¿Es cierto que Jesucristo estableció una sociedad a la que todos debemos pertenecer? ¿No insistió más bien en ciertos principios espirituales que sus discípulos debían predicar y explicar lo mejor que pudiesen?
Los católicos creemos, con el Concilio Vaticano, «que Jesucristo, para perpetuar la obra salvadora de la redención, echó los cimientos de una Iglesia santa en la que se hablan de cobijar, como en la casa de Dios, todos los fieles unidos por la unidad de fe y amor mutuo».
La escritura confirma esto en multitud de lugares. Jesucristo dio a sus apóstoles el poder de enseñar (San Marcos XVI, 15; Mat XXVIII, 19), y el de gobernar (San Mateo XVIII, 18; Juan XX, 21), y el de santificar las almas de los hombres (San Mateo XXVIII, 20; San Juan XX, 22; San Lucas XXII, 19). Los verdaderos seguidores de Cristo tienen que aceptar las enseñanzas de los apóstoles (San Marcos XVI, 16), obedecer sus mandatos (San Lucas X, 16; San Mateo, XVIII, 17) y usar los medios de santificación que Jesucristo instituyó (San Juan III, 5; VI 54) Jesucristo, pues, instituyó una sociedad divina en su origen y sobrenatural en su fin y en los medios que usa para este fin. Esta sociedad es humana también, pues se compone de hombres; por eso vemos escándalos, herejías y cismas. Jesucristo lo había predicho cuando la comparó con un campo de trigo en el que crece también cizaña, y a una red de pescador que coge peces buenos y malos (San Mateo 13, 24-47).
79. ¿No es cierto que en el siglo XVI la Iglesia había llegado a tal grado de corrupción y había variado tanto, que ya no era la misma que instituyó Jesucristo?
No, señor. Esta acusación era el pretexto de que se valían los seudorreformadores para establecer sus sectas; como los modernistas del siglo pasado, obcecados por la falsa teoría de la verdad relativa, dedujeron la defectibilidad de la Iglesia como el artículo fundamental de su credo racionalista. Los imperios de este mundo y todas las sociedades humanas llevan, dentro de sí el germen de corrupción y descomposición, y, más tarde o más temprano, cambian o perecen; pero esta sociedad divina (la Iglesia), que Cristo instituyó, lleva dentro de sí un preservativo que le salva de toda influencia corruptora y hace que, al cabo de siglos y más siglos de vida, esté tan remozada como cuando salió de las manos de su Fundador. Este preservativo es el Espíritu Santo, que habita en ella y habitará junto con el mismo Jesucristo hasta el fin del mundo (San Mateo XXVIII, 20; San Juan XIV, 16). Los profetas de la ley antigua predijeron que el reinado de Cristo no había de tener fin (Dan II, 44; Isaí IX, 6-7), lo cual confirmó Jesucristo cuando prometió expresamente «que las puertas del infierno no habían de prevalecer sobre su Iglesia». Es cierto que algunas partes de esa Iglesia pueden corromperse con la herejía o el cisma, como sucedió en los días aciagos de Arrio y en los del cisma de Oriente, y en la reforma protestante; pero, como escribía San Cipriano: «El que broten en el campo de la Iglesia cardos y espinas no debe acobardarnos y hacernos desmayar, sino más bien animarnos a ser buen trigo que demos el ciento por uno» (Ad Cornelium, 55). Y en otra carta nos dice que no nos debemos escandalizar si algunos hombres ensoberbecidos apostatan del catolicismo, pues a Jesucristo mismo le abandonaron algunos de sus discípulos (San Juan VI, 66) y El y sus apóstoles predijeron las apostasías de muchos cristianos.
¿No es cierto que en el siglo XVI se necesitaba una reforma, y que con la de Lutero se mejoró la situación? ¿No deseaban esta reforma los Papas de su tiempo, León X y Clemente VII? ¿Por qué hubo un movimiento tan general contra la Iglesia católica?
Estamos de acuerdo en que en el siglo XVI se necesitaba una reforma para cortar los abusos de muchos católicos que sólo lo eran de nombre, y el historiador Pastor nos confirma en esta opinión al contarnos detalladamente escenas de mundanidad, nepotismo, avaricia e inmoralidad por parte de no pocas personas eclesiásticas; aunque nos previene también contra las exageraciones de los controversistas fanáticos de la época, y nos da una lista de ochenta y ocho santos y beatos que sólo en Italia florecieron desde el año 1400 al 1529, añadiendo esta observación: En los anales de las naciones no se conservan más que datos y escenas de crímenes. La virtud camina humilde y silenciosa; el vicio y la ilegalidad todo lo llenan de ruido y alboroto. Se desliza uno, y toda la ciudad lo comenta; el virtuoso practica heroicidades, y nadie lo ve (Historia de las Papas 5, 10). Cualquiera que discurra sin prejuicios ve fácilmente que la revolución de Lutero, amparada por reyes y príncipes que ambicionaban los bienes de la Iglesia y negaban las verdades reveladas, no fue inspirada por Dios, sino atizada por el infierno. Los católicos de corazón permanecieron en la Iglesia de Cristo, como los santos Pedro Canisio y Carlos Borromeo; los católicos inmorales y viciosos, como Enrique VIII y el landgrave Felipe de Hesse, apostataron. Y aunque es cierto que ni León X ni Clemente VII tuvieron la energía que se necesitaba para reunir el Concilio de Trento, que trajo la verdadera reforma, también es verdad que éste tardó en reunirse más de lo debido por la interferencia odiosa de los príncipes cristianos ambiciosos y suspicaces.
