En qué consiste este misterio y cómo, así para los simples fieles como para los Santos Padres, es consecuencia natural de la maternidad divina.
I.—A la luz de las nociones expuestas acerca del pecado original y del modo con que se transmite, ya es fácil entender de qué privilegio es la cuestión donde se habla de la inmaculada Concepción de la Madre de Dios. María es, como nosotros, hija de Adán; fue concebida según la ley común. Debía, pues, en virtud de esta concepción, venir a la vida natural, muerta ya a la vida de la gracia y, por tanto, siendo enemiga de Dios y sujeta la servidumbre del pecado y del demonio. Con todo eso, la fe nos enseña que fue preservada de esta desgracia en vista de los méritos de Cristo, intuiti meritorum Christi. Y esto es lo que la Iglesia definió solemnemente por boca del inmortal Pío IX. "La doctrina —dícese en la Bula dogmática Ineffabilis Deus— que enseña que la bienaventurada Virgen María, desde el primer instante de su concepción por gracia y privilegio singularísimo de Dios omnipotente, en vista de los méritos de Cristo, Salvador del género humano, fue preservada de toda mancha de pecado original, es doctrina revelada por Dios, y, por consiguiente, debe ser firme y constantemente creída por todos los fieles."
Pesemos cada uno de los términos de la definición, pues todos ellos tienen su valor y alcance. Dícese primeramente, en el primer instante de su concepción, es decir, en el punto mismo en que su cuerpo y su alma fueron unidos para formar un nuevo ser vivo, fue María preservada del pecado original. Remontémonos al origen de su existencia; en aquel instante en que todos los hijos de Adán contraen la mancha original la hallaremos pura, inocente, inmaculada. Mas esta gracia es una gracia singular, un privilegio admirable, excepción de la ley común, y que por nada pudo merecer María. ¿De dónde, pues, le vino favor tan extraordinario? De la divina bondad, de los méritos previstos de Jesucristo; es decir, de aquel que un día sería su hijo según la carne.
Pudiera objetar alguno que los méritos de Jesucristo, como quiera que entonces aún no existían, no bastaban para dar a la Virgen Santísima purificación tan perfecta. Es verdad: los méritos de Jesucristo no existían entonces, pues el Salvador no había nacido; pero, si no existían en sí mismos, existían en las preordenaciones y previsión divinas. Dios podía otorgar por adelantado los beneficios que después serían pagados con los méritos de Jesucristo, porque el pago, bien lo sabía Dios, ni era dudoso ni sería insuficiente, sino muy completo y cabal. Con una mirada, con la que Dios abarca todos los siglos, veía al Hijo de la Virgen pendiente del madero de la cruz, derramando copiosamente de sus miembros traspasados la sangre reparadora; oía a la divina víctima ofrecer su sangre por todos, y singularmente por su Madre; y en vista de esta sangre y en consideración de estos méritos, derramó la gracia en el corazón de María, antes, que, según la ley común, ella fuese pecadora. ¿Quién no ve en esta santificación original una preservación una redención anticipada? Una preservación, porque, volvemos a decirlo, en virtud de su concepción. María debía aparecer en el mundo como las demás hijas de Adán, privada de la gracia, heredera de la caída universal. Por tanto, si entra en la vida santa, pura, resplandeciente de gracia, inmaculada, esto acontece por que Dios, haciendo en favor de su Madre una excepción, detiene ante Ella el torrente de la iniquidad, cuyas aguas fangosas manchan a todos los mortales. La santificación de María fue tambien una redención, no la redención ordinaria que libra a los que ya están cautivos, sino una redención singular, altísima: una redención que impidió que cayese en las cadenas cuando todo la impelía hacia ellas. El Hijo de María es su Redentor, como lo es también nuestro; lo que la distingue de nosotros, en cuanto a este punto, es que Ella fue redimida de un modo más sublime, sublimiori modo; es que Jesucristo es más Redentor de Ella que nuestro, conforme enseña Escoto, según ya vimos; por que los méritos de la redención le fueron aplicados, no solamente con sobreabundancia admirable, sino antes que el pecado dominase en Ella, antes que muriese a la vida de la gracia.
II.—No vamos a exponer aquí toda la serie de testimonios escriturísticos y tradicionales con que la Teología demuestra la Concepción inmaculada de la Virgen Santísima. Este largo estudio, sobre alargar demasiado esta obra, nos apartaría de nuestro camino. Bossuet, a quien tantas veces se ha de recurrir cuando se trata de los privilegios de la Madre de Dios, advierte muy sensatamente: "Hay proposiciones extrañas y difíciles que, para que uno quede persuadido de ellas, requieren grandes esfuerzos de raciocinio y todas las invenciones de la retórica. Por el contrario, hay otras que desde el primer momento derraman sobre el alma un como esplendor que hace que las amemos aun antes que las conozcamos puntualmente. Estas proposiciones no necesitan pruebas. Basta quitar los obstáculos y aclarar las objeciones, y luego el espíritu se inclina por sí mismo, espontáneamente a creerlas. En esta categoría pongo yo la proposición que voy a demostrar hoy. Que la Concepción de la Madre de Dios tuvo algún privilegio extraordinario; que su Hijo omnipotente la preservó de esta ruina general que corrompe todas nuestras facultades, que inficiona hasta el fondo de nuestras almas, que lleva la muerte hasta las fuentes de nuestra vida, ¿quién no lo creerá? ¿Quién no prestará asentimiento a una opinión tan plausible?".
