran todo lo que hicieron respecto de Bartolomé.
     Tercera. En cualquier acto o asunto en que pueda mezclarse el defecto o el error hay que admitir y aceptar la corrección y enmienda del mismo. Leemos en el Libro II de los Reyes que Natán se presentó a David, que dudaba edificar el templo al Señor, y le dijo: Ve y haz cuanto tienes en el corazón, pues el Señor está contigo (II Reg. VII, 3). Y cuando más tarde el profeta se retractó de sus palabras, David recibió con gusto su corrección y enmienda. Comentando este caso, dice San Gregorio: "Y Natán, profeta, el cual dijo primeramente al rey: Ve y haz, más tarde, instruido por el Espíritu Santo, denunció que no podía realizarse la obra, contradiciendo con ello los deseos del rey y a sus mismas palabras, retractando como falso lo que había dicho llevado de su espíritu. Por lo cual la distancia que media entre los verdaderos y falsos profetas es ésta: que los verdaderos, si profetizan alguna vez llevados de su espíritu, corrigen radicalmente en las mentes de los auditorios cuanto dijeron, cuando el Espíritu Santo les mueve a ello. Los falsos profetas anuncian cosas falsas y, sordos al Espíritu Santo, permanecen en la falsedad" (Super Ez. hom. 1). Hasta aquí San Gregorio. Y en el libro de Ester leemos que, habiendo mandado el rey Asuero cartas a todos los príncipes de su reino y a todas las provincias para que fueran muertos todos los judíos, sin embargo, enviando nuevas epístolas en contra de las primeras, fueron éstas corregidas por las últimas (Esth. 7 y 8). Luego si en la elección papal puede darse defecto o error, como se demostrará en el capítulo siguiente, es evidente que todos los cristianos hemos de admitir la corrección y enmienda de la misma hecha por los cardenales, que en esto tienen máximo poder.
     Cuarta. Ningún cristiano auténtico debe poner en duda que los cardenales tienen, en lo referente al estado de la Iglesia católica, la misma autoridad que tenían los apóstoles cuando vivían en este mundo. Decir lo contrario sería un error condenable. Por eso la Iglesia romana se llama apostólica, y el colegio de cardenales colegio apostólico, como se demostró en en capítulo III de la primera parte. Si, indudablemente, todos debían creer en las palabras de los apóstoles cuando predicaban con firmeza la doctrina de Cristo, aunque antes, durante la pasión, dijeran lo contrario, como le ocurrió a San Pedro, que negó a Cristo con juramentos y anatemas (Mc. XIV, 66 ss.) está claro que todos debemos creer sin dudar sencilla e inalterablemente lo que nos dicen ahora con firmeza los cardenales, aunque antes nos dijeran de palabra lo contrario.
     Quinta. En cualquier asunto de la Iglesia, y más cuando se pone en peligro la fe, cualquiera que sea discreto y prudente debe, en cuanto le sea posible, liberar su fe de dudas y afianzarse en lo cierto. Por eso dice San Agustín: "¿Quieres librarte del peligro? Abrázate a lo cierto y deja lo incierto". Ahora bien, para cualquiera es más cierta la cuestión de si Bartolomé fué debidamente elegido, que dudar de que los cardenales fueran canónicamente promovidos al cardenalato por el Papa Gregorio y otros papas anteriores; por tanto, es claro y cierto que cualquiera que sea discreto y prudente, temeroso del peligro para su alma en un asunto tan grave concerniente a la fe, debe apartarse de la duda e incertidumbre y afianzar su creencia en la certeza del colegio apostólico.
      Sexta. Los cardenales son como los quicios, pues por ellos debe regirse, aconsejarse y gobernarse el mundo, a la manera que la puerta por los quicios. Los quicios de la tierra son propiedad del Señor, y sobre ellos puso el orbe (I Reg. II, 8). De donde se sigue que la Iglesia militante, puerta para entrar en la triunfante, gira, se gobierna y se sostiene por los cardenales, como por sus propios quicios. Ahora bien, no es muy seguro creer o decir que la Iglesia de Cristo ha sido despojada de sus cardenales, porque no es creíble que, aun en tiempos del anticristo, cuando, según las Escrituras sagradas, habrá en la Iglesia gran tribulación y apostasía de la fe, sufra tan enorme cambio la Iglesia de Dios. Dice Isaías, hablando de la Iglesia militante: Tus ojos verán la tienda que no podrá trasladarse, cuyos clavos no serán arrancados jamás ni se romperá cuerda alguna, porque allí está en su gloria sólo nuestro Señor Dios Los clavos son, según la Glosa interlineal, los doctores, mediante los cuales la Iglesia de Dios permanece inconmovible. Y entre los doctores, tienen autoridad excelente los cardenales. Las cuerdas figuran los preceptos, por los cuales se dilata la Iglesia universal. Sobre el mismo texto dice la Glosa ordinaria: "Las tiendas de los judíos en el desierto se trasladaban de un lugar a otro, mas la Iglesia, inmóvil, está fundada sobre piedra firme". De este modo se ve que los romanos, y con ellos todos los "bartolomistas", hacen una Iglesia apostólica nueva.