En la obra que sobre Lutero escribió Grisar, leemos párrafos como éstos: «Ahora—escribe Lutero—vemos que la gente se está volviendo más infame, más cruel, más avarienta, más lujuriosa y peor en todos los órdenes que cuando estábamos regidos por el papado.» Llama a su ciudad de Wittenberg «una Sodoma de inmoralidad» y añade que «aunque la mitad de sus habitantes son adúlteros, usureros, ladrones y engañadores, las autoridades se cruzan de brazos». El obispo Pilkington, protestante de los reales de Isabel de Inglaterra, se expresa así: «Hemos roto las ligaduras que nos tenían sujetos al Papa, para vivir a nuestro capricho, sin que nadie nos acuse. Cuando los ministros se proponen corregir nuestros abusos, nos reímos y mofamos de ellos. Para mí tengo que el Señor se va a irritar un día y va a tomar venganza con su mano. ¿Quién, ¡ay!, le resistirá?» (Nehemiah 388). Las causas que aceleraron la reforma fueron varias: las enemistades entre Bonifació VIII y Felipe el Hermoso, de Francia, que se rebeló contra el Padre Común de la cristiandad y desdoró el prestigio del papado; la resistencia de los Papas en Aviñón (1309-1376); la rebelión de Luis de Baviera; el cisma de Occidente, y aquella peste general que en sólo dos años llevó al sepulcro una tercera parte de la población europea. Las consecuencias de esta mortandad no pudieron ser más desastrosas. Iglesias y beneficios eclesiásticos, a millares, quedaron sin sacerdotes y sin obispos. Para cubrir estas plazas se admitió al sacerdocio gentes sin vocación, mundana y ambiciosa, que tenía puestos los ojos en las riquezas que la Iglesia había acumulado a través de los siglos por donaciones y legados espontáneos de sus hijos. Este estado de cosas repercutió en las costumbres en general, y se vio la necesidad de una reforma. Esta la trajo, felizmente, el Concilio de Trento. A raíz de este Concilio florecieron en la Iglesia santos de primer orden y en número verdaderamente consolador.
Lutero y Calvino declararon que la Iglesia estaba compuesta de solos los justos y predestinados. Ahora bien: sólo Dios sabe quién es justo. Luego la Iglesia no es visible. Jesucristo dijo: «El reino de Dios no viene con señales externas, sino que está dentro de vosotros» (San Lucas XVII, 20-21). Y en esta otra ocasión dijo: «Dios es espíritu; los que le adoran deben hacerlo en espíritu y verdad» (San Juan IV, 24).
Esta doctrina herética fue condenada por los Concilios Tridentino y Vaticano, que definieron la visibilidad de la Iglesia: «Dios, por medio de su Hijo unigénito, estableció una Iglesia y la dotó de notas y marcas para que todos puedan ver en ella la guardiana y maestra de la verdad revelada» (Vatic, sesión 3, cap. 3). ¿Cómo iba a exigirnos Jesucristo, bajo pena de condenación eterna, que creyésemos (San Marcos XVI, 18), y que el que desobedeciese los mandatos de la Iglesia fuese tenido por «gentil y publicano» (San Mateo XVIII, 17), si no nos fuese dado conocer fácilmente la Iglesia? Además, el Nuevo Testamento está lleno de textos en los que se compara la Iglesia a un reino, a un campo, al grano de mostaza, que crece y se hace un árbol; a una ciudad edificada sobre un monte, a un rebaño, etc.; lo cual da a entender que se trata de una Iglesia visible, pues estos términos de comparación son cosas externas bien visibles. La Iglesia no es una sociedad secreta. Ahí están sus templos abiertos a todo el que quiera entrar. Nada se hace allí en secreto. La misa, la administración de los sacramentos, la doctrina evangélica que desde el pulpito se expone, los sacerdotes, los obispos, el Papa, todo en ella es patente y manifiesto. Los Padres de la Iglesia comparaban a ésta con el sol y la luna, «que alumbran a todo lo que existe debajo de los cielos». «Antes se apagaría el sol—dice San Juan Crisóstomo—que la Iglesia dejase de ser visible.»
Respondiendo a los dos textos de la dificultad, decimos que el reino de Dios no había de venir con señales externas, es decir, no había de venir con estrépito de armas y legiones, como en son de conquista, sino pacíficamente; no se había de forzar a nadie a hacerse ciudadano de este reino, en el que no se admiten más que voluntarios. Los judíos estaban muy equivocados al creer que el Mesías había de venir a libertarles del yugo romano y a restaurar en Israel la grandeza material de los días de David y Salomón. Las palabras «dentro de vosotros» significan que el reino de Dios ya estaba «entre ellos»; ya estaba allí Jesucristo con sus apóstoles, que eran el cimiento del nuevo reino, la Iglesia.
Cuando Jesucristo dijo a la samaritana que Dios es espíritu y que debe ser adorado en espíritu, quiso darle a entender que el culto a Dios no se había de limitar ni al templo del monte Garizim ni al de Jerusalén. Dios está en todas partes, y demanda de nosotros culto y adoración que nos salgan, no de los labios, sino del corazón.
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Ruiz Amado, Dios, sí; la Iglesia, no.
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