Estas observaciones son muy verdaderas y están de todo en todo confirmadas por los hechos. Antes de que nacieran las controversias acerca de este misterio, el pueblo cristiano, como guiado de un instinto sobrenatural, tenía a la Madre de Dios por toda santa, toda pura, sin pecado, sin mancha; enteramente, totalmente inmaculada; lo cual manifiestamente implica la exención del pecado original. No podía el pueblo cristiano concebir de otra manera a la Virgen, llena de gracia, de quien el Redentor había de tomar carne.
A este período de fe tranquila sucedió la época de las investigaciones científicas. Se levantaron objeciones que conmovieron e hicieron vacilar la creencia de los sabios en un misterio que hasta entonces no había sido ni explícitamente combatido ni expresamente definido. El pueblo sencillo, que no entiende de discusiones sutiles ni podía apreciar las dificultades engendradas por la comparación de unos dogmas con otros y por su aparente contradicción, no. Para María, ser inmaculada en su Concepción es no haber sido nunca pecadora, no haber sido nunca enemiga de Dios, no haber sido nunca esclava del infierno; es haber sido santa, llena de gracia, desde el primer instante de su vida; ¿cómo, pues, dudar que la Madre de Dios recibiese de su Hijo un privilegio tan conveniente y tan natural? y vióse entonces un prodigio, que más de una vez se ha repetido en la vida de la Iglesia: las almas sencillas, yendo como naturalmente hacia la verdad, mientras teólogos, no solamente doctísimos, sino devotísimos de la Reina del Cielo, vacilan, dudan, se turban y se enredan en sus mismos pensamientos.
Los siglos XVII y XVIII fueron testigos de un hecho semejante, a propósito de la devoción del Sagrado Corazón de Jesús. El pueblo fiel la abrazó con amor y sin esfuerzo, apenas le fue predicada. Le pareció cosa naturalísima adorar el amor de Jesucristo bajo el símbolo de su corazón de carne. Mas no sucedió así con muchos de los dedicados al cultivo de las ciencias eclesiásticas. Nadie ignora cuánto trabajo y cuántas luchas costó a los patrocinadores de este culto, que el mismo Jesucristo reveló a Santa Margarita María de Alacoque, conseguir que fuese aprobado por la Iglesia. Verdad es que la oposición procedía principalmente de los partidarios, más o menos manifiestos, de los errores jansenistas; pero, con todo, para muchos la causa fue el infundado temor de que padeciesen menoscabo algunos puntos de la doctrina católica si admitían esta forma nueva del culto al amabilísimo y amantísimo Salvador Señor de los hombres.
A este período de fe tranquila sucedió la época de las investigaciones científicas. Se levantaron objeciones que conmovieron e hicieron vacilar la creencia de los sabios en un misterio que hasta entonces no había sido ni explícitamente combatido ni expresamente definido. El pueblo sencillo, que no entiende de discusiones sutiles ni podía apreciar las dificultades engendradas por la comparación de unos dogmas con otros y por su aparente contradicción, no. Para María, ser inmaculada en su Concepción es no haber sido nunca pecadora, no haber sido nunca enemiga de Dios, no haber sido nunca esclava del infierno; es haber sido santa, llena de gracia, desde el primer instante de su vida; ¿cómo, pues, dudar que la Madre de Dios recibiese de su Hijo un privilegio tan conveniente y tan natural? y vióse entonces un prodigio, que más de una vez se ha repetido en la vida de la Iglesia: las almas sencillas, yendo como naturalmente hacia la verdad, mientras teólogos, no solamente doctísimos, sino devotísimos de la Reina del Cielo, vacilan, dudan, se turban y se enredan en sus mismos pensamientos.
Los siglos XVII y XVIII fueron testigos de un hecho semejante, a propósito de la devoción del Sagrado Corazón de Jesús. El pueblo fiel la abrazó con amor y sin esfuerzo, apenas le fue predicada. Le pareció cosa naturalísima adorar el amor de Jesucristo bajo el símbolo de su corazón de carne. Mas no sucedió así con muchos de los dedicados al cultivo de las ciencias eclesiásticas. Nadie ignora cuánto trabajo y cuántas luchas costó a los patrocinadores de este culto, que el mismo Jesucristo reveló a Santa Margarita María de Alacoque, conseguir que fuese aprobado por la Iglesia. Verdad es que la oposición procedía principalmente de los partidarios, más o menos manifiestos, de los errores jansenistas; pero, con todo, para muchos la causa fue el infundado temor de que padeciesen menoscabo algunos puntos de la doctrina católica si admitían esta forma nueva del culto al amabilísimo y amantísimo Salvador Señor de los hombres.
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