      Séptima. Siempre que entre los prelados menores de la Iglesia surge la duda en algún negocio arduo y peligroso para el alma, hay que recurrir a los jefes mayores y más universales de la misma, y todos deben asentir firmemente a su parecer. Así manda el Señor en el Deuteronomio: Si una causa te resultase difícil de resolver entre sangre y sangre, entre contestación y contestación, entre herida y herida, objeto de litigio en tus puertas, te levantaras y subirás al lugar que el Señor, tu Dios, haya elegido, y te irás a los sacerdotes hijos de Levi, al juez entonces en funciones, y le consultarás; él te dirá la sentencia que haya de darse conforme a derecho. Obrarás según la sentencia que te hayan dado en el lugar que el Señor ha elegido y pondrás cuidado en ajusjarte a lo que ellos te hayan enseñado. Obrarás conforme a la ley que ellos te enseñen y a la sentencia que te hayan dado, sin apartarte ni a la derecha ni a la izquierda de lo que te hayan dado a conocer. El que, dejándose llevar de la soberbia, no escuchare al sacerdote que está allí para servir al Señor, tu Dios, o no escuchare al juez, será condenado a muerte (Deut. XVII, 8-12). Y sobre el texto dice la Glosa ordinaria: "Cristo, sacerdote eterno según el orden de Melquisedech, eligió a sus vicarios y sustitutos, a los que dijo: Quien os escucha, a mí me escucha; quien os desprecia, a mí me desprecia". Con razón, pues, quien desprecia la potencia de la divinidad, sufre sentencia de condenación. Siendo así que en la duda presente, tan grave y peligrosa para la Iglesia, los prelados y jueces de las iglesias, particulares, esto es, los obispes, arzobispos, abades y otras autoridades eclesiásticas menores, están divididos en sentencias contrarias, es claro que hay que determinarse con seguridad por la sentencia de los cardenales, que son los prelados mayores de la Iglesia, especialmente en lo que toca a la elección de papa; y hay que aceptar el decreto del reverendísimo padre arzobispo de Arles, camarista y juez ordinario de la santa Iglesia romana, los cuales todos, sin dudar, afirman con autenticidad, de palabra y por escrito, que nuestro señor Clemente VII es verdadero papa, y que Bartolomé es apostático o intruso.
     Octava. Según Santo Tomás, en el objeto de la fe hay que considerar dos cosas: lo que materialmente se cree y la razón formal por la que se cree. Por tanto, todo lo que creemos por fe, debe ser creído mediante una razón formal y necesaria. Tan necesaria, que es imposible que pueda ser de otro modo, pues entonces el objeto de la fe podría ser falso. Por ejemplo: en el sacramento del altar creemos que en la hostia consagrada está verdaderamente Jesucristo, no porque el sacerdote la eleva, ni porque hace reverencia en el altar, ni siquiera por haber proferido las palabras de la consagración, porque nada de eso es la razón formal necesaria de la presencia de Cristo. La razón formal por la que creemos es porque creemos en el sacerdote que consagró debidamente la forma. Del mismo modo, la creencia de nuestro corazón no debe recaer en un individuo, creyéndolo papa por haber sido nombrado el primero, ni por haber sido entronizado y coronado, honrado y publicado al mundo como tal, pues nada de esto es la razón formal necesaria de que sea papa, como se aclaró en la objeción novena del capítulo anterior. La razón formal necesaria por la que hemos de creer que uno es verdadero papa es porque creemos que los cardenales lo eligieron debida y canónicamente. Y en este hecho toda nuestra credulidad depende de la afirmación de los mismos y, por consiguiente, en este asunto hay que estar de acuerdo con ellos.
     Novena. Siempre que la intención del que obra se requiere necesaria y esencialmente para el complemento de un acto, sin lugar a duda, hay que acatar el juicio y la sentencia del mismo actor que testifica sobre el complemento o defecto de su acto. ¿Qué hombre conoce lo que hay en el hombre, sino el espíritu del hombre que en él está? (I
Cor II, 11). San Agustín dice, exponiendo esta frase: "¿Qué hombre conoce la voluntad y los secretos, sino la propia inteligencia, y no la de otro?" Y San Ambrosio dice sobre lo mismo: "Está claro que nuestros pensamientos nadie los conoce sino nuestra mente, llamada aquí espíritu por San Pablo". Ahora bien, en toda elección, sobre todo en la de sumo pontífice, se requiere necesaria y esencialmente la intención y voluntad de los electores, pues si los electores, por juego, lucro, miedo o por cualquier otra causa, nombraran papa a alguien y manifestaran vocalmente su elección, notificándolo al mundo, siempre que su voluntad e intención no quisieran elegirlo por tal, de ningún modo quedaría electo papa este individuo. Porque, según el Filósofo: "La elección es acto de la voluntad, como el deseo" (III Ethio.). Por tanto, aunque los cardenales nombraran papa de palabra a Bartolomé, y lo notificaran al mundo, con todo afirman con decisión que nunca tuvieron intención o voluntad de que por ello fuera papa, y así es evidente que hemos de aceptar su juicio y sentencia.

