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miércoles, 2 de enero de 2013

Cuando tú ores...

     Cuando tú ores, hijo mío, habla a Dios como al mejor de los padres, como al más tierno de los amigos.
     Dile las incertidumbres de tu espíritu, las deficiencias de tu voluntad, las incesantes agitaciones de tu joven alma.
     Cuéntale tus penas y alegrías, tus temores y esperanzas, tus faltas y tus buenos deseos.
     No te es prohibido pedirle favores terrenales; a excepción del mal, todo se puede pedir a Dios; sin embargo, pídele ante todo, la gracia y favores eternos.
     Y después, aumenta el fervor de tu oración: explota los tesoros del cielo y da limosna a tus hermanos con las riquezas de Dios.
     Ruega por las almas queridas de quienes tú todo has recibido, a fin de que el divino Maestro las bendiga y proteja en sus trabajos.
     Ruega por aquellos cuya incredulidad o error han dañado su inteligencia y cuyo pecado ha invadido y corrompido su corazón.
     Ruega por tus enemigos para que se hagan buenos, y para demostrarte a ti mismo que los amas como lo manda Cristo.
     Ruega por tu país para que sea próspero y su progreso glorifique al Señor.
     Ruega por la Iglesia para que en ella florezcan las virtudes, para que su acción se extienda sobre las almas y sea para muchísimos el arma verdadera de salvación.
     Ruega por todos los hombres, por todos los que sufren, por todos los que lloran, por todos los que blasfeman, por todos los que no rezan; ruega por los que agonizan, por todos los que mueren o están por morir.
     Ruega, en fin, por los que expían sus faltas en las regiones oscuras del Purgatorio; entre las obras de misericordia, la oración es la primera, porque ella absorbe todas las gracias del verdadero manantial y se hace digna de ellas implorándolas.

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