     Décima. Según el derecho, en cualquier caso o asunto merecen crédito máximo quienes mejor conocieron el asunto y los que estuvieron presentes en él, aunque sean domésticos, consanguíneos o amigos de aquel de quien se trata. Por lo mismo, dijo Cristo a sus discípulos, que eran sus domésticos, consanguíneos y amigos: Vosotros daréis testimonio de mí, pues estáis conmigo desde el principio (Io. XV, 27). Ahora bien, es cierto que todo lo que se dijo, hizo y pensó acerca de las dos elecciones y notificaciones, indudablemente lo saben mejor que nadie los cardenales, que fueron actores e intérpretes de la elección y notificación. Los otros hablan como si adivinaran. Por tanto, está manifiesto nuestro propósito.
     Undécima. Además, según pide el derecho, se da crédito a dos jueces de las cosas que se realizan en su presencia. Es más, generalmente es verdadero, según ley divina, que en cualquier asunto hay que creer en el testimonio de dos: Por el testimonio de dos o tres es firme toda sentencia (
Mt. XVIII, 10; 2 Cor. XIII, 1). Luego, sin duda, alguna, hay que creer mucho más a tantos y tan ponderados cardenales, muchos en número y excelentes en dignidad, en todo lo que declararon abundantemente y escribieron por sus manos en presencia del reverendísimo padre camarista de la Sede Apostólica y juez ordinario, y ante muchos notarios públicos y testigos solemnes; hay que dar más crédito a estas palabras juradas que a la conducta observada con Bartolomé por la que le nombraron papa, se unieron a él y le obedecieron y denunciaron al mundo como papa, ya que todo esto se hizo sólo por coacción y miedo mortal, y nunca de corazón. ¿Quién hay en este mundo, que de tal modo ha arrojado el temor de Dios de su corazón, que se atreva a pensar que tantos y tan graves cardenales, con todos sus familiares y domésticos —quienes se dieron cuenta mejor que nadie de lo ocurrido en la elección papal, y entre los que se encuentran muchos grandes doctores y santísimos varones— se olvidaran por completo de su salvación en un asunto tan grave, y quisieran, a propósito, meterse a sí mismos y al mundo entero en el infierno? Verdaderamente, nadie que tenga temor de Dios debe creer capaces de crimen tan abominable a tantos y tan dignos cardenales, sobre cuya sentencia y determinación estableció Cristo su Iglesia, en lo referente a la elección de su vicario universal.
     Duodécima y última. Daré una razón, fundada en un principio de la lógica. Según el Filósofo, lo simple sale de lo simple, lo más de lo más, y lo máximo de lo máximo. Este principio es siempre verdadero en las causas y efectos de suyo y esencialmente ordenados. Por ejemplo, simplemente hablando, el fuego calienta; luego el fuego mayor calentará más, y el fuego máximo calentará de modo máximo. Simplemente hablando, el simple prelado tiene jurisdicción; luego el prelado mayor tendrá mayor jurisdicción, y el máximo tendrá jurisdicción máxima. Siendo así que, según los cánones sagrados, simplemente hablando la razón por la que hay que creer en la elección papal de alguien es la notificación de los cardenales, es evidente que en todo el pueblo cristiano ha de ser aceptado por papa aquel en cuya elección y notificación estén más y máximamente concordes los cardenales. Y, como se deduce de todo lo dicho, el mayor y máximo consentimiento de los cardenales está a favor de la elección y notificación de Clemente. Luego está claro nuestro intento.
     Por todas estas razones y por otras muchas que, según los principios de nuestra fe, podrían aducirse para probar esta verdad, está claro que causa un gran perjuicio y grave injuria a la Iglesia universal quienquiera que, sea del grado o condición que sea, dudando de todo cuanto asegura firmemente el colegio apostólico sobre el papado, quiere indagar o se atreve a juzgar del hecho o derecho del asunto presente. Creo que no está en camino recto de salvación todo aquel a cuyo conocimiento ha llegado con certeza la notificación del colegio apostólico sobre el papado, si no somete el propio juicio y credulidad de corazón, determinándose sin dudar y creyendo que Clemente es el verdadero papa y vicario universal de Jesucristo en este mundo. Por donde se lee: "La primera condición para salvarse es guardar la regla de la recta fe y no apartarse de lo establecido por los Padres